1
A la mañana, después de lavarse y afeitarse y mordisquear sin ganas un magro desayuno, fue a la sala de operaciones del anexo de investigación para observar algunos de los preparativos del experimento de Takaito. Hacía más de dos años que no veía a John Soames. Tenía el mismo aspecto de siempre, salvo por el blanco vidrioso de la tez y la tenue cianosis púrpura de los labios, pero eso era porque lo habían retirado hacía pocos minutos del tanque frío del sótano. En ese momento su metabolismo vacilaba en escasos veintiséis grados Fahrenheit, pero en una hora o dos la relativa tibieza del cuarto le penetraría las carnes congeladas y volvería a parecerse más a un ser humano y menos a un muñeco de cera.
Tendido en la mesa inclinada de operaciones Soames se veía bastante alto y musculoso, pero todavía tenía los ojos cerrados como los había tenido durante casi treinta años, y necesitaba una afeitada y un corte de pelo. Sin embargo, pese al desaliño superficial —que no era considerado una cuestión prioritaria en los pacientes de la cámara fría, donde los valores estéticos eran algo irrelevantes— era bastante apuesto a su estilo, moreno y oscuro.
La hermana de la sala y dos enfermeras correteaban alrededor, calladas y eficaces bajo las luces sin sombra, mientras el doctor Barr manipulaba instrumentos bajo la mirada vigilante del doctor Einil Schearer, el especialista al que habían llamado para supervisar los procedimientos previos. Schearer era todo un experto en técnicas de refrigeración metabólica (se sospechaba que muchos de sus conocimientos los había obtenido durante la segunda guerra, en un campo de concentración alemán; pero eso había sido mucho tiempo atrás y ahora era un viejo de casi setenta años, consagrado a lo que él juzgaba su misión en el mundo de las ciencias médicas). Aunque tuviera un pasado dudoso, sin duda había hecho muchísimo por la humanidad desde entonces, y bastante por el inconsciente Soames.
Conway echó una ojeada. Había tres o cuatro más en la pequeña sala, además de él; casi todos doctores de los diversos departamentos de la clínica que estaban interesados en el caso Soames y disponían de tiempo para quedarse a observar. Muy cerca de él estaba el joven McCabe del laboratorio psiconeural, ojeroso, sin afeitar y necesitado de un cigarrillo y tal vez de un trago, aun a esta hora de la mañana.
—¿Qué se sabe de Takaito, Andy? —preguntó Conway, arrimándose a McCabe.
El otro torció la cara ostensiblemente.
—No tan alto... Esta mañana soy un caso de hiperestesia cerebral —susurró con fingida angustia—. El menor sonido me puede hacer perder la chaveta.
—Por tratarse de un psiconeurólogo, es toda una confesión, ¿verdad?
—Lo confieso todo, Dave. Recuérdame que nunca más vuelva a beber whisky después del champaña y que siempre, repito, siempre, me acueste antes de las seis de la mañana —miró a Conway, sombrío—. Ni siquiera a esa hora pude conciliar el sueño, gracias a una pareja de pajarracos enamorados frente a mi ventana...
—¿Celebraban?
—No. Sólo arrumacos...
—Me refiero a ti.
—¿A mí? —por un instante pareció desconcertado—. ¡Oh, a mi!? Pues sí, en cierto modo. Fue la última noche de libertad de Morry. Se casa hoy, y no tengo la menor idea de cómo se mantendrá despierto ni de dónde sacará energías. Lo llené de dexedrina, y a mí también... Pero no llegó a más que hacerme sentir nervioso y más cansado que nunca. Demonios, ojalá hubieras ido, Dave.
—Estaba de guardia... Además, no me invitaron.
McCabe pareció ligeramente abatido por un momento.
—Oh, sí. Olvidé que tú y Morry no sois precisamente amigos. De cualquier modo éramos ocho y bajamos seis botellas de whisky y ocho botellas de champaña, sin contar el vino y el brandy que regaron generosamente la cena, demonios...
Conway murmuró comprensivamente.
—No es grave. Creo que todavía estás vivo, pero dudo que sobrevivas a este día. ¿Estás de guardia?
—No hasta medianoche, gracias a Dios. Me proponía descansar un poco esta mañana, pero después me acordé que sacaban a Soames de la congeladora y no pude resistir la tentación de estar presente.
