5
LA VENGANZA DE TOURENNE
Meses después, el pequeño Louis Henri daba sus primeros pasos con ayuda de su madre en los jardines del castillo, vigilados por los escuderos a cierta distancia, cuando de pronto su madre se detuvo asustada al ver una sombra acercándose con sigilo.
Roselyn retrocedió al ver a la bruja Catherine acercándose a su hijo, siempre había sentido terror por esa mujer y durante mucho tiempo la dama jamás se había atrevido a acercarse, vivía recluida en el castillo de Nimes. Al verla así, de repente, le dio un susto de muerte, pero la bruja no estaba interesada en ella, sino en el niño, su nieto, y se moría por verlo, tocarlo. Guillaume no había permitido que se acercara a él, no la había perdonado ni le dirigía la palabra, pero ese día la bruja fue audaz.
Cuando Roselyn lo entendió dejó de temblar. La bruja vestida de negro se moría por tocar al niño y su mano larga rozó su cabello.
El pequeño Henri miró a la dama y se asustó y comenzó a llorar, y se escondió en el regazo de su madre y esta debió enfrentar la mirada de la temible Catherine.
No había maldad en sus ojos, sino una emoción intensa y no dejaba de buscar al pequeñín y este no dejaba de esconderse aterrado por esa dama alta vestida de negro y de ojos muy oscuros y malvados. El niño no sabía que era la bruja, sin embargo, la temía.
—Es precioso, oh, madame… Ha heredado vuestros ojos, Roselyn, cuando crezca será muy guapo y vivirá muchos años… —dijo Catherine.
Roselyn asintió mientras le hablaba con dulzura a su hijo y lo tomaba en brazos.
—Es tu abuela, Henri, la madre de tu padre —dijo al fin.
Catherine sonrió encantada. Su hijo nunca le había perdonado que escondiera a quien ahora se había convertido en su esposa, pero ella seguía velando por su bienestar escondida en Nimes y hacía días que esperaba la oportunidad de ver a su nieto. Qué tierno era, parecía un angelote rollizo y de bucles castaños, tan parecido a su querido Guillaume pero con los ojos de su madre. Tan guapo y saludable, un niño hermoso.
—Estás espléndida, Roselyn —dijo ella observando con atención a su nuera. No había malicia ni los celos del pasado, ahora era su nuera, y le había dado un bello nieto y no había delatado su presencia, sino que había dejado que lo viera.
—Gracias, dama de Hainaut —respondió la joven.
Roselyn pensó que era hora de marcharse, temía que esa mujer pudiera hacerle algún hechizo o maldad con esos ojos negros, ella nunca la había querido, todo lo contrario, ya que intentó deshacerse de ella y de su hermana hacía tiempo.
Mientras se alejaba, la bruja habló.
—Roselyn, por favor, aguardad.
La joven se detuvo asustada, abrazada a su niño.
—Dejadme verlo, un instante más, por favor, es mi nieto.
Pero el niño no quería saber nada de su abuela bruja y comenzó a llorar cuando ella acarició su cabello.
Guillaume escuchó a su hijo en la distancia y corrió a ver qué pasaba.
Al ver a su esposa con su niño en brazos hablando con una dama de negro se detuvo intrigado. Catherine estaba allí, ¿acaso su madre se había atrevido a ir a Montnoire? Tenía prohibido hacerlo y lo sabía. Nunca le había perdonado que intentara deshacerse de Roselyn y su hermana, por esa razón la había mantenido cautiva y vigilada en Nimes. Todo ese tiempo no la había visto ni había hablado con ella y encontrarla cerca de su esposa y su hijo lo enfureció.
Louis Henri lloraba asustado y él tomó a su esposa y a su hijo y le ordenó a su madre que regresara a Nimes, ya que no tenía permiso para salir de allí.
La bruja soportó la reprimenda apretando los labios, con la mejor de las dignidades, y se retiró.
—Solo quería ver a Henri, esposo mío. No iba a hacerme daño —dijo Roselyn mientras regresaban al castillo.
—No me fío de Catherine, preciosa, no quiero que se acerque a vos nunca más. No olvido lo que hizo, es una mujer malvada y celosa. Tal vez finja ser amable o amorosa, pero miente y no me fío de ella.
Poco después, en sus aposentos, Guillaume parecía atormentado y se moría por hacerle el amor con prisas. Roselyn lo abrazó y le rogó que fuera más despacio. Él sonrió, su deseo por ella era tan ardiente como el amor que lo impulsaba. Era suya, su cautiva, su esposa y le había dado un hijo tan hermoso… Solo quería estar con ella y ser feliz, la amaba tanto que si algo le pasaba se volvería loco y lo sabía.
Su cuerpo esbelto y luminoso, sus formas suaves y femeninas lo embrujaban, lo embriagaban, tan suave y tan dulce…
La amaba, la amaba tanto y por primera vez sentía que ella le respondía con timidez, que sus caricias la estremecían y era suya como nunca lo había sido desde que la había raptado. Porque siempre le había temido y el miedo era el sentimiento que dominaba los demás.
