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EL BOSQUE PROHIBIDO
PROVENZA, AÑO DE NUESTRO SEÑOR DE 1446
En el corazón de un bosque de la región de Langedoc se erguía con orgullo el castillo blanco de Tourenne, hogar del conde y su familia, un edificio de piedra gris que debía su nombre a los solares blanqueados con cal y a cierta cualidad casi mística, pues a pesar de haber soportado un asedio en el pasado, la construcción había resistido estoicamente para defender a sus habitantes. El sentir místico se debía a una especie de amuleto mágico dejado allí por un monje benedictino en gratitud por haber sido hospedado durante más de un mes durante su peregrinación a París. Este amuleto no era más que un montón de huesos envueltos cuidadosamente en un sayal y de los cuales se decía que habían pertenecido a la mano de santa Úrsula, una santa muy venerada.
Pero esa mañana, en el castillo de Tourenne se preparaban para agasajar a parientes y amigos con motivo de la celebración del Día de Todos los Santos. Los sirvientes y cocineras estaban muy atareados, yendo de un sitio a otro: cocinando pollos y faisanes supervisados por el maître de cuisine, mientras escuderos y mozos preparaban los establos para recibir más caballos. La guerra había terminado, pero el conflicto entre los nobles de las casas de Armañac y los borgoñeses continuaba, una pugna por el poder que no parecía tener fin mientras un rey indolente o mal aconsejado, Charles VII, disfrutaba plácidamente de la victoria contra los ingleses, luego de haber recuperado casi todas las tierras confiscadas en el conflicto.
A Provenza llegaban noticias de la corte con algún atraso, pero el fin de la guerra sí había sido celebrado por todo lo alto en todo el reino y ahora, en el Día de Todos los Santos, habían decidido festejarlo. La ansiada paz, el final de esa guerra intestina parecía un milagro…
Si bien el conflicto había terminado y vivía en un lugar inexpugnable, el conde de Tourenne tenía enemigos y jamás dejaba de vigilar los alrededores. Antiguas querellas del pasado, viejas rencillas propias de las familias nobles. Era mejor tener todo vigilado, pues, además, nunca faltaban pícaros, ladrones o bribones merodeando esas tierras.
El conde Philippe de Tourenne se encontraba inquieto mirando desde la torre del homenaje hacia el bosque, como si temiera que alguno de sus viejos enemigos tuviera la feliz ocurrencia de aparecer ese día. Pensaba en la paz, tras la lucha ganada por la doncella de Orleans, que acabó vendida a los ingleses por los malvados de Armagnac y en un rey que debía el trono a Juana de Arco y que, sin embargo, la entregó, dejó que la ejecutaran… Nunca lo entendería, decían que había sido mal aconsejado por el camarero real La Trémoille. Afortunadamente, ese bastardo intrigante había sido condenado al destierro y ahora había regresado el viejo consejero del rey, Arturo de Montfort.
Muchas cosas habían pasado en Francia esos últimos años, y ahora al fin llegaba la paz. Esos malnacidos ingleses estaban sumidos en una cruenta guerra civil entre las casas de Láncaster y York, y ellos también habían tenido esa absurda contienda entre los armagñacs y los borgoñeses. Pero en su tierra estaban lejos de esas intrigas. No tenía ningún interés en inmiscuirse y mucho menos en tomar partido.
El conde suspiró mirando el horizonte. Su porte viril y distinguido de guerrero había permanecido inalterado a través del tiempo y también seguía intacto el amor que profesaba a Elina Golfieri, su esposa, a quien seguía llamado cariñosamente «pequeñita», por su baja estatura. Ella había sido su gran amor de juventud y aun ahora, a pesar del tiempo transcurrido, la amaba con la misma intensidad. Más de veinte años de casados y aún compartían esa pasión. Su amor, su familia, lo habían apartado de los conflictos del país, pero muchos amigos y parientes habían perecido en la guerra contra los ingleses.
Apartó a un lado los tristes recuerdos y abandonó la torre para ir en busca de su amada, pues no podía vivir mucho tiempo sin saber de ella, sin su compañía, sin esas noches de ardiente pasión que compartían en la intimidad, a pesar de la dura prueba que sufrió hace más de veinte años cuando su pobre esposa fue raptada por su hermano Enrico, que nunca había aceptado su boda.
Al recordar ese triste episodio su rostro hizo una mueca de disgusto. ¡Diablos! ¡Cuánto había sufrido su pobre esposa! Y también él, que estuvo al borde de la muerte cuando aquel infeliz invadió su castillo para llevársela, para raptar a su propia hermana como si… Pues no había raptado a Elina por oponerse a su boda con un francés, la había raptado porque el malnacido la quería para él, como se quiere a una mujer. ¡A su propia hermana! Esos italianos del norte tenían costumbres realmente abominables.
Pero ese triste episodio había quedado atrás, y su otro cuñado, Antonino, había muerto el año anterior, el de la peste, y con esa pérdida su esposa había perdido todo contacto con la familia Golfieri, que llegó a ser una de las más importantes del ducado de Milán.
Su expresión se suavizó tras descender de la torre, entrar en el salón principal y ver a Elina, la hermosa doncella del jardín encantado, como la llamaban antaño. Se sintió temblar ante su sonrisa, su presencia angelical y adorable. Muchos de sus amigos se quejaban de tener esposas gruñonas y mandonas, pero él seguía teniendo a la esposa que lo había enamorado veinte años atrás, una joven dulce y compañera que en un principio se resistió a sus brazos hasta que sucumbió a ellos con verdadera pasión.
—Philippe… —susurró Elina para llamar su atención porque comprendió que los pensamientos de él estaban en otra parte, como solía pasar a veces.
Él miró sus ojos tan bellos y cristalinos y sonrió mientras le tomaba las manos y la besaba.
—¿Qué ocurre, cielo? —quiso saber.
—Es que las niñas están tristes —dijo ella, sin dejar de mirarle—, no dejan de protestar por no poder asistir al banquete ni participar en el baile.
El conde sonrió.
—Imagino que habláis de Angélica, Roselyn jamás protesta por nada. Angélica se os parece, sí, pero Roselyn tiene vuestra esencia.
Las dos jóvenes rivalizaban por el afecto de sus padres, y Roselyn, al ser mayor y también más seria, tenía ventaja en esto sobre su hermana menor, que en ocasiones era una verdadera latosa. Solo tenían catorce y doce años, pero hacían sentir su presencia en todas partes.
—Bueno, podrán participar en los juegos, pero solo Roselyn se quedará al baile. Angélica no tiene edad, lo sabe y, aun así, intentará molestar a su hermana.
—Oh, Philippe, pobrecilla, realmente sufre porque su hermana está prometida y pronto se casará y se irá y ella ni siquiera puede ir a una fiesta —insistió Elina.
Su esposo sonrió. Amaba a sus hijas, pero de las dos, su preferida era Angélica por ser la más parecida a su esposa, y tal vez por ello la mimaba demasiado, sin embargo, en esa ocasión fue firme.
—Lo lamento, hermosa, pero creo que no sería apropiado dado su carácter, y es necesario que aprenda a que no siempre podrá hacer lo que desee, se ha vuelto muy rebelde últimamente. Está celosa de su hermana y debe aceptar y comprender que ella también se casará cuando llegue el momento. En realidad no me atrevería a casarla hasta que por lo menos cumpla los diecisiete, está muy verde y sería un verdadero engorro para su marido.
Elina sonrió, sabía que su marido tenía razón y, sin embargo, sintió pena por su hija, que había heredado de ella la belleza y la baja estatura, aunque no el temperamento, pues el genio era de los Tourenne.
—Está bien, hablaré con ella.
Una criada irrumpió entonces para avisar que acababan de llegar los parientes de su marido. La pobre señora Ruffin estaba roja y se refrotaba las manos, nerviosa por la intensa actividad que había tenido ese día y los anteriores supervisando el banquete.
—Gracias, Maroi, iremos a recibir a los invitados —le respondió la condesa.
La mujer sonrió y la miró con toda la adoración de la que fue capaz, reflejada en su rostro marchito y redondo. La condesa Elina tenía tan buen corazón y el señor conde también, como su padre, pero mucho más bueno que este, pensó la mujer mientras se santiguaba al pensar en el difunto conde de Tourenne. Pobre, qué muerte prematura y triste había tenido. Pero su hijo era un buen hombre y nadie podía cuestionar los designios del Altísimo, cuando este te llama no puedes negarte a ir.
