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El doctor Takaito llegó con más de una hora de retraso al Instituto, y esa demora, sumada a la ausencia del subsecretario de estado del ministerio de Salud, que había prometido asistir para dar la bienvenida a la personalidad japonesa, había puesto al doctor Alex Breuer de mal humor. Breuer era el director del Instituto, el responsable de la política, la planificación y la coordinación de los diversos programas clínicos. Era corpulento y fofo, con un bigote impreciso que le sombreaba el labio superior como un cultivo de humus a medio crecer, y siempre vestía impecables trajes oscuros que nunca variaban sino imperceptiblemente en su tono favorito de gris. Entre las cuatro y las cinco había ordenado a la secretaria que telefoneara siete veces a la Casa de los Comunes y averiguara qué demonios le había ocurrido al subsecretario, sólo para enterarse en cada ocasión de que se estaba debatiendo un asunto importante y se esperaba una escisión en cualquier momento; hasta que ese magno acontecimiento se produjera parecía improbable que el subsecretario abandonara sus deberes parlamentarios para estrechar la mano del visitante japonés, que en todo caso venía simplemente de paso en viaje a Estados Unidos.

Cuando el gran Humer negro contratado para trasladar al doctor Takaito del aeropuerto al Instituto rodó silenciosamente por la calzada amarilla y frenó frente al edificio administrativo, el doctor Breuer ya iba por el tercer whisky y brindaba retrospectivamente por Guy Fawkes. Bajó apresuradamente a la entrada principal, seguido de cerca por el doctor Bennett, su asistente personal, y el doctor Slade, a cargo de las investigaciones psiconeurales. Juntos saludaron al menudo especialista japonés con radiante cordialidad, y a su vez el doctor Takaito irradió aún más cordialidad a través de las pesadas gafas cóncavas. El chófer descargó dos grandes maletas del maletero del coche, y la procesión subió solemnemente al despacho privado del doctor Breuer.

El doctor Takaito hablaba muy buen inglés, pero con esa chata inexpresividad del oriental sin sensibilidad semántica. Sí, dijo en respuesta a la pregunta inevitable: había tenido un viaje rápido y confortable —estos nuevos jet— clípers eran la última palabra— pero los habían retenido casi una hora en Lydda por culpa de ciertos problemas con el radar. Sí, había traído las radiografías del cerebro de Soames y ya no las necesitaría más, pues había preparado un juego completo de dibujos para trabajar. La operación sería un éxito, estaba convencido. Cierto, aún no se había topado con ningún caso de coma sináptico canino, pero —y esto era lo importante— había logrado inducir un coma equivalente creando artificialmente ciertos tipos de barreras neurales entre lóbulos cerebrales específicos, y había restaurado el funcionamiento normal del cerebro al quitar las barreras. Las radiografías de Soames contenían indicaciones de gran similitud física. Para demostrarlo había traído una selección de diapositivas en color de cerebros de perros antes y después de la operación que ilustraban la notable semejanza con ciertos aspectos físicos del cerebro de Soames.

En el despacho, el doctor Breuer y sus colegas examinaron las diapositivas con gran interés mientras el doctor Takaito, sin que nadie le invitara, se servía una generosa medida de whisky con soda mientras hacía comentarios intermitentes.

—Esa vista frontal, por ejemplo, doctor Breuer. La capa meníngea está manchada de verde. Como usted puede ver, ha crecido excesivamente, por así decirlo, y se ha replegado sobre sí misma. El pliegue se ha abierto camino entre dos pequeños lóbulos anteriores, estableciendo una barrera neural parcial. No basta con extirpar meramente el exceso de tejido meníngeo. Además, hay que restaurar una conexión neural positiva entre los lóbulos aislados, y eso requiere de una técnica refinada de injertación.

—Muy interesante —murmuró fascinado Breuer—. De paso, sírvase un trago, doctor Takaito.

—Gracias, aceptaré —dijo, terminando el anterior.

—Me parece que aquí hay algo nuevo en cirugía cerebroneural —continuó Breuer.

—Nuevo para los humanos, pero no para los perros. Rara vez se encuentra este estado en forma natural, y aun así, apenas se sabría cómo diagnosticarlo sin primero matar al paciente para teñir los tejidos cerebrales y llevar a cabo un examen microscópico. El método es bueno en la investigación, pero quizás no sea muy terapéutico.