Aún le temía, pero ya disfrutaba de sus encuentros y se entregaba a él sin reservas. El niño los había unido y esperaba llenar ese castillo de niños como tanto soñaba.
Estaban abrazados, entrelazados, y era el momento más maravilloso del día, el instante en que entraba en su cuerpo y la hacía suya. Siempre prolongaba ese encuentro y no la dejaba dormir hasta saciar su deseo, pero esta vez cayó exhausta entre sus brazos al sentir nuevamente esa sensación tan fuerte recorrer su cuerpo.
—Oh, Guillaume, Guillaume… —suspiró ella.
Él atrapó su boca y la llenó de besos.
—Os amo, preciosa, os amo tanto… —dijo él acariciando su hermoso rostro. No había dama más bella en el reino, ni él podría amar a otra que no fuera su bella cautiva Roselyn de Tourenne.
La bruja Catherine estaba intranquila, acababa de tener una de esas visiones y sabía que su amado hijo corría peligro. Un grupo de caballeros se preparaba para asediar Montnoire, hogar ancestral de los condes de Hainaut… Eran hombres que portaban un estandarte del castillo blanco de Tourenne. Ese malnacido Tourenne…
—Señora condesa, ¿os sentís bien? —le preguntó la criada al entrar en sus aposentos y ver a la dama caída en el suelo. Parecía como poseída.
La señora solía tener visiones y hablaba con el diablo, o eso decía la cocinera, ella le tenía terror y jamás habría interferido en sus asuntos.
—Callad, tonta, debo ir al castillo negro, mi hijo corre peligro, debo avisarle.
Algo similar les dijo a los escuderos que le frenaban la entrada, pero estos tenían órdenes del gran conde y no se habrían atrevido a desobedecerle.
—¡Debéis dejarme ir a Montnoire, la vida de mi hijo corre peligro! —bramó.
La bruja estaba furiosa y se sentía frustrada, encerrada en el castillo. Su marido jamás habría permitido semejante afrenta. Pero Henri ya no estaba. ¡Maldición! Debía escapar de esa jaula.
En el castillo de Montnoire, Guillaume se sentía inquieto, no sabía qué era, la tormenta o un sueño extraño que había tenido la noche anterior, pero no hacía más que recorrer los jardines como si intuyera un peligro.
Fue entonces cuando vio a su madre llegar a caballo, jadeante y sin su toca, nunca la había visto así, parecía desesperada.
Sus caballeros iban a detenerla, pero él les ordenó que la dejaran pasar.
—Hijo, escuchadme, por favor, vienen hacia Montnoire. Debéis esconder a vuestra esposa y a vuestro hijo, ponedlos a salvo, quieren llevárselos. Tourenne. Tu suegro. Siempre os ha odiado y quiere vuestra cabeza. Ha reunido un pequeño ejército.
La dama hablaba de forma entrecortada y se habría desmayado, cayendo al suelo, si su hijo no la hubiera sostenido a tiempo.
—Madre, hablad ¿qué habéis visto?
Ella le habló de su visión y él la escuchó con atención pensando que también había tenido un sueño extraño la otra noche.
—Philippe Tourenne se ha unido a nuestros enemigos, los de Fours, para que os maten por haber raptado a su hija.
Guillaume llamó a sus sirvientes para que atendieran a su madre. Luego pensó en Roselyn… Maldito hombre, no le quitaría a su hija, no lo haría, era suya…
Corrió hasta sus aposentos y la encontró alimentando a su niño. Tenía un año y medio, pero seguía prendido a su madre y no paraba hasta vaciar sus pechos siempre que podía. Ambos lo miraron sorprendidos.
—¿Qué ocurre, esposo mío? —Roselyn supo que algo grave pasaba, lo vio en sus ojos.
Él se detuvo a escasos pasos de ella y la abrazó.
—Arropad a nuestro hijo, hermosa, debo llevaros lejos de aquí, poneros a salvo. Luego os explicaré pero ahora no hay tiempo…
Ella se asustó, quiso saber qué pasaba.
—No temáis, estaréis a salvo, Roselyn.
Una criada la ayudó a llenar con ropa un arcón. De pronto, Guillaume pensó en su madre, también corría peligro en esas tierras. Pero no la escondería con su esposa e hijo, buscaría otro refugio para ella. Era leal a él, pero no la dejaría con Roselyn, aún no se fiaba.
La escoltó, y llevó a su pequeño Henri en brazos, que se durmió poco después, su pequeño ángel… Eran su familia, su nueva familia: la hermosa dama de Tourenne y su hijo.
Roselyn no dejaba de mirarlo, nerviosa y asustada, intuyendo que algo terrible ocurriría.
—¿A dónde nos lleváis, esposo mío? ¿Qué es este lugar?
Se encontraban en lo más profundo del bosque, cerca del lugar donde la bruja se reunía a realizar conjuros y estaría custodiado por sus más leales caballeros.
—No temáis, mi hermosa dama, aquí estaréis a salvo —le respondió.
Roselyn observó esa casa escondida, envuelta en denso follaje, parecía la choza de un ermitaño y de pronto lloró al comprender que su esposo se iría y la dejaría allí con su pequeño hijo.