Maroi Ruffin se alejó con sus pensamientos rumbo a las cocinas, donde se preparaba desde hacía días el banquete que se serviría en la fiesta. Sí, había mucho pollo y paloma que desplumar y además preparar cerdos y otros animales que debían ser sacrificados, de modo que realmente fuera un festín para guardar en el recuerdo. Otra labor de ella era supervisar y controlar a las holgazanas que recientemente habían llegado al castillo. No se fiaba de ese par, y sus ojos redondos y color almendra buscaron con mirada de águila a las sirvientas nuevas, ¿dónde rayos se habían metido?, se dijo al entrar en la cocina.
Oh, allí estaban, en un rincón.
Esas dos, en vez de cuidar los hornos reían y se decían tonterías en secreto.
—Ea, vosotras, par de tontas, id a cuidar los hornos o juro que os daré una buena zurra. ¡Holgazanas! —trinó.
Las chicas se miraron aterrorizadas y murmuraron:
—Sí, enseguida, madame, ya vamos.
Madame Ruffin se enjuagó el sudor de su cara regordeta una y otra vez pensando que el calor de ese lugar era como un inmerecido infierno, no lo soportaría más, llevaba ya muchos años trabajando sin parar, estaba cansada. De pronto le vino un mareo y para no caerse tuvo que agarrarse a la mesa y a un mozo encargado de traer la leña para los hornos.
—Madame, ¿se siente bien?
En un momento, un ejército de sirvientes con expresión consternada la rodearon y abanicaron, parecían polluelos revoloteando tras la gallina, porque para todos, madame Ruffin había sido mucho más que el ama de llaves del castillo, había sido como una madre para los más jóvenes. Nunca un sirviente había pasado hambre en sus cocinas, nunca una sobra faltó para llenar el estómago de algún menesteroso o pobrete del pueblo cercano. Y de repente, la pobre se veía mucho más vieja y cansada por una vida de trabajos, a pesar de tener solo cuarenta y cinco años.
Pero no estaba en su espíritu rendirse y cuanto más preguntaban y se preocupaban los criados más enojada se puso madame.
—Estoy bien, este calor es demasiado, moriremos todos fritos aquí. Ea, tú, deja de poner tanta leña en los hornos. ¿Quieres cocinarnos a todos? —protestó.
El nerviosismo general se esfumó, madame Ruffin parecía recuperada y lista para protestar y cerciorarse en persona de que todo marchara como era debido.
Desde la ventana de su estancia, las hijas del conde, Angélica y Roselyn, observaron con picardía y verdadero deleite la llegada de malabaristas, juglares y caballeros de elegantes casacas y calzas, con el cabello sobre los hombros, como era costumbre entonces.
—Nuestro padre es malvado, tengo doce años y no me permite ir al banquete —se quejó la chicuela de cabello rubio, ojos muy redondos, celestes, y de tan baja estatura que parecía una niñita de ocho o nueve años.
Su hermana mayor, Roselyn, la miró con pena. Era muy alta y se había convertido en una bella damisela, con su largo cabello castaño y unos inmensos ojos azules que siempre llamaban la atención.
—No os aflijáis, hermana, el año próximo papá os dejará —le respondió.
¡El año próximo! Siempre debía esperar por todo mientras que su hermana lo tenía con solo catorce años. Hasta marido para casarse cuando cumpliera los quince años y ella, con su baja estatura y carita infantil, no podía más que jugar con sus primas a las muñecas, al escondite o al acertijo. Pues ya estaba harta de ser una niña y jugar a cosas de niña, quería crecer y ser mejor considerada.
—¡Estoy harta de ser paciente, siempre debo esperar! —se quejó la niña.
—Pues deberéis hacerlo, pero no os preocupéis, os guardaré mazapán y dulces, lo prometo.
Mazapán y dulces. ¡Bah! Ella quería ver a los guapos caballeros, bailar con ellos y que uno la besara a escondidas. Ya tenía doce años y si algo le agradaba era soñar con fiestas y besos. Todos la creían una niñita y en verdad lo era, ya que cuando había tormenta corría a la habitación de sus padres y en ocasiones mojaba la cama. Pero, a pesar de ello, era muy «despierta para su edad» y espiaba a los mozos en el campo, los veía bañarse desnudos en el río y también hacer ciertas cosas con las campesinas que su hermana grandota y tonta ni siquiera imaginaba. La tímida y vergonzosa Roselyn jamás espiaba y, sin embargo, un día la había visto besándose a escondidas en los jardines con su prometido Louis de Tours, un joven rubio muy guapo y alto.
Los pensamientos de Angélica eran un torbellino y pensó que ni el mazapán ni los dulces podrían calmarla ese día, estuvo muy insoportable y hasta madame Ruffin tuvo que retarla para que dejara de merodear en la cocina.
Cansada y malhumorada, sus celos estallaron al ver aparecer a su hermana en la habitación luciendo un vestido de terciopelo azul oscuro, con escote cuadrado bordado con piedras y el cabello suelto llegándole casi a la cintura. Estaba tan hermosa con su cabello castaño largo y los ojos color cielo de espesas pestañas. Era como una de esas princesas de los cuentos que le leía su madre de niña, bella y estilizada, con pechos llenos y cintura estrecha, mientras que ella era una niñita a quien nadie miraba ni consideraba, de baja estatura, carita redonda y pechos completamente planos. Hizo una mueca mientras se miraba en un espejo. No era más que una niñita dejada de lado, que no gustaba a nadie…, pero su suerte cambiaría ese día, claro que sí. Nada podía salir mal, lo había estado planeando hacía días y sus primas la ayudarían, esperaba que Florie y Marie no se echaran atrás y se asustaran, dejándola sola en su travesura de esa noche.
Roselyn, ignorando por completo los planes de su hermana menor, le preguntó si le gustaba el vestido.
Angélica se acercó para tocarlo, qué tela tan preciosa, tan suave y le quedaba que ni pintado.
—Sí, es hermoso, Roselyn…, os veis tan hermosa.
Su hermana mayor sonrió.
—Gracias, vos también tendréis un vestido nuevo. Ahora debo irme —dijo—, pero vendré pronto, padre no me permitirá quedarme en el baile, lo sabéis.
—Nuestro padre os dejará, siempre os consiente, creo que sois su favorita —dijo Angélica furibunda.
Su hermana enrojeció.
—Pues vos sois la mimada de nuestro padre, la luz de sus ojos.
—Sí, claro, por eso me meterá en un convento, mientras que vos seréis la esposa del caballero de Tours —estalló la pequeña.
Pero Roselyn no estaba de humor para peleas, no quería reñir, tenía prisa por asistir al banquete.
Angélica, sin embargo, no iba a ser ignorada.
—Pues no os creáis tan importante, Roselyn, yo también tengo planes para esta noche.
—¿Planes? ¿Qué planes son esos? No podéis ir a la fiesta, Angélica, nuestro padre no os deja.
Su hermana menor la miró con astucia mientras se pavoneaba con su vestido escarlata. Roselyn la miró con fijeza, y de pronto advirtió que había una capa sobre la cama de su hermana.
—No iré a la fiesta, pero iré al bosque prohibido a ver espectros y brujas con nuestras primas, Marie y Florie —anunció Angélica.
Roselyn miró a su hermana furiosa y celosa de que esta participara de una aventura tan excitante y ella se quedara totalmente excluida.
—Estáis mintiendo, nunca os atreveríais a ir a ese lugar.
—No, no miento, ¿por qué habría de hacerlo? Sabéis que siempre he deseado ir a ese lugar. Quise que me acompañarais hace tiempo, pero vos, grandota miedosa, no quisisteis ir.
—¿Estáis loca? ¿Ir al Bosque Encantado esta noche? No, no os atreveríais. Estáis bromeando.
Iban a reñir de nuevo, pero una doncella fue a buscarla para escoltarla hasta el salón principal donde aguardaban los invitados.