Callaron un rato. Observaban cómo trabajaba el personal de la sala. Qué extraño, reflexionó Conway. Pensar que John Soames y yo somos casi de la misma edad, y sin embargo nos separa más de una generación de vida, considerando la vida como una participación activa en el oficio de vivir. Soames nunca ha participado en nada desde su nacimiento, y menos antes... Pero ha conseguido crecer sin problemas y llegar a la madurez bajo una prolongada supervisión clínica.
Recordó la pregunta que antes había quedado en el aire por culpa de las reminiscencias alcohólicas de McCabe.
—¿Qué sabes del doctor Takaito?
—¿No tienes un chismoso en el pabellón psiquiátrico?
—Sí, pero normalmente voy muy ocupado para valerme de él.
—Dave, trabajas demasiado —dijo McCabe, lacónico—, Todo lo que sé es que Bennett recibió a primera hora de la mañana un mensaje de Cowley que anunciaba que Takaito había partido de Tokyo en jetclíper y llegaría a última hora de la tarde.
—¿Se propone operar hoy?
—Sin pérdida de tiempo —McCabe hizo un ademán cortante con las manos—. Todo tiene que estar listo. Tiene que tomar otro avión después de medianoche... Vuela a Nueva York por alguna conferencia sobre patología neurocerebral mórbida que empieza mañana.
—Hombre ocupado.
McCabe se encogió de hombros y resopló.
—Me llama la atención que hayamos llamado a un japonés para hacer lo que no podemos hacer nosotros.
—Te entiendo, pero en el campo de los diagnósticos psiconeurológicos Takaito es el reflejo vivo de la fama —señaló Conway.
—Reflejo es la palabra apropia'da —rezongó McCabe—. Takaito empezó donde dejó Pavlov. ¿Sabías que tiene criaderos de perros especiales que producen más de dos mil ejemplares por año para investigación y vivisección? Eso representa unos seis perros cada día, incluso Viernes Santo y feriados bancarios. De todos modos, si él puede hacer algo por nuestro amigo Soames —señaló con el pulgar el cuerpo inerte—, me quitaré el sombrero ante él y sus honorables ancestros.
Las posibilidades son bien escasas, pensaba Conway. Durante los últimos treinta años algunos de los psiconeurólogos más brillantes del mundo habían desplegado toda su habilidad y experiencia en fútiles tentativas por despertar a la conciencia el cerebro durmiente de Soames, pero todos habían fracasado rotundamente. Había una palabra para designar esa condición, de hecho había varias palabras y unas pocas proposiciones complejas. Parte de la dificultad era que todavía nadie había diagnosticado con cierta precisión. Soames era único. Era perfectamente normal en todo sentido, excepto que había nacido en un estado de inconsciencia total y había permanecido así desde entonces. Inexplicablemente el cerebro parecía disociado por completo del resto del sistema nervioso, de modo que él no percibía nada y era incapaz de reaccionar a los estímulos externos, aun a shocks eléctricos muy fuertes. Claro que durante esas pruebas se producían los previsibles espasmos musculares, pero eran meras reacciones motrices involuntarias. La mente seguía en blanco, cerrada a toda percepción. Las pruebas electroencefalográficas revelaban ritmos alfa y beta regulares de considerable amplitud, característicos del sueño profundo. Al final se acordó tácitamente que el diagnóstico apropiado era un coma sináptico congénito: una manera más pomposa de expresar que había estado inconsciente desde el nacimiento.
El hecho de que Soames siguiera con vida era considerado una especie de milagro menor, aun en los círculos médicos especializados. El milagro había sido obrado sin es— pectacularidad mediante la aplicación prolongada de cautelosos cuidados a lo largo de los años, con alimentación intravenosa combinada con ejercicios y masajes físicos y eléctricos para impedir la atrofia muscular. Durante casi quince años se lo había conservado en un tanque refrigerado (o sea, con un nivel térmico controlado de pocos grados por encima del punto de congelación) para reducir el ritmo metabólico y adaptarlo a la débil actividad del corazón y los pulmones. Era imposible prever cuánto duraría el juego de conservar a John Soames con vida antes que el cuerpo comatoso se rindiera incondicionalmente, pero en los años recientes, pese a una evolución física aparentemente excelente, había empezado a dar indicios de resistencia deterioriada durante los frecuentes análisis clínicos y experimentos que se realizaban.
—¿Qué es lo que se propone hacer Takaito? —preguntó Conway.
McCabe se acarició la nariz, pensativo.
