6

ANGÉLICA

En el castillo blanco y sus alrededores reinaba la tristeza. Hasta los criados parecían sombríos y desde hacía días no se recibían visitas.

Los aldeanos murmuraban que el conde estaba muy grave y que solo un milagro podía salvarle. Tal vez ellos deseaban que ese milagro ocurriera, pues siempre había sido un señor justo y merecía vivir mucho más que los bandidos que asolaban los bosques.

—Fue ese malnacido hijo del diablo… Que reciba un justo castigo. Nuestro señor fue piadoso y no lo mató como se merecía —opinó un granjero.

Muchos miraban el castillo, con temor, aguardando noticias de criados o viajeros de paso. Y tras los gruesos muros la condesa Elina no hacía más que permanecer recluida en la capilla, rezando.

Sabía bien lo ocurrido, su esposo y su obstinación por dar muerte al conde maldito le habían empujado casi a la muerte. Su yerno, el bravo conde de Hainaut, casi lo había matado. Pero lo dejó vivo, y fue por Roselyn que lo hizo. Por nadie más.

Elina lo sabía, no se engañaba y a pesar de su angustia le estaba agradecida. Había respetado la vida de su marido y sabía que jamás lo olvidaría. El Señor le había enviado una dura prueba, la más difícil de toda su vida. Amaba a Philippe, lo amaba con toda su alma y si lo perdía…

Su hija Angélica se acercó para consolarla. Había madurado deprisa esos meses, y se había vuelto más seria y reservada. Sin decir palabra, la joven se hincó de rodillas en el duro piso frente al altar para rezar con su madre. Tenía los ojos rojos y estaba muy triste, amaba a su padre y pensaba que odiaba esa maldita querella con el conde hijo del diablo. ¿Es que nunca tendrían paz?

Ahora la vida de su padre pendía de un hilo y solo quedaba rezar y esperar el milagro.

—¡Odio a ese hombre, madre, lo detesto! —dijo de pronto la joven.

Su madre la miró inquieta, la jovencita tenía las mejillas rojas por el llanto y sus ojos eran dos brasas. Estaba furiosa y asustada.

—Hija, no podéis hablar así en la casa del Señor, moderad vuestro genio. Además, Guillaume de Hainaut pudo matarlo pero no lo hizo.

Angélica apretó los labios.

—Es un demonio, él y su madre, son criaturas del diablo, y ahora nuestro padre…

Elina abrazó a su hija, que volvió a llorar desesperada.

Abandonaron juntas la capilla y luego fueron a los aposentos del conde.

El cirujano lo estaba atendiendo, era un galeno avezado, uno de los mejores de Provenza.

Angélica se estremeció al ver a su padre inmóvil, con horribles vendas en brazos y piernas. Cuando el médico se acercó para hablar con su madre, la jovencita se desmayó porque pensó que no había esperanzas, su padre moriría de todas formas y…

Elina y el doctor cogieron del suelo a la joven y la llevaron a sus aposentos.

El conde era un hombre fuerte, y el cirujano habló con la condesa luego de que su hija volviera en sí.

—Lo peor ha pasado, señora de Tourenne, pero rezad, la recuperación será muy lenta. Sin embargo, creo que se salvará con la ayuda de nuestro Señor. Está luchando, señora, está luchando porque quiere vivir y lo logrará.

Esas palabras hicieron llorar a la dama, todo ese tiempo se había mantenido en pie, orando, rogando al Señor que no se lo llevara y ahora sentía que había ocurrido un milagro. Su amado esposo viviría. ¡Había esperanzas!

Secó sus lágrimas y se acercó a él para besar su mano. Era un hombre fuerte y lo amaba tanto…

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Un tiempo después llegó una carta de Roselyn de Hainaut y la condesa tomó la carta, cerrada con el sello del castillo negro, y tembló. Una rara emoción la embargó en esos momentos. Su querida hija… ¿cuándo podría ir a verla de nuevo?

La leyó con prisa y luego fue al salón principal donde su familia estaba reunida en torno a una larga mesa, esperándola para almorzar.

—Era de Roselyn. Leed, querido. Acaba de nacer su segundo hijo y es una niña. Una hermosa niña. La pena que…, le han puesto el nombre de su abuela paterna.

El conde tomó la carta y la leyó inquieto mientras su esposa se sentaba a su derecha.

Elina bebió de su copa de vino, nerviosa.

—Pobre niña, esperemos que solo tenga su nombre y no se parezca a esa bruja malvada. Aunque me han dicho que ha cambiado, yo no me fío nada de ese cambio —opinó.

—Así es, al parecer ese conde no pierde el tiempo, la dejó preñada recién celebrada la boda y ha repetido la hazaña, diez meses después del asedio, porque le ha hecho una niña, bautizada con nombre de bruja —le respondió mientras cerraba la carta con mucha calma y la dejaba a su diestra.

Su esposa lo miró consternada, quería ver a su hija, pero su esposo le había prohibido ir. Guillaume de Hainaut seguía siendo su feroz enemigo y su único deseo era matarle. Un sueño nefasto al que nunca renunciaría. «Una niña… y se llamaba Catherine, como su abuela», pensó Elina y sonrió. Se moría por verla, conocerla.

Angélica permaneció con la mirada en el plato. Estaba desanimada. Acababa de cumplir catorce años y nadie hablaba siquiera de su boda, y sospechaba… Sospechaba que su padre planeaba enviarla a un convento o peor, dejarla en Tourenne encerrada hasta que fuera vieja o se muriera.

El conde Philippe al verla triste, la interrogó. La jovencita lo miró con una expresión tan melancólica que el caballero se preocupó.

—Hija, ¿qué tenéis, os sentís bien? —quiso saber.

—Estoy bien, padre.

—Eso no es verdad. Os veo delgada, os alimentáis como un pájaro. ¿Qué os ocurre?

La jovencita se mordió el labio, furiosa y pesarosa. No quiso responderle. Estaba triste y desganada. Su vida era un tormento, y lo sería mucho más porque no podría casarse ni tener una familia como su hermana Roselyn. Bueno, a su pobre hermana no la envidiaba porque estaba casada con un demonio, pero… ¿No era preferible estar casada con el diablo que quedarse solterona o para vestir santos como ella? Se sentía tan desdichada y se tenía tanta lástima que de la angustia casi no comía, ni era capaz de prestar atención a lo que ocurría a su alrededor.

El conde frunció el ceño, enojado, no le agradaban los caprichos ni las tonterías. Angélica siempre había sido su niñita y no podía entender por qué ahora pasaba los días tristes, llorando por los rincones, cuando no reñía con su hermano menor, Paul.

Cuando la joven se hubo retirado miró a su esposa.

—¿Qué le ocurre a nuestra niña, Elina? Se ve de mal talante, triste y malhumorada. ¿Será que extraña a Roselyn?

La condesa lo miró y pestañeó.

—Es que ya no es una niña, Philippe, y quiere casarse, teme que la enviéis a un convento.

—¿Casarse? Pero tiene catorce años. Tuvo suerte al escapar del castillo de Montnoire, es muy joven y está muy verde. ¿Por qué me miráis así, Elina? No hacía mucho tiempo atrás mojaba la cama y tenía olor a niña pequeña.

El conde estaba molesto. Era su niñita, la más tierna y pequeña de sus hijas, no quería que ningún bastardo le tocara un solo cabello. La idea lo enfurecía, había sufrido demasiado con el rapto de sus dos hijas y sabiendo que la mayor era cautiva de Hainaut.

—No la meteré en un convento, pero tampoco permitiré que se case a tan tierna edad, es una niñita —dijo al fin, luego de beber un sorbo de vino tinto.

Elina bajó la mirada, su hija menor había madurado, siempre había sido más despierta que Roselyn y ahora estaba triste porque quería tener un esposo y temía que su padre la enviara a un convento. Tal vez tuviera razón Philippe, que no quería ni oír hablar del asunto.

Angélica no iba a resignarse, estaba triste pero también muy rabiosa. Era su temperamento, no podía aceptar su suerte sin más mientras veía a sus amigas comprometidas, casadas o preñadas. Bueno, sus amigas tenían dieciséis años. Pero ella no quería quedarse enterrada en el castillo blanco para siempre. No era una niñita, ya no lo era, ¿es que su padre nunca lo entendería?