—Como usted sabrá, he hecho ciertos arreglos —explicó Breuer—. Casi doscientos doctores y especialistas en psiconeurología han sido invitados al Instituto para observar la operación por un circuito cerrado de televisión. De hecho, no han cesado de llegar en toda la tarde. También nos proponemos filmar la operación, y le estaríamos muy agradecidos si usted simultáneamente comentara el procedimiento y explicara cada paso. El comentario será grabado, por supuesto, y eventualmente transferido al film como banda sonora.

—Desde luego —dyo generosamente Takaito, y luego encañonó a Breuer con un índice cautelosamente recriminatorio—, siempre que la operación sea exitosa. Si fracasa, me hará usted el favor de eliminar todo registro permanente —torció los labios sardónicamente—. Después de todo, sabrá usted que a los japoneses no nos gusta 'perder imagen', como dicen ustedes.

—Bien... —empezó Breuer, dubitativo.

—A nadie le gusta preservar los propios fracasos para... ¿Cómo dicen ustedes...? Para la posteridad.

—Es razonable —comentó Bennett mientras el doctor Slade asentía sin mucha convicción.

—Sigo pensando que el film sería valioso desde el punto de vista de la técnica quirúrgica —insistió Breuer tercamente.

El doctor Takaito sonrió apenas.

—Una técnica fútil no tiene valor intrínseco. Sin embargo, como estoy bastante seguro del éxito de la operación, dudo que se presente esa dificultad, en cuyo caso no tengo objeciones válidas a las cámaras ni a las grabadoras —la sonrisa se ensanchó afablemente—. Y ahora, doctor Breuer, htty un pequeño favor que a mi vez quisiera pedirle. Un favor razonable, entiendo, considerando mi papel en el exponiente).

—¿Sí? — dijo Breuer con cierta brusquedad, dejando las diapositivas en el escritorio.

—El tratamiento posterior —Takaito cruzó los brazos en un gesto de humildad superficial—. Tengo un profundo interés en la psicoterapia. Al fin y al cabo uno no juega con perros sólo para entretenerse.

—No entiendo, doctor Takaito...

—Supongamos que como resultado de mi operación el señor Soames de pronto despierta a la conciencia. ¿Qué se hará después? El tiene una mente, una mente virgen, pero es un hombre adulto. Su mente puede ser entrenada y orientada de tal modo que con el tiempo el hombre inicie una vida normal como ciudadano útil de esta sociedad. No será fácil. Habrá muchos problemas. Me gustaría colaborar en la solución de esos problemas.

—Bien —dgo Breuer pensativamente—. No se me ocurre ninguna objeción, ¿pero no será difícil una intervención activa desde el otro extremo del mundo?

Takaito frunció los labios con candidez.

—He hecho mi diagnóstico y planeado la operación desde el otro extremo del mundo, según su pulcra expresión, doctor Breuer...

—Pero sin duda lo que cuenta en un caso es la observación física —terció el doctor Slade, sonriendo como si demostrara algo obvio—, mientras que en el otro... Bien, se puede ver el cerebro, pero no la mente.

—Lo que quiere decir el doctor Slade es que la psicoterapia de instrucción sólo puede llevarse a cabo de primera mano —dijó Breuer, aferrándose del argumento—. Por cierto los especialistas psiquiátricos del Instituto deben ser la autoridad prioritaria en un caso como éste, aunque desde luego siempre estaríamos dispuestos a escuchar consejos.

—¿Aunque vinieran de Tokio? —los ojos angostos del doctor Takaito parecieron titilar sardónicamente detrás de las gafas cóncavas—. No estoy solicitando una responsabilidad por poder, por así llamarla, en el tratamiento del caso Soames... Pero debo recordarle, doctor Breuer, que he pasado más de veinte años acumulando experiencia sobre cómo destruir patrones de conducta... Y lo que es más, sobre cómo crearlos.

—En perros.

—En perros, como usted dice —asintió Takaito amablemente, pero frunció los labios con frialdad—. Y también en humanos, en algunas ocasiones. Los mecanismos básicos del cerebro no son en modo alguno disímiles. El problema con Soames será qué patrones de conducta imponer y en qué orden, pero aun así, el procedimiento será táctico antes que estratégico.

—¿Qué quiere decir con eso? —preguntó Breuer, ligeramente irritado por la calma del doctor japonés.