—Quedaos con nosotros, Guillaume, por favor, sois mi esposo, y somos vuestra familia, no nos dejéis aquí, por favor…
Él besó su mano y de pronto la tomó entre sus brazos y le dio un beso ardiente, apasionado.
—Hermosa, sabéis que me quedaría con vos si pudiera hacerlo. Pero el ataque al castillo de Hainaut es inminente y debo pelear con mis hombres. No temáis, regresaré en cuanto pueda, pero antes debo poneros a salvo, a vos y a nuestro hijo.
Roselyn lloró y suplicó desesperada. La asustó pensar que tal vez no volverían a verse, que su esposo podía morir. ¿Qué sería de ella y de su hijo si eso ocurría? Pero él era un caballero y sabía que era invencible con la espada, que nadie podía matarlo, o eso era lo que decían de él. No estaba segura. No quería que fuera un héroe, quería que fuera su esposo porque había empezado a quererle y ahora, al enfrentarse a la posibilidad de perderlo, comprendió cuánto lo amaba y necesitaba. Y al ver que se alejaba, corrió para alcanzarle sintiendo que su vida no tenía sentido sin Guillaume.
Él se detuvo y la miró, era la primera vez que ella se acercaba a él y le rogaba que no la dejara.
—No querré vivir sin vos, Guillaume, me raptasteis, me arrebatasteis mi inocencia y mi corazón. Mi corazón es vuestro ahora, es la prenda de mi amor. Os amo, os amo, Guillaume, no me dejéis… Por favor, no me dejéis ahora.
Él se acercó lentamente y la estrechó con fuerza y la besó, un beso dulce, apasionado… Luego vio su hermoso rostro, tan dulce, y acarició sus mejillas sin dejar de mirarla con el corazón palpitante, emocionado… Y era suya, la más hermosa de las damas de Francia era su esposa.
—Solo Dios sabe lo que me cuesta dejaros, preciosa, después de haber escuchado tan dulces palabras. Pero no voy a esconderme como un cobarde, y no dejaré a uno con vida esta noche, Roselyn. Volveré, os lo prometo. Mis caballeros cuidarán de vos y os defenderán en mi ausencia, nadie os llevará de mi lado jamás, hermosa, y no lloréis, no moriré, soy demasiado malo para irme ahora. Esperadme, mi amor, esperadme, que vendré por vos, lo haré, tenéis mi palabra.
Roselyn lloraba y él pensó que nunca olvidaría la tristeza de esos ojos y que su pena le daría coraje para vencer a sus enemigos y regresar a su lado cuanto antes.
Reunió a sus caballeros y escuderos y los preparó para el asedio, pero nada ocurrió ese día ni al siguiente, todo permanecía inmerso en una extraña calma. No hacía más que recorrer los jardines aguardando con la espada lista para entrar en combate.
Habían ido a matarle y, sin embargo, no comprendía la tardanza. ¿Acaso su madre se habría equivocado? ¿O todo había sido un ardid tramado por esta?
Espoleó su caballo y corrió como endemoniado, no había tiempo que perder, había llegado la hora de dar cuenta de su terrible enemigo.
El frío regresó, el frío y la niebla cubriendo el bosque de un manto blanco, fantasmal… Roselyn observó el paisaje desde el refugio de esa casa de piedra donde día tras día aguardaba el regreso de su marido; ella con su pequeño en brazos que lloraba y se tocaba la boca, tal vez por los dientes o porque también él extrañaba a su padre.
—Señora condesa, os he servido el almuerzo. Comed algo, por favor, enfermaréis si no lo hacéis —dijo su fiel criada Anne.
Tenía razón, hacía tiempo que no se alimentaba bien, es que la angustia le cerraba el estómago, pasaba el día entero encerrada, mirando por esa ventana, aguardando el regreso de su esposo, tan angustiada por el futuro que a veces no lograba conciliar el sueño. Así que fue hasta la mesa y se esforzó en probar un poco de caldo de verduras y un trozo de carne de cerdo sazonada.
Y cuando terminaba de almorzar escuchó ladrar a los perros anunciando la llegada de extraños, y tembló. ¿Guillaume, su padre o algún sirviente para llevarle buenas nuevas?
Se incorporó inquieta y fue hasta la ventana del comedor para atisbar escondida tras las cortinas, pero no vio a nadie.
—¡Annie! Annie, venid aquí —llamó. Pero no tuvo respuesta, la estancia parecía vacía y corrió hasta la recámara para ver a su hijo.
El pequeño dormía como un lirón en su cuna, ajeno a la angustia que sobrecogía su corazón, día tras día, temiendo lo peor. Pues sabía que solo podría haber un vencedor en ese asedio y si era su padre, quien doblegaba a su marido le daría muerte, y si ocurría a la inversa…
Un sonido de jinetes llamó su atención y comprendió que los perros no se habían equivocado, tenían visitas.
Inquieta y con un extraño presentimiento fue a investigar, pero al llegar al umbral de la casa de piedra su corazón se paralizó de terror al ver a su suegra, la bruja del bosque, la maligna Catherine, envuelta en su capa de armiño rodeada de un séquito de caballeros.