—Eso sólo lo sabe el mismo Takaito. Algún desvío cortical, supongo, con algún injerto nervioso directo en ciertos lóbulos que él supone aislados por una barrera neural.
—Hm... Esos injertos son arduos, cuando no imposibles.
—Se ha hecho antes... Menshekin en Leningrado, Sankey en Chicago, y algún cirujano impronunciable en Pekín, si mal no recuerdo. Pero es arduo, como tú dices. Le deseo la mejor de las suertes japonesas.
—Entiendo que nunca ha visto antes a Soames... Personalmente, digo.
—No, pero ha pasado más de un año estudiando radiografías estéreo de su cerebro, y ha elaborado una teoría propia.
—Esto debe costar una fortuna —murmuró Conway, dubitativo—. Me pregunto quién le pagará la tarifa.
—Es curioso, pero viene gratis —dijo McCabe—. Supongo que Takaito está interesado de veras. Sin duda un ser humano es una variación, si estás acostumbrado a los perros... Especialmente, perros japoneses. En cualquier caso, lo único que hace es interrumpir el viaje de Tokyo a Nueva York el tiempo necesario para la operación.
—Nueva York-Tokyo vía Londres. Un viaje indirecto, como quien dice.
—Oh, a Takaito no le afecta. La BMA carga con los gastos adicionales... Todo en beneficio de la investigación psiconeural.
Conway caviló un instante.
—Supongamos que Takaito haga una proeza y John Soames sea consciente por primera vez en su vida. ¿Después qué...?
—Ahí es donde empieza la "diversión, Dave —respondió McCabe con una sonrisa maliciosa—. En cuanto abra los ojos y empiece a interesarse por el mundo exterior pasará a ser responsabilidad del departamento psiquiátrico, y por lo que a mí concierne, te deseo buena suerte con él —hizo una pausa de reflexión—. En realidad no creo que sea muy difícil; un poco de educación y rehabilitación forzadas, y hasta podría llegar al Parlamento.
—Simple habilitación, sin el 're' —destacó Conway—. No olvides que Soames aún no ha vivido en realidad.
—Puedo revelarte las probabilidades de éxito —dijo animadamente McCabe—. Una contra veinte, de acuerdo con Bennet.
—La última vez era una contra cincuenta, así que las probabilidades en favor han aumentado.
—Buen indicio —señaló McCabe con un destello especulativo en la mirada—. ¿Sabes lo que haré ahora mismo, Dave?
—¿Levantar apuestas?
—No. En realidad volveré a transformarme en un ser humano. Me lavaré y afeitaré, y después tengo una proposición interesante que hacerle a esa hembra fascinante de Electroencefalografía. Regresaré luego.
Se frotó la barba crecida con aire pensativo y salió apresurado, dejando a Conway vagamente irritado. Ecos de Morry, con esa misma actitud ligeramente lasciva y oportunista. Sólo Morry o McCabe podían pensar en Ann Hender— son como en una hembra fascinante. Al menos todavía están a la pesca de una oportunidad y aún no conocen a la muchacha, reflexionó. McCabe está perdiendo el tiempo, igual que Morry, sólo que Morry nunca supo cuándo parar.
Ahuyentó esos pensamientos desagradables antes que lo preocuparan demasiado y se dirigió al otro lado de la sala. Una de las enfermeras estaba cortando el grueso cabello negro de Soames con tijeras eléctricas, preparación para la afeitada de cráneo imprescindible previa a la trepanación. Más allá, junto a la pared de enfrente, tres hombres con uniforme gris levantaban un andamiaje de duraluminio. Esta misteriosa actividad quedó explicada cuando la puerta doble de la sala se abrió abruptamente para recibir a dos hombres más que cargaban equipos seguramente electrónicos, entre ellos un aparato muy parecido a una pequeña cámara de televisión de tipo industrial. Recordó entonces algunas de las complicadas medidas que fueron tomadas para asegurar el máximo de participación profesional posible en la operación experimental del doctor Takaito: circuito cerrado de televisión en color para beneñcio de más de doscientos doctores y especialistas en cerebro que observarían monitores de video en la sala de conferencias, y cámaras de dieciséis milímetros que filmarían en color las técnicas y procedimientos del especialista japonés. Además se esperaba grabar un comentario simultáneo sobre la operación por el mismo Takaito como relator, que detallaría la intención de cada movimiento (aunque fuera en japonés).