El carácter de la jovencita se resentía cada vez más y estaba de tan mal humor que cuando su madre fue a buscarla para hablarle de asistir, ese día mismo, a una fiesta, rechazó ir.

—Me duele la cabeza —mintió ella.

La condesa se acercó preocupada y de pronto descubrió nueces confitadas escondidas bajo la almohada. Angélica no se mostró nada acongojada, pero Elina perdió la paciencia y le ordenó que se vistiera; ella le ayudaría a peinarse.

La doncella obedeció de mala gana, no soportaba las fiestas, ni las justas ni ninguna diversión porque su padre siempre la enviaba a dormir temprano y en realidad la gente feliz la ponía de mal humor. No podía soportar las risas, ni las bromas tontas de los escuderos, ni las miradas de algunos caballeros.

Mientras la ayudaba con el vestido, su madre sintió ese olor suave de niña que había mencionado su esposo tiempo atrás, y sonrió: su hija todavía lo tenía, era una niñita y, sin embargo, ya no lo era o no quería serlo…

Observó con una sonrisa el vestido azul de terciopelo, le quedaba que ni pintado, realzaba sus ojos color cielo y también el brillo de su cabello dorado. Elina la cepilló hasta dejar el pelo resplandeciente y luego le hizo una gran trenza de costado.

—Sonreíd, hija, estáis preciosa —dijo.

La jovencita respondió con un mohín, nada entusiasmada ante la perspectiva de tener que ir a la fiesta.

Sin embargo, al entrar en el gran salón, todas las miradas se detuvieron en la doncella de vestido azul, con su larga trenza rubia y sus mejillas rosadas. «Es bellísima la hija del conde, qué feliz será el hombre que despose a tan bella flor», se escuchó decir, entre otros comentarios. Angélica no prestó atención a las miradas y se escondió en un extremo de la larga mesa, al lado de su padre. Este la miró con una sonrisa y le tiró de la trenza, para animarla, se veía enfurruñada, como siempre. La damisela sonrió levemente al tiempo de ver a un caballero vestido de negro que la miraba embelesado, era feo como el espanto, con el cabello largo y enmarañado, la barba poblada. Ella apartó la mirada disgustada, pero el feo gentilhombre no dejó de mirarla ni de dejar de seguir sus movimientos.

—No perdáis el tiempo, señor, esa joven no será desposada, su padre desea enviarla a un convento —le advirtió un caballero.

Este observó con expresión pensativa, sin decir palabra, a la pequeña damisela.

Angélica, ajena a las habladurías y miradas, aguardó impaciente a que el banquete llegara a su fin para regresar a sus aposentos. No iba a participar del baile, a verse obligada a bailar con algún caballero o vejestorio. Pues no lo soportaría, su humor era terrible ese día. Odiaba vivir en Tourenne y no quería pasar el resto de su vida encerrada, sin poder conocer las delicias del amor y del matrimonio. Cautiva para siempre en esos muros grises.

Nada podía animarla, nada podía sacarla de esa horrible melancolía, y sus padres se impacientaban al verla tan triste.

Angélica se alejó rápidamente del salón para que no notaran su ausencia y fueran a buscarla…

La joven avanzó con prisa, sin notar que uno de los caballeros que había estado mirándola seguía sus pasos y, poco antes de llegar a sus aposentos, la atrapó, tapándole la boca para que no gritara, mientras le susurraba a su oído: «Habéis crecido, pequeña, creo que ya estáis madura para ser mía».

Ella, volviendo la cabeza, lo miró aterrada, ¿Louis de Hainaut, el odioso primo de su cuñado? Tembló y, sin embargo, ese hombre tan fuerte no podía ser Louis; además el cabello era oscuro y… Al mirarlo con más detenimiento descubrió que llevaba un hábito de monje, debía ser un loco o un lunático, ¡pues vestía negra sotana con capucha, como los prelados! Él dejó de taparle la boca, y dijo:

—No gritéis, hermosa, no voy haceros daño, ¿acaso me habéis olvidado? Os hice una promesa hace tiempo, os dije que os dejaría crecer.

Angélica no sabía quién era, estaba aterrada y quiso gritar, pero no pudo hacerlo, ese hombre era inmenso y le tapaba la boca otra vez. Y llevándola en brazos, se alejaron del castillo, ella envuelta en una manta oscura, como si fuera un fardo de buhonero.

Quiso gritar, pedir ayuda, pero el muy villano la tenía envuelta, sujeta y amordazada. Al parecer no estaba solo, había un grupo de bandidos que lo ayudaban, escuchó sus voces y luego los caballos. La alzaron entre varios y ella sintió las risas y chanzas dichas en otra forma de hablar. ¿Gascón? No podía ser. Gritó porque tuvo la horrible sensación de que iba a caerse, no podía ver nada ni gritar porque le habían puesto una mordaza. Estuvo horas llorando, atrapada por ese demonio que la llevaba en su caballo. Ese capellán o cura errante de la comarca había perdido el juicio por completo… ¿De qué promesa hablaba? Ella no tenía ningún enamorado cura, y estaba segura que ninguno le había hecho tal promesa, ¡qué abominación! Ese hombre debía haberla confundido o ser uno de esos locos.

Entonces sintió que se quitaba la horrible capucha para mirarla bien. Sus ojos castaños la miraron con deseo y ella notó algo familiar en ellos.

—Hermosa, ¿acaso me habéis olvidado? —insistió su raptor.

Debía de estar loco, un cura que perdió el juicio. ¿Acaso no tenía vergüenza, vestir sotana y raptar damiselas?

La joven miró a su alrededor con tristeza, estaba cansada, mareada y tenía ganas de llorar. Odiaba a ese cura que decía conocerla; nunca lo había visto en su vida, y si llegaba a tocarla o hacerle algo pues se defendería. No iba a soportarlo, lucharía como una gata hasta quedar exánime. Contempló con tristeza el castillo blanco de Tourenne. Desde el bosque podía oír la música, la alegría de los campesinos, y pensó: «Ignoran que me están raptando, y que este monje depravado debió de planearlo todo con cuidado y nadie me encontrará jamás, tal vez me mate si me niego a ser suya». Angélica dejó escapar un gemido, estaba tan asustada que no se atrevía ni a gritar, y lloró, lloró mientras rezaba en silencio y pedía al Señor que la salvara de tan triste destino. Sin darse cuenta se durmió mientras su raptor miraba hacia delante, ceñudo.

Había esperado mucho tiempo, pero al fin tenía lo que tanto había deseado; a su bella doncella niña, ahora convertida en una hermosa damisela joven y gazmoña. Bueno, todas las damitas de esa edad eran esquivas y orgullosas.

Acarició su cabello y le quitó la horrible mordaza para ver los bellos labios rojos, se veía tan dulce y etérea. Como un ángel. Y sería suya, su cautiva, un sueño que había tenido largo tiempo atrás y ahora al fin se hacía realidad.

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La joven damisela observó con expresión aterrada a su raptor. Tenía una pequeña navaja en la mano y se había quitado la sotana. Bueno, al menos tenía la decencia de no usarla, pero… ¿qué demonios haría con esa navaja? No dejaba de mirarla con aviesas intenciones. La había besado la noche anterior y hacía días que viajaban casi sin detenerse, comiendo un poco de queso y cerveza aguada. Estaba exhausta, hambrienta, tenía frío, sueño y su preciosa trenza rubia estaba llena de polvo y su hermoso vestido: ajado.

—Tranquila, dama Angélica, no os haré daño. ¿Es que realmente no sabéis quién soy?

Ella negó con un gesto, no lo sabía, nunca lo había visto en Tourenne ni… Esa horrible barba y el cabello negro y espeso. ¿Acaso era capellán del castillo blanco? No podía creerlo, además…

—Sin embargo, queríais casaros conmigo, queríais que os raptara hace tiempo…

La jovencita lo miró con fijeza, no podía ser él. Armand… Armand de Rennes. Su corazón palpitó. ¿Qué le había ocurrido? Se veía tan distinto… Repitió su nombre y el caballero asintió sonriendo.

La damisela se estremeció, entonces no la había olvidado como creía, todo ese tiempo había esperado que… Ella dejara de mojar la cama y estuviera lista para ser su esposa.