Retrocedió y quiso escapar, pero la bruja la había visto y nada impidió que entrara en la casa.
—Roselyn… —dijo ella al ver que corría, y estuvo mortificándola un poco más con su silencio hasta que confesó que había ido a ayudarla.
—No temáis, nada debéis temer de mí, he venido como vuestra pariente más cercana a ofreceros mi auxilio en estas horas tan sombrías para vos.
La joven pensó que no podía estar hablando en serio. ¿Su peor enemiga pretendía convencerla de que había ido a ayudarla? No… debía de ser una trampa.
Henri lloró entonces y le dio la excusa perfecta para dejar a la bruja. Su pequeño lloraba desconsolado y se mordía furioso los puños, sabía que eso significaba que tenía hambre. Lo tomó en brazos y se dispuso a alimentarlo cuando apareció su suegra en la habitación y entró sin esperar a ser invitada.
—Oh, el pequeño Henri —dijo y quiso alzarlo, pero su nuera la detuvo.
—Debo alimentarlo ahora, tiene hambre.
La dama retrocedió, y su mirada oscura y siempre maligna se tornó suave, casi dulce. Quería acariciar su cabello oscuro, musitar una plegaria por ese angelito, deseándole un futuro venturoso.
—Es hermoso, mi nieto… ¡Qué bello es! Tan parecido a mi hijo. Escuchadme, Roselyn, por favor. He venido a ayudaros, corréis peligro, debéis marcharos ahora con el niño, yo os ocultaré. Vendrán por vos, los caballeros que envió vuestro padre a rescataros y a dar muerte a mi hijo.
La joven tembló.
—Oh, eso no puede ser verdad, madame, mi padre jamás me haría daño. —Roselyn la miró aturdida mientras el pequeño Henri se prendía de su pecho y tragaba grandes cantidades de leche en un santiamén.
—Querida, no hay tiempo que perder. Debéis creer lo que os digo, este ya no es un lugar seguro y si algo os pasara… Mi hijo jamás me lo perdonaría —insistió la dama.
Roselyn tuvo miedo, la bruja quería llevarla como aquella vez y temía por su hijo, su pequeño hijo.
—Confiad en mí, por favor, no os haré daño. ¿Creéis que sería tan malvada o tan tonta de venir aquí a embaucaros y haceros daño? Sois la esposa de mi hijo y también me habéis dado un hermoso nieto. Sí, en el pasado os odié y tuve celos. He aprendido la lección. Todo este tiempo me han dejado apartada, aislada en Nimes, por mi falta, pero yo cuidé de vos entonces, damisela, os salvé la vida. Es cierto que no le dije a mi hijo que os tenía en mi poder a vos y a vuestra hermana pero… No os hice daño, pude mataros entonces y haceros desaparecer.
—Como a mis primas, ¿no es así? ¿Qué hicisteis con ella, madame Catherine? ¿Por qué jamás volví a verlas?
La dama bajó la mirada, no estaba apenada ni avergonzada, solo vacilaba y de pronto la miró y dijo:
—¡Yo no las maté! Pero tras llegar las atacó la peste y tuvimos que aislarlas, no podéis acusarme de un crimen que no cometí, no fue mi culpa, hija. Debíamos apartarlas o contagiarían a todo el castillo.
Roselyn tembló al escuchar esa historia. Siempre había creído que sus primas habían sido envenenadas por la bruja, madame Serpiente. sabía mucho de pócimas y venenos.
—Os he dicho la verdad. ¿Acaso no me creéis? —protestó la bruja.
—Es que no sabía nada de eso —fue la respuesta de la joven.
—Esas jovencitas no tenían buen color cuando llegaron, creo que se asustaron y por eso enfermaron. Eran enfermizas, las dos. No podéis culparme. Hice lo que pude para salvarlas.
Se hizo un incómodo silencio y ambas quedaron enfrentadas y de pronto Roselyn recordó la noche que había presenciado el aquelarre en el bosque prohibido. La imagen de la joven muerta vino a su mente como un rayo y no pudo evitar decirle a la bruja con cierta aspereza:
—Pero vos resucitasteis a la doncella esa noche… estaba muerta y vos la despertasteis con vuestros poderes, ¿por qué mis primas no pudieron salvarse?
La bruja dio un paso atrás acorralada.
—La moza que visteis no estaba muerta, sino muy enferma y… La peste es una plaga mortal, señora de Hainaut, tan letal que os mata en un instante. Jóvenes, niños, ancianos, no hay manera de salvarse. Solo si el Señor decide salvaros. Yo no puedo contra eso. Cuando toma vuestro cuerpo no hay nada que pueda hacerse, solo rezar y esperar… Jovencitas débiles como vuestras parientes… no, no podían salvarse, no hubo mucho que pudiera hacer. No lucharon, se asustaron.
Roselyn sintió deseos de llorar, pero se contuvo, debía tomar a su hijo y escapar. Intentarlo. No se fiaba nada de esa bruja.