Conway se sorprendió de encontrarse haciéndose la pregunta de qué pensaría de todo esto el mismo John Soames, si pudiera pensar. Ser el punto focal de tanta atención experta y tanto genio aplicado; llegar a la conciencia y, de hecho, a la vida en medio de los cerebros más sagaces y capacitados de la profesión médica... No se podía pedir más. Nacer, por así decirlo, a la edad de treinta años rodeado por médicos, psiconeurólogós y psiquiatras solícitos, aunque impersonales, con todos los parámetros de esa vida nueva e inimaginable proscritos (y en verdad prescritos) de acuerdo con los principios científicos mejores y más autorizados del momento. En cierto modo era una oportunidad que ningún recién nacido había tenido en toda la historia... Y eso sería precisamente John Soames, desde luego, si la operación del doctor Takaito tenía éxito; un niño con una mente virgen en un cuerpo adulto, que empezaría desde cero en lo relativo a educación y medio ambiente.
De pronto abandonó la fría geometría verde y blanca de la sala de operaciones y encaminó sus deseos de fumar hacia la entrada principal de la clínica y la estimulante informalidad del mundo exterior. El sol brillaba sobre el césped y los canteros, y una brisa fresca agitaba los plátanos cerca del alto muro de ladrillos que tapaba la carretera. La atmósfera era de excepcional bucolismo para el noroeste de Londres, y los terrenos que rodeaban el edificio tenían el espacio suficiente para sugerir un parque abierto. La clínica en sí —o Instituto Psiconeural Osborne, por darle su nombre completo— combinaba curiosamente lo antiguo y lo moderno. El principal sector administrativo estaba instalado en una casa de estilo georgiano, vieja y gris oscuro, más bien amplia y suntuosa pero ligeramente anacrónica en esta época. Probablemente era una mansión remodelada, una reliquia de una época más confortable y grácil. En ambos flancos, y al fondo, modernos edificios de ladrillo con ventanas de marco metálico se extendían formando una cruz. Allí estaban las diversas salas y laboratorios. El Instituto poseía un aire vagamente somnoliento de quietud y reclusión, como si la civilización estuviera a más de mil millas; sólo ocasionalmente se oía el traqueteo del tráfico pesado más allá del muro alto que aislaba a la clínica de los suburbios.
Conway caminó ociosamente hacia la parte trasera del edificio, hasta el borde del pequeño lago que relumbraba y tiritaba bajo los árboles. Fumaba y pensaba en cosas irrelevantes; en la forma del lago, por ejemplo, ovoide y dentado como una ameba, y los árboles con sus raíces subterráneas que formaban una oscura imagen invertida de la red de troncos y ramas que ascendían al cielo, suspendidos en una simetría jamás observada y rara vez imaginada; dos rostros curiosamente mezclados, uno redondo y terso enmarcado por el cabello casi platinado de Penélope, y el otro enjuto con ojos castaños e intensos, y un cabello tan oscuro que era casi negro, el de Ann Henderson. La absoluta ingeniosidad de la nueva computadora maestra de Messiter con quince millones de unidades transistorizadas de memoria que podía simular el pensamiento humano y aprender por experiencia, pero nunca podía crear un solo concepto, ni demostrar imaginación. La risa ebria y estridente de Penélope, siempre algo histérica, y la voz dulce y grave de Ann, invariablemente serena y franca. Los experimentos clínicos de Patterson con un derivado de mescalina para el tratamiento de la esquizofrenia, y el trabajo detallado de Erlich Vosch para investigar la química cerebral de los sueños. Hombres jóvenes, Patterson y Vosch, con menos de cuarenta años y apenas mayores que él...o que Soames. Qué curioso el cerebro humano, que en un hombre exhibiera los poderes increíbles del análisis y la integración en el reino de las ideas mientras en otro se negaba categóricamente a trabajar.
Con vaga ironía reparó en el curso de sus pensamientos, que como siempre se curvaban hacia adentro, del mundo externo y generalizado a la órbita particularizada de la mente, con la ocasional e irrelevante intrusión de ecos de sobretonos de mujeres. El síndrome de los psiquiatras. Bien, de algunos, psiquiatras, en todo caso.