—Debisteis pedir mi mano a mi padre, señor de Rennes, en vez de raptarme como un bandido —dijo entonces la doncella, con orgullo—. Además, durante estos días no me habéis dicho vuestro nombre y no habéis hecho más que asustarme temiendo que fuerais un cura.

—Es verdad, he debido hacerlo, pero pensé que me recordabais…

Ella se mantuvo alerta y alejada, nada dispuesta ni a los besos ni a las caricias que él le robaba en ocasiones cuando dormía a su lado, en cualquier sitio.

—Os fuisteis, me abandonasteis en Tourenne, me olvidasteis, ¿y ahora regresáis, me raptáis y esperáis que yo corra a vuestros brazos? —se quejó la doncella.

Él se acercó y acarició su trenza rubia y antes de que pudiera correr, la besó.

«Lo haréis, muy pronto vendréis a mis brazos, doncella», le susurró y no dijo más que eso. No hubo más explicaciones ni tampoco disculpas, se quedó observándola a cierta distancia, sin perderla de vista y ordenó a sus escuderos que estuvieran atentos porque podía intentar escapar.

Angélica no estaba nada contenta con todo ese asunto, si la hubiera llevado un año atrás tal vez, pero ahora… Él la había abandonado a su suerte, jamás le envió mensaje ni le dijo que pensaba raptarla años después, eso era injusto, además ¿por qué no pidió su mano? Sus padres se disgustarían, sufrirían de nuevo. ¿Es que ninguna dama de su familia podía casarse de forma tradicional, todas debían ser raptadas? Tenía que buscar la forma de escapar de ese lunático, ya no lo amaba, además, la había abandonado en el pasado, la había ofendido llamándola niñita y eso no podía perdonárselo. Estaba triste y furiosa, molesta e incómoda, quería darse un baño, lavarse el cabello y trenzarlo nuevamente y no quería que la encerraran en un castillo ni que pretendiera…

Él observaba a distancia los arrebatos de niña consentida mientras pensaba: «Creo que tenía que haber esperado cinco años más, por lo menos, ha madurado solo en apariencia, pero por dentro no es más que una mocosa con olor a pan recién horneado».

Bueno, él tampoco se veía muy bien con esa horrible barba que su navaja no pudo cortar, ni con el cabello así, largo y enmarañado… En fin, luego podría acicalarse un poco y reconquistar a la niñita consentida de Tourenne. No lo había rechazado, solo parecía enojada e incómoda por el rapto. Confiaba en que mudara de parecer y pudiera reconquistar su tierno corazón, como antaño, pues no pensaba devolverla con su padre, como le pedía ella. Caramba, ¡aquello era un rapto, no un paseo por los campos!

Sin embargo, no estaba enojado, no dejaba de sonreír al verla mirar todo con expresión enfurruñada.

Tardaron días en llegar a su castillo y la cautiva no dejaba de llorar y quejarse todo el tiempo. No le gustaba ese lugar lejano ni los campesinos que corrieron a recibirlos.

Armand de Rennes no perdía su buen ánimo y ordenó a sus criadas que atendieran a su prometida con el debido homenaje y a sus escuderos que montaran guardia en sus aposentos por si intentaba escapar.

Cuando la jovencita se hubo dado un baño y lavado el cabello comenzó a sentirse mejor. Llevaba días riñendo, llorando y a esa altura ni ella podía soportar su propio malhumor. Ella nunca había sido de mal genio y había soportado el cautiverio del castillo negro junto a su hermana, pero ahora era diferente… No quería ser una prisionera, ni vivir encerrada como la pobre Roselyn…

Observó su habitación con curiosidad y luego, cuando se acercó a la puerta, notó que estaba cerrada. Cautiva, prisionera, como si fuera uno de esos malhechores encerrados en las mazmorras. Así trataban esos salvajes a las bellas damas; las raptaban, ataban a la cama y luego…

Angélica frunció el ceño, y se ruborizó. Ella quería un esposo, sí, y niños, y un castillo bonito para invitar a su familia, pero… No de esa forma, con un horrible rapto, apremios y amenazas. ¡Así no, maldita sea!

Su raptor en cambio era un joven alegre y entusiasta, siempre sonreía y jamás parecía perder la paciencia con la doncella cautiva. Y esa tarde fue a verla y al encontrarla dormida, suspiró, se veía tan hermosa en su traje rosa, pero no quiso despertarla, solo observarla y acariciarla.

«Preciosa, muy pronto seréis mía», le dijo él con galantería y besó su cabeza y luego sus labios con mucha suavidad.

La joven doncella despertó como la bella durmiente, pero en vez de sentirse dichosa por el beso del «príncipe» miró a su raptor con expresión aturdida.

Armand sonrió y siguió acariciando sus mejillas pensando en los bonitos niños que le daría esa hermosa jovencita en el futuro. Soñando con esas noches de pasión engendrándolos y las mil delicias del amor.

—Esto no está bien, monsieur de Rennes, debisteis pedir mi mano, no raptarme como un villano. Y dejad de mirarme así y luego no decís ni una palabra, ¡me exasperáis!

Él besó su trenza y cuando ella se propuso apartarlo decidió ser más osado y se tendió en su camastro para atraparla y robarle un beso muy ardiente. Solo para hacerla rabiar, le gustaba todo de su doncella; era tan verde pero tan deliciosa. Sí que estaba verde todavía, o era muy mimada, no estaba muy seguro.

Y lo que empezó como un beso robado terminó como una guerra campal de forcejeos, gritos y algún arañazo de la brava doncella, que terminó rendida y llorando cuando él la atrapó con rudeza y perdió la paciencia.

—Si volvéis a morderme os ataré, doncella, sí, os ataré, ¿habéis comprendido? Estoy harto de vuestros arrebatos y tonterías. Os rapté para mí y os tomaré cuando me plazca. Pero antes llamaré a mi capellán para que nos case, y no pedí vuestra mano porque Tourenne jamás me la habría dado, soy pariente del conde de Hainaut y por tanto enemigo suyo. Pero no vuestro, hermosa. Si os convertís en una dulce esposa obediente, si dejáis de mostraros como una niñita malhumorada y consentida, yo seré bueno con vos.

Se miraron y de pronto la joven notó el cambio: su raptor se había afeitado y tenía el cabello más corto y sus ropas… Bueno, ahora sí era un caballero de cierto rango, ya no parecía un loco. Pero ella tenía orgullo, maldita sea, no se rendiría ni la doblegaría tan fácilmente.

—No me casaré con vos, señor de Rennes, ni quiero vivir como una esclava, encerrada aquí y sometida a vuestros caprichos. ¡No deseo ser como mi pobre hermana Roselyn casada con el demonio! —chilló furiosa la doncella, y lloró, lloró porque él la tenía agarrada y le dolía, no podía moverse.

Armand se puso muy serio y, sin soltarla, le advirtió:

—Dejad de resistiros, hermosa, y os liberaré, mejorad vuestras maneras. Estoy loco por vos, pequeña; hace años que esperaba este momento…

—Vos me abandonasteis aquella vez en Montnoire, dijiste que era una niñita.

Angélica lloró y él la liberó despacio, pero no se fue de la cama, sino que la envolvió entre sus brazos para consolarla.

—Erais una niñita y todavía lo sois, doncella, pero me gustáis así…

—Pero yo no quería este horrible rapto, ni deseo vivir prisionera aquí como si hubiera cometido un crimen —se quejó ella, secando sus lágrimas sin dejar de mirarle.

Deseaba que la besara y si lo hubiera hecho, se habría resistido y tal vez le habría golpeado, estaba de mal humor. Pero él no la besó, sino que la miró y con una paciencia infinita acarició un mechón de cabello rubio y le dijo:

—Pero yo no soy como mi pariente Guillaume, preciosa, miradme. Nunca os haría daño, sabéis por qué os rapté. Vos me querías cuando erais una chicuela y mentisteis para que os considerara, ¿lo habéis olvidado? Yo no os olvidé, nunca dejé de soñar con el día en que fuera a buscaros para convertiros en mi esposa. Ahora acompañadme al comedor, la cena se enfría. Estáis temblando.