No, no la creía, pensó que le decía eso solo para fastidiar, porque estaba celosa y disgustada, porque su padre no le permitía asistir al banquete. Roselyn siguió a la doncella hasta el solar principal olvidando por completo esa absurda conversación.
A media tarde el castillo se llenó de invitados, caballeros de distinguido porte militar irrumpieron en el salón brindándole homenaje al conde de Tourenne y a su esposa, vecinos y parientes lejanos que habían realizado una larga travesía para llegar a Provenza, pues nadie quería perderse una fiesta como esa.
Era la ocasión de brindar por la ansiada paz con los ingleses y no perdieron oportunidad de hablar de la guerra interminable y su triste desenlace. Fue inevitable que mencionaran a la doncella de Orleans y se hizo un respetuoso silencio cuando los comensales hablaron de su muerte.
—¿Habrá la doncella volado directo al cielo como un ángel? Dicen que la vieron desaparecer envuelta en un humo blanco —dijo un distinguido caballero.
—Tal vez… salvó al delfín. Que el señor la tenga en su gloria.
La llegada de la hija mayor del conde al salón principal, escoltada por sus criadas, hizo que muchas miradas se centraran en la bella damisela de vestido azul. Hermosa, pero modesta, avanzaba con la mirada baja sin mirar a nadie. Muchos ojos siguieron sus pasos y recorrieron el esbelto talle, su hermoso rostro redondo y los encantos de esa joven dama de Tourenne prometida al hijo del caballero de Tours. El afortunado Louis, su prometido, sonrió; era un joven alto y rubio, guapo y de mirada risueña. Se acercó a la joven para saludarla. Ella se sonrojó cuando besó su mano galante.
El conde de Tourenne, en cambio, miró a su hija mayor sorprendido. Había crecido deprisa y ya no era una niñita. Frunció el ceño disgustado. Su esposa Elina también notó el cambio en su hija y le incomodó notar ciertas miradas indiscretas entre sus invitados. La damisela había florecido en poco tiempo y pensó que debían casarla el año próximo y cuidarla de esos caballeros que seguían sus pasos con miradas de demonios lascivos.
La condesa de Tourenne no la perdió de vista y suspiró, ¡pobrecilla, tan joven! De pronto tuvo miedo de que Roselyn fuera raptada como ella y su madre al cumplir los quince años. Elina se estremeció, no quería que eso ocurriera, y de pronto recordó el vaticinio de la bruja del agua cuando un día se le acercó en el bosque del castillo blanco.
—¿Qué tenéis, pequeñita? —la voz de su esposo la despertó de sus recuerdos.
Allí estaba, tan guapo como siempre, llamándola «pequeñita» como antaño. Sonrió intentando espantar el frío que había sentido al recordar ese episodio de la bruja del bosque cuando Roselyn tenía cinco años. Nada malo le ocurriría: vivían en Tourenne, y su hija jamás salía del castillo sin escolta; sus niñas estaban bien custodiadas, pensó para alejar el temor invisible que en ocasiones la acosaba. Luego siguió a su esposo y se acercaron a la mesa donde aguardaban los comensales.
Roselyn se sentó sonrojada cerca de sus padres, a su lado estaba su prometido, pero frente a ella se encontraba ese joven alto y guapo llamado Lothaire de Orleans que no dejaba de mirarla fascinado; y además ella acababa de enterarse de que era primo de Louis, ¡qué vergüenza estaba pasando! Ese joven no paraba de observarla. Era tan distinto a Louis, tenía el cabello muy oscuro y sus ojos de un tono ambarino muy atractivo. Muy guapo, tan guapo que a su lado su prometido parecía un chiquillo. Tal vez fuera eso, debía de tener más edad. Y no perdía ocasión de mirarla embobado y esas miradas la ponían muy nerviosa, cuando sus ojos se unían a los suyos un extraño temblor la sacudía por entero. No debía tener esos sentimientos, ni desear ser admirada como una niña presumida, no era correcto.
Roselyn sintió deseos de escapar. Iba a casarse con el joven Louis en dos años, tal vez antes, pues su nodriza no dejaba de decir que estaba algo crecida para su edad y que debían buscarle un marido pronto, antes de que fuera raptada como su madre y su abuela. Conocía la historia de memoria, su mamá se la había contado hacía tiempo: parecía un cuento de hadas, aunque le confesó que su pobre abuela había sufrido en manos de los temibles Golfieri, una casa noble italiana con la que estaban emparentados. Un hermano de su madre, el bravo Enrico, la había raptado antes de su nacimiento porque no aceptaba la boda de su madre con un francés. Ella, sin embargo, jamás hablaba de Enrico, y solo había dicho: «Ojalá que nunca os rapten, hija mía, que os caséis en la edad adecuada y viváis tranquila y segura con vuestro esposo», y luego la había mirado con tristeza. Temía que a ella le ocurriera lo mismo y por esa razón, rara vez abandonaban el castillo blanco, aunque Roselyn se burlaba de tanta vigilancia, pues ¿quién querría raptarla a ella o a la pequeña tonta de su hermanita? Quienes la veían por primera vez creían que la pequeña tenía ocho o nueve años en lugar de los doce que había cumplido ya.
El banquete duró una eternidad, y a Roselyn, después de todo, no se le permitió quedarse. Al parecer, su padre había cambiado de opinión al ver que sus invitados habían bebido demasiado y no le agradó que miraran a su hija de esa forma.
Roselyn sintió deseos de llorar cuando su madre le comunicó que debía regresar a sus aposentos, y lo hizo, escoltada por un sirviente, conteniendo las lágrimas. Habría deseado quedarse, vaya, y pensar que su hermana había estado insoportable porque no podría ir a la fiesta…
Cuando regresaba a sus aposentos de repente recordó la historia del Bosque Encantado. Era una tontería, por supuesto, su hermana debía de estar en la habitación durmiendo.
Tras deshacerse del criado que la escoltaba, entró con prisa en su habitación guiada por un raro presentimiento y entonces, a la luz de un cirio encendido que iluminó su propia y larga silueta, la vio en el lecho envuelta en una gruesa manta.
—Angélica, despertad, os he traído dulces —dijo.
La figura tendida en la cama permaneció inmóvil, sin emitir sonido alguno.
—Vaya, debéis de estar muy dormida para no oír que os he traído mazapán —insistió Roselyn mientras se acercaba al camastro con sigilo, pues no estaba muy segura de querer despertar a su hermana y tener que soportar su malhumor.
Vaciló parada frente a la cama mientras pensaba que era imposible llegar a ese bosque prohibido, nunca podría escapar del castillo blanco e internarse en ese lugar sombrío sin ayuda alguna, a menos que…
De pronto quitó la manta guiada por un presagio, su hermana habría despertado al instante al escuchar la palabra «dulces» aunque estuviera profundamente dormida, la conocía bien. Y entonces vio con horror que Angélica no estaba y que en su lugar se encontraba un saco lleno de heno, que simulaba el cuerpo de una persona por si alguien iba a investigar. Vaya ocurrencia que había tenido.
¡Rayos! No podía ser, no podía haber sido tan insensata, a menos que estuviera escondida en la fiesta para ver a ese joven doncel que le gustaba tanto. ¿Habría ido a la fiesta como tanto anhelaba y estaría escondida observando todo con algún disfraz?
La joven dama desechó esa posibilidad, pues con su baja estatura y sus mejillas redondas de pequeñaja la habrían descubierto en el acto. No, ese truco del saco lleno de heno debió de ponerse allí para un propósito más elevado: ir al Bosque Encantado. Debía buscarla, avisar a sus padres. ¿Dónde diablos se había metido la niñita?
La mente de Roselyn era un torbellino y se sintió culpable, ya que siempre había cuidado de su hermana menor y jamás había creído que fuera capaz. Ahora debía hacer algo, ir a buscarla antes de que fuera demasiado tarde. Pequeña loca insensata, ¿por qué había tenido que hacer eso?
De pronto recordó el atajo para abandonar el castillo, un túnel subterráneo de más de un cuarto de legua, que en el pasado lo habían utilizado como escape seguro hacia el bosque cuando fueron sitiados por los Golfieri, parientes de su madre. Nunca supo por qué uno de los hermanos de su madre la había raptado, supuso que se oponía a su boda con el francés, su padre, pero notó que ella se mostró muy tensa el día que le había preguntado.