—Roselyn, tenéis que creerme. Confiad en mí, he venido en son de paz y amistad. Sois mi familia ahora, me habéis dado un hermoso nieto y mi hijo… Mi hijo os adora —le costó algo decir esas últimas palabras—, y además no permitiré que vuestro demente padre mate a mi hijo o arruine su felicidad con este horrible asedio, no lo merece, él os trató con respeto y dignidad, no hace más que complaceros. Os ama, mi hijo os adora, por eso he venido y también por mi nieto, no permitiré que vuestro padre lo destruya todo.
Roselyn sostuvo a su pequeño, que se había dormido luego de alimentarse, y vaciló. Casi imploró al Señor una señal, pues no sabía qué hacer. No se sintió capaz de seguir a esa mujer que tanto daño le había hecho en el pasado. ¿Cómo podría confiar si en el pasado estuvo a punto de matarla y acababa de confesarle que había matado a sus primas?
—Venid conmigo ahora, el tiempo apremia, dama de Hainaut —dijo la bruja.
La joven salió de la habitación después de envolver a su hijo con una gruesa manta de lana, pero no tuvo tiempo de escapar, pues cuando se dirigía a la puerta vio un grupo de caballeros que se acercaban a la casa al tiempo que una lluvia de flechas caía sobre ellos. Quiso gritar pero no pudo hacerlo, «¡Padre!», murmuró aterrada y entonces alguien cubrió su boca y la jaló hacia atrás con el pequeño Henri en brazos.
Había ocurrido, habían invadido las tierras de Montnoire y la vida de su padre y de su esposo corrían peligro. La bruja Catherine había dicho que planeaban matar a Guillaume…
De pronto comprendió que quienes la jalaban eran dos robustos caballeros, servidores de su suegra seguramente.
—No temáis, señora de Hainaut, estaréis a salvo —le dijeron.
Ella obedeció, no podía hacer otra cosa. Exhausta se dejó conducir hasta un caballo. Nunca olvidaría ese día de pesadilla ni los días que siguieron. Catherine la llevó a su fortaleza de Nimes, donde la ocultó de los invasores y permaneció escondida, en su compañía. La había salvado. Su antigua enemiga, la bruja Catherine, acababa de salvar su vida y la de su pequeño hijo…
El de Nimes era un castillo frío y se respiraba allí un ambiente sombrío, como si la maldad de la bruja lo recorriera. Y a pesar de que la confinó la habitación escarlata, que era una de las más lujosas del castillo, según le dijo, no se sintió a gusto. Ni tampoco segura. ¿Cumpliría ella la promesa de ayudarla, la había salvado o planeaba algo más siniestro? Sabía que adoraba a su nieto, se moría por tenerlo en brazos, por besarlo, pero a ella debía de odiarla por ser la causante en cierta forma de su pelea y distanciamiento con su hijo Guillaume.
Observó la habitación cubierta de ricos tapices y finos muebles de ébano mientras acompañaba a su pequeño, que quería explorarla y buscar algo para jugar. Tomando sus manitas lo ayudaba a dar pasos mientras le cantaba una canción con la esperanza de que durmiera la siesta, pues ese día había estado muy inquieto y se sintió agotada.
De pronto notó que el niño señalaba hacia la puerta y balbuceaba algo, y al seguir la dirección de su mirada se encontró con la bruja, que observaba la escena desde un rincón, silenciosa y con mirada de harpía. O al menos así la vio Roselyn.
—Señora Catherine, no la he oído llegar —dijo para romper el incómodo silencio.
El pequeño Henri quiso ir a saludar muy entusiasta y madame Serpiente. sonrió encantada.
—Oh, qué niño tan adorable es mi nieto.
Antes de que Roselyn pudiera hacer nada, lo tenía en brazos y le decía:
—Hola pequeñín, soy tu abuela Catherine…
Roselyn no pudo evitar que se lo arrebatara, pero siguió nerviosa sus movimientos. Suspiró, no era la primera vez que la bruja hacía eso, desde su llegada había pasado gran parte del día pendiente del pequeño y hasta había participado de un baño y supervisaba a conciencia las papillas que el pequeño podía comer.
Había sido buena, hasta ahora, pero todavía no se fiaba, y cuando su hijo regresó a sus brazos le preguntó por Guillaume.
—Señora Catherine, ¿sabéis algo de mi esposo?
Los ojos de la bruja se agrandaron.
—Está vivo, solo eso puedo deciros.
—¿Y mi padre?
—No lo sé… Pero descansad, estáis exhausta, y no temáis. No voy a haceros daño, os puse a salvo, ¿habéis comprendido? Os he salvado a vos y a mi nieto. El pequeño Henri… Qué guapo es, se parece tanto a mi Guillaume —dijo y acarició su cabello castaño con ternura.
La bruja habría llorado si hubiera tenido alguna lágrima para hacerlo. Sus ojos oscuros y siempre malignos sonrieron y brillaron como muestra de la emoción intensa que la embargaba. Roselyn observó la escena y de pronto tuvo celos, no quería ver de nuevo a su niño en brazos de esa malvada. La bruja la habría matado y se habría quedado con Henri y con su esposo también. Hacía tiempo que casi lo había intentado y sintió que nunca podría confiar en ella.