Ella lo siguió sin ofrecer resistencia, y al entrar en el salón notó que había otros comensales y se sonrojó, debía de haber media docena de caballeros y damas. Armand la presentó como su prometida y esa noche conoció a sus parientes; dos hermanos y una hermana soltera alta y poco agraciada. Imogen. Todos la miraron con curiosidad y admiración, pero la jovencita se sintió incómoda. A pesar de los manjares, no se apartó de Armand en ningún momento, él la observaba con una sonrisa secreta. Se moría por hacerle el amor, pero debía esperar, no estaba seguro de si ella querría hacerlo todavía y no era como su pariente, no le daría un filtro para seducirla. Aguardaría a que estuviera preparada.

La observó con orgullo, era suya y la amaba, pero casi no había probado bocado, no se veía tan brava frente a sus parientes.

—Comed, doncella, o tendréis frío después.

Estaba temblando, solo había comido una pata fría de pollo con un pan de centeno.

Pero no tenía hambre y de pronto lloró y lo miró como una chiquilla triste y asustada.

—Quiero regresar a Tourenne —gimió.

Extrañaba su cama, la comida sabrosa y caliente, se sentía muy rara en ese castillo, odiaba que la miraran y hablaran de ella entre murmullos. Era una prisionera y odiaba serlo, no pensaba tolerarlo. Miró desesperada a su alrededor y pensó en escapar, en correr.

—Tranquila, doncella, no os regresaré a Tourenne, me pertenecéis ahora. Calma, dejad de llorar y comed o enfermaréis.

Ella secó sus lágrimas y obedeció. Sin embargo, en su corazón crecía la rebeldía. No se doblegaría ante él, no se sometería, buscaría la forma de escapar, o al menos distraería su mente pensando que sería capaz de hacerlo. O tal vez huyera o se escondiera para hacerle rabiar un rato. Su enojo hacia el caballero continuaba y no se rendiría a sus besos, no eran más que artimañas de seductor.

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Ignorando la rebeldía de su cautiva, monsieur de Rennes fue a hablar con el capellán, debía fijar una fecha para desposar a la cautiva, no quería tomarla sin estar casados y por otra parte… Tampoco deseaba que durmiera sola, no porque desconfiara de sus caballeros, sino porque creía que ella sufría y se resentía aún más con él por dejarla allí sola y encerrada.

Esa jovencita sí que sabía poner a prueba su paciencia, de no haber sido gascón y hombre enamorado, no habría soportado ni la mitad de sus niñerías.

En una semana la joven doncella cautiva había intentado escapar dos veces, intentado sobornar a sus criadas con un anillo a cambio de ayudarla a escapar; un día se negó a probar bocado y luego…, había pasado tres días de muy mal carácter, llorando y gritando. Era una verdadera fierecilla consentida, pero él sabía domar fieras, era un experto en hacerlo y pensó que esa niñita de Tourenne no se saldría con la suya.

Pero lo peor no eran sus modales ni berrinches, sino que en una ocasión le había dicho que no quería ser su esposa, que él la había abandonado y que ahora quería estar sola y vivir tranquila en Tourenne, en casa de sus padres.

Sus palabras eran una constante provocación.

El conde entró en la pequeña capilla y habló con el padre Antoine; debía casarlos de inmediato, esa chiquilla no hacía más que provocarle y en ocasiones lo volvía loco. Era un hombre paciente y de temperamento tranquilo, pero hasta un santo podía perder la paciencia con una damisela tan ladina.

Y el joven caballero de Rennes moría de amor por la rubia damisela y tal vez porque ella lo sabía, había decidido mortificarlo de todas las maneras posibles. ¿Acaso esperaba que se hartara y la devolviera a su casa? No pensaba hacerlo, al comienzo se reía de sus tonterías o se mantenía indiferente, pero por dentro… En ocasiones ardía de rabia y deseo. ¡Por los clavos de Cristo, estaba loco de amor por esa doncella pequeñita y nunca la dejaría ir!

Y otro día, mientras hablaba con el capellán, perdió la paciencia.

—Monsieur de Rennes, temo que no será posible, las proclamas… Debo avisar y leerlas, necesito unas semanas…

El caballero miró furioso al cura, ¡era demasiado! ¿Es que el cura también planeaba mortificarlo?

—¿Unas semanas? —El tono de su voz era alto—. Traje a la joven de Tourenne, debéis celebrar una misa y casarnos lo antes posible, padre Antoine. Es mi deber desposarla y lo haré, por eso la rapté. No puedo esperar tanto tiempo.

El padre se sonrojó intensamente.

—Comprendo, monsieur, pero las proclamas y…

—¡Al demonio con eso! Pues olvide las proclamas o léalas en un día o dos. Soy célibe, la jovencita no está prometida a nadie y es célibe también, no es mi prima y no hay ningún impedimento para que este matrimonio no pueda celebrarse.

El padre dijo que los casaría en unos días, que debía…

—¡Cuanto antes, se lo ruego! —gritó el caballero antes de abandonar el recinto, de mal talante.

Impaciente, Armand dirigió sus pasos a la habitación de su cautiva. Tenía en mente fastidiarla un poco, era divertido hacerla rabiar. Ella lo hacía todo el tiempo así que… ¿Por qué no podía hacerlo él?

Al entrar en la habitación la encontró rezando. Siempre rezaba y había llegado a decir que tal vez deseara ser religiosa.

Los ojos de la jovencita se abrieron al verle entrar y se incorporó alarmada. Cada vez que él aparecía ella se asustaba, se alejaba nerviosa, como si le temiera.

—Buenos días, hermosa, traigo buenas nuevas para vos. —El caballero de Rennes no dejaba de mirarla.

Angélica se sonrojó intensamente al escuchar que pronto iban a casarse.

Ella no quería casarse con él, ni quedarse en ese lugar, ¿es que no podía entenderlo?

—Sí os casaréis, doncella, ¿o acaso preferís que os tome como mi amante? Cautiva y amante del caballero de Rennes. ¿Os agrada más? —No estaba enojado, pero la joven sí se ofendió y sus mejillas estaban rojas y dando unos pasos hacia él lo enfrentó.

—No, no me casaré con vos, no habéis pedido mi mano a mi padre, sois enemigo de mi casa y además… No os quiero —dijo mirándole con rabia.

Esas palabras dieron en el blanco y el caballero se alejó furioso y herido. No podía entender por qué había cambiado de parecer en tan poco tiempo, ni por qué esos días había estado tan insoportable. Él era un hombre de temple tranquilo, gentil con las damas, pero tampoco le gustaba hacer el papel de tonto de capirote. Esa niña realmente estaba poniendo a prueba su paciencia. No toleraría una esposa gazmoña y malhumorada que estuviera quejándose todo el tiempo.

Se alejó del castillo y fue a dar un paseo a caballo, azuzó al animal hasta dejarlo exhausto y luego regresó para entrenar a sus hombres.

Esa noche no fue a visitarla, ni la invitó a cenar junto a su familia. La echó de menos, y a pesar de las risas y chanzas de sus parientes, se sintió intranquilo. Se moría por verla, por acariciar su cabello, durante mucho tiempo la había soñado, y ahora no podía resignarse a perderla. Ni dejarla ir. La amaba, maldición, era suya, su cautiva, la niñita que con solo doce años lo había enamorado hacía tiempo. Sería su esposa… Y luego domeñaría su genio y la conquistaría, como en el pasado, cuando era una chicuela asustada. Pero para domesticarla necesitaba paciencia, constancia y tesón. Y un plan. Plan de conquista, de asedio, de captura y luego, de amor. Amor, pasión y lujuria. El caballero de Rennes planeaba tenerlo todo y lo conseguiría.

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En el castillo blanco, el conde de Tourenne estaba furioso, acababan de raptar a su hija menor, su niñita, y estaba tan enloquecido que de no haberlo detenido su esposa habría hecho una locura. Movilizó a sus caballeros para que indagasen y así logró saber que un grupo de curas errantes se la habían llevado. Eso lo indignó. ¿Curas errantes? ¿Qué clase de broma era esa?

«Llevaban sotanas y capas, mi señor de Tourenne, y una joven los acompañaba», dijeron sus campesinos al ser interrogados.

