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CAUTIVAS EN EL CASTILLO DE HAINAUT

Días después, Roselyn despertó sin saber dónde estaba, solía pasarle con frecuencia, casi todos los días, pero esta vez le dolía todo el cuerpo y se sintió húmeda. ¡Qué horror! ¿Por qué diablos estaba mojada? ¿Acaso…?

Su hermana dormía plácidamente como un lirón abrazada a ella, en el mejor de los sueños, y al quitar el cobertor vio con horror qué era el responsable de que tuviera el vestido estropeado. Angélica había vuelto a las andadas mojando la cama como un niñito y lo peor era que la había mojado. ¡Dios! Había dejado de hacerlo, pero en los días fríos o cuando se asustaba su hermanita mojaba la cama, la suya y hasta la de sus padres. Porque la muy bribona siempre se escabullía al cuarto de los condes y su madre la defendía, y su padre también, por supuesto.

¡Qué vergüenza! No, no podía haber pasado, ahora la culparían… Respiró hondo para no sentir ese olor tan fuerte a orín, pero diablos, ya era tarde: se había quedado impregnado en el vestido. Ahora todos creerían que había sido ella.

—Angélica, despertad. Habéis mojado mi cama! —chilló Roselyn furiosa y desesperada.

Su hermana menor despertó y la miró con los ojos rojos, aturdida y medio dormida, todavía no parecía entender nada de lo que había pasado.

—¿Qué? —dijo al fin—. ¿Qué pasa, Roselyn? ¿La bruja está aquí?

—No, no es la bruja, es algo mucho peor. Acabáis de mojar la cama como antes y lo peor es que pensarán que lo he hecho yo…

Al verse mojada, Angélica lloró, y como si no tuviera ya bastante apareció una criada y notó lo que había pasado y rio como una tonta.

—¿Cuál de vosotras lo ha hecho? —preguntó entre risas.

Al no tener respuesta, quitó las mantas y las sábanas de lino para colgarlas sobre una silla. Sus ojos lagrimeaban de tanto reírse al ver las caras de ese par de niñas mimadas, las doncellas de Tourenne. Oh, vaya, tan estirada que era la de castaña cabellera. A la condesa le divertiría enterarse.

—Necesito ropa para cambiarme, por favor —pidió Roselyn.

La criada se alejó sin responderle, pero a Roselyn no le extrañó, no eran más que cautivas que no sufrían ningún daño por orden del conde Guillaume, solo porque el hijo de la bruja se había encaprichado con ella…, cuando el capricho pasara, entonces…

Tembló mientras buscaba en la habitación ropa para cambiarse.

—Rosie, ¿dónde estamos? ¿Qué es este lugar? —dijo entonces Angélica.

Roselyn la miró.

—Es el castillo del conde de Hainaut, Angélica, y estoy mojada y huelo horrible por tu culpa. ¿Algo puede ir peor ahora? Pues no lo creo. Necesito quitarme este vestido, ayudadme a buscar algo en ese arcón que hay allí.

La jovencita miró a su alrededor y al ver la cama empapada lloró. Pero no lloraba por haberse orinado encima, lloraba porque no había sido un sueño y eran prisioneras del conde de Hainaut y de la malvada bruja.

—Quiero volver a casa, Rosie, por favor, no quiero estar aquí —dijo Angélica.

Roselyn se acercó y la abrazó para que no llorara, pues sintió que no podría soportarlo en esos momentos.

—Todavía no podemos, pero no temáis, nuestro padre nos encontrará y entonces esa bruja y su hijo lo pagarán muy caro.

—¿Y si no nos encuentra jamás?

—No digáis eso, nuestro padre nunca se rinde, además es un buen amigo del rey. Realmente el conde se pondrá en apuros por ser tan imprudente —aseguró Roselyn.

Dos criadas entraron entonces con un barril, agua caliente en cubos y vestidos, riendo por lo bajo.

—Bueno, es hora del aseo, damiselas…, ¿quién de ustedes aún moja la cama? —preguntó la más osada.

—Las dos —respondió otra, y todas rieron con ganas mientras las ayudaban con el aseo.

Roselyn chilló cuando intentaron quitarle sus prendas más íntimas y Angélica lloró cuando quisieron meterla en el barril, y el jaleo fue tal que atrajo la maligna presencia de la bruja de cabello negro.

A la luz del día se la veía más joven y bella, y su mirada maligna era más intensa; Roselyn tembló al sentir la mirada de la condesa sobre ella.

—¿Pero qué es todo este griterío? ¿Es una nursery o una habitación de muchachas consentidas?

Las dos jóvenes miraron a la bruja aterradas, incapaces de decir palabra mientras intentaban huir de esas criadas que querían desvestirlas y meterlas en el barril lleno de agua caliente y esencias.

Pero no podrían llegar muy lejos. La malvada bruja de aire morisco no lo permitiría.

—¡Así que aún mojáis la cama! —dijo esta—. ¡Vaya! A mi hijo le divertirá enterarse de que su cautiva se orina en la cama como un crío. ¿Pero quién de las dos lo ha hecho? ¿O habéis sido ambas?

Angélica lloraba sentada en la cama y se negó a mirar a la bruja, le tenía terror.

Roselyn pensó con rapidez, si decía que era ella tal vez el hijo de esa mujer la dejara marchar.

—He sido yo, señora —mintió.

La bruja la miró con rabia, odiaba que le mintieran y le habría dado una zurra, pero luego pensó que su hijo no lo aprobaría. Le había rogado que la cuidara, pues él seguía bobo con esa damisela de castaña cabellera.

Así que se acercó a la otra joven y notó que estaba mucho más mojada que la mayor. ¡He allí la culpable!

—No volváis a mojar la cama, niñita tonta, u os daré una zurra, y en cuanto a vos, Roselyn de Tourenne, os advierto que la próxima vez que mintáis os daré de azotes. ¿Habéis comprendido? Detesto que me mientan si además no dejo de notarlo, nunca podréis engañarme.

La joven palideció y retrocedió, no quería saber lo que sería una paliza de la bruja, con solo mirarla la asustaba, era realmente cruel y malvada.

—Ahora desvestíos ambas, debéis asearos, no querréis quedaros así, oliendo a orín todo el día.

Angélica fue la primera en bañarse y Roselyn la ayudó a desvestirse y cuidó de que nadie la viera desnuda, sabía que su hermana era vergonzosa y temía que volviera a sufrir otro ataque de llanto.

Cuando fue el turno de Roselyn, la bruja le ordenó desnudarse frente a ella, pero la joven se negó.

—En Tourenne mi madre no permite que los criados nos vean desnudas, madame —dijo con cierta altivez.

La bruja malvada sostuvo su mirada.

—Pero este no es vuestro hogar, damita orgullosa, ni yo soy una criada. Haced lo que os dije, os desnudaréis ahora. ¿Qué locura es esa de bañarse con ropa? Ni que fuerais religiosas de un convento.

La joven enrojeció y por primera vez lloró, no se quitaría el vestido, ni la camisa frente a esa malvada bruja, no lo haría. Antes prefería que la golpeara o azotaran.

—¡Os he dado una orden, muchacha! —dijo la bruja con fría calma.

Roselyn no obedeció y la enfrentó, si quería humillarla y dejarla desnuda, pues no lo conseguiría.

—Pequeña insolente, no seréis nunca la dama de este castillo —dijo, y Roselyn pensó que iba a darle una zurra, pero la condesa no se atrevió.

La bruja estaba furiosa, y abandonó los aposentos tras dar un portazo. La joven supo que la malvada se vengaría del desafío, lo sabía, había ganado una pequeña batalla, pero esa bruja era muy mala.