—Creo que se explicará sólo con el paso del tiempo. Una cosa es entrenar y educar a un niño que acepta la disciplina y la autoridad adulta, pero muy otra es planear la evolución mental de un hombre adulto que lo ignora todo, absolutamente todo, al margen de sus pulsiones instintivas. ¿Cómo le obligarán a aprender la tabla del siete si se niega? ¿Lo abofetearán como a un niño, lo privarán de la comida? Supongamos que renuncia a las complejidades de la ortografía para agredir sexualmente a una enfermera, una posibilidad muy probable en un hombre maduro con una mente simple y no desarrollada.

—Creo que exagera usted las dificultades, doctor Takaito —declaró Breuer con impaciencia—. Naturalmente todo el proceso educativo será planeado meticulosamente, y se tendrán en cuenta todas las contingencias.

—¿No tienen ningún programa listo?

—Pues no, por supuesto que no. Estas cosas llevan su tiempo.

El doctor Takaito se sirvió más whisky y lo sorbió con evidente sensualidad.

—Pero doctor Breuer, el paciente puede ser consciente por primera vez en su vida esta misma noche... Quizás en tres horas más.

Breuer echó una rápida ojeada a sus colegas como buscando algún respaldo moral ante la actitud innegablemente crítica de Takaito, pero Bennett y el doctor Slade siguieron impávidos, evidentemente absortos en las ideas del doctor japonés.

—Es muy improbable que Soames, aun consciente, esté en condiciones adecuadas de asimilar instrucción en varias semanas, particularmente después de una trepanación —dijo Breuer con cierta acritud—. Eso nos dejará un margen suficiente para elaborar un programa apropiado que cubra los primeros meses de su... Su despertar.

El doctor Takaito meneó la cabeza socarronamente. —Al contrarío, la educación de Soames empezará en el mismo instante en que descubra que puede ver, oír, sentir y oler... Y esas primeras impresiones pueden resultar muy importantes.

—Sí, sí —barbotó Breuer—. Todos apreciamos eso, pero en la ausencia de pensamientos... ¿O no acepta usted que pensar sin lenguaje es imposible?

—El ya tiene un cierto lenguaje... El oscuro e inarticulado lenguaje de los sueños.

—¡Ah! —exclamó Breuer, triunfante—. ¿Qué sueños? Soames ha estado inconsciente treinta años, y aunque fuera capaz de soñar no tiene una reserva de imágenes y sonidos en la memoria para formar un vocabulario onírico básico. ¿Cómo puede soñar un hombre que ha estado privado de los sentidos desde la cuna y es incapaz de pensar como un ser humano?

—Los sueños pertenecen al subconsciente —declaró de forma solemne el doctor Takaito—, y aun en el vacío virgen de su mente durmiente tiene que haber una sutil percepción de las mudas flexiones de las fuerzas latentes de su cuerpo: el ritmo del corazón, el flujo del aire en los pulmones cuando se dilatan y contraen los músculos del tórax, la lenta sensación de crecimiento físico a través de los años, la aplacada necesidad de alimentos sólidos en el estómago, los reflejos excretorios y la peculiar experiencia que producen, y desde luego, el instinto sexual al ejercer sus presiones físicas bajo el estímulo de las hormonas de la sangre. Son cosas indefinidas y elementales que tantean en las tinieblas de su mente dormida. Son todo lo que él conoce. Han sido su mundo durante treinta años.

—Si está sugiriendo que primero habría que someter a Soames a un psicoanálisis freudiano... —empezó Breuer, pero Takaito meneó la cabeza fugazmente.

—De ninguna manera. Simplemente estoy tratando de mostrar que la mente del señor Soames quizá no sea tan absolutamente virgen como imaginamos. Nuestra tarea no consistirá tanto en crearle una mente como en recreársela..., empezar por las sensaciones indefinidas de su subconsciente e interpretar el mundo real de acuerdo con ellas, para que él pueda avanzar progresivamente a una comprensión cabal de su lugar en el patrón de la vida.

—Bien, sí...o quizá no —dijo Breuer mirando al doctor japones con aire dubitativo—. Me refiero a que no tiene sentido especular a esta altura, realmente aún no sabemos si Soames ha experimentado sensaciones como las que usted sugiere, ¿verdad? —adoptó un tono más jovial y volvió a llenarse la copa al tiempo que invitaba a sus colegas a imitarlo; ellos accedieron con agradecida premura—. Primero, démosle a nuestro hombre la conciencia. Antes que nada necesitamos un milagro quirúrgico, y para eso todos dependemos de usted, doctor Takaito...