No podía ser su hija Angélica, era una locura, debía de haber un error…

Luego pensó en su yerno, el demonio de Hainaut, tal vez fuera una venganza, él intentó matarlo y a lo mejor se vengó raptando a su cuñada, o enviando a alguno de sus parientes a hacerlo.

Philippe tenía sus dudas. Era una demencia creer que su yerno lo había planeado todo. Sin embargo, se prometió encontrar a su hija y mandó a sus hombres a investigar mientras él permanecía en silencio, recordando a su pequeña, sintiéndose muy mal por lo ocurrido. Maldición, su hija menor cautiva, o tomada de rehén por algún enemigo suyo… No sabía qué era peor.

Lejos de allí, Roselyn se enteraba por una carta de su madre que su hermana menor había desaparecido. ¿Raptada y llevada por un grupo de curas errantes? No podía ser verdad, debía de haber un error. ¿Su hermana llevada a un convento o tal vez tomada como rehén por una absurda venganza?

Dejó la carta y se acercó a la cuna donde la pequeña Catherine dormía plácidamente. Era hermosa y con pocos meses era redonda y rosada. Su hijo Henri estaba algo celoso y no hacía más que merodear en la habitación y mirar con gesto ceñudo la cuna donde estaba su hermana. La pequeña despertó y abrió sus grandes ojos azules, se le parecía mucho, y era una niña voraz, siempre lista para alimentarse, llorar y llamar la atención.

Roselyn sintió pena por Angélica, raptada por un grupo de monjes… No parecía muy coherente; a decir verdad, era una locura. Los monjes no actuaban así ni…

Tomó a la niña en brazos y la alimentó y sonrió al sentir los traguitos de la pequeña, que se alimentaba con energía y decisión. Solo esperaba que no se pareciera a su suegra. El nombre había sido escogido por su esposo, había perdonado a su madre aunque ella se mantenía alejada, en el castillo de Nimes, junto a sus leales sirvientes. En ocasiones aparecía sin avisar, como un espectro, con esa extraña sonrisa que a Roselyn le congelaba la sangre. No le gustaba esa dama, le daba mala espina, pero comprendía que era la madre de su esposo y debía aceptarla. Además adoraba a los niños, a ella no, por supuesto, aunque seguía dándole elixires para que no enfermara, había estado algo débil luego del nacimiento de la pequeña y la condesa bruja había estado allí, cuidándola, con sus pociones mezcla de medicina y brujería.

—Qué hambre tenéis, hermosa niña —dijo entonces Roselyn.

La pequeña la miró con sus grandes ojos azules y luego bostezó, tenía sueño, había comido demasiado y se durmió poco después.

Guillaume entró en esos momentos con su hijo Henri y sus ojos brillaron al ver a Roselyn con su hija en brazos. ¡Eran tan parecidas! Sonrió acercándose a su esposa para besarla a ella y a su pequeña hija Catherine. ¡Qué hermosa era! Tan parecida a su madre… Su nacimiento fue algo extraño; en realidad se sintió defraudado de que fuera una niña, quería otro varón y luego pensó: «Es tan vulnerable, una niñita, deberé guardarla con siete candados cuando llegue a la edad de merecer, para que ningún tunante la rapte».

Besó a su esposa y la abrazó y fue entonces cuando supo del rapto de su cuñada.

No pudo evitar sonreír, pues había tenido una visión antes de que su esposa le diera la carta. Sabía quién lo había hecho, pero no diría ni una palabra. Hace tiempo habían hecho un trato, Armand le había brindado su ayuda y él dijo que podía raptar a su cuñada y convertirla en su esposa cuando llegara el momento.

—Guillaume… Mi hermana, temo por ella. Solo tiene catorce años —dijo Roselyn.

Él acarició su mejilla y la besó.

—Angélica no es como vos, Roselyn, sospecho que ella misma deseaba que la raptaran para que tu padre no la enviara al convento. No temáis, ella sabe defenderse. Venid aquí, hermosa…

El conde llamó a la nodriza para que se llevara a su hijo, quería hacerle el amor a su esposa, disfrutar de un momento de paz y sosiego.

Roselyn lo abrazó y cerró los ojos, pero él la despertó el deseo con besos y caricias, susurrándole lo hermosa que era y cuánto la deseaba.

Sin embargo, la notó triste, preocupada y, después, en la noche volvió a hablarle de Angélica.

No quería decirle la verdad, era su pariente, además… Bueno, esa chiquilla no era tan indefensa como creía Roselyn.

—Calma, esposa mía, nada malo le ocurrirá a vuestra hermana, está a salvo. Eso es lo que presiento. Tal vez se fugó con un enamorado y os preocupáis innecesariamente.

Roselyn no respondió, pero lo miró con fijeza.

—¿Entonces fue vuestro primo Louis? ¿Creéis que fue él o acaso Armand de Rennes?

—No lo sé, hermosa, pero descuidad, está a salvo. Venid aquí…

Ella obedeció y en un santiamén terminó desnuda entre sus brazos, suspirando al sentir sus caricias y besos.

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Angélica secó sus lágrimas cuando su raptor fue a visitarla, estaba tan triste que había dejado de estar molesta y furiosa. Se sentía sola y abandonada y no sabía qué harían con ella. La bañaban, vestían y la alimentaban, pero él hacía días que no iba a verla, le parecía algo extraño. ¿Acaso había cambiado de parecer y la regresaría con sus padres? La joven vaciló y rezó en silencio. ¿Regresarla al castillo blanco, para que su padre la encerrara o la convirtiera en religiosa el resto de su vida? Extrañaba a sus padres, su cama, los gatitos de la granja con los que jugaba. Pero por primera vez no se sentía segura de querer regresar.

Estaba atrapada y lo sabía, echaba de menos a Armand. Maldita sea, amaba a ese hombre y sus peleas, sus berrinches eran lo más excitante que había vivido en tiempo.

De pronto lo vio parado frente a ella, con esa mirada profunda, llena de amor.

Miró a su raptor con ojos húmedos, pero este no estaba dispuesto a dejarse engatusar con las lágrimas. Debía ser duro si quería que su plan funcionara.

—Buenos días, madame, os noto algo triste hoy. ¿Habéis perdido el apetito? La criada ha dicho que os habéis negado a probar bocado —dijo él con frialdad.

La joven tragó saliva.

—No tengo hambre, caballero de Rennes —respondió.

Él dio unos pasos hacia ella.

—¿De veras? Os veis pálida, doncella.

Pálida, triste y nerviosa. Pestañeaba y se alejaba de él.

El caballero se detuvo frente a ella y entonces notó que estaba llorando y era incapaz de decir palabra. Quería abrazarla, besarla, consolarla y luchaba como un loco para no hacerlo.

—¿Lloráis porque queréis regresar a vuestra casa, doncella? ¿A Tourenne para casaros con algún enamorado?

Angélica no le respondió, no podía hablar, solo llorar y sentirse desdichada.

Armand no pudo contenerse y la abrazó con fuerza, no soportaba verla así, maldita sea, no quería verla triste ni que llorara. Y envolviéndola entre sus brazos la sentó en su regazo y besó su cabeza. «Tranquila, dejad de llorar, hermosa, no voy a haceros daño», le susurró, mirándola con ternura. Sus miradas se unieron y él la besó, besó sus mejillas, sus labios y la joven doncella lloró y se rindió a sus besos. O al menos pareció rendirse. Suspiró cuando sintió su boca unida a la suya, necesitaba afecto, caricias y experimentar esas cosas que solo ocurrían en su imaginación.

Ella se dejó llevar por sus besos, pero cuando iba a tenderla en la cama, se asustó.

—No oséis tocarme, caballero, no soy vuestra esposa —dijo entonces, nerviosa. Estaba temblando, quería que pasara, pero tenía mucho miedo, era difícil de explicar.

Armand la observó con fijeza, estaba sobre ella y se moría por hacerla suya, pero no era correcto, no lo haría y sin dejar de mirarla le susurró:

—No temáis, doncella, no os tocaré hasta que estéis preparada para entregaros a mí.

Luego besó sus labios y la retuvo entre sus brazos, necesitaba sentir su calor, su olor, sensaciones intensas embriagaban sus sentidos.

