3

Cita en Gwalior

El 28 de abril de 1858,Tantia Topi y la rani de Jhansi llegaron a la aldea de Kunch con siete mil soldados y cinco cañones. Los planes se estaban llevando cuidadosamente a la práctica.

Trincheras excavadas en mitad de las carreteras, barricadas de arbustos de espino, grupos de soldados enviados en todas direcciones para engañar al enemigo y guardias en el fondo de los barrancos, bien escondidos. Mardan Singh se había posicionado en otra aldea para atacar a Rose por la retaguardia. Había exactamente cuarenta y nueve grados a la sombra, calor suficiente para dejar fuera de combate a los pobres ingleses.

Pero nada funcionó. Todo ocurrió como si Rose conociera de antemano todas las trampas por visión divina. Lo había adivinado todo. Salvo el final de la emboscada.

Rose estaba más que seguro de la desbandada del ejército de los rebeldes, a imagen de la desbandada de las tropas de Tantia Topi tras el desastre del Betwa. Soldados huyendo en desorden, vulnerables, fáciles de abatir. Rose estaba decidido a no darles cuartel.

Pero los sublevados se retiraron en orden, «con determinación e inteligencia», escribió Rose en su informe del día. Sus soldados contaron que habían visto a una mujer de rojo dar vueltas con su caballo alrededor de los cipayos, haciendo girar un alfanje y gritando: «¡Vamos, vamos, no os disperséis, retroceded en línea, todos juntos, vamos!».

Kunch no era más que una victoria a medias. Por primera vez, Rose admitió que la mujer de rojo era Lakshmi Bai, la Juana de Arco de la India, esa reina oriental a la que juzgaba incapaz de sostenerse sobre un caballo.

Los cabecillas rebeldes se reunieron en Kalpi y se prepararon para un asedio que era ya inevitable.

Encargada de la defensa de los barrancos con dos mil soldados de infantería y cuatrocientos de caballería, la rani estaba de inspección cuando vio en un sendero a una mujer alta que avanzaba a pie, armada con un fusil.

Sundar era la última superviviente de las amazonas. Chabili conocía su pasado y aun así la había reclutado, pese a las reticencias de sus compañeras.

Sundar era una joven campesina, hija de un calderero de baja casta y de una madre violada por los bandidos. Su padre la había casado a los once años; a los trece era madre y viuda. Sundar era una mujer endurecida, taciturna y eficaz. Durante el horror del asedio había hecho gala de una valentía inquebrantable.

Saludó a Chabili con las manos unidas y, sin una lágrima, le contó cómo su único hijo, un niño de diez años, había sido ahorcado cerca de Jhansi. Entonces ella había decidido reunirse con su reina.

Su rostro era inexpresivo, vacío de toda emoción. A Chabili se le ocurrió una idea.

–Tu hijo ha muerto, ¿quieres que te confíe al mío?

Una vaga sonrisa iluminó el rostro de Sundar. Chabili la invitó a subir a lomos de Sarangi y regresaron al paso, lo bastante despacio para que Sundar le contara qué había sido de su Jhansi.

–También han ahorcado a vuestro padre –dijo, abrazando a Chabili–. Sobre un patíbulo, en el jardín de Jhokan.

–No me aprietes tan fuerte –murmuró Chabili.

–Todo el mundo dice que murió con valentía, pero yo no estaba presente. Solo lo vi después, con la lengua fuera de la boca.

¿Cuándo lo capturaron? Sundar no lo sabía. ¿Había logrado escapar Chamibai? No hubo respuesta. En opinión de todos, Moropant había muerto en martirio, y estaba bien así.

Chabili le confió el príncipe heredero a la gran Sundar y su calma aparente tranquilizó al niño.

El ahorcamiento de Moropant Tampé transformó al brahmán devorado por la ambición en un personaje heroico cuyos excesos pronto cayeron en el olvido. Chabili no hizo ningún comentario y recibió los sentidos pésames de sus pares.

Excepto de Ramchand.

–Fue un mal padre que te vendió a un mal marido –le dijo a Chabili al oído–. ¿Cómo te las apañaste para tener un hijo de ese travestido?

–No quiero hablar de eso –contestó Chabili en un tono que no dejaba lugar a réplica.

Los días pasaron excavando trincheras, reforzando las murallas y preparando las municiones, un ceremonial que Chabili conocía demasiado bien. Prefirió ir ella misma a inspeccionar las extrañas colinas en forma de picos melenudos y los barrancos profundos como las arrugas de los viejos.

Una mañana estaba sentada a la sombra de un mango comiendo deprisa una torta cuando apareció un sadhu hirsuto con una larga barba que le llegaba hasta las rodillas. Desafiando la costumbre, Chabili compartió su torta con él y le sirvió agua de su cantimplora. Este masculló bendiciones inaudibles y se apoyó en el tronco del mango.

No tenía nada de particular, su piel estaba cubierta de una fina capa de ceniza, llevaba como todos los sadhus una larga toga naranja y, encima, una piel de ante moteada, collares de semillas sagradas muy negras, y su cabello, recogido en un moño en la coronilla, estaba gris de polvo. Era alto, musculoso, carnoso, el ayuno aún no le había hecho perder mucho peso. Lo extraño era que el sadhu despedía un intenso olor a jazmín.

¿A jazmín? Chabili se estremeció.