La condesa de Hainaut tenía planes… Y sin perder tiempo, durante el almuerzo, dijo en tono jocoso a su hijo:

—La joven que tanto os agrada mojó anoche la cama, creo que está muy verde para ser vuestra y haréis mejor en no dormir a su lado si no quieres despertar mojado, como reza el refrán.

Los primos de su hijo rieron y también sus parientes, pero Guillaume permaneció serio.

—Estáis mintiendo, no podéis engañarme, madre. ¿Acaso esperáis contrariar mis deseos apartándome con infamias de la damisela?

Esas palabras la enfurecieron, odiaba que su hijo se le enfrentara a causa de esa niña necia y orgullosa.

—¿No me creéis? Pues id a ver el camastro y sabréis que no os he mentido, hijo.

Ante la mención de su cautiva, Guillaume sintió deseos de verla y lo hizo poco después.

Encontró a la más pequeña llorando y a su Roselyn consolándola, abrazándola como si fuera una niñita. De pronto tuvo una de esas raras visiones, la vio a ella abrazando a un niño, un varón que no dejaba de llorar furioso. ¿Pero de quién era ese niño?

Al notar su presencia, ambas lo miraron asustadas, pero él sonrió sin dejar de mirar a la mayor.

—Buenos días, niñas, ¿es que nunca dejaréis de llorar, chicuela? ¿No veis que agotáis a vuestra pobre hermana con vuestro constante llanto?

Angélica permaneció acurrucada contra Roselyn, mirándolo con expresión alerta. La mayor, sin embargo, sostuvo su mirada desafiante, había peleado poco antes con su madre, con la bruja, tal vez debiera hacerlo con su hijo. Ese hijo de demonio no se saldría con la suya, no la tocaría, ni le haría daño a su hermana menor.

—Señor Guillaume, por favor, debéis llevarnos a nuestra casa, nuestros padres han de estar muy angustiados.

El joven conde no le respondió enseguida, quería mirarla y disfrutar de la contemplación de esos ojos tan bellos, ese rostro de ángel.

—Soltad a esa niña latosa, damisela de Tourenne, vamos —le ordenó.

La damita no lo obedeció y sostuvo su mirada entre asustada y desafiante mientras su hermana temblaba como una hoja con el viento y volvía a llorar. Roselyn debía consolarla, antes habían reñido, pero en las malas siempre habían estado unidas. Además, sabía que si la soltaba ese joven señor iba a darle una zurra y ella también tenía miedo, y odiaba verse a su merced. Sin embargo, no lo demostró, enfrentó su mirada, desafiante y sintió algo extraño mientras él la miraba y se preguntó si acaso estaba hechizándola. Angélica gimió y se escondió aún más en su pecho, rogándole que no la dejara como si fuera una cría.

—No sois nada obediente, damisela de Tourenne, temo que estáis muy consentida por vuestros padres —insistió el conde sin dejar de mirarla, y habría deseado quitar a esa entrometida del medio, pero pensó que no era prudente quedarse a solas con esa diablesa mezcla de niña y mujer. Tenía catorce años y el veintiuno… Además, había prometido guardarla en el castillo de Montnoire hasta que madurara lo suficiente para convertirla en su mujer. Tal vez eso le llevara algo más que unos meses.

Apretó sus manos, furioso y luego, vencido, se marchó.

Roselyn suspiró, las visitas de ese joven la inquietaban, y su hermana la miraba pensando que por primera vez no tenía envidia de su belleza. Porque era la responsable de haber enamorado al conde de Hainaut, el temible conde de Hainaut que comía niños y mataba ingleses cuando tenía ocasión. Había escuchado que los odiaba por haber matado a su padre en la guerra con Inglaterra.

—Roselyn, ese doncel quiere besaros —dijo entonces.

—Callad, Angélica, ni lo digáis.

Su hermana menor permaneció pensativa y Roselyn lloró, debía rezar, no podía dejarse vencer por la desesperanza, todo en ese lugar la aterraba; la malvada bruja Catherine y su hijo, que planeaba convertirla en su amante cuando llegara a la edad apropiada.

«¡Padre, por favor, rescatadnos de aquí, no nos dejéis a merced de estos demonios!», rezaba la joven.

De pronto su hermana habló:

—¿Sabéis? Ese joven no tiene un rabo entre las piernas ni tampoco cuernos, pero dicen que es el hijo del diablo. Es un hombre común, no deberíais temerle, aunque yo sí estaría asustada si quisiera…

Esas palabras la crisparon.

—¡Oh, dejad de decir esas cosas, por favor! Estoy temblando, hermana. ¿No habéis visto sus ojos? Cada vez que los veo no puedo pensar en nada, es como si una fuerza maligna me azotara sin piedad —se quejó.

—Os mira así porque desea haceros esas cosas para hacer niños, tonta, vos le gustáis. Desde que os vio en el bosque solo tiene ojos para vos. Escuchad, no seáis boba, debéis sacar partido de eso.

—¿Sacar partido? ¿Qué estáis diciendo, Angélica?

—Hablo de la bruja Catherine, ella sí que es mala y nos odia, Roselyn, creo que está celosa de la atención de su hijo, es una mujer loca. Y no es buena idea que quiera cuidarnos, yo creo que estaríamos mejor en el bosque con los lobos. Esa trama algo. Pero si vos le decís a Guillaume, si vos le pedís protección, creo que él os ayudará. No lo despreciéis, hermana, ni os mostréis tan orgullosa con él, no os conviene hacer eso porque si esa bruja intenta hacernos algo…

—No es orgullo, es temor, ¿es que no veis que estoy aterrada, Angélica? Yo no puedo echarme a llorar como vos, debo ser fuerte, o fingir que lo soy para que esa víbora no me haga pedazos, pero tengo miedo. Mucho miedo. Rezad conmigo, hermana, pedid al Señor que nuestro padre venga a buscarnos pronto.

Angélica obedeció y se hincó de rodillas a su lado en el duro suelo, a rezar y tener calma, no podían hacer otra cosa. Rosie tenía mucha razón, no debían dejarse dominar por el terror.

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Durante los primeros tiempos, Roselyn se aferró a esa esperanza, pensaba que su padre descubriría que estaban en Montnoire e iría a buscarlas. Philippe de Tourenne odiaba a Hainaut, eran vecinos suyos pero enemigos, no sabía bien por qué, pero sabía que su padre jamás le temería.

Día tras día se repetía la misma rutina. Rezar, jugar al acertijo y si el tiempo era bueno el conde autorizaba que salieran un momento a dar un paseo a los jardines, siempre escoltadas por un grupo de escuderos. Lentamente parecían haber ganado ciertas libertades, si podían llamarse así, pero no eran tratadas como prisioneras, las criadas les llevaban ricos manjares, vestidos nuevos y tenían un cepillo y un espejo para peinarse todos los días. Como si fueran dos invitadas del conde y no sus cautivas. Podían jugar a los dados o contarse cuentos los días que el mal tiempo las obligaba a quedarse encerradas. Y una doncella llamada Marie a veces se quedaba conversando con ellas. Y su vida era bastante buena, mucho más de lo esperado, excepto cuando esa bruja del demonio les hacía una visita «de cortesía», y cada vez que eso pasaba se les helaba la sangre.

—Es como una serpiente, con esos ojos y esa forma silenciosa de moverse —dijo Angélica en una ocasión.

—No lo digáis, puede estar escuchando —le respondió Roselyn.

—Nuestra nueva amiga también la teme, pero el otro día dijo que la bruja está celosa porque no quiere que su hijo se interese en vos.