Catherine observaba atontada a su nieto y luego lo devolvió a su madre, con pesar. El niño ya no parecía temerla y hasta le había obsequiado con una sonrisa momentos antes.
—Cuidad bien a mi nieto, es un verdadero angelito —le advirtió.
—Siempre he velado por él, madame, es mi hijo y lo amo —respondió Roselyn picada.
Tomó a su hijo y se alejó nerviosa. ¿Realmente la había salvado o ese era un nuevo cautiverio? La joven se estremeció ante la posibilidad de permanecer mucho tiempo cautiva en ese lugar, con tan inquietante compañía.
El castillo de Nimes era un lugar sombrío y helado, Roselyn vivía con la capa de paño y de armiño puesta porque el frío era tan intenso que parecía calarle los huesos.
Una mañana, cuando la bruja fue a verla, la encontró acostada, sin ganas de abandonar la cama, observando a su hijo dormido a su lado.
Cada vez que la mujer aparecía, Roselyn temblaba, le tenía miedo, y ese miedo la dominaba por completo, a pesar de que intentaba disimularlo.
—Buenos días, Roselyn, os veis pálida, ¿os sentís bien? —dijo la bruja y sin esperar respuesta se acercó al pequeñín, que le sonreía contento.
—Señora Catherine, ¿habéis sabido algo de mi padre o de Guillaume? —la joven estaba angustiada por la suerte de ambos y cada día al despertar temía recibir una mala noticia sobre ambos.
La dama la miró con fijeza.
—Mi hijo está a salvo, Roselyn, pero vuestro padre, nada sé de él.
Esas palabras la angustiaron y rezó en silencio, siempre lo hacía, pero en esos momentos lo necesitaba más. Debía ser fuerte, por su hijo y por Guillaume también… Convivir con esa mujer malvada era una dura prueba. Se levantó y afrontó el nuevo día con expresión orgullosa, no quería que su suegra notara que estaba triste y tenía miedo. Todo había cambiado ahora: era esposa y madre, no podía seguir llorando como una chiquilla asustada, había aprendido a no hacerlo. Y ya no quería escapar, Montnoire era su hogar y él no era malvado con ella ni… Él la amaba y ella le había dado un hijo, no podía regresar al castillo blanco como si no estuviera casada, como si él nunca hubiera existido. Y no quería siquiera pensar en la posibilidad de que hubiera muerto, era demasiado horrible…
La condesa bruja podía leer sus pensamientos, su tristeza, pero había algo de malicia en ella, todavía era un poquitín malvada y no le decía que su padre también estaba vivo. Prefería que la pobre sufriera un poco.
Días después, a media mañana, apareció en su habitación sigilosa, sin hacer ruido y al verla llorar, la muy zorra no dijo ni una palabra y simplemente fue a atender al niño, que también lloraba. Su nieto. Era un niño tan hermoso y regordete, tenía los ojos de su hijo y era tan parecido. Y el chiquitín tenía hambre, y necesitaba que cambiaran sus pañales, y su madre no hacía más que lloriquear como una niñita. ¡Demasiado mimada! Y mientras la observaba con gesto torvo comprendió que el niño estaba llorando de hambre, su madre debía alimentarlo de inmediato.
Roselyn tomó el niño en brazos, secando sus lágrimas. Estar encerrada con su suegra bruja la hacía sentir peor. No confiaba en ella, pensaba que en el momento menos pensado, y si le convenía, le clavaría un puñal sin pestañear. ¿Dónde estaba Guillaume? ¿Por qué no iba a buscarla? Odiaba estar en ese lugar confinada, nuevamente cautiva.
Miró a su niño y acarició su cabecita, mamar siempre lo hacía transpirar, lo hacía como un lechón y no paraba hasta vaciarla.
Catherine observó conmovida la escena, el pequeño Henri mamaba y hacía ruiditos, era tan adorable verlo alimentarse con tanto vigor, esa era la prueba de que el niño estaba sano. Solo ese niño podía ablandar su corazón duro, su hijo también, pero su hijo estaba lejos ahora, y ella se moría por estar con ese pequeño angelito, su nieto…
—Debes mantenerlo bien alimentado, si lo mantienes así de hermoso no enfermará y crecerá fuerte. Le voy a hacer probar un ungüento muy bueno para…
Siempre hablaba de hierbas, brebajes, esa dama conocía el poder de las flores y las plantas y también hacía medicina casera. Leía la mente, hacía brujerías, pero nadie la había molestado jamás por ello, tenía suerte, en el castillo blanco una vez habían prendido a una criada por hacer brujerías y la habían arrojado al lago con una piedra atada al cuello.
Catherine notó que su nuera estaba exhausta y sufría un desvanecimiento después de alimentar al niño, eso no era bueno. Gritó, llamando a las criadas. Esa jovencita era tan testaruda, casi no probaba bocado, ¿qué pretendía?
Corrió a buscar un elixir para ayudarla a recuperarse. La necesitaba viva, para que le diera más nietos y también hiciera feliz a su hijo mientras se los hacía. Nunca había visto a un hombre tan enamorado de una mujer como Guillaume. Estaba tonto por esa damisela mimada. ¿Por qué ciertos hombres siempre se enamoraban de esas jovencitas consentidas y frías? ¡Vaya uno a saber! Bueno, era hermosa, joven, frágil, los caballeros adoraban la hermosura antes que todo.