—Angélica, debéis ser mi esposa en tres días, el padre Antoine nos casará —dijo entonces.

La doncella había dejado de temblar, pero todavía estaba asustada, temía que su raptor intentara seducirla. Pero él no iba a hacerlo y se lo dijo.

—Todavía no me habéis respondido, doncella de Tourenne, ¿os casaréis conmigo? —quiso saber.

Angélica asintió en silencio y él la abrazó con fuerza y sonrió.

—Entonces os alimentaréis como es debido, no quiero una esposa debilucha ni enfermiza.

En los días que siguieron, la doncella se mostró dócil y obediente, tranquila… Sospechosamente tranquila. Como si de repente hubiera aceptado su situación y hubiera decidido no luchar más y rendirse.

Pero el conde no esperaba una rendición completa y pensó que allí había gato encerrado. Que la jovencita tramaba alguna treta para escapar. Una damisela de su temple no se rendiría tan fácilmente y lo sabía; por esa razón reforzó la vigilancia. No podría escapar y debía aceptarlo, sería su esposa, suya con todas las letras. Suspiró pensando que sería delicioso hacerle el amor y llenar su vientre de niños. Uno, dos, tres…

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Cuando llegó el día de su boda, Angélica supo que estaba atrapada, sus tres intentos de escapar habían fracasado y ahora se enfrentaba a la realidad: debía casarse con su raptor.

Las criadas la ayudaron con el vestido, el cabello… Olía a flores y se sentía fresca, radiante, pero muy asustada. Se casaría a media mañana y luego debía yacer con su esposo y no podría negarse. Como le ocurrió a Roselyn. Echaba de menos a su hermana, habría deseado escribirle y saber si era feliz con ese marido tan malvado que casi había matado a su padre. No había habido cartas ni visitas entre ambas, era una pena, la echaba mucho de menos. Hainaut siempre había sido enemigo de su casa, y su esposo también lo sería, pero ella no quería vivir cautiva ni aislada, encerrada como su hermana Roselyn. Su esperanza era que al ser Armand pariente de Hainaut le permitiera verla algunas veces, él así se lo había prometido. Esperaba que cumpliera su promesa.

Su futuro esposo fue a buscarla poco después y al verla tan hermosa sonrió, siempre sonreía, tenía buen carácter y era gentil, pero… Estaba asustada. Sabía que debía casarse, que estaba atrapada y que ser su dama era mejor que ser la doncella cautiva de Tourenne, pero… Temía que luego… Había oído conversaciones de criadas en el castillo blanco sobre la primera vez: dolor, incomodidad y desconcierto. Los detalles eran inquietantes: una vara demasiado grande, una doncella estrecha que había sangrado y se había desmayado… Luego de oír esas historias, Angélica había dejado de tener fantasías con hacerlo, y ahora que debía dar ese paso no hacía más que recordarlas.

Sin embargo, mientras se dirigían a la capilla del castillo, la joven doncella no pensaba en el mero hecho de la intimidad, sus pensamientos eran: «Oh, seré esposa de un caballero, tendré un castillo y muchos niños, y eso me alegra». Miró a su novio y por primera vez respondió a su sonrisa y luego se ruborizó. Él siempre estaba alegre y ella no hacía más que responderle con mohines y caprichos.

Sus ojos se alejaron y vieron a los parientes de él, estaban muy serios, casi disgustados, no sabía qué pensaban de ella, pero al parecer no les complacía demasiado esa boda. Luego miró a su novio; se había puesto muy serio mientras pronunciaba sus votos sin soltar su mano. Angélica dijo los suyos, intercambiaron anillos y luego de la misa fueron declarados marido y mujer.

Armand le dio un beso fugaz y sonrió mirándola con intensidad, sus ojos brillaban y Angélica sonrió apartando su mirada.

El banquete de bodas en el castillo aguardaba.

La visión de los pasteles y los exquisitos platos despertaron el apetito de la novia, pero cuando su esposo se alejó con sus caballeros, se sintió desanimada y triste. No era la boda que había soñado, habría deseado que estuvieran presentes sus padres y su hermana Roselyn.

El banquete duró horas y algunos invitados comieron tanto que debieron correr hasta los jardines para vomitar y luego regresaban para volver a deleitarse con los pasteles de anguila y beber abundante vino de la bodega del señor de Rennes. Angélica los observó disgustada, algunos ya estaban más que beodos y habían comenzado a cantar esas pastorelas con pasajes audaces, atrevidos.

Su esposo sonrió y tomó su mano. Quería bailar la ronda junto a ella. La damisela lo miró ruborizada y nerviosa, pero aceptó bailar. Sus miradas se encontraron y su mano sujetó la suya, tibia y levemente húmeda por la emoción. Se moría por besarla y de pronto, la llevó a un rincón apartado del salón para hacerlo. Angélica suspiró embriagada por la suavidad de ese beso, con el aroma de su piel…

Pero de pronto lo descubrieron unos invitados y los llevaron de regreso al salón sin dejar de hacer chistes obscenos.

Al atardecer llegó el momento de retirarse a sus nuevos aposentos en el castillo.

Las criadas reían y la llevaban a la inmensa cama, con sábanas blancas y una manta de terciopelo azul. Era hermosa, pero ella… No quería que la desvistieran, pero lo hicieron, y a pesar de sus gritos y resistencia, la dejaron inmersa en un tonel con agua caliente y esencia de flores.

Cuando su novio apareció momentos después, la encontró tendida en la cama, dormida.

Debía despertarla, era su noche de bodas y el matrimonio debía consumarse como era costumbre entonces. No estaba seguro al respecto, la había notado muy asustada ese día y nerviosa…

El caballero se acercó despacio y la despertó con un beso ardiente, apasionado. La joven novia abrió los ojos y lo miró aturdida. Confundida.

Y antes de que pudiera volver a tocarla, saltó de la cama como un gato y corrió, corrió como si la siguiera el diablo.

—¡Angélica! —la llamó, pero era tarde, había abandonado los aposentos nupciales con la rapidez de una liebre. La inesperada huida lo dejó tan perplejo que no pudo más que reír. Luego pensó en el asunto con más calma. ¡No podía ser!

Antes de enfurecerse, corrió a buscarla y soportó las risas y burlas de sus familiares al enterarse.

La joven novia estaba escondida en algún rincón del castillo, la luz era escasa y los lugares para esconderse… demasiados.

Maldición, era el día de su boda, y esa jovencita lo había convertido en un hazmerreír… Debió de asustarse, debió de pensar que…

—Buscadla —ordenó a sus escuderos.

No podía haber ido muy lejos, no conocía el castillo ni… Alguien la había visto en el salón del banquete, cerca de los músicos. Pero allí no estaba.

Armand se movió impaciente y alerta, no estaba enojado, solo preocupado por su esposa y cautiva. No conocía el castillo y podía perderse, o sufrir un accidente.

Tardaron horas en encontrarla, y al final fue él quien la vio escondida, acurrucada en un rincón, envuelta en una piel de oveja, a la intemperie, cerca de un lago. Ignoraba cómo demonios había logrado salir del castillo, al parecer nadie estaba vigilando ese día. La alzó en brazos y la llevó de regreso a sus aposentos, estaba profundamente dormida. Parecía una niñita, por lo bajita y el cabello rubio, dorado. Tan bella y etérea… La arropó con cuidado y la dejó dormir. Bueno, al menos la había encontrado. ¡Dios del cielo, estaba mucho más verde de lo que había temido, huyó antes de que pudiera consumar su matrimonio! ¿Acaso lo haría siempre?

La damisela rubia dormía profundamente, la había encontrado, pudo caerse y lastimarse. En el futuro sería más cuidadoso.

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Al día siguiente la novia despertó cansada y mareada, por un instante no recordó dónde estaba. De pronto lo supo: su boda, se había casado, era la esposa de Rennes y su matrimonio no había sido consumado. Intentó escapar cuando él entró y luego… Le dolía el pie derecho, se había lastimado, todavía le dolía por la carrera en los jardines, en su loca huida casi llegó a tomar un caballo, pero, maldición, estaba exhausta de tanto correr y al detenerse… Debió de dormirse y él la había encontrado.