La nueva amiga era esa doncella pecosa y pelirroja llamada Marie, pero Roselyn se mostró desconfiada y no perdió ocasión de pedirle a su hermana que fuera cuidadosa con lo que hablaba en presencia de esa sirvienta.

—Puede estar espiándonos —insistió en voz queda—. Se hace nuestra amiga para luego irle con cuentos a madame Serpiente.

Madame Serpiente era la bruja Catherine. El conde de Hainaut fue bautizado por Angélica como «el hijo del diablo», aunque Roselyn insistía en que no dijera esas cosas porque para ella «las paredes tenían oídos», y luego la bruja se enteraba y no querían alimentar aún más la animosidad de su temible enemiga.

—Bah, yo no le tengo tanto miedo. Guillaume no permitirá que nos haga daño —respondió su hermana.

Un silencio inundó la habitación entonces y de pronto sintieron el golpe suave los cristales de la ventana.

—De nuevo llueve, qué triste…, luego vendrá el frío y los caminos se harán intransitables —se quejó Roselyn. Nunca antes había odiado tanto la lluvia como en esos momentos. La lluvia significaba que ese día tampoco podrían salir.

—Bueno, mejor será que juguemos al acertijo, hoy no tendremos paseo.

Angélica sabía que su suerte era debida al amor que sentía ese conde malvado por su hermana, no sabía a ciencia cierta si era el llamado amor «romántico», pero sí estaba cautivado por la belleza de esta y por eso… no era tan malo como debía serlo. Al contrario. Era amable y comenzó a notar que realmente no planeaba hacerles daño.

Y cuando días después salió el sol y pudieron recorrer los jardines, pensó que tal vez podrían buscar la manera de…

Una mirada de Roselyn alcanzó para que bajara la vista nerviosa, pues su hermana sabía que ella pensaba que debían intentar escapar, pero esa idea la espantaba por completo. «Rayos, debemos buscar la forma de intentarlo y para ello debo observar a qué hora el castillo duerme su siesta diaria, pues he notado que esos centinelas son una manga de beodos con los ojos rojos y el aliento fétido».

Angélica sabía que uno de ellos no la perdía de vista, la miraba como si tuviera alguna esperanza de…, pero no podía fiarse de ese sujeto, ni contar con su ayuda.

Y mientras deambulaban por el vergel, tomadas de la mano, Roselyn tiritó.

—Hace demasiado frío aquí…, el bosque —dijo como si delirara, y entonces señaló a la distancia y le susurró—: ¿veis esa sombra oscura en el bosque? Creo que es nuestro padre. Ha venido…

Angélica se estremeció al seguir la dirección de su mirada porque corriendo por ese bosque había un grupo de jinetes, sí, pero no estuvo segura de que fuera su padre con su séquito de caballeros y, sin embargo, por un instante se había sentido emocionada ante la posibilidad de ser rescatadas.

—No portan su estandarte, Rosie, no son sus caballeros —anunció poco después.

Uno de los escuderos se acercó para oír de qué hablaban y ambas jóvenes callaron. Y de pronto el mismo escudero fue derribado de un golpe certero de puño. Al parecer, Guillaume consideró inapropiado ese acercamiento y decidió darle una lección. Allí estaba el conde apartando a los otros guardias a empujones mientras amenazaba al escudero gordo caído en el suelo con darle otra paliza si se acercaba de nuevo a la dama Roselyn.

Las doncellas no lo vieron llegar, apareció de repente, como un fantasma sin hacer ruido, y ahora sus ojos buscaban a la damisela de cabellera castaña para preguntarle si estaba bien.

—Hace mucho frío hoy, doncella, creo que debéis regresar a vuestra recámara —dijo a continuación.

La joven bajó la mirada inquieta, nerviosa por la escena que había presenciado. Detestaba a ese séquito y pensaba que eran tan repugnantes como el resto de los habitantes de ese castillo, pero… debía ser prudente y no decir lo que pensaba, por supuesto.

—Sí, es verdad… —respondió envolviéndose con su capa de armiño nueva.

Debía reconocer que su raptor las había vestido con ricos vestidos de sobreveste bordado, y algunas capas de piel con ribetes de armiño o piel de zorro, y que ningún daño habían sufrido ese tiempo de cautiverio, la comida era buena, perfectamente sazonada y todas las mañanas aparecían las criadas para ayudarlas en su aseo. Nada les faltaba en cuanto a comodidades, como si fueran invitadas, pero no lo eran, estaban cautivas en ese castillo. El señor del castillo las conservaba con un propósito: planeaba convertir a Roselyn en su amante y sabía que esa posibilidad espantaba a su hermana, la llenaba de angustia y mientras regresaban a la celda con paso lento, escoltadas por el conde y sus caballeros, se preguntó por enésima vez por qué su padre no había ido a buscarlas todavía…

Cuando llegaron a sus aposentos sintió que se encogía su corazón, no quería quedarse encerrada otra vez, el paseo matinal había sido tan breve, pero no podía hacer otra cosa que obedecer. Miró a su hermana, que también parecía triste, y cuando la puerta se abrió Guillaume le rogó que se detuviera.

—Dama de Tourenne, es muy temprano, ¿os agradaría recorrer el castillo en mi compañía?

La cara de Angélica casi le rogaba que se negara, pero pensó que no habría sido cortés rechazar su ofrecimiento.

—Os lo agradezco, señor de Hainaut, pero os ruego que permitáis que mi hermana me acompañe, pues no deseo dejarla sola aquí y privarla de tan grata diversión.

Los ojos del joven conde brillaron; no, no quería llevar también a Angélica, pero decidió aceptar la pequeña condición para poder disfrutar de la dulce compañía de Roselyn.

La joven rubia casi tuvo que correr para que ese par de «tórtolos» no la dejara atrás en su excursión mientras miraba de reojo a la bruja Catherine, que por supuesto tampoco en esa ocasión les perdía pisada hasta que su hijo decidió hacer algo al respecto y la miró con cara de rabia mientras le decía:

—Madre, id a reuniros con vuestras amigas del bosque, aprovechad el buen tiempo.

Los ojos de la bruja echaban chispas de rabia y celos al verse apartada de ese paseo, pero no se opuso y se alejó despacio para alivio de todos.

«Si pudieran deshacerse de esa harpía las cosas serían distintas —pensó Angélica mientras veía a la orgullosa dama alejarse, pero luego se dijo: —no, lo mejor sería que nuestro padre invadiera ese castillo del demonio y las llevara a casa».

—No os alejéis, pequeña —le advirtió el conde.

Angélica le respondió con un mohín y estuvo a punto de sacarle la lengua, pero una mirada de su hermana le hizo cambiar de idea, no era sensato ganarse tal enemistad en esos momentos cuando sus vidas pendían de un hilo, prisioneras en ese castillo.

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Sin embargo, pasaron las semanas y su padre no fue al castillo de Montnoire como esperaban, y la malvada bruja Catherine las observaba día tras día y no dejaba de reírse de ellas llamándolas «las niñitas que mojan la cama». Las detestaba y no lo disimulaba, y sabían que tramaba algo. A veces se preguntaban: ¿dónde estarán nuestras primas? ¿Por qué no las hemos visto, estarán cautivas en otra estancia?

—Deben de estar muertas y todo por mi culpa —dijo un día Angélica y lloró al pensar en Florie y en Marie, sus primas y amigas de infancia—. También a mí me matará él, no me necesita y su madre nos detesta, a vos os conservará porque…

—Callad por favor, no digáis esas cosas, escuchad… La bruja no puede hacernos daños, somos hijas de Tourenne y nuestro padre se vengará.