Rodeó el lago lenta y pensativamente y regresó al edificio administrativo. El ala oeste de la mansión comprendía las viviendas del personal residente, con cocina y comedor, y era allí donde tenía su pequeño pero confortable departamento. Entró en el edificio por la puerta trasera y bajó al comedor para tomar café, que se servía a cualquier hora después de las diez y media. Ya había un grupo de personas dispersas entre las mesas circulares disfrutando de las comodidades del lugar. Recogió el café de la barra (dispuesta para el autoservicio) y buscó una mesa vacía, pues no se sentía demasiado sociable ni con ganas de conversar. Inesperadamente se sorprendió mirando a Ann Henderson, que ocupaba una mesa aislada cerca del ventanal. Ella sonrió, y eso bastó para disiparle el sentimiento de insularidad. Se acercó y se sentó al lado.
Ann compartía con Pauline Stanton, del Departamento Radiográfico, el honor de ser uno de los dos personajes femeninos del personal jerárquico del Instituto, pero mientras Pauline era mayor y metida en carnes y llevaba gafas de carey, Ann era simpática y atractiva, y sus facciones eran, aunque no exactamente bonitas, ciertamente interesantes. Tenía el pelo negro y lacio, relativamente corto aunque frecuentemente desaliñado, y ojos castaños, y apenas se maquillaba. Existía un curioso vínculo entre Conway y la muchacha; tenían precisamente la misma edad, pues compartían la misma fecha de nacimiento (y en consecuencia, el mismo signo del zodíaco y los mismos pronósticos astrológicos según los promulgaban los diarios de la tarde, un detalle que había provisto un útil gambito de apertura de diálogo en ocasiones pasadas). Ann no era doctora pero su especialización en electrónica le había adjudicado la responsabilidad personal del Departamento de Electroencefalografía, donde supervisaba el uso del equipo. La hembra fascinante de McCabe, pensó Conway con ironía.
—Hola Dave —dijo ella—, se te ve cansado.
—Guardia nocturna —comentó él.
—En ese caso deberías descansar para recuperarte.
—Lo hago, pero no se me nota.
—Lo que se te nota es un complejo de Soames —observó ella—. Casi todo el personal parece sufrirlo esta mañana.
—Historia médica viva —explicó, encogiéndose de hombros—. ¿O suena pomposo? Uno se ve obligado a estar presente, supongo, aunque más no sea para hacer reverencias y llamar la atención del doctor Takaito.
—Hablas como sí el doctor Takaito te disgustara.
—Querida Ann, lo adoro. Es tan amable de su parte visitarnos durante su viaje a Nueva York para ayudarnos con este desconcertante caso Soames... Me pregunto que podríamos hacer sin la intervención japonesa.
—Hablas como McCabe —lo acusó ella—. Tiene algo contra los japoneses. Parece que el padre murió en el ferrocarril de Burma durante la última guerra.
El la miró arqueando las cejas.
—Parece que sabes mucho más que yo de la vida de McCabe.
—Ahora empiezo a entender —sonrió ella—. No es Takaito quien te ha puesto tan mal.
—Sería imposible. Ni siquiera le conozco.
Ella titubeó un instante, como si no supiera qué decir.
—En realidad, Dave, vi a Andy McCabe hace unos minutos. Me invitó a cenar con él esta noche, y tiene entradas para un espectáculo.
Conway guardó silencio.
—Esa comedia musical norteamericana... ¿De qué están hechas las muchachitas? —continuó ella—. Le han hecho muy buenas críticas.
—Cuando vi a Andy en la sala de operaciones, hace media hora, no parecía en condiciones de saber siquiera de qué están hechos los muchachitos —comentó Conway con sequedad.
—La fiesta de Morry, supongo.
—Algo así.
—Bien, luego se lavó y afeitó. Lucía razonablemente civilizado.
El terminó el café y se levantó fatigosamente.
—Bien, que te diviertas, Ann.
—Lo intentaré —dijo ella, observando reflexivamente—. No puedo dejar de lamentar que fuera Andy y no tú. Sabes a qué me refiero, ¿verdad, Dave?
—Sí, sé a qué te refieres. En otra ocasión, tal vez. Esta noche ya estoy comprometido con el cerebro de Soames —empezó a alejarse, pero de golpe se detuvo y se volvió—.
—Si llegaras a descubrir de qué están hechas las muchachitas dímelo, ¿quieres? Tal vez me ayude a comprender a las muchachonas.
Ella no dijo nada y se quedó mirándolo melancólicamente. El se encogió de hombros en forma presuntamente despectiva y siguió su camino.
Desde su cuarto telefoneó a su esposa Penélope, pero nadie atendió en el departamento de Chelsa. Los timbrazos se repitieron en el auricular como lo hacían invariablemente desde hacía tres días. Colgó.