Dos criadas fueron a verla poco después, pero su esposo no apareció hasta la hora del almuerzo, en el gran comedor. Cuando se reunió con él lo vio sonreír como si compartieran una broma secreta. De pronto notó que sus familiares también la miraban y se miraban entre sí como si se burlaran.

Al menos su esposo le hizo señas para que se sentara a su lado, no le agradaba estar en compañía de esas mujeres de la familia, no parecían apreciarla demasiado.

—¿Habéis dormido bien, esposa mía? —quiso saber él.

Ella asintió sonrojándose al recordar su huida.

El caballero no mencionó la huida, pero le advirtió que debía alimentarse y obedecer.

—Sois mi esposa ahora, y espero que os comportéis como tal y no como una niña consentida que quiere regresar a su casa.

Angélica evitó su mirada, y bebió vino; odiaba ser reprendida de esa forma y que sus familiares supieran que… Había intentado escapar, era verdad, y tal vez volvería a hacerlo, fue mucho más sencillo de lo que había imaginado.

Esa noche ella lo esperó temblando. Era su marido, no podía negarse a él ni evitar que… ocurriera lo que debía ocurrir. La damisela estaba asustada, y al oír sus pasos se sobresaltó y se incorporó lista para correr como la noche anterior.

Como si adivinara sus pensamientos el caballero cerró la puerta con cerrojo y sonrió, avanzando con sus largas botas hacia la doncella fugitiva.

—No huyáis, doncella, no os haré daño —dijo, pero la joven había corrido al otro extremo de la habitación. Quería escapar como la noche anterior, pero esta vez no podría hacerlo y al verse acorralada, lloró.

Armand se acercó a la joven despacio y notó que estaba aterrada.

—Tranquilizaos, doncella, no os haré ningún mal, pero sois mi esposa y no quiero que viváis cautiva en este castillo —dijo y acarició su hermoso cabello rubio despacio, luego secó sus mejillas y la envolvió con sus brazos.

«Calma, doncella, no voy a lastimaros, no os tomaré hasta que deseéis que lo haga», le susurró.

Y luego la llevó en brazos a la cama.

—Pero debéis dormir a mi lado, sois mi esposa… Venid hermosa. ¿Dormiréis vestida?

La joven lo miró asustada, no iba a desnudarse, no lo haría y al notar que él se quitaba el jubón y la camisa, se alejó.

Armand la ignoró y se metió en la cama. Estaba cansado.

—Venid aquí, doncella, prometí no tocaros y cumpliré mi promesa, pero si intentáis escapar o cometéis otra imprudencia… Pues deberé romper mi juramento, hermosa y no deseo hacerlo.

Ella obedeció y le rogó que la ayudara con el vestido. Estaba asustada, tenerle tan cerca le crispaba los nervios, y al verse con ropa ligera, transparente, se sonrojó y alejó rápidamente.

—¿Qué tenéis, doncella, por qué me teméis? No voy a comeros. ¿Acaso creéis que sería capaz de haceros dañaros? —dijo sin dejar de mirarla. La deseaba, era la doncella rubia pequeñita que lo había enamorado hacía años, ya no era una chicuela, observó que sus pechos habían crecido y su cintura estrechado, las piernas bien formadas… Una mujercita hermosa y, sin embargo, no quería ser suya todavía y notó que se alejaba y se cubría con la cobija de lana, dándole la espalda. Se moría por tocarla, abrazarla, sentir su calor y solo pudo hacerlo cuando se durmió. Dormida era como un ángel, tan suave y pequeñita, Angélica, su doncella de Tourenne. Ahora era su esposa, la dama de Rennes, suya. Todavía no lo era y se preguntó por qué estaba tan asustada si antes había sido tan pícara. La besó en varias oportunidades, algún beso fue robado, pero otros despertaron su deseo y respondió a ellos. Sin embargo, ahora ni siquiera le permitía acercarse. ¿Habría cambiado tanto? ¿Qué le ocurría? No podía entenderlo.

Armand decidió ser muy paciente y aguardar.

Así que durante días durmió a su lado sin tocarla, pero en ocasiones le robaba algún beso y tenía la sensación de que ella le miraba de vez en cuando.

Habían hecho un trato y debía respetarlo, pero cuando una mañana la llevó a dar un paseo por el bosque, la vio tan bella en su vestido de terciopelo azul que no pudo contenerse y la besó. Lo hizo, la atrapó entre sus brazos y le dio un beso ardiente, casi salvaje, desesperado. La damisela se resistió enojada, pero luego su gesto apasionado la sedujo lentamente y por un momento se quedó inmóvil, disfrutando el sabor de sus labios, de su boca. Estaban solos, y él sintió cómo su deseo se convertía en una braza en su entrepierna y en su corazón palpitante, enloquecido. «Hermosa, serás mía esta noche, serás mi esposa al fin», le susurró mientras se negaba a soltarla.

Ella apretó los labios turbada, agitada, pero tenía miedo.

«No, es muy pronto, por favor», fue su respuesta.

El caballero se quedó mirándola con intensidad, y de pronto acarició su hermoso cabello y sus labios.

—¿A qué teméis, hermosa? ¿Por qué siempre os alejáis de mí?

Ella no supo qué responderle, parecía indecisa, asustada. Tenía miedo, era verdad, pero sabía que era su esposa y que…

—Vos prometisteis que esperaríais, señor de Rennes —dijo al fin.

—Y cumpliré mi promesa. Cumplid vos la vuestra y no intentéis huir de mí.

La joven no respondió, en ocasiones deseaba escapar, pero comprendía que era tarde para hacerlo y temía que él faltara a su promesa.

Dieron un paseo por el bosque y, al regresar, esa noche él le dio una copa de vino antes de irse a dormir. La joven la bebió pues tenía sed y estaba delicioso. Su esposo la observaba con atención, se moría por tocarla, por hacerla suya, era su esposa y debía permanecer alejado, apartado. Esa noche intentaría…

La damisela estaba demasiado mareada para entender lo que estaba pasando. Hasta que al notar que estaba medio desnuda entre sus brazos se asustó. No estaba preparada, no quería, pero sus besos y palabras tiernas la empujaban a que dejara de resistirse. Era un caballero muy delicado y galante, no le importaba esperar horas, días, meses, pero no iba a darse por vencido. Él sentía que ella quería ser suya, que había vuelto a quererle y no deseaba dejarla ir. Hermosa, dulce, su doncella cautiva, la chiquilla que aún era un pimpollo, envuelta en sus pétalos de niña como una flor, la flor que deseaba deshojar.

Besó sus pechos llenos y redondos y la llenó de tiernas caricias. La jovencita gimió y suspiró confundida, le gustaba que la acariciara y besara sus labios de esa forma tan ardiente y apasionada. Tanto había fantaseado con ese momento, pero tenía miedo…

Él estaba atento a ella, a sus movimientos y a su mirada. Parecía confundida y asustada, no podía entender por qué, porque parecía desearlo, pero…

De pronto la retuvo entre sus brazos y le preguntó qué le pasaba, por qué tenía tanto miedo. La joven doncella se quedó mirándole sin decir nada y él la besó, la retuvo entre sus brazos hasta que venció su resistencia. Pero se tomó su tiempo para consumar la unión, comprendió que estaba asustada y que debía quitarle ese miedo irracional. «Calma, hermosa, si lo deseáis, me detendré, no voy a lastimaros, lo prometo», le susurró.

Ella lo miró confundida, deseaba que pasara y cerró los ojos al sentir sus besos y caricias. Fue tan dulce, tan delicado, que casi no sintió dolor alguno, solo una leve molestia, y al sentir que entraba en ella lo abrazó y lloró porque sabía que era un momento especial, único. Y que lo amaba, no podía evitarlo, estaba loca por él como antaño. ¡Tanto había luchado por no amarle! Pero no pudo resistirse a él, quería ser suya esa noche y todas las veces que él quisiera.

Él no tenía prisa por hacerlo, era tan pequeñita, temía lastimarla y en todo momento estuvo pendiente de ella, y se habría detenido si la joven se lo hubiera pedido.

—¿Estáis bien, hermosa? —le preguntó entre susurros.