Roselyn se mantenía fuerte, siempre lista para consolar a su hermana, pero en ocasiones también quería llorar y que alguien le diera consuelo. Pensaba en sus padres, en su hogar, todo era tan lejano para ella ahora, casi como un sueño.

—No habléis más, Angélica, por favor, oremos… Debemos ser fuertes —dijo, y lloró y se sentó en el camastro porque se sintió incapaz de permanecer en pie.

Estaba asustada, él no quería dejarlas ir y su madre, la bruja de Hainaut, las vigilaba. Día tras día permanecieron encerradas, prisioneras en una estancia oscura, pues algo hizo que el conde suspendiera las salidas a media mañana, sus celos o el mal tiempo, porque a través de la tronera de su habitación podían ver el cielo gris y una llovizna constante. El invierno comenzaba a hacerse sentir, su llegada era inminente. Los días se harían más cortos y también el frío que helaba sus habitaciones en la mañana. Angélica sentía tanta nostalgia de su hogar, del abrazo cariñoso de su madre, de oírla cantar a media tarde, de sus travesuras en la despensa, de los cuentos del viejo criado frente al fuego, antiguas hazañas de caballería reinventadas y exageradas hasta lo imposible. El olor de las flores en primavera y tantas cosas que ahora comprendía, habían sido parte de su vida feliz y afortunada y ella, como grandísima tonta, no lo había valorado en su medida.

—Roselyn, recordáis la última fiesta de la Asunción de la Virgen?

Esa pregunta casual estremeció a su hermana mayor.

—Sí, fue maravillosa ¿por qué preguntáis? —su voz tembló.

—Es que soy una tonta —respondió Angélica—. Recuerdo que ese día estaba furiosa porque mi vestido era celeste y el vuestro de una tonalidad carmesí y rabiaba porque pensaba que no era justo, que vuestros vestidos siempre eran más bonitos.

Roselyn se acercó y acarició sus mejillas redondas con mano temblorosa.

—No importa eso ahora, no penséis tanto en el castillo blanco.

Los ojos celestes de Angélica se agrandaron y enrojecieron lentamente por el llanto.

—¿Y por qué no puedo recordar el pasado? Es que quería decir que lo lamento, que no… no debí quejarme siempre por todo. Debí valorar la vida de princesa que tenía en el castillo y no reñir con vos por ese vestido. Y ahora nuestras esperanzas de escapar también menguan día a día. Papá no vendrá, Rosie, y yo moriré, desapareceré un día como nuestras primas. Pero no quiero morir, soy muy joven, ¡ni siquiera me han besado! —Las lágrimas de Angélica rodaron una a una por sus mejillas y de pronto se convirtieron en sollozo.

Conmovida por su pena, Roselyn la abrazó y le dijo que nadie le haría daño, que el conde cuidaba de ambas y que parecía un buen hombre.

—¿Un buen hombre? —balbuceó Angélica nada convencida.

Su hermana asintió y contuvo las lágrimas, pero demasiado tiempo las había sofocado, la tristeza, la incertidumbre, el triste recuerdo de los días felices en Tourenne la quebraron y Roselyn lloró, y su llanto se convirtió en sollozo, y Angélica se asustó pues nunca había visto a su hermana así.

—Rosie, ¿qué tenéis, por qué lloráis ahora? —le preguntó, y se acercó para consolarla, pero no pudo y terminó llorando también.

Abrazadas y llorando las encontró Guillaume de Hainaut poco después, sus ojos vieron a Roselyn, se la veía realmente mal, era la primera vez que la veía llorar y sintió mucha pena y rabia. La hermana menor era un verdadero incordio.

Al verlo entrar se asustaron y la menor ahogó un grito como si viera al demonio. El joven caballero sonrió; sí, tal vez era el diablo, pero detestaba ver a su cautiva tan afligida y, apartando a la menor, se acercó a Roselyn y acarició su cabello con suavidad, hablándole con voz muy suave. Ella lo miró con sus grandes ojos garzos y secó sus lágrimas avergonzada de que la viera así, despojada de su orgullo y de su calma.

—¿Por qué lloráis, doncella de Tourenne? No voy a haceros daño —le susurró.

Quería tocarla, besarla, se moría por hacerlo, pero sabía que no era prudente, ella le tenía terror aunque se dominara en su presencia, lo veía en sus ojos. De pronto vio a la niñita rubia que mojaba la cama, espiándole con mirada ladina y se enojó.

—Dejad de atormentar a vuestra hermana con vuestros llantos y quejas, no voy a haceros daño, niña rubia —exclamó él.

Angélica se sonrojó, en ocasiones le recordaba a un gato mirón, impertinente; pero quien más le preocupaba era Roselyn. Y él no se marchó hasta que notó que la joven se había calmado.

Entonces quedaron a solas, sin decir palabra. Eran cautivas del castillo negro y no podían escapar, apenas podían mantenerse calmas.

—Me pregunto si aquí morará el diablo, si el demonio recorrerá el castillo en la noche como decían en Tourenne —dijo Angélica mirando hacia la tronera.

Su hermana se estremeció.

—Ni lo digáis, por favor, que la bruja es mucho peor que el mismo diablo.

—Espectros, criaturas del mal…, ¿acaso no puedes sentirlas?

Los ojos azules de su hermana se agrandaron.

—Basta, dejad de decir eso. Rezad conmigo ahora. Rezad y espantad esos pensamientos sombríos.

Angélica sostuvo su mirada retadora.

—¿Y si hasta el Señor nos ha abandonado, hermana, en este horrible lugar tan lejos del bien, tan alejado de la gracia divina como el mismo infierno?

—¡Pues yo no lo creo! El Señor nos protege. Solo tenéis que tener fe y rezar. Nuestro padre jamás nos abandonaría.

¿Tourenne o Dios? Se preguntó Angélica, ¿de quién hablaba Roselyn?

Los que tenían poder en ese mundo sombrío eran el conde de Hainaut y su madre, la brava bruja Catherine, pero no dijo nada. Al final todo había sido por su culpa, por querer ver el Bosque Encantado se habían convertido en prisioneras del castillo negro.

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Días después, una mañana, el conde de Hainaut fue a buscar a la damisela de castaña cabellera para dar un corto paseo. Se moría por estar con la mayor sin la latosa compañía de la pequeña llorona. Habría sido más sencillo regresarla a su casa, pero no podía hacerlo, las damas de Tourenne debían permanecer escondidas por un tiempo, luego…

La joven lo miró asustada al conocer sus planes, no le agradaba dejar sola a su hermana, pero debía obedecerle.

Fuera del castillo, ella iba a su lado envuelta en una capa, notando su mirada, su proximidad. Le temía, sentía terror cada vez que se le acercaba o la miraba con esos ojos hechiceros y malignos.

La claridad del bosque era cegada por el denso follaje, se encontraban en el Bosque Encantado, el mismo lugar donde las habían atrapado. Miró a su raptor asustada, había algo muy raro en ese lugar, y de pronto tropezó con una rama y habría caído de bruces al suelo si él no la hubiera sujetado a tiempo.