La condesa bruja sacudió la cabeza resignada mientras se acercaba al lecho donde descansaba su nuera. Se veía pálida, demacrada y exhausta, y recién era media mañana. Examinó sus ojos y tomó su pulso y luego, con la ayuda de las criadas, le dio a beber una copa con el elixir.
La joven damisela la miró con suspicacia. ¡Venga ya! ¡Desconfiaba de ella después de haberle salvado la vida en el pasado y ahora! Pues mira que había gente ingrata en este mundo.
—Bebed esto o en unos días deberé asistir a vuestro funeral, muchacha, estáis pálida, os falta sangre y no hacéis más que lloriquear todo el día. ¿Acaso creéis que deseo envenenaros? —se quejó.
Roselyn bebió la copa, resignada. Sabía horrible y, sin embargo, días después comenzó a sentirse mejor. Claro, además la bruja Catherine la obligó a comer todos los días, y vigilaba que las bandejas no salieran intactas de sus aposentos, como antes.
Le enviaba carne a medio cocer, legumbres, vino y ese horrible elixir a base de hierbas y brujerías. Roselyn estaba segura de que no era nada bueno, pero… ¡Caramba! Empezaba a recuperarse, a sentirse más fuerte y esperanzada. No dejaba de pensar en su esposo ni de rezar por él y en sus rezos también rogaba al Señor que salvara a su padre. Amaba a ambos con la misma devoción e intensidad y no habría soportado perderlos, y que la vida de su esposo fuera el precio a pagar por la de su padre.
Sus rezos fueron escuchados, pues al día siguiente Guillaume apareció en el castillo, con algunas marcas de heridas, pero ansioso de reunirse con ella y ver a su pequeño hijo. Había estado muy cerca de la muerte, pero había resistido.
Sabía que su madre la había escondido en Nimes y fue a buscarla con sus hombres.
Al verle llegar, la dama Catherine corrió a su encuentro.
—Guillaume… —dijo, y quiso abrazarle, pero este siempre había sido arisco y ahora estaba muy nervioso por su esposa. Durante días había estado temiendo por su salud, intuyendo que un peligro extraño la aquejaba, pensando que tal vez ese peligro fuera su propia madre…
—Luego hablaremos, madre —dijo hostil, y se alejó. Todavía no confiaba en ella, a decir verdad.
Roselyn tenía a su niño en brazos y al verle llegar se quedó mirándole, atontada. «Guillaume», susurró, y el pequeño lo miró con curiosidad. Su hijo, un niño sano, robusto, era un milagro. Ambos estaban a salvo. Se acercó y la besó y estrechó contra su pecho. La amaba tanto…
Roselyn lloró y notó que él tenía heridas en los brazos y una venda ancha en el pecho.
—¡Dios bendito, habéis regresado, estáis vivo! Pero ¿quién os hizo esto, esposo mío? Dejadme ver las heridas…
Él tomó su rostro y besó sus labios y suspiró, sentir su voz, su olor…
—Vinieron a matarme, querida, pero soy muy malo para morir. Dicen que el diablo cuida de los suyos, y ahora sé que es verdad.
Estaba demacrado pero había pasado lo peor, era invencible con la espada y lo había demostrado. A pesar de las múltiples heridas había vencido a su enemigo y ahora estaba fuerte para seguir luchando. Jamás le quitarían a Roselyn.
Ella lo abrazó con fuerza, y estuvieron besándose un buen rato, unidos en silencio, no podía dejar de llorar. Al notarlo él secó sus lágrimas y la miró con una sonrisa.
—Os veis pálida, hermosa. ¿Acaso mi madre intentó envenenaros de nuevo?
Roselyn rio.
—No bromeéis con eso, por favor… Ella me salvó, Guillaume, habían venido al refugio a llevarme a Tourenne, pero vuestra madre me avisó y pudimos escapar a tiempo. Y ha cuidado del niño y también de mí.
—Bueno, mejor así, hermosa…, mucho mejor. He tenido bastante con mis enemigos, no quiero tener nuevos ahora. Escuchad, debéis regresar al castillo de Montnoire.
Roselyn se despidió de su suegra, agradeciendo sus cuidados, pero esta no dejaba de mirar con desesperación a su nieto: lo adoraba, era hermoso y antes de que se fueran le rogó a su hijo que la perdonara. Hizo a un lado su orgullo para implorarle que la dejara ver a su nieto algunas veces.
Guillaume la miró con fijeza.
—Luego hablaremos, madre, ahora tengo prisa —respondió.
Su mayor anhelo era tener a su esposa entre sus brazos, en su habitación, había pasado las horas más negras de su vida y no quería pasar un solo instante sin su calor.
Mientras cenaban, ella lo miró con fijeza.
—¿Y mi padre, esposo mío? ¿Acaso él murió? Por favor, decidme la verdad.
Guillaume la miró con intensidad.