Roselyn suspiró mientras tomaba su capa de armiño y un cirio, y emprendía la búsqueda. Traería a esa tonta de capirote de los pelos si era necesario. Sabía cómo llegar al túnel y nadie la vio entrar en él, ya que los escuderos y guardias bebían y cantaban en la distancia, demasiado contentos y mareados para prestarle atención.
Caminó y casi corrió para alcanzarlas y de pronto pensó: «No pueden haber ido andando, debieron de llevar caballos y también alguna escolta, esos caminos no son seguros».
Tras un largo tiempo caminando y corriendo por el túnel, Roselyn llegó al campo y entonces las vio a lo lejos como una figura oscura y uniforme. Debían de ir a caballo porque se movían muy deprisa. Decidió ir por su caballo, pues a esa distancia no podría alcanzarlas. Pero debía ser cuidadosa, nadie podía verla…
Observó el castillo en la distancia y pensó que la fiesta distraía por igual a todos los habitantes de la fortaleza ya que no encontró ningún guardia ni centinela en los alrededores, sin embargo, se detuvo al llegar a los establos porque los caballos comenzaron a relinchar. ¡Diablos! ¡Esa noche, todo estaba de cabeza! No, no podría ir en busca de su yegua sin ser descubierta, sino que tendría que correr tras su hermana con todas sus fuerzas y persuadirla de que regresara. No podía perder más tiempo.
Las sombras de la noche la envolvieron y pudo retomar el camino. Cubierta con su capa de armiño tiritó, tenía miedo, nunca antes había salido sola a ningún lado y mucho menos al caer la noche, pero no tenía otra opción. Correr, correr sin detenerse, sin mirar hacia atrás.
Pensó que iba a desmayarse, le faltaba el aire, pero al menos se había acercado a ese grupo de aventureras. Exhaló hondo y luego gritó con todas sus fuerzas:
—¡Angélica! Venid aquí, por favor. ¡Angélica!
El silencio de la noche la envolvió y una luna inmensa salió de las nubes oscuras para iluminar a las chiquillas, metidas en una peligrosa travesura. Estaban lejos, maldita sea, aún lo estaban. Y no se equivocó, la masa uniforme y oscura de caballos y capas al viento se detuvo y vaciló un momento. Debieron oír su voz y ahora tuvieron un instante de vacilación.
Envalentonada, siguió corriendo mientras gritaba:
—¡Venid aquí, grandísima tonta del demonio, nuestro padre os dará una zurra si os tiene que buscar! —insistió, acercándose un poco más.
Pero entonces, el grupo pareció dividirse y una de ellas espoleó su caballo con rabia; tonta e impulsiva, solo podía ser su hermana menor.
—¡Angélica, venid aquí!
Su hermana se lanzó aún más a correr con su caballo petiso, rumbo al bosque, sin importarle nada.
¡Loca insensata!, pensó Roselyn, viendo que las primas, que iban en caballos más grandes, la seguían a cierta distancia. ¡No podían ser tan tontas!
Sabía que sus padres jamás las habrían dejado ir al Bosque Encantado, distante unas leguas, del que se conocían historias siniestras y, sin embargo, ella había desoído los consejos. ¿Pero sería tan valiente cuando se enfrentara a ese lugar tan maligno? Ella lo dudaba, y furiosa apuró el paso y se cubrió con la capa rezando para que nadie la viera, debía alcanzar a las muy tontas y convencerlas de que regresaran al castillo antes de que notaran su ausencia. No le gustaba alejarse, pero debía hacerlo, siempre había cuidado de su hermana menor.
Le llevó algún tiempo alcanzarlas y cuando lo hizo estaba realmente fuera de sí, y le habría dado una buena zurra a su hermana si no hubiese estado tan exhausta.
Angélica la miró con un mohín impertinente como si la locura de fugarse hubiera sido lo más normal del mundo.
—¿Qué habéis hecho, grandísima tonta?, venid aquí. ¿A dónde rayos creéis que vais? No estaréis pensando ir al Bosque Encantado, ¿verdad?
—Por supuesto que iré, mis primas me acompañan, son mucho más valientes que vos, hermana.
— ¿Valientes? Están más locas que vos —Roselyn miró inquieta a su alrededor, debía ser más lista y convencerlas de que regresaran, de que era una locura, y su hermana menor no estaba dispuesta a escucharla, la muy estúpida había planeado esa travesura y estaba muy decidida a llevarla a cabo sin medir las consecuencias.
—¿Y vos os habéis atrevido a seguirnos? Venga, deberéis venir con nosotras, yo no pienso regresar al castillo. No me creísteis, ¿verdad? Pensabais que bromeaba seguramente, pues aquí estamos.
Roselyn miró a sus primas, Marie y Florie, con la esperanza de que pudieran ayudarla a convencer a su loca hermana.
—No hagáis esto, es una locura, ese bosque está maldito, y si llegáis allí y veis a la bruja os aseguro que os matará, es muy mala y…
—Oh, callad, eso no es verdad. Estáis asustándonos. Nadie sabe si realmente existe esa bruja —intervino Angélica, inquieta ante la posibilidad de que sus primas le fueran a hacer caso a Roselyn arruinando esa pequeña aventura nocturna.
Pero Roselyn no estaba dispuesta a rendirse y se interpuso en su camino.
—Escuchadme, grandísima tonta del demonio, os he seguido para llevaros a casa enseguida, nuestro padre se preocupará y os dará una buena paliza cuando se entere de esto, y no es que no os la merezcáis, por supuesto, pero… Y vosotras venid, seguidme, no hagáis caso a esa chiflada, esto no es una travesura como robar dulces de la alacena —dijo dirigiendo sus palabras a las primas.
Confiaba en que estas al menos se mostraran sensatas, pero las jovencitas parecían dudar, y al mirar a Angélica, la líder de la pandilla, no supieron qué hacer. La pequeña no hacía más que gritar y bufar diciendo que no regresaría a Tourenne, no hasta haber visto a la bruja Catherine.
—¿Estáis loca, hermana? Os convertirá en sapo si os descubre. Es muy mala, y sus ojos… No puedo creer que hayáis sido tan insensata y que arrastrarais a nuestras primas, y encima ni siquiera tuvisteis la sensatez de traer a un mozo, una criada, alguien que os acompañara.
—Exageráis, Roselyn, siempre lo hacéis. Todo os da miedo, sois una melindrosa, una grandota boba, hasta un sapo os causa espanto, pero yo no soy como vos, y bien lo sabéis. Es nuestra oportunidad, es la noche de Todos los Santos y sé que esta noche se reúnen para celebrar aquelarres y misas sacrílegas en ese bosque. Solo iremos a espiar y luego regresaremos. Podéis acompañarnos si lo deseáis… Además, bien sabéis que estoy harta de ser la pequeñita, de que me traten como una niñita y que ningún escudero me preste atención. Todos os miran a vos siempre… Yo no existo y nuestros padres…
La pequeña damisela estaba a punto de llorar de rabia, y sin oír a su hermana espoleó su caballo y siguió adelante tras gritarle a sus primas que la siguieran.
Florie, la pecosa, no se movió, vacilaba, eso le dio esperanzas a Roselyn.
—¿Qué debemos hacer, Marie? —le preguntó a su hermana—. No podemos dejar a nuestra prima sola.
Al parecer ninguna había querido participar de esa aventura, Angélica debió de convencerlas, no entendía cómo lo había hecho, por supuesto.
—No podemos —le respondió su hermana, y miró a Roselyn angustiada—. Siempre he pensado que todo esto era una locura, pero vuestra hermana ha insistido tanto…
—Sí, lo imagino, conozco bien a mi hermanita, cuando se le mete algo en la cabeza es insoportable. Pero por favor, Marie, Florie, seguidme, regresad conmigo. No vayáis a ese bosque, por favor, mi hermana está loca, de veras, no sabe lo que hace y no entiendo cómo…
Sus primas vacilaron, querían obedecerla pero ¿qué pasaría con Angélica, que se había adelantado al grupo y se iba sola rumbo al bosque? Roselyn se encontró en una encrucijada, no podía regresar con sus primas al castillo blanco de Tourenne y dejar a su hermana sola en un bosque encantado. Y aunque la aterraba, finalmente aceptó acompañarlas, montada a la grupa del caballo de Marie, pero siempre pensando que lograría convencer a Angélica de que había cometido una locura esa noche y debían regresar cuanto antes. Estaba tan furiosa con ella como asustada, a decir verdad. Tuvo un mal presentimiento, una rara corazonada, algo le decía. «Regresad a Tourenne, no sigáis a Angélica». Pero ¿cómo hacer caso a su intuición? No podía dejar a su hermana perdida en ese horrible lugar.