Guillaume dejó escapar una expresión de sorpresa, no podía creer su suerte, era la primera vez que estaba tan cerca de su cautiva y se sentía hechizado por su belleza y frescura, su olor suave, dulce, lo volvía loco. Esa damisela era toda una mujer a pesar de ser tan jovencita, y sin pensarlo atrapó su boca y la besó. No era la primera vez que la besaban, su prometido lo había hecho algunas veces, pero no habían sido más que besos tímidos de niños, no como el beso que le dio el conde en esos momentos. Estaba aterrada, pero no podía escapar y su cuerpo era un montón de sensaciones fuertes y desconocidas. Él sabía besar y lo hacía muy bien, pero no solo invadió su boca con su lengua, sino que la apretó contra su pecho sujetando su cintura y todo su cuerpo. Si alguien era capaz de enamorar o embrujar con un beso, ese era Guillaume de Hainaut, y Roselyn se vio cautiva de esas sensaciones nuevas que se negó a analizar hasta que él la liberó.

—Hermosa, creo que no esperaré a la primavera, os tendré mucho antes —dijo él con la respiración agitada, sin dejar de mirarla, sintiendo un deseo tan monstruoso por la damisela que de no haberle apartado la habría tomado allí mismo, en el bosque.

Esas palabras la asustaron y quiso correr, escapar, y lo hizo… Iría a esconderse en un lugar secreto hasta que su padre fuera a buscarla. Fue una idea tonta e impulsiva, pero al menos se sentía aliviada intentando huir, creyendo que podía hacer algo para cambiar su suerte en esas horas tan sombrías.

Su raptor no tardó en atraparla y para él hacerlo fue un juego tan excitante como haberle robado un beso momentos antes. De nuevo la tenía entre sus brazos y no quería dejarla ir, sentir su olor, volver a besarla…

—Tranquila, hermosa, nunca escaparéis de mí —le susurró.

En su loca carrera por escapar ella y él alcanzarla, habían caído en la hierba, y Roselyn estaba asustada, esa inesperada cercanía la turbaba.

Él, en cambio, estaba muy contento de haberle robado un beso primero y de tenerla ahora a su merced. Roselyn no era tonta, sabía algo de esos asuntos, había visto a dos criados retozando en los campos, escondidos en la hierba, y temió que ese joven señor al tenerla tan cerca y a su merced intentara… Pero él solo la besó y acarició su cabello, besándolo luego con mucha suavidad.

—Tranquila, damisela, no voy a haceros daño. Dejad de temblar, solo os tomaré cuando sea el momento, no ahora —le susurró.

Esas palabras, lejos de tranquilizarla, la asustaron aún más. No quería que la tomara como si fuera una esclava, una desdichada campesina convertida en capricho de su señor. Era una dama de Tourenne y estaba prometida desde su infancia a Louis de Tours. Sin embargo, Louis era ahora tan lejano como un sueño, y aunque luchaba por mostrarse orgullosa y fría, por dentro temblaba, porque empezaba a comprender que para su raptor no era más que una cautiva, no una dama de linaje, sino una joven bonita de la que deseaba disfrutar, arruinando luego su vida para siempre.

Pues no lo soportaría, se resistiría hasta el fin, lo haría. Mientras forcejeaban en la hierba y él le robaba besos, la joven se enfureció y mirándolo con soberbia le advirtió:

—Si me hacéis algún daño, mi padre os matará, señor de Hainaut.

El caballero Guillaume sonrió divertido y sin dejarla en paz le respondió:

—Nada temo de vuestro padre ni de ningún cristiano en estas tierras, damisela de Tourenne.

—Pues deberíais, él nos encontrará y si descubre que me habéis tocado, os matará sin piedad.

—¿Y acaso creéis que podréis escapar de mí, hermosa damita de Tourenne, que evitaréis que os haga mía cuando llegue el momento?

Esas palabras la asustaron, habría deseado gritar, llorar o huir, pero no podía hacer nada de eso, su orgullo y dignidad se lo impedían. Mostrarse fría y soberbia era su mejor arma para defenderse, la única que tenía. Pero cuando regresó a su celda se tendió en el camastro y lloró, lloró porque estaba muy asustada, ese incidente en el bosque le hizo comprender que él no estaba jugando, que realmente la tomaría cuando deseara hacerlo sin importarle su linaje ni que estuviera prometida a otro noble.

Su hermana la miró consternada, no le gustaba verla así, tan triste.

—¿Qué ha ocurrido, Rosie, acaso ese malvado os ha hecho daño? —preguntó.

Ella la miró y vio que los ojos de su hermana parecían redondos como platos.

—No, solo me ha besado, pero ha dicho… Él no teme a nuestro padre ni a nadie, Angélica, nada lo detendrá cuando quiera tomarme.

—Oh, no penséis en eso, hermana, por favor, confiad en que pronto seremos rescatadas. Debemos rezar, si hay justicia en este mundo…

Roselyn asintió, pero ese día se sentía demasiado triste para rezar y no lo hizo. Pensaba en los besos, en las suaves caricias del conde, hijo del demonio. Nunca la habían besado así, ni sabía que los besos podían ser tan profundos y… Suspiró, ese joven la perturbaba, la asustaba, no quería ser su amante ni su cautiva para siempre. Qué triste destino ser raptada, y lo peor de todo era que había sido por culpa de su hermana y también de ella; de no haberlas seguido esa noche con la idea de correr aventuras no estaría allí raptada y cautiva con las demás.

Como sus primas. No dejaba de pensar en ellas como en sus padres; debía buscarlas, pedir a Guillaume que no les hiciera daño. Pero no quería hacerlo, tenía orgullo.

Cuando la doncella Marie les llevó el almuerzo ese día comió sin entusiasmo, sus pensamientos seguían en el bosque, sintiendo los besos de ese demonio en su cuello, en sus labios, y sus brazos apretándola hasta dejarla sin aire, sintiendo su olor, su corazón palpitante y esos ojos hechiceros que la cautivaban. Quería escapar, debía hacerlo, intentarlo…

Miró a su alrededor aturdida preguntándose si acaso podían aprovechar la llegada de la doncella Marie para escapar. Esa joven charlatana siempre se distraía…, allí estaba parloteando con su hermana menor. Si al menos pudieran…, pero no podría hacerlo sola, Angélica debía ayudarla.

—¿Qué tenéis, hermana? Os veis pálida hoy, ¿acaso estáis enferma? —le preguntó esta luego de que la criada se marchara.

—Pensaba que tal vez…, si pudieras darle conversación a esa pelirroja tonta, podríamos intentar escapar de aquí.

—Rosie, no, no podemos, jamás lo conseguiremos, es una locura. Y si luego fracasamos y nos atrapa la bruja, nos matará. Es muy mala.

—Debemos intentarlo, por favor, no quiero que ese hombre me deshonre y me convierta en su esclava. Somos hijas del conde de Tourenne, esto es indigno, es terrible, no soportaré esta vida, hermana, no lo haré. No quiero yacer en su lecho, prefiero morir.

Roselyn estaba a punto de llorar y Angélica se acercó y tomó su mano.

—Es peligroso, Rosie, por favor, yo no me atrevo a escapar. Nunca podremos salir de aquí, aceptadlo. Rezad conmigo ahora, pedid por nuestros padres. Pensad que ellos han de estar muy tristes y tal vez… saben que nos han convertido en cautivas, pero todavía no puede tomar este castillo.

—¡Dios os oiga! Pero el tiempo pasa, los días, las semanas y nuestro padre no llega.

—Vendrá, sé que lo hará, no dejo de soñar con que llegue ese día. Lo presiento… El otro día soñé con mamá…, soñé que regresábamos a casa y ella nos abrazaba y lloraba y había un niño… ¿Creéis que pueda estar embarazada de nuevo?

—Mamá no puede tener más hijos —puntualizó Roselyn con el ceño fruncido.

—¿Y por qué no puede? No es tan vieja.

—Claro que no —replicó molesta—. No lo sé, pero hace años que no hay pequeños en el castillo de Tourenne.