La jovencita asintió en silencio, embriagada, extasiada por esas sensaciones intensas que la envolvían en ese momento, el instante mágico en que se convertía en su mujer, esposa, amante. El miedo se había esfumado casi sin darse cuenta y era feliz, ¡tan feliz! que no quería que ese momento terminara, y de pronto sintió que había sido una tonta al haberse negado a él todo ese tiempo.

«Je t’aime, Angélica», le susurró y la joven se estremeció de emoción al sentir que la llenaba por completo y la rozaba, y ese roce era tan placentero, tan hermoso. Y cuando sintió que gemía y la inundaba con su simiente, su placer fue mucho más intenso y lloró de emoción y felicidad. Ella también lo amaba y se sentía tan unida, tan cerca como nunca lo había estado de un hombre en toda su vida.

—¿Estáis bien, pequeña? ¿Por qué lloráis? —Su esposo se preocupó y la llenó de besos para consolarla.

—Estoy bien, esposo mío, creo que habéis vuelto a atraparme como cuando tenía doce años y me abandonasteis por ser tan joven —le respondió ella poco después.

Él sonrió y la besó con pasión, la estrechó, su esposa tan joven y pequeñita, hermosa, dulce, tan suave…

Desde esa noche no dejaron de buscarse, ni de hacer el amor todos los días. El joven conde pasaba muchas horas encerrado en sus aposentos y nada ni nadie podía apartarlo de su dulce Angélica. Tenía tanto que enseñarle, tanto que disfrutar su amor nuevo, fresco, radiante…

Sus parientes se quejaron, se burlaron, sus caballeros hicieron bromas a sus espaldas, pero las cosas se mantuvieron iguales. Eran un matrimonio muy unido y apasionado.

Angélica era muy feliz, él la había despertado y durante días, semanas, meses no pensó en nada más que en estar entre sus brazos. Pero algo la preocupaba, en ocasiones pensaba en sus padres, en su hermana Roselyn. Los echaba de menos, quería verlos, no quería vivir cautiva y se lo había pedido a su esposo. Él estaba encantado con su cautiva y le habría dado la luna de habérselo pedido.

Así que, un buen día, escribió una carta a sus padres contándoles que se había casado con el conde de Rennes. Su madre le respondió que se alegraba, pero que su padre estaba furioso porque Rennes era pariente de su peor enemigo y…

Bueno, no importaba, deseaba avisarles que estaba bien y a salvo y era feliz.

La joven también estaba impaciente por ver a su hermana, pero antes de partir Armand le advirtió que tuviera cuidado con la bruja Catherine y su hijo.

—Mi primo tiene ciertos poderes y adivina los pensamientos. Está furioso con vuestro padre y no sería prudente mencionar su nombre.

Ella asintió.

—¿Es cierto que esa familia tiene un pacto con el demonio? —la joven doncella se estremeció al mencionarlo, su esposo la miró con fijeza.

—Guillaume es mi pariente, Angélica, no me corresponde a mí juzgarle, solo deciros que… No os fieis de su madre, la condesa, es realmente una bruja, ¿sabéis? Algún día recibirá su merecido por malvada, pero…

—Jamás confiaría en ella, esposo mío, la bruja Catherine nos retuvo escondidas en sus aposentos y creo que nos habría matado, pero a lo último le dio pena hacerlo. Su hijo tardó mucho en perdonarle esa vil acción.

Su esposo conocía la historia por habladurías y frunció el ceño; sí, esa dama era malvada.

Cuando días después se reunió con su hermana, Angélica lloró emocionada, y corrió a su encuentro. La bruja Catherine estaba cerca, había cambiado tanto que casi no la había reconocido. Estaba boba con sus nietos, jamás imaginó que una dama tan malvada pudiera tener sentimientos maternales.

No pudo estar a solas con su hermana, Guillaume llegó poco después y se la llevó. Angélica quiso tener en brazos a la pequeña Cathy, pero su abuela no se apartaba de la niña. Era hermosa, se parecía a su hermana, afortunadamente.

La condesa de Rennes se sintió algo extraña los primeros días; notó que Guillaume nunca se apartaba de Roselyn, la seguía como una sombra, y su madre, la condesa bruja, iba de aquí para allá sin hacer ruido, mirando todo con sus ojos casi negros y tan malignos. Angélica experimentaba escalofríos cada vez que veía a esa mujer y se preguntó si su hermana era feliz con ese conde malvado o simplemente se había adaptado a su vida de cautiva.

Una mañana, sin embargo, mientras daban un paseo por los jardines y los hombres se iban a una partida de caza, Roselyn le preguntó por sus padres.

—Mi esposo no permite que los vea, pero… ¿Sabéis que nuestro padre intentó matarle?

Angélica se estremeció al enterarse de lo ocurrido, sabía algo por su madre, pero no imaginó que…

—Guillaume perdonó su vida por mí, porque me ama, hermana. Pudo matarlo, pero no lo hizo —Roselyn se estremeció y de pronto derramó unas lágrimas de emoción al recordar ese triste momento, cuando estuvo escondida y supo lo ocurrido por su suegra.

—Lo lamento, Rosie, de veras, yo… Nuestro padre es muy terco, lo sabéis, y luego de nuestro rapto… Él nunca pudo aceptar vuestra boda con Hainaut y quisiera… Pero temo que mi boda tampoco ha sido de su agrado, ambos son enemigos de la casa de Tourenne.

Su hermana la miró con curiosidad.

—Os veis feliz, hermana, ¿lo sois? ¿Armand es un buen esposo?

Angélica se sonrojó intensamente y sonrió.

—Sí lo soy, Rosie, soy muy feliz, pero vos… ¿Vos lo sois con Guillaume? —hizo la pregunta como un susurro, temía que ese diablo estuviera escuchando. Parecía estar en todos lados.

La mirada de Roselyn brilló con intensidad mientras murmuraba que sí lo amaba, que a pesar de todo…

—Al principio le temía, ¿lo recordáis? Pero ahora lo amo, sabéis, no podría vivir sin él… Pero también siento tristeza al pensar en mis padres, temo que nunca más podré verlos.

Se abrazaron y de pronto lloraron como cuando un día habían sido atrapadas por la bruja Catherine y luego convertidas en cautivas del conde malvado de Hainaut.

—Hermana, esa mujer no me agrada, parece haber cambiado, pero temo que intente haceros daño.

Roselyn secó sus lágrimas, no podía volver atrás.

—No temáis, Angélica, no se atrevería; además, adora a los niños y a su hijo, y yo… soy necesaria aquí.

Angélica frunció el ceño

—Pues manteneos atenta, temo que esa bruja… No os fieis de ella, es malvada, no olvidéis que quiso matarnos una vez. Guillaume os salvó, pero si algo le pasa a vuestro marido, Dios no lo permita, venid a buscarme, yo os ayudaré, hermana.

—Así lo haré, Angélica, pero no temáis, nada malo le pasará a mi esposo.

Cuando Angélica partió días después, se sintió algo consternada, triste. No podía explicarlo, pero el castillo de Montnoire parecía la morada del diablo y no se sentía tranquila por su hermana.

Su cuñado había hecho algunas bromas, pero ella no se fiaba ni de él ni de su siniestra madre.

«Tranquila, hermosa, mi primo cuida bien de los suyos», le dijo su esposo al oído. Ella lo miró ceñuda.

—Habláis como si se tratara del demonio. El demonio cuida de los suyos, y Hainaut hace lo propio.

Armand sonrió tentado.

—A veces creo que mi primo realmente es hijo del demonio. Sin embargo, siempre he creído que su madre, la bruja Catherine, es mucho más perversa. Ha cambiado, los niños la han vuelto una mujer distinta, casi dulce.

—¿Dulce, la bruja Catherine? ¡Sois un loco, esposo! Esa mujer es una harpía.

Tiempo después de haber regresado, cuando llegó Navidad, tuvo la certeza de que estaba encinta. Era feliz, había recibido carta de su madre y de su hermana rogándole que fuera a verla.

Al enterarse su esposo la abrazó y besó emocionado, estrechándola con fuerza contra su pecho. Había temido que estuviera enferma, y pensar que algo podía ocurrirle a su doncella cautiva lo aterró, pero al comprender que las noches de pasión habían dado su fruto se sintió inmensamente feliz. Una nueva vida comenzaba, la suya y la de ese pequeñín en el vientre de la única mujer que amaría en su vida.