Una luna inmensa salió de entre las nubes para iluminar el siniestro paraje llamado el Bosque Encantado. Nadie se atrevía a ir allí y las damas de Tourenne habían escuchado historias terribles del conde de Hainaut y de su maligna madre, la bruja Catherine. Historias de hechizos, encantamientos, demonios encarnados visitando a la bruja para engendrarle un niño de cabello negro y un horrible rabo entre sus piernas. El niño era ya un hombre y se decía que era capaz de matar a sus enemigos de una estocada y sin parpadear y que era cruel, invencible y…
Roselyn apartó esos pensamientos, estaba asustada y temblaba, comenzó a llamar a su hermana con voz queda, y luego, desesperada, comprendió que la muy tonta se había perdido en el bosque.
—Tranquila, Rosie, la encontraremos —dijo Marie, y azuzó a su caballo para que fuera más rápido.
La llamaron a gritos y de pronto la vieron, escondida tras un enorme árbol.
—¡Callad, grandísimas tontas! Me descubriréis con ese griterío. Mirad, allí están las brujas.
Las jovencitas abandonaron sus caballos, se acercaron a Angélica y siguieron la dirección de su mirada.
Era el corazón del Bosque Encantado, lugar mítico donde se reunían brujas y espectros para celebrar conjuros y maleficios. Era un sitio sombrío donde ninguna luz podía penetrar sus árboles inmensos y antiguos, que tejían una red densa de follaje, un páramo ideal para los aquelarres, las reuniones clandestinas. Un extraño cántico llegaba desde lejos. Angélica rio triunfal, lo había conseguido, allí debían de estar las malvadas brujas del bosque.
Roselyn fue la primera de las tres en ver el aquelarre en la orilla de un lago. «Mirad, es la bruja de Hainaut», murmuró con un hilo de voz, tras un gran roble. Se acercó a su hermana, curiosa y encantada con la imagen de esas damas cantando, llamando a los demonios y espectros del bosque sombrío. Pero allí mismo solo se veían mujeres, o brujas, realizando un ritual muy raro, y la pequeña Angélica avanzó hasta unos arbustos para ver más, con mucho cuidado para no ser descubierta. Las otras la siguieron, algo asustadas, sigilosas, sin hacer ruido, atraídas por los cantos y ansiando ver a los espectros.
No parecían brujas, al menos no eran tan horrendas como las brujas de los cuentos, eran damas jóvenes que danzaban un ritual invocando al demonio o algún otro espíritu maligno. Una de ellas tenía un traje escarlata y el cabello largo y negro brillante le llegaba casi a la cintura. Sus ojos, bajo espesas pestañas, eran dos cuentas negras, y era hermosa y maligna, eso pensó Roselyn mientras se preguntaba si sería la bruja Catherine de Hainaut. Era demasiado joven, debía de tener la edad de su madre o un poco más y era demasiado bella para ser una bruja. Pero había algo más, en el centro del aquelarre se hallaba una joven pálida y moribunda envuelta en un sudario, completamente inmóvil.
—Está muerta —dijo Angélica con un hilo de voz.
Las otras asintieron. Pero debía de ser una muerta fresca, pensó Roselyn, y las brujas debían de tramar algo con el alma de esa joven. ¿Acaso la entregarían al diablo como un tributo? Sintió náuseas al observar a la doncella lívida tendida en el suelo, en una especie de féretro rodeado de flores. Sus ojos estaban cerrados y, sin embargo, al observarla con detenimiento, tal vez por las luces de las antorchas, notó su extrema palidez y también una expresión de dolor como si aún sintiera el tormento de su muerte.
—No me agrada esto, tal vez ellas la hayan matado —dijo Roselyn—. Escuchad, por favor, debemos irnos, no pueden vernos aquí, corremos el riesgo de que el conde de Hainaut nos descubra, nos atrape y nos mate, por favor.
Angélica la miró furiosa.
—Ah, solo es una chica muerta, ¿qué mal puede haceros? No pasará nada, y si pasa, quiero verlo. No he recorrido todo ese tramo para irme ahora. Sois una miedosa, Rosie, tan grandota y miedosa, yo no tengo ningún miedo. Además, el castillo negro de Hainaut está silencioso; mirad.
La visión de ese castillo siniestro, de alta muralla y fuertes torres, en la distancia, resultaba tan atemorizante como las brujas cantando alrededor de la doncella muerta. Había algo tétrico en el lugar, Roselyn podía sentirlo y estaba muy asustada, temía que el demonio apareciera de un momento a otro y las matara a las cuatro. Sus primas estaban algo indecisas y asustadas, pero Angélica era la más atrevida, no hacía más que acercarse despacio al lago, ¡pequeña necia imprudente!
Entonces una de sus primas dejó escapar un gemido y señaló hacia un lugar donde aparecieron espectros, luces grises con forma humana acudían al llamado de la bruja: eran los emisarios de Satán, los espectros del bosque, estaban allí y rodearon el aquelarre y se acercaron a la joven muerta. La bruja Catherine elevó sus brazos al cielo y entonces las otras brujas se apartaron asustadas del círculo mientras uno a uno los espectros parecían poseer a la joven tendida en el féretro.
Un ritual de magia negra. Nigromancia. Solo los nigromantes eran capaces de resucitar a los muertos.
El extraño cántico cesó, y entonces las cuatro jóvenes vieron con horror cómo la doncella envuelta en su vestido de sudario se levantaba y comenzaba a llorar y a gritar dando horribles alaridos mientras las brujas la rodeaban y la gran Catherine miraba todo imperturbable, como si aquello fuera lo más natural del mundo. Las otras, sin embargo, sí parecían más nerviosas, y fueron más de tres las que lograron tranquilizar a la doncella envolviéndola en una manta y llevándola de regreso al castillo.
—La han revivido —murmuró Angélica, fascinada sin poder apartar sus ojos del extraño grupo.
Roselyn asintió, demasiado asustada para hablar, y entonces su prima Marie dijo con voz entrecortada que debían irse.
Era el momento ideal para marcharse, habían visto más que suficiente, lo más sensato era alejarse despacio sin ser vistas, antes de que una de las brujas descubriera que tenían espectadores.
Entonces ocurrió lo peor: mientras emprendían la huida de forma sigilosa, una de las primas tropezó con una raíz y ahogó un gemido, haciendo que su presencia fuera notada de inmediato.
—¡Corred ahora! ¡Corred, que nos han visto! —exclamó Roselyn, y corrió.
Pero ya era tarde, una de las brujas chilló dando la voz de alarma.
Las primas corrieron asustadas, pero Angélica no pudo llegar muy lejos, enseguida la atraparon y gritó tanto que llamó la atención de los centinelas del castillo. Roselyn se detuvo, no podía dejar a su hermana prisionera de las brujas, y tampoco a sus primas, que también habían caído en manos de las brujas.
Angélica lloraba llamándola desesperada y Roselyn corrió a ayudarla a pesar del terror que sentía al estar frente a brujas de mirada maligna. Palideció ante la bruja de cabello negro que tenía agarrada a su aterrorizada hermana.
La bruja de Hainaut miró con fijeza a Roselyn, sus ojos oscuros la estudiaron con curiosidad y maldad, y luego miró de soslayo a las primas y a Angélica.
—¿Quiénes sois, niñitas, y qué hacéis en este bosque? ¿No sabéis que estáis en tierras de Hainaut y está prohibido estar aquí? —les gritó, y volvió a mirar a Roselyn, pues algo en ella parecía llamar su atención. —Acabo de hacer una pregunta, niñas, ¿cómo habéis llegado hasta aquí?
Angélica lloraba a mares y Roselyn quiso abrazarla, liberarla de esa bruja, pero esta avanzó hacia ella con gesto amenazante, frenándole el paso.