—Sin embargo, Med, la esposa del mayordomo, es mucho más vieja y siempre está preñada.

Roselyn rio nerviosa al pensar en la concepción y ese conde merodeando como moscardón, por cierto que no le hacía gracia pensar que ese niño del sueño podía ser suyo un día si ese tunante cumplía su objetivo. Por eso debía escapar, buscar la forma…, no podía creer que su hermana menor, que solía ser tan atrevida, ahora se mostrara cobarde. ¿Por qué era tan cambiante, tan mocosa? Una pizca de osadía y…

—Escuchad bien —insistió entonces—, si se presenta una oportunidad, podéis darle lata a esa pelirroja que habla hasta por los codos y luego…, cuando la puerta se abra, tal vez…

—¿Pero qué plan tan loco es ese, Rosie? Por favor, jamás lo conseguiremos. No lograríamos llegar a ninguna parte, y lo más seguro es que el conde se enoje y nos dé una buena zurra a cada una. Y ni te digo lo que puede hacernos madame Serpiente.

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Días después, la susodicha dama fue a hacerles una visita de cortesía que pilló por sorpresa a las doncellas, pues se encontraban muy entretenidas ese día contando historias tontas, como siempre. Demasiado alegres para su gusto…, sin embargo, al observar de cerca a la mayor la notó pálida.

—¿Estáis bien, Roselyn? No tenéis buen color —dijo.

Angélica se alejó despacio, pero su hermana se quedó donde estaba.

—Estoy bien… —respondió la joven evasiva.

—No, no os veis bien. Habéis adelgazado y Marie me ha dicho que coméis menos de la mitad de lo que deposita en las bandejas.

Roselyn permaneció con la mirada baja, pero por dentro hervía. Así que esa charlatana pecosa había estado yendo con cuentos a madame Serpiente.… Pues no le sorprendía… Pero ¿qué más le había contado la desdichada?

—No tengo hambre, señora, y quisiera dar un paseo con mi hermana, por favor; llevamos días aquí encerradas.

—¿Encerradas habéis dicho? Pero mi hijo ha venido a visitaros con frecuencia y también os he visto recorrer los jardines del castillo de su mano —puntualizó la bruja acercándose con el sigilo de una verdadera serpiente, mirándola con esos ojillos malignos llenos de impiedad.

Detestaba a las dos jovencitas, pero a Roselyn le tenía unos celos feroces, a veces sentía deseos de darle una zurra, pero no se atrevía, su hijo estaba muy encaprichado con la chiquilla, la llevaba lejos para darle besos como un tonto enamorado, en el Bosque Encantado… Quería hacerla madurar deprisa, porque todavía estaba un poco verde la muy necia. ¡Por supuesto que lo estaba! Una damisela era niña hasta el día de su boda y esa estaba madura fuera, pero muy verde por dentro, no tenía la picardía de su hermana menor, ni tampoco su astucia. Era una buena tonta de capirote aunque se fingiera orgullosa y despierta.

—Bueno, le diré a mi hijo que os saque a tomar aire fresco, seguro que os agradará acompañarle a dar un paseo. Parecéis dos tortolitos —dijo entonces la bruja con ojos brillantes de malicia al ver que la jovencita palidecía aún más—. Pero antes deberé enseñaros algunas cosas, a vos y a vuestra hermana. ¿Sois buenas con la aguja?

Las jóvenes se miraron y asintieron entusiastas. Sabían bordar manteles y también zurcir, habían aprendido un día mirando a una criada hacerlo, aunque había sido su madre quien les enseñó a bordar flores y borlas en manteles.

—Muy bien… Marie, por favor, traed las telas con las que obsequiaré a las damas.

La criada pelirroja entró con dos fardos de tela, seguida de otra sirvienta que portaba un pesado terciopelo y una caja de madera repleta de agujas y alfileres. Cuando abrió la caja, las jovencitas estudiaron su contenido como si se tratara de un preciado obsequio, dando grititos de entusiasmo al ver las agujas de plata y esas tijeras de acero y orejas de nácar y piedras.

—Cuidad bien esas tijeras, por favor, pertenecieron a mi abuela —les advirtió la bruja.

En un momento montaron una mesa que utilizarían para cortar la tela con la ayuda de la modistilla del castillo que tenía órdenes de enseñar a las jóvenes, pero no debía auxiliarlas.

—Aprenderéis a zurcir y a coser vuestros vestidos. El de la niña rubia será más sencillo, pues es de baja estatura —señaló—. Estas telas son muy valiosas, las compré a un buhonero sinvergüenza hace tiempo.

—Son hermosas, madame —dijo Roselyn mientras tocaba el terciopelo azul—, pero nosotras no sabemos hacer un vestido.

—Bueno, dije que os enseñaría, pero eso lo hará la modistilla —respondió la dama de Hainaut con una sonrisa torcida.

Su hijo le había pedido que preparara a la mayor para ser su dama, que le enseñara a curar heridas, ¡tonterías! Esa niña tonta no sería la dama de Hainaut, ese lugar era suyo y para siempre. Ella era y sería la única curadora del castillo y del pueblo entero.

En cambio decidió ponerlas a coser todo el día como modistillas y humillarlas, pues ninguna dama cosía y zurcía como lo hacía una sirvienta. Se pincharían los hermosos dedos blancos, las manos pequeñas y delicadas de la mayor que tanto envidiaba, pues qué placer sería verla realizar una tarea tan burda.

—¡Es hermosa! —susurró Angélica—. Oh, yo quiero la del tono azul, el terciopelo azul, por favor, madame.

Ambas jóvenes se disputaban el terciopelo, pero la bruja dijo que el azul quedaba mejor en Roselyn.

—Escoged uno más claro, sois muy joven para llevar un vestido de colores tan vivos —opinó la dama.

Muy pronto ayudaron a la criada a cortar las telas y se pusieron a zurcir tan felices… Pobres inocentes, ni siquiera imaginaban lo que tenía preparado para ellas…

Las observó con malicia un instante y luego se alejó, tenía cosas mucho más importantes que hacer ese día. Necesitaba hierbas medicinales del vergel y también para hacer hechizos. Había descuidado demasiado su oficio secreto, todo por cuidar a ese par de mocosas altaneras…, pero su hijo así se lo había pedido y claro, ella debía obedecer.

Salió por una puerta secreta, cubierta con su capa de capirote que cubría su cabello por completo y dejaba su rostro en las sombras. Caminó con prisa, muy sonriente al pensar en ese par de jovencitas zurciendo, era mejor mantenerlas ocupadas, no fuera cosa que tramaran algo para escapar del castillo. Nunca podrían hacerlo, por supuesto…

Un viento helado frenó sus pasos al llegar al jardín secreto, donde cultivaba esas hierbas especiales que curaban y también algunas de ellas embrujaban. Maldito viento costero, podía llegar a ser muy perjudicial con sus plantas, pensó mientras se envolvía aún más con la gruesa capa de paño y ribetes de zorro y miraba el cielo cubierto por nubes oscuras que auguraban lluvia y tal vez más frío.