–Manu –susurró el sadhu–, no te muevas, soy yo, Dondhu. No me mires, no digas nada. Quería volver a verte, estoy orgulloso de ti, encarnas la esperanza, eres un buen guerrero, pero sobre todo no te mueras, Manu, no te mueras. ¡Haz como yo! Escapa de ellos.

–¿Por qué permitiste que mataran a esos niños? –murmuró con un hilo de voz–. ¿Y a esas mujeres?

–No supe qué hacer. Ramchand tampoco, ¿sabes?, era tal su sed de sangre…

Su voz se ahogó, y guardó silencio. Chabili no se atrevió a levantar los ojos para mirarlo. Cayó un mango, moteado de negro. Dondhu se lo tendió, se levantó carraspeando con ostentación, escupió a la usanza de los yoguis y, sacudiéndose la arena de la piel de ante, se marchó sin darse la vuelta.

El fruto tenía el sabor de la infancia y el perfume ácido de los mangos demasiado maduros.

Los cabecillas rebeldes se dieron cita en Gwalior en el caso de que el enemigo tomara Kalpi.Tantia Topi se marcharía el primero hacia allá con seis mil soldados, y decidieron que la rani estaría en primera línea en los barrancos. Los cipayos rebeldes juraron sobre las aguas sagradas del Ganges que vencerían o morirían, pero era una manera de infundirse valor.

El 16 de mayo, Rose se instaló cerca de Kalpi, reforzado por doscientos meharistas.

Chabili lo atacó el 22 de mayo.

Rose la veía con sus prismáticos. La vio dirigir la carga con tal furia que hizo retroceder a los ingleses. Ella con sus guerreras, ella o el calor, ella o la arena en los ojos. Ella y la India iban a vencer…

Rose ordenó la retirada bajo los gritos de triunfo de los rebeldes. La rani giraba y giraba sobre sí misma, blandiendo su espada.

Rose fue al asalto él mismo y cargó al galope. En un instante, todos los caballos de sus oficiales se desplomaron, muertos bajo los jinetes, todos salvo el de Rose. Dio orden de fijar las bayonetas y el combate se transformó en un cuerpo a cuerpo.

La rani estaba cerca, con el cabello al viento, doblada sobre su caballo para asestar sablazos, cortando de cuajo un brazo aquí y un hombro allá, rabiosa, irguiéndose sobre sus estribos y gritando a sus tropas: «¡Muerte al angrez! ¡Vamos, vamos!».

Parecía tan grande, espada en mano… Uno de sus compañeros gritó, con un brazo cortado.

Lo que Rose vio entonces jamás pudo olvidarlo.

Con las riendas entre los dientes y la espada en una mano, se lanzó al galope y atrapó en el aire la espada que su compañero iba a dejar caer, blandió ambas hacia el cielo polvoriento y desapareció en una nube de arena.

La nube se convirtió en un irresistible viento de arena ardiente y los soldados ingleses se desplomaron gritando. La derrota de Rose era ya solo cuestión de minutos…

–¡Envíen al Camel Corps! –gritó.

Su última baza. El Camel Corps venía de Afganistán, sus dromedarios conocían los vientos de arena, y los rebeldes nunca se habían enfrentado a sus espantosos gritos ni a la rapidez de sus carreras en combate.

Rose empleó sus doscientos meharistas, que sembraron el pánico en el ejército de la rani.

Kalpi cayó en dos horas, pero el fuerte estaba vacío. Los cabecillas rebeldes ya se habían ido.

Acamparon cerca de Gwalior. ¿Qué iba a hacer Jayayi Scindia, el marajá convertido en lacayo de los ingleses?

–¡No los traicionará! –exclamó Chabili.

–Pero llevo casi tres meses presionando a sus cipayos para convencerlos –dijo Tantia Topi–. Si se unen a nosotros, Scindia estará perdido y Gwalior caerá.

–Pero si sus cipayos no se unen a nosotros, ¡entonces sería mejor intentar convencerlo a él! –lanzó Rao Sahib–. Soy el representante del peshwa, iremos a verle solemnemente, con todo el protocolo, y le trataré de igual a igual. Apuesto a que no se atreverá a negarse.

Los jefes rebeldes hicieron una visita de cortesía al marajá de Gwalior. Rao Sahib lo trató con suma amabilidad y una pizca de condescendencia. Como era de esperar, el soberano se negó a traicionar a los ingleses.

Despechado, Rao Sahib se precipitó sobre el joven Scindia y lo agarró de las solapas.

–Vuestro antepasado, de quien tan orgulloso estáis en vuestro hermoso palacio, ¿sabéis qué era? Barrendero de mi familia. No es de extrañar que os hayáis convertido en lacayo de los ingleses… ¡Tenéis alma de barrendero, Scindia!

Rojo de ira, el representante del peshwa había perdido toda solemnidad y blandía el puño cuando Ramchand tiró de él hacia atrás. Con lágrimas en los ojos, Scindia se ajustó la ropa. Estaba lívido.Ya no había entendimiento posible.

Los jefes rebeldes se despidieron del traidor secamente y dieron media vuelta.

–Ahora ya no tenemos elección –murmuró Ramchand camino de la puerta.

–Entonces ¡ataquémoslo! –dijo Chabili en voz alta–. ¡Guerra a Scindia!

Y Scindia la oyó.