—No me habéis respondido, muchacha. Os daré azotes si no habláis ahora, o tal vez os entregue a mi hijo para que seáis su diversión —le advirtió.
Roselyn sostuvo su mirada con cierta altanería. Maldita bruja, su padre la mataría si se atrevía a hacerles algún daño.
—Soy Roselyn de Tourenne, y ellas son mi hermana Angélica y mis primas, Florie y Marie y solo dábamos un paseo y nos hemos perdido —le respondió sin pestañear.
La bruja del vestido escarlata se acercó con una sonrisa perversa.
—¿Un paseo a estas horas? ¿Y sois hijas del conde de Tourenne? ¡Vaya, qué sorpresa tan grata! —dijo con ironía la bruja—. Yo soy la dama Catherine de Hainaut. ¡Vaya! ¡Qué niñas traviesas! Os habéis escapado del castillo de Tourenne para ver el Bosque Encantado. —Sonreía de forma extraña, no era una sonrisa amigable sino perversa que no presagiaba nada bueno.
Florie comenzó a llorar al ver que se acercaba un grupo de hombres rudos y que las miraban sin ocultar su lujuria, y su hermana se desmayó, aterrada al sentir la mirada de la bruja Catherine. No, no debieron hacerle caso a su prima Angélica, jamás debieron hacerlo, ahora lo comprendía.
—Por favor, señora de Hainaut, permitid que regresemos al castillo blanco, nuestro padre, el conde, se preocupará y no deseamos causaros molestias —insistió Roselyn.
Pero no, no serían huéspedes sino prisioneras, pensó Roselyn, y esa posibilidad la aterró, ya que había esperado que la bruja se asustara al saber que eran las hijas del caballero de Tourenne, pero eso no pasó. Al contrario, la bruja se mostró malvada y desafiante.
—¿Y qué hacéis en el bosque? ¿Sois realmente hijas del caballero de Tourenne?, porque yo tengo mis dudas.
Su voz y sus ojos desprendían una maldad tan visible que las jovencitas comenzaron a temblar y a rezar en silencio. Roselyn sintió que se le helaba la sangre ante la temible bruja Catherine, y ahora, ¿qué haría con ellas?
—¿Y qué camino habéis tomado? —insistió—. Habéis tenido mucha suerte, niñas, en el bosque hay lobos y perros que os podrían haber devorado y a la vista solo habrían quedado vuestras capas.
Roselyn dijo que había sido una travesura de su hermana, que quería ver el Bosque Encantado, y ella tuvo que seguirla para convencerla de que regresara.
Saber eso no dejó muy contenta a la bruja que, pálida y maligna, con cabello negro y ojos negros brillantes que parecían traspasar con la mirada, no hacía más que observarlas, en especial a Roselyn, mientras sus amigas brujas reían y las rodeaban formando un círculo. Estas murmuraron algo al oído de la bruja Catherine y ella asintió en silencio. ¿En qué idioma hablaban? Parecía latín, pero Roselyn no estaba segura.
—Así que todo esto ha sido una travesura. Vaya…, habéis interrumpido mi ritual y además habéis visto demasiado, y eso no es bueno para vosotras, niñas. Escuderos —se dirigió a los hombres que miraban lascivamente a las doncellas—, llevaos a esas dos y encerradlas.
Llevaron a Florie y Marie al castillo negro mientras las hijas de Tourenne se miraban temblando. ¿Qué harían con ellas ahora?
—Señora de Hainaut, no puede hacer eso, mi padre se enfurecerá. No es conveniente para vos enemistaros con vuestro vecino —dijo Roselyn, y Angélica lloraba susurrándole que a esa bruja no le importaba nada ni nadie porque era muy mala.
Esta se acercó y se burló por completo de las niñas, riéndose a carcajadas.
—Ya os lo he dicho, habéis visto demasiado y no puedo confiar en que no se lo digáis a vuestro padre. Estoy segura de que esa pequeña llorona soltaría todo.
—Por favor, señora de Hainaut, déjenos ir, no diremos una palabra de esto —insistió Roselyn.
La bruja la miró con astucia. No, no las dejaría ir tan pronto, podrían pedir un rescate por ambas y fastidiar a su enemigo un poquitín, poque ambas cosas la tentaban.
La llegada repentina a la orilla del lago de su hijo, y de varios escuderos, hizo que la expresión de su rostro se suavizara, era su primogénito, Guillaume de Hainaut. Era alto, fuerte, y con la misma mirada oscura y malvada de su madre, aunque distinto.
«¡Roselyn, es el conde de Hainaut, nos comerá!», susurró Angélica, y su hermana vio con terror al apuesto joven de cabello oscuro, parecido a su madre, pero con rasgos viriles muy marcados. El conde de Hainaut, hijo del diablo, decían las gentes. Entonces existía, no era una simple leyenda.
—¿Qué ocurre, madre, qué es este griterío? ¿Quiénes son estas niñitas? Van a enloquecerme con los gritos, y dejad de llorar ahora —dijo furioso mirando a Angélica, y esta gimió y se calló en el acto, temiendo que el hijo de la bruja le diera una paliza si no obedecía.
—Así está mejor… —murmuró el caballero, y entonces vio a la otra joven, con su larga cabellera castaña y una mirada cristalina tan bella y transparente.
Vaya, esa no era una chicuela, era alta y orgullosa como una princesa, una hermosa damisela. Sus ojos no se apartaron de los suyos ni un instante.
—¿Y vos, quién sois, muchacha? —dijo acercándose a Roselyn.
La joven sostuvo su mirada, temblando.
—Me llamo Roselyn y mi padre es el conde Philippe de Tourenne —respondió.
Él se detuvo a milímetros de ella y contempló su rostro redondo, los labios llenos y rojos, y la deseó para él. Roselyn de Tourenne, ¡qué hermoso nombre, qué hermosa era la joven dama! De haber sido una campesina o la hija de algún labriego la habría llevado a sus aposentos para tomarla en esos momentos, pero caramba, era la hija de su vecino del castillo blanco.
—Qué bello nombre tenéis. Y vos al menos no lloráis como una niñita mimada. ¿Qué edad tenéis, preciosa? —le preguntó.
Roselyn estaba aterrada por la intensidad de esa mirada viril, recorriéndola con deseo. Esa mirada fuerte, oscura, parecía embrujarla, y al clavarla en ella sintió un temblor recorriéndola por entero, sin poder moverse ni apartar sus ojos. Quiso correr, gritar, pero no se atrevió. Era como si la mantuviera prisionera, inmovilizada por una fuerza invisible muy poderosa.
—Catorce, señor —respondió al fin.
—¿Catorce, nada más? —dijo, y observó con verdadero deleite sus curvas llenas y suaves—. ¿Y cuándo cumpliréis los quince? —quiso saber.
—En primavera.
—¿De veras? Vaya, no falta tanto en realidad. ¿Y cómo habéis llegado hasta aquí?
Roselyn le dijo la verdad y él sonrió divertido.
—Así que habéis venido a ver a la bruja Catherine y al conde de Hainaut —dijo risueño mientras acariciaba su cabello.
Su madre intervino.
—Es la hija de Tourenne, Guillaume.
Él miró furioso a su madre, odiaba que interviniera en sus asuntos, era el amo del castillo y del bosque, todo le pertenecía, y si decidía que la jovencita también, ella no podría hacer nada. Y mirándola con hostilidad le dijo:
—Quiero a la doncella Roselyn, madre, deberéis cuidar de ella hasta que se convierta en mujer. Cuando llegue ese momento, la tomaré para mí.
Esas palabras le causaron pavor a Roselyn, no podía hablar en serio. Ella no era una campesina, ni una esclava para que la tomaran como si… Oh, era demasiado horrible para considerarlo. ¿Acaso insinuaba que la retendrían en el castillo negro para que luego pudiera convertirse en su amante?
La bruja Catherine se llevó a su hijo aparte, junto a la orilla del lago, para hablarle sin que las niñas oyeran.
—¿Es que habéis perdido el sano juicio, Guillaume? Tiene solo catorce años y es la hija de nuestro enemigo. Jamás os perdonará que toméis a su hija, ni creo que sea buena idea. Escuchadme, usaremos la travesura de las niñas en nuestro beneficio. Aguardad, tengo un plan.