Cuando aquella ventisca pasó, se inclinó para recoger ruda, mandrágora y estramonio. Luego se detuvo en su planta de belladona y con aire pensativo la observó, era una de sus plantas más preciadas y notó que sus flores se veían mustias. ¡Demonios del infierno! Eso no podía pasar. La belladona se usaba para el insomnio, los ataques nerviosos, pero en cantidades importantes también provocaba la muerte, y por eso los italianos le decían bella dona, que significaba «mujer hermosa», porque era bella y letal en demasía… Y allí estaba, a punto de morirse. Rayos, no podía ser…

Sus manos juntaron nerviosas las pocas flores que quedaban sin marchitar, quitó unos gajos secos de la base y llamó a gritos a su fiel criada Maroi para que la ayudara en ese asunto. ¿Acaso la muy imbécil había olvidado regar y cuidar su jardín secreto? ¿Qué diablos habían hecho en ese lugar? Era como si una mano maligna (mucho más maligna que la suya) hubiera echado veneno a su precioso jardín. La bruja estaba tan furiosa que casi sintió deseos de llorar. Volvió sobre sus pasos sujetando el talego repleto de plantas e irrumpió en las cocinas en busca de quien creía era una de las responsables del desastre.

—¡Maroi, ven aquí! —chilló.

Los criados la miraron estupefactos y uno de ellos corrió a buscar a la muchacha.

Esa necia no podía estar muy lejos.

—¿Dónde se ha metido la infeliz? —preguntó frenética.

La cocinera dijo que estaba aseando las habitaciones con las otras fregonas.

Los ojos de madame echaban chispas a través de su largo capirote.

—¡Pues que venga de inmediato! —bramó.

Cuando la doncella de cara enjuta apareció mirando de un sitio a otro como ratón asustado, la bruja le descargó una sonora bofetada.

—¿Y qué te has creído tú? Has descuidado mi jardín, mis plantas que curan, grandísima holgazana. Las plantas están muriendo y tú también perecerás si no vas de inmediato a regarlas.

La aterrorizada moza se defendió diciendo que las lluvias de los días pasados habían sido las responsables y no su descuido, que ella sí las había cuidado con esmero, como había ordenado la señora condesa.

—¿Eso crees tú? —La dama no estaba muy convencida, pero un mensajero del conde puso fin al tormento de la muchacha.

—Señora de Hainaut, el conde desea verla de inmediato.

Catherine obedeció, y encontró a su hijo nervioso y de mal talante.

—Madre, os pedí que cuidaras a Roselyn, no que la hicieras zurcir como una remendona.

Bueno, ahora le había tocado a ella recibir reprimendas.

—Pero, querido, las jovencitas querían hacer algo hoy, estaban muy aburridas. Ellas me lo han pedido y ¿cómo podía negarme? Son tan adorables. Solo que… noté muy pálida a la mayor.

Eso último distrajo a su hijo por completo y casi olvidó lo que iba a decirle.

—¿Qué has dicho, madre?

—Eso…, la vi triste, con un color nada saludable. Sospecho que no goza de buena salud. La menor en cambio es un diablillo de mejillas rosadas. Se la ve mucho más fuerte. Lástima que no sea de vuestro agrado.

—Entonces podríais darle una poción de esas que bebéis a diario para mejorar vuestra salud, madre.

Los ojos de la dama se achicaron de repente, darle su elixir de eterna juventud, ¡jamás!

—Pero, hijo mío, esa pócima es para damas de más de cuarenta, ella solo tiene catorce años. Es muy joven para… Pero no temáis, buscaré un brebaje para fortalecer a vuestra favorita.

El conde se inquietó, no le agradaba pensar que su cautiva pudiera enfermar, llevaba semanas cautiva, y él llevaba semanas soportando ese deseo monstruoso creciendo en su cuerpo, día tras día. La veía casi a diario, y en las ocasiones que la llevaba a dar un paseo terminaban tendidos en la hierba, con besos y algunas caricias que lo encendían aún más. Ella lo rechazaba, lloraba, gritaba y lo empujaba, y esos momentos eran lo más excitante que había vivido en su vida con una damisela.

Así que fue a visitarla poco después, inquieto. Sin embargo, la notó muy animada cosiendo un vestido nuevo con su hermana y la ayuda de la costurera.

Ambas lo saludaron con una reverencia, pero en los ojos de Roselyn había una expresión extraña, difícil de descifrar, temor, rabia, sorpresa…

—Buenos días, doncellas de Tourenne, ¿estáis cosiendo un vestido? —quiso saber.

Angélica habló antes que su hermana:

—La condesa nos ha traído hilo y aguja para coser.

—¿De veras? Damisela de Tourenne, seguidme, iremos a dar un paseo. Os veis algo pálida. —De pronto el joven caballero tomó las manos de la mayor y las sintió frías.

Roselyn bajó la mirada y suspiró, sus besos, sus miradas, su presencia, todo alteraba su ánimo y excitaba sus nervios, no podía evitarlo.

—Estoy bien, señor de Hainaut, pero… quisiera regresar a mi casa un día. —Su voz se quebró y el conde la abrazó antes de que se echara a llorar.

Le gustaba abrazarla, tenerla tan cerca, consolarla en la pena que ese cautiverio causaba a su alma. Y tomando su mano la llevó a dar un paseo por los jardines. La joven caminó a su lado y se apuró a secar sus lágrimas, no quería que la viera llorar ni… Se sentía muy mal, sin fuerzas, pero no podía rendirse, debía ser fuerte…

La condesa los vio a la distancia y sus ojos se llenaron de odio al ver a su hijo embobado con la niña de Tourenne, esa hija de enemigos no podía ocupar su lugar y ser un día la señora de Hainaut. No lo permitiría. Tenía planes. La bruja Catherine manejaba los hilos de su telaraña con paciencia, no le haría nada a la jovencita de ojos garzos, y comprendió que era acertado que estuviera a su cuidado y que su hijo confiara en ella casi ciegamente. Eso le daba oportunidad de controlar la situación y de poder llevar a cabo sus malignos planes. Pues si de ella hubiera dependido, la habría metido en la cama de su hijo atada de pies y manos, pero no podía intervenir. Su hijo había decidido esperar sin comprender que la demora solo hacía que esa niñita lo enamorara como a un tonto. Pero todos los hombres se volvían tontos por una damisela hermosa, su hijo no era distinto en eso.

Se alejó furiosa a sus aposentos, debía ser paciente, pronto, muy pronto, solo debía ser paciente.

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Un día Angélica encontró a su hermana llorando y se inquietó, Rosie era la mayor, la más fuerte, la reprendía y cuidaba como si fuera su madre, y ningún daño habían sufrido por el momento. Era un milagro, y sabía la razón: ese conde hijo del demonio estaba prendado de Rosie, si la amaba o solo quería meterla en su lecho eso no estaba muy claro para ella, lo cierto es que iba a verla a diario y a veces más de una vez, y días antes su hermana había regresado muy ruborizada.

Roselyn había cambiado, esas semanas de cautiverio la habían vuelto llorona y caprichosa, ella no era así, Rosie era reservada, fría y autoritaria, siempre dispuesta a retarla por alguna diablura.

Angélica se acercó preocupada a su hermana, no le gustaba verla así, tan triste, llorando, y de pronto tuvo miedo.

—Rosie, ¿qué os pasa? ¿Por qué lloráis? ¿Acaso ese conde os ha hecho algo? —La niña se asustó ante esa posibilidad.

Su hermana lo negó con un gesto.

—Tengo mucho miedo, Annie, anoche tuve una horrible pesadilla y… —Rosie guardó silencio, no quería preocupar a su hermanita, ella era tan niña todavía, ni siquiera imaginaba el peligro que corrían en ese castillo, con esa bruja malvada y su hijo.

—Descuidad, estoy bien… Venid, vamos a rezar, por favor, y luego debemos terminar esos vestidos o no tendremos qué ponernos.