—Está vivo, hermosa, respeté su vida por vos, porque os amo y nunca podría causaros un dolor semejante, pero, por momentos, os juro que quise darle muerte. Me odia y nunca aceptará que sois mía. Él no habría tenido piedad y lo sabéis.
Roselyn lloró, estaba vivo, era un milagro y una prueba de amor que jamás olvidaría, pudo matarlo pero no lo hizo…
—Oh, gracias, Guillaume, nunca olvidaré esto, jamás. Es mi padre y lo amo… Espero que el tiempo aplaque su odio y le haga recapacitar.
Hainaut asintió en silencio y besó su mano, la mano donde estaba la sortija de matrimonio, ese anillo de oro y rubíes que simbolizaba el emblema de su casa. Sus ojos se clavaron en los suyos, con deseo. A pesar de la palidez acentuada por la luz de los cirios encendidos, estaba hermosa, tan bella…
—¿Y mi madre, os ha tratado bien?
La joven dama asintió en silencio.
—Estaba débil, casi enfermé, cada vez que alimentaba a nuestro hijo me mareaba y ella me dio un filtro todos los días hasta que me recuperé. Fue buena conmigo y os ruego que la dejéis ver a su nieto, se derrite de amor por él, no hace más que decir que se os parece. Además…
Su esposo asintió.
—Jamás creí que la dama de Nimes tuviera sentimientos tan tiernos, esposa mía, pero si me lo pedís, prometo considerarlo. No sé si será buena idea, pero le daré una oportunidad. Venid aquí, me muero por teneros entre mis brazos.
Ella sonrió y dejó escapar un gemido cuando la sentó en su regazo y comenzó a besarla mientras acariciaba sus pechos a través del vestido, con mucha suavidad.
—Esposo, vuestras heridas… No me habéis dejado curarlas.
—Estoy bien. Venid aquí preciosa, os extrañé mucho y esta vez no escaparéis. Nunca más podrán alejarme de vos.
La dama respondió a sus caricias y poco después se encontraba desnuda entre sus brazos, tendidos en la inmensa cama. Sentir su calor y suavidad, y el cuerpo de ella estremecerse con sus besos fue el mejor de los placeres. Era tan hermosa, tan dulce y era suya… Siempre lo sería y nada más podría separarlos.
—¡Oh, Guillaume, os amo tanto! —dijo ella estremecida al sentir que los besos de él llegaban a su monte, sin detenerse.
Al principio esos besos la habían asustado, pero en esos momentos los deseaba.
—Hermosa, no os avergoncéis, hoy seréis mía como nunca lo habéis sido —dijo él, y su boca buscó la entrada de su sexo con desesperación para deleitarse con él.
Oleadas de placer la sacudieron y la hicieron estallar mientras su esposo la devoraba por completo. Esa noche se atrevió a responder a sus caricias, se moría por hacerlo, pero siempre había sido muy tímida y reservada.
Al adivinar sus intenciones, al sentir sus besos en su pecho y en su cintura él suspiró y la alentó a seguir, le dijo cómo debía hacerlo. Roselyn estaba demasiado excitada y anhelante para detenerse, y cerrando sus ojos ante su hermoso miembro erguido y duro como piedra comenzó a lamerlo y a devorarlo despacio. Era tan suave y delicioso y sabía cuánto le agradaban esas caricias…
—Así, hermosa, no temáis, es maravilloso —susurró él.
Ella siguió lamiéndolo, succionándolo con mucha suavidad, rozándolo lentamente con sus labios, con su boca embriagada con el olor, con el sabor de su piel.
Él debió detenerla porque si no lo hacía perdería la cabeza y quería tomarla, penetrarla, poseerla una y otra vez.
—Ven aquí, hermosa, tendeos a mi lado, me muero por entrar en vos —le susurró. Roselyn obedeció mareada y estremecida, gimió al sentir que entraba en su cuerpo llenándola con su inmenso miembro. Estaban juntos, fundidos y no era un sueño, era real.
Él la rozó con fuerza y desesperación, ardiente y apasionado, sabía que estaría toda la noche haciéndole el amor.
Ella volvió a estallar poco después y él sonrió, su miembro seguía duro, firme, listo para dar más pelea, era un guerrero y jamás dejaría de poseerla, de tomarla… No había nadie más en su corazón, ni en su vida. Roselyn, su hermosa cautiva lo tenía atrapado en su cuerpo, en su corazón, su alma entera le pertenecía. Y adoraba cada rincón de su piel, de su cuerpo… «Os amo, hermosa, os amo tanto, tuve tanto miedo de no volver a veros», le susurró en el instante en que la llenaba con su simiente.
Ella lo abrazó con fuerza y sus ojos se llenaron de lágrimas, pues también había sentido ese miedo.
—No lo digáis, por favor… Nunca más volváis a dejarme sola, Guillaume —dijo secando sus lágrimas.
Su esposo se acercó y besó sus labios mientras secaba sus mejillas, acariciándolas suavemente.
—Os doy mi palabra, hermosa.
Roselyn suspiró al sentir que comenzaba a besarle para hacerle de nuevo el amor. Atrás quedaban los días de pena y tristeza, solo alegría, amor, y toda una vida para vivir juntos.