—Madre, es lo que he dicho y debéis obedecerme. Devolved a las otras, a esa rubia que no deja de llorar, pero Roselyn de Tourenne se quedará en el castillo de Montnoire. —El tono de su voz no admitía réplica.
La bruja miró a la bella damisela y suspiró, cuando su hijo se encaprichaba con algo no había quien pudiera hacerle cambiar de idea y lo sabía.
—Si devolvemos a las otras hablarán, dirán que os habéis quedado con su hija mayor y en pocos días tendréis a su padre furioso invadiendo con un ejército el castillo.
—Entonces conservaré a las otras y luego negociaré el rescate. Imagino que querrá recuperar a la menor, y a las primas, y no se opondrá a mis planes. Además, las niñas han venido solas, yo no las he raptado.
A la bruja no le agradaba el inesperado giro del asunto, mocosas entrometidas del demonio, ¿por qué tuvieron que ir al Bosque Encantado? Habían presenciado uno de los rituales más importantes y visto cómo resucitaba a la joven Madeleine. No podían regresar a Tourenne y contarle todo a su viejo enemigo, porque la quemarían. ¡Demonios! Habían llegado por un atajo, un atajo secreto, y eso le gustaba mucho menos.
—No pueden volver, han visto algo que no debían, hijo mío. Es peligroso. Ninguna puede marcharse, pero si negociamos un rescate… —dijo.
Su hijo miró a la más bella de las jóvenes, deleitándose en la simple contemplación de su figura, sus ojos y esos labios que soñaba besar.
—No dirán nada, las obligaré a guardar silencio. Pero quiero que cuidéis mucho de Roselyn, es muy hermosa, ¿no creéis?
Sin esperar respuesta, se acercó a las hijas del conde. La pequeña rubia no dejaba de llorar y la bella Roselyn intentaba consolarla, pero al parecer la chiquilla no estaba dispuesta a obedecerle.
—Vamos niñita, dejad de llorar, no voy a comeros —dijo él con voz fuerte y ojos malignos.
—No le habléis así a mi hermana, por favor, está asustada, señor de Hainaut —intervino Roselyn.
El conde la miró embelesado, pero no estaba dispuesto todavía a dejarse domeñar por la damita, era el señor de Montnoire y ella su cautiva, le debía obediencia.
—Pues decidle que se calle, ¡es un verdadero incordio! Habéis cometido una imprudencia al venir al bosque y ahora vuestra vida me pertenece, damisela de Tourenne, la vuestra y también las de vuestras parientes. Pero si me obedecéis ningún mal os haré, os lo prometo. —Guillaume se acercó sin dejar de mirarla—. Ignoraba que el conde de Tourenne tuviera una hija tan hermosa y casadera. Seguramente jamás habéis salido de ese castillo, habéis sido muy osada. Pero no os dejaré ir. A vuestra hermana tal vez, es una pequeña malcriada, pero vos os quedaréis aquí para ser mía cuando llegue el momento.
Roselyn estaba demasiado asustada para responderle. Sintió alivio cuando se alejó de ella y dio órdenes a sus escuderos para que las llevaran al castillo. No sabía qué era peor: estar encerrada o estar cerca de ese caballero diabólico.
La fría hierba del bosque parecía haberse colado en sus borceguíes y ambas sintieron sus pies casi entumecidos por el frío y la humedad y el terror que sentían al entrar en el siniestro castillo negro. Un edificio sólido con amplios solares cubiertos de ricos muebles y tapices, retratos de ancestros y algunas espadas y escudos en sus paredes. Todo esto vieron con mucha rapidez las cautivas que parecían, sin embargo, querer memorizar cada detalle con la esperanza ilusa de poder escapar un día.
—Por aquí, damiselas —ordenó un feo escudero del tamaño de un gigante.
Otros cuatro las rodeaban mientras sonreían enseñando bocas sin dientes y un aliento fétido. Angélica gimió cuando uno de esos seres le hizo un guiño y miró hacia adelante preguntándose en qué oscura mazmorra las dejarían encerradas.
Avanzaron por las escaleras de piedra hasta detenerse en el primer piso. Ambas tiritaban cuando entraron en una celda helada, con dos camastros y una puerta de hierro que se cerró hermética a su paso. Uno de los guardianes encendió un cirio mientras las miraba a ambas.
—No intentéis nada, cautivas, si lo hacéis nuestro señor os castigará severamente —les advirtió.
La puerta se cerró tras de tan espeluznante comitiva y eso fue un alivio para las hermanas, pero al observar ese sombrío recinto su ánimo no mejoró.
—Qué lugar tan horrible —opinó Angélica mientras lo recorría—. Ni una cruz, ni un cuadro de la Virgen. Estamos desamparadas aquí —chilló histérica.
Roselyn se le acercó despacio.
—Os recuerdo que esto ha sido culpa vuestra.
Los ojos de Angélica se llenaron de lágrimas.
—Sí, lo sé, perdonadme…
—Bueno, no os echéis a llorar ahora, dejad de hacer eso, os lo suplico. Además, nuestro padre vendrá a buscarnos muy pronto —dijo Roselyn a la vez que miraba la habitación con desconfianza.
Estaba tan asustada como su hermana, pero no lo demostraba, luchaba contra ese miedo porque era la mayor y sabía cómo calmar a Angélica, además debía hacerlo para vencer su propio terror.
—No, no lo hará —la voz de su hermana la despertó de sus pensamientos—, nadie viene a este lugar, tienen terror a la bruja. ¡Oh!, esa mujer es muy mala y creo que quería matarnos, pero su hijo no la dejó.
Roselyn notó que su hermana estaba más asustada de lo que temía, su osadía casi había desaparecido, el acto de locura producto de su enojo, por no poder participar en la fiesta del día siguiente, había sido solo eso, una tontada. Volvía a ser la niña de doce años, capaz de comprender que por su culpa habían caído prisioneras del malvado conde de Hainaut y su maligna madre.
—No pueden matarnos, somos hijas del conde de Tourenne. Además, nuestro padre no permitirá que eso suceda —insistió Roselyn.
Angélica secó sus ojos y la miró.
—Ese hombre es muy malo, Roselyn, y no dejaba de miraros, creo que le gustáis y eso no será bueno para vos, ha dicho que os retendrá, hermana, que seréis suya como… Querrá hacer con vos cosas feas para tener hijos.
Esas palabras hicieron que su hermana mayor se pusiera histérica.
—¡Callad, grandísima tonta! Si me hace daño mi padre lo matará, y dejad de decir tonterías y por favor, ya no lloréis.
Roselyn se alejó de Angélica y, se acostó en el camastro.
—Rezad, Angélica, rezad ahora, necesitamos ayuda de nuestro Señor en estas horas sombrías.
Angélica se hincó de rodillas a rezar junto con su hermana, pero no dejaba de llorar y terminó durmiendo con Roselyn.
En el castillo negro de Hainaut reinaba la calma esa noche mientras los sirvientes servían la cena para el conde y su madre, que aún no estaba presente. La sala oscura, con escasa iluminación, decorada con una alfombra verde y roja, y sendos tapices y escaso mobiliario, tenía un aspecto sombrío.
La bruja Catherine apareció en la sala con cara de muy mal humor, molesta por la intromisión de las niñas Tourenne y furiosa porque su hijo decidiera quedarse con la mayor. Avanzó con gesto sombrío hacia la mesa del comedor, para cenar con Guillaume. Había tenido una noche ajetreada, y cuando un sirviente servía la cena en sendos cuencos y entró una de sus amigas brujas, se sintió más molesta.
—Catherine, por favor, venid. La doncella Madeleine, no deja de gritar.
Los ojos de la bruja se pusieron en blanco. Calmar a esa doncella había sido toda una hazaña, pero era parte del ritual: nunca estuvo muerta sino dormida profundamente por una infusión de amapolas. Sabía que no tardaría en despertar, pero tuvo que envolverla en una manta helada y decir las palabras «mágicas» para que reaccionara. Metida en un féretro y cubierta por una mortaja, había sido una experiencia aterradora para la muy tonta y todavía le duraba el susto a la muy estúpida.
—Dejadla…, suministradle un poco de jugo de amapolas, pero no demasiado. O una copa de vino…, tal vez será mejor dos copas de vino tinto.