Debía alejar esos temores, esos pensamientos sombríos. Guillaume no era malvado, pero su madre sí, y ella sospechaba que planeaba envenenarlas o hacerlas desaparecer como a sus primas. Porque algo le decía que sus primas estaban muertas y, más que a todo, ella temía correr la misma suerte. Era tan sencillo para la condesa enviarles comida envenenada, estaban a su cuidado, y podía entrar en su estancia sin ser vista. A ella la odiaba, no sabía por qué, tal vez porque eran las hijas de Tourenne y sus familias eran enemigas, pero… Roselyn sabía que esa dama era malvada y de solo sentir sus ojos negros en ella, temblaba.

Pero había algo más, algo que tampoco se atrevía a decirle a su hermana, debía protegerla y la pobrecita era tan inocente… Todavía esperaba que su padre entrara en el castillo de Hainaut y las rescatara, pero ella sabía que eso no ocurriría y que su único fin sería un féretro tallado y muy negro. Eso o ser la esclava de Guillaume, no sabía qué era peor. No podría soportar esa vida de indignidades, sometida a él como una pobre campesina, tomada a capricho de su señor.

La tarde anterior el joven caballero había ido a buscarla para llevarla a dar un paseo, era tarde y hacía mucho frío, así que al llegar a los jardines cambió de parecer y regresaron. No a su habitación, sino a los aposentos del señor de Hainaut. Era la primera vez que la llevaba allí y ella se asustó, quiso correr, pero él cerró la puerta con llave.

El recuerdo de lo ocurrido ese día aún la atormentaba, ¡tuvo tanto miedo! Corrió hacia el otro extremo de la habitación, lloró y suplicó que la dejara ir.

—Calmaos, doncella, no voy a haceros nada. Pero creo que es mejor encerraros aquí a que estéis expuesta a las miradas de mis caballeros en los jardines —dijo él, siguiendo sus pasos.

Roselyn huyó, él rio, la dejó correr sin acercarse al comprender que debía de estar asustada. Sus ojos hechiceros la miraban, duros y malignos no la dejaban en paz. Estaba aterrada, sabía lo que quería hacerle, no era tonta, y temió que lo hiciera ese día al encerrarla en su habitación.

—Tranquila, doncella, no voy a haceros daño, venid, sentaos aquí.

No obedeció, nunca lo haría, nunca se entregaría voluntariamente a él, pero su voz, su mirada, era implacable y al comprender él que no le obedecía dio tres largas zancadas y la atrapó entre sus brazos. Cada vez que la tocaba, que la besaba, sentía una mezcla de miedo y deseo difícil de entender. Se resistió como una gata todo lo que pudo y él rio nada dispuesto a liberarla atrapando sus labios, su boca, su cuerpo, apretándolo contra el suyo. Ella odiaba que hiciera eso, pero también lo deseaba, no podía entenderlo, se sentía tan extraña, sus besos la confundían. Era el demonio, el hijo del diablo, y no podía dejar de pensar en él, de sentir su presencia, sus miradas, sus besos ardiendo en sus labios, en su cuerpo… Eso no podía ocurrir, no podía tocarla, ella no era una ramera, ni una pobre campesina…

«Hermosa, tranquila, no voy a haceros ningún daño… Miradme», le había susurrado. Ella obedeció al mirar sus ojos oscuros y extraños, y dejó de temblar. Una rara somnolencia la envolvió y luego, no recordó más, al despertar se encontraba en su habitación. ¿Acaso lo habría hecho mientras dormía, la habría seducido y no podía recordar nada? Nadie podría impedírselo, no estaban en Tourenne, eran cautivas de Hainaut. Cautivas del enemigo.

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La condesa de Hainaut era como una inmensa tarántula negra, y mientras, se reunía con sus amigas brujas en el bosque, realizaba conjuros malignos contra sus enemigos y también esperaba deshacerse de las niñitas, como de las primas, a quienes había envenenado meses antes.

Era una bruja con todas las letras, malvada y sabia, conocía de plantas que curaban y de venenos. El plan era deshacerse de ambas antes de la primavera, porque sabía que si su hijo insistía con «ese capricho» terminaría sucumbiendo a la orgullosa y altiva damisela de Tourenne.

Catherine de Hainaut perdió la paciencia, sabía que la niña pronto cumpliría quince años y que su hijo esperaba la primavera para tomarla. Bueno, era un hombre, y para ellos la belleza de una damisela indefensa era irresistible, todo ese tiempo la había respetado, pero empezaba a molestarle la presencia de la chiquitina rubia, y ese día él le había dicho:

—Madre, creo que debemos devolver a la pequeña y hacer un trato con Tourenne. Dicen que está desesperado buscando a sus niñas, y que su favorita es la menor por ser la más parecida a su esposa.

La bruja escuchó entonces a su hijo con expresión torva.

—¿Y esperas que Tourenne acceda a tu pedido de entregar a su hija mayor como tu ramera? Estáis loco, Guillaume, olvidad ese asunto, el conde del castillo blanco es un caballero orgulloso, y si se entera que vos las tenéis os hará pedazos, no tengáis duda de ello.

—No temo a Tourenne, madre, ni a nadie, bien lo sabéis, podría matarlo en menos de un santiamén, pero pensaba… No puedo tomar a una joven noble como un bribón, su linaje exige que me case con ella.

La palabra matrimonio heló la sangre de la dama de Hainaut, ¡no lo permitiría! ¿Esa niñita soberbia de Tourenne la nueva dama del castillo? Maldición, debía actuar rápido y con cautela. Miró a su hijo alarmada y replicó con mucha calma:

—¿Casaros con la hija del enemigo de tu padre? Guillaume, ¿es que habéis perdido el juicio? ¿Para qué casaros si podéis tenerla cuando lo deseéis? No comprendo qué estáis esperando, hijo. Vuestros primos harían mejor papel que vos en este asunto, uno de ellos está interesado en la menor, ¿sabíais? Deberías complacerle.

El conde miró a su madre furioso.

—La niña rubia no sufrirá ningún daño, madre, y Roselyn será mi esposa cuando llegue la primavera. Necesito a la menor para poder lograr que la mayor se rinda a mí, además será más sencillo si me caso con ella.

—¡Oh, cuánta caballerosidad y cuántas molestias, habiendo tantas mozas aquí para complaceros, Guillaume! Todo esto ha sido muy mala idea, debimos deshacernos de todas ellas al principio, o venderlas como esclavas a algún noble de otras tierras, estamos a tiempo de hacerlo.

—No, no haréis eso, madre, y no osaréis hacer ningún daño a las damiselas de Tourenne. Mucho menos a Roselyn, porque si me entero que hacéis daño a mi futura esposa o a su hermana ¡lo lamentaréis! —El joven estaba furioso y la condesa suspiró.

—¿Y os atrevéis a desafiarme, Guillaume? —dijo ella con voz entrecortada.

—Lo haré si me provocáis, madre, no os perdonaré que le hagáis daño a Roselyn, vuestros celos me enferman. Necesito una esposa que me dé hijos, ¿o acaso esperáis escogerme vos una?

—Marie debió ser vuestra esposa, pero vos la rechazasteis.

—No me agradaba la joven que escogisteis para mí, era tan tonta y fea que daba miedo.

Catherine se mordió la lengua para no responder, odiaba que su adorado hijo se le enfrentara por una jovencita orgullosa y petulante. Pero ella era paciente y se deslizaba como una serpiente por el castillo aguardando una oportunidad para deshacerse de esas chiquillas. ¡Lo haría, maldición! Y muy pronto. Su hijo era un necio y había caído bajo el embrujo de la doncella de Tourenne. ¿Casarse con ella? ¡Eso sí que no lo permitiría!

Debía actuar con prisa y suma cautela. Sus leales sirvientes la ayudarían.