Takaito se encogió de hombros modestamente.

—Veremos.

—Y ahora, ¿qué le parece un poco de comida después de un viaje tan largo? Hemos preparado un plato muy especial que sin duda...

—Gracias, pero no —dgo Takaito, alzando la mano—. Disfruté de un excelente almuerzo en el avión.

—Pero eso debió ser hace varías horas.

—Rara vez como antes de una operación importante. Prefiero beber. Estimula los juicios precisos y calma los nervios.

—¿Usted...nervioso? —Breuer sonrió, incrédulo—. Me cuesta imaginarlo.

—Siempre me pone nervioso empuñar un instrumento cortante — dijo Takaito con solemnidad—. Corro el peligro de cortarme si hago un movimiento en falso.

Breuer intercambió miradas inciertas con sus colegas, no sabía si sonreír cortésmente o emitir murmullos de comprensivo asentimiento. En ese momento el teléfono interno del escritorio campanilleó con aspereza. Breuer levantó el auricular con una expresión de alivio.

—Sí, el doctor Breuer —anunció, y después—: ¿Quién? —un gruñido bajo—. Ya era hora. Enviaré a Bennett para que lo escolte hasta mi despacho.

Colgó el auricular con irritación.

—Caballeros —anunció con una voz excesivamente formal—, el subsecretario de estado para el ministerio de Salud ha llegado al fin. Bennett, por favor.

Bennett cabeceó, obediente, y abandonó el cuarto.

Takaito miró un angosto reloj-pulsera de oro.

—El ministro fue muy amable en venir —murmuró—, pero no debo perder mucho tiempo en pláticas informales. Si no tiene reparos, doctor Breuer, operaré dentro de cuarenta minutos.

—Como desee —convino Breuer.

La sala de conferencias estaba atestada, y había gente de pie detrás de las hileras de butacas. Las invitaciones para asistir a la demostración habían sido distribuidas en bloque a una serie de hospitales y escuelas médicas a una distancia razonable del Instituto, aunque, como se había señalado, no se sabía con absoluta certeza si el doctor Takaito aceptaría el escrutinio externo de la operación mediante cámaras televisivas y cinematográficas. De hecho, el psiconeurólogo japonés no sólo accedió a los requerimientos sino que desplegó cierto histrionismo característico en el modo de llevar el experimento y hacer los comentarios. Había en sus modales y sus gestos cierta actitud casual pero segura, como la de un filatelista que agrega nuevos sellos en su álbum viejo, como si se tratara de una afición predilecta y no de una responsabilidad profesional.

El equipo de televisión era abarcador y eficaz. Había sido instalado para la ocasión por uno de los grandes fabricantes de componentes electrónicos y comprendía una pantalla de dos metros cuarenta por uno ochenta suspendida sobre el escenario, sobre la cual se proyectaba una enorme imagen en color, además de diez monitores ubicados en puntos convenientes en los costados de la sala para favorecer a quienes no vieran con nitidez o prefirieran las imágenes más definidas y brillantes de las imágenes exhibidas en los tubos catódicos más pequeños.

Aunque Conway había llegado temprano a la sala de conferencias, cuando todavía había butacas disponibles, prefirió estar de pie en el fondo, principalmente por deferencia a los visitantes, y optó por dejarles los asientos por razones de cortesía. Se apoyó lánguidamente contra la pared trasera de la sala. Maldecía entre dientes la prohibición de fumar.

En la penumbra una figura se le acercó durante la trepanación.

—Hola, Dave —susurró una voz familiar.

Miró a un costado y reconoció la silueta desmañada y pelirroja del doctor Blamey, uno de los internos más jóvenes del establecimiento, licenciado hacía muy poco por una escuela médica. Conway y Blamey se llevaban muy bien, pese a ciertas diferencias de temperamento.

—Hola, Terry —respondió Conway.

Blamey ojeó la pantalla con un gesto burlón.

—¿Cuándo sale el pato Donald? —preguntó.

Conway no respondió. Estaba observando atentamente la trepanación, pensando que la televisión en colores era mucho más colorida que la realidad. Esas manchas de sangre eran demasiado rojas para ser verdaderas.