Ahora todos sabrían de su hazaña, revivir un muerto era algo muy temido y también que inspiraba mucho respeto en la secreta congregación de brujas.
Los ojos verdes de Maya se agrandaron. La pobre tonta estaba fascinada por lo que había presenciado esa noche y se retiró sin hacer ruido.
Los ojos oscuros de la bruja Catherine miraron a su hijo, su principal preocupación.
—Esas entrometidas… ¿Cómo demonios sabían del Bosque Encantado y cómo han llegado hasta aquí?
Guillaume sonrió.
—Vaya, qué hija tan hermosa tiene el conde de Tourenne, nadie me lo había dicho.
—No podéis retenerlas, Guillaume, ni tampoco tomarla, su padre os matará —le advirtió su madre en voz baja.
El joven conde miró a la dama de Hainaut con expresión alerta.
—Roselyn se quedará, madre, y vos la cuidaréis, nadie debe acercarse a mi cautiva, excepto vos y vuestras criadas. En cuanto a las otras…
—No es tan sencillo, Guillaume. Escuchad, si las devolvéis ahora, nadie sabrá que se han ausentado de su castillo. Además, la más pequeña de las niñas es un verdadero incordio, dirá todo, nos delatará y contará lo que vio en el bosque.
—No dirá nada. Persuadidlas de que guarden silencio, sabréis hacerlo.
Los ojos de la bruja brillaron con malicia.
—Escuchad, esa niña no es ninguna tonta, ha sido ella la que ha tramado todo. Eso han dicho sus primas. Y también han dicho que Roselyn había venido para cuidar a su hermana menor.
—Bueno, yo dejaré a la mayor a mi cuidado, y conservaré a su hermanita para domeñarla si se niega a mí cuando sea el momento. Vos decidid qué haréis con las demás, madre, confío en vuestro buen criterio. Y en cuanto a Tourenne, pues dejad que venga a buscar a sus hijas, yo sabré enfrentarle cuando llegue el momento.
—Pero es peligroso, es una locura, sois insensato, os dejáis llevar por vuestro deseo y eso no es bueno, hijo. Vuestro padre, que en paz descanse, jamás lo habría hecho.
—Devolved a las otras de inmediato, pero reservaré a la pequeña llorona para que acompañe a la damisela Roselyn. Nadie debe notar su ausencia, ni saber que están aquí las niñas del castillo blanco. —El joven conde dio por zanjada la cuestión.
Su madre estaba furiosa, pero no logró convencer a su hijo, así que solo le quedó decidir qué haría con las primas de las damiselas de Tourenne. Podía deshacerse de ellas, nadie sabría que habían ido al Bosque Encantado ni que habían visto a la bruja de Hainaut realizando un conjuro. Un conjuro arruinado por esas entrometidas. Pero retener a las niñas Tourenne era una imprudencia.
—Nadie debe saber que están aquí, madre, procurad borrar sus huellas.
Esas palabras fueron dichas con un propósito y de pronto la condesa de Hainaut comprendió que su hijo conservaría a Roselyn, y la tomaría hasta cansarse y luego… Bueno, cuando se hartara seguramente la devolvería a Tourenne con la menor de las niñas.
Debía actuar con prisa, no había tiempo que perder.
No muy lejos de allí, en el castillo del conde Tourenne reinaba la angustia y el desconcierto. Criados y sirvientes corrían de un sitio a otro murmurando. Las niñas habían desaparecido, no solo las hijas del conde, sino sus sobrinas, Florie y Marie. Cuando el conde Philippe de Tourenne se enteró de la desaparición de sus hijas se enfureció y ordenó a sus hombres buscarlas. Un horrible presentimiento se apoderó de su alma, el Día de Todos los Santos no pudo ser más desdichado para él y su familia entera.
La condesa sufrió un desmayo al enterarse de que sus dos hijas habían desaparecido el día de la fiesta. En vano su esposo quiso consolarla, no dejaba de llorar y hablar del nefasto vaticinio de la bruja del agua cuando Roselyn tenía cinco años.
—La buscaremos, querida, os lo prometo, no descansaré hasta encontrarlas —dijo él.
Se inició una búsqueda frenética en todo el castillo y los jardines, los alrededores, no hubo rincón ni sirviente que no participara en la frenética tarea.
Al comienzo temieron que se hubieran ahogado o hubiesen sufrido un accidente, luego descubrieron que faltaban sus dos primas: Florie y Marie, los padres de las niñas estaban más que furiosos y sus hombres se unieron a la búsqueda, pero luego de buscar y buscar por todas partes e interrogar a los sirvientes y campesinos descubrieron que no había rastro, ni una maldita pista. Como si la tierra se las hubiera tragado… o algo peor. Alguien se las había llevado, lo que resultaba mucho más inquietante.
El conde de Tourenne habló en privado en la sala de armas con su caballero más cercano sobre esta cuestión.
—¿A dónde habrán ido? ¿Creéis que las han raptado?
—No lo creo, mi señor, no se llevarían a todas las niñas. Tal vez salieron a dar un paseo y luego se perdieron, las niñas de esa edad a veces inventan travesuras.
Philippe dio unos pasos, sombrío, alterado.
—Esto es increíble, amigo mío, desaparecen en víspera de Todos los Santos, ¡y nadie ve nada! Ningún sirviente las vio salir, pero han dicho que notaron su ausencia ya muy entrada la mañana.
—Es que todos habían bebido demasiado, señor de Tourenne, y temo que hasta los centinelas se durmieron en sus puestos. Si huyeron de noche, si lo hicieron, entonces nadie debió de verlas. Por eso pudieron huir o ser raptadas.
—¡Maldición! ¿Es que ninguno cuidó a mis hijas? ¿Cómo pudieron salir del castillo sin que nadie las viera? Eso es imposible. ¿Crees que alguien las raptó aprovechando un descuido? ¿Por qué lo harían? Por qué llevarse a Florie y a Marie, solo tenían doce y catorce años, como mis hijas.
—Lo ignoro, señor, pero creo que tal vez… La niñas quisieron hacer una travesura y… Tal vez se les ocurrió jugar al escondite y luego se perdieron en el bosque.
—¿Jugar al escondite y desaparecer sin dejar rastro? Eso es una locura, Jean.
La amarga búsqueda continuó y días después encontraron un trozo de capa de paño y una pulsera de Roselyn en el camino que llevaba al bosque. Pero el rastro se perdía en el lago, las huellas habían desaparecido.
Una tarde, Philippe regresó agobiado al castillo y al entrar en el solar supo que su esposa padecía fiebres y corrió a verla. La encontró pálida, demacrada, había pasado días enteros llorando, temiendo lo peor, y luego el conde abandonó la búsqueda para cuidar a su esposa. Tenía fe en que las niñas regresarían de un momento a otro, pero a medida que pasaban los días un horrible presentimiento se adueñó de su corazón y se quedó allí por largo tiempo.
Al ver a su esposa enferma tuvo deseos de llorar. Si la perdía a ella también moriría. Su hijo Guillaume entró entonces, era un mancebo de diecisiete años, alto, y muy parecido a su padre.
Consternado le preguntó por su madre y dijo que buscaría a sus hermanas.
—Sois muy leal y valiente, hijo, pero vuestro lugar está aquí. Buscaremos a las niñas cuando vuestra madre se recupere, porque si la abandonamos ahora…
Su hijo lo entendió, era su primogénito y si lo perdía a él también…
Fueron días muy tristes para la familia Tourenne, Philippe no hacía más que pensar en sus hijas, recordando a la pequeña Angélica con sus mejillas redondas, robando dulces en las cocinas, espiando a su hermana mayor y mojando la cama cuando algo la asustaba. Su pequeñina que aún tenía colorcito de recién nacida en las mejillas a pesar de tener doce años… Y Roselyn, más seria y altiva, tan bella y orgullosa… No se atrevía a pensar que algo malo había podido pasarles, las veía allí: riendo, jugando al acertijo, con sus muñecas de trapo, riñendo a veces… La pequeñita era un angelito travieso, era verdad, pero la adoraba y era su debilidad, y si alguien se atrevía a hacerle daño, pues no tendría piedad para castigarle, para cobrar su venganza.