—¿No hay bailarinas? —insistió Blamey.

—A lo sumo puedes esperar una troupe de perros japoneses amaestrados —dijo Conway con sarcasmo—, todos ellos con sus ultraparadójicos síndromes de Takaito.

—No seas obsceno —bromeó Blamey—. Estoy seguro de que Takky no es así, pese a todo, aunque con estos nipones nunca se sabe —y agregó con otro tono—. Te noto malhumorado. ¿Le han hecho una histeroctomía a alguna amiga tuya o algo por el estilo?

—No menciones a las amigas. Por varias razones las mujeres no me interesan en este momento.

—No interesarse en ellas es lo mejor que hay, después de las mujeres. ¿No estuviste en la fiesta de Morry?

—No.

Blamey suspiró.

—Estoy rendido. Logré dormir tres horas esta tarde, después que me había intoxicado con dexedrina y amital. No entiendo cómo no estoy revelándote todos mis secretos.

Conway se metió una mano en el bolsillo de la chaqueta y palpó el perfil rectangular de un paquete de cigarrillos. Motivación subconsciente, pensó. Nunca resistas las incitaciones de la mente sepulta si quieres conservar tu simpatía.

—Tengo una buena idea —dgo en voz baja—. Por lo que veo, en media hora Takaito todavía estará perforando el cráneo de Soames. Propongo diez minutos de aire fresco y un cigarrillo.

—Cualquier cosa es mejor que la televisión —convino

Blamey—, mientras volvamos a tiempo para los comerciales. Me fascina el jingle que dice 'Takaito te deja el cerebro más blanco, más blanco, más blanco... No sólo blanco, sino blanco brillante..."

—¡Shhh! —chistaron varias voces airadas.

Blamey y Conway se abrieron paso hacia la puerta de los espectadores de pie, salieron del edificio y se quedaron bajo el macizo porche de piedra, mirando los plátanos que bordeaban la pared más allá de los canteros y el césped. El cielo estaba cubierto, y una llovizna desganada humedecía el aire quieto. Encendieron sus cigarrillos y fumaron mecánicamente, sin mayor satisfacción. Permanecieron callados durante un minuto.

—Oí algo de la historia de tu esposa y Morry — dyo al fin Blamey—. No lo he comentado antes, pero me pareció mejor que tú supieras que yo lo sabía..., y otros también.

—Es historia vieja —dgo Conway sin interés.

—Yo no la conocía —continuó Blamey tímidamente—. Sólo la vi un par de veces cuando trabajaba aquí, hará tres o cuatro meses —titubeó un instante—. Ahora que Morry se ha ido, ¿ella volverá?

—Lo dudo.

Blamey meneó la cabeza tristemente.

—Es una lástima. Ten en cuenta que el Instituto es un lugar endemoniado para que viva una mujer...una mujer casada, al menos, con un marido preocupado y enterrado en la rutina clínica...

—Tal vez tengas razón —admitió vagamente Conway—. ¿Pero qué tratas de demostrar?

—Nada en absoluto —se apresuró a decir Blamey—. Sé que nunca hablaste con nadie de tus asuntos personales, y sería el último en querer demostrar nada. Es sólo que Morry bebió de más anoche y dijo algunas cosas fuera de lugar. Pienso que teme que tú lo acuses de adulterio ahora que está casado.

—¿Adulterio?

—Si tramitas el divorcio con Penelope.

Conway reflexionó un rato, frunciendo el ceño con aire divertido.

—Pensó que sería mejor para todos si le concedes el divorcio —siguió Blamey.

—¿Basándose en qué? —preguntó.

—¿Ann Henderson, tal vez?

Conway sonrió.

—Me parece que Morry tiene una imaginación mórbida. ¿Fue él quien te metió en esto?

—Pues...sí, y no. Lo cierto es que inició un rumor, y me pareció mejor que te enteraras antes que te llegue por terceros, tal vez a través de la misma Ann.

—Gracias —dijo serenamente Conway—. Lamento defraudar a Morry en ambos sentidos —miró la hora—. Volvamos a ver el programa de Takaito.

Regresaron a la sala de conferencias y pasaron los noventa minutos siguientes observando cómo manos amarillas y delgadas realizaban un desvío cortical habilidoso, casi incruento.