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Si hay un paraíso en la tierra
Los emperadores mogoles habían reinado sobre la India durante tres largos siglos antes de quedar reducidos a la nada.
El último emperador mogol conservaba el Fuerte Rojo de Delhi, protegido por inmensas murallas almenadas, sus pabellones de mármol blanco incrustado de piedras preciosas, su elegante mezquita de la Perla, con sus cúpulas cubiertas de oro puro, y un título de fabricación inglesa, «rey de Delhi», utilizado con ostentación por el residente que representaba a la Compañía, para quien era muy importante cuidar las apariencias.
Sus súbditos lo llamaban aún por sus verdaderos títulos –su alteza divina, califa del Periodo, padishah, aquel que está rodeado por nubes de ángeles, sombra de Dios sobre la tierra, refugio del islam, protector de la religión, hijo de la casa de Tamerlán, gran emperador, rey de reyes, emperador hijo de emperador, sultán hijo de sultán– y vívía más arriba que ellos en su palacio de Delhi.
A decir verdad, ese palacio era algo así como una cárcel, pues el fantasma del gran mogol ya no salía de allí.
Los jardines del Fuerte Rojo seguían las reglas geométricas de los «paraísos» islámicos, con arbustos podados en ángulos rectos plantados con rosales blancos, separados por senderos de arena y acequias rectilíneas alimentadas por frescas fuentes. Austeros y armoniosos, los jardines del paraíso representaban el futuro eterno de los creyentes si respetaban los preceptos dictados al Profeta y recogidos en el santo Corán.
La armonía de los jardines, el lujo de los pabellones y la elegancia del lugar no tenían parangón en todo Indostán. En el alféizar de la gran sala de audiencias, a la entrada de los jardines, uno de los emperadores había mandado grabar unos versos en persa: «Si hay un paraíso en la tierra, es aquí, es aquí, es aquí».
Hacía mucho tiempo que, a causa de las invasiones, el Fuerte Rojo de Delhi había perdido algo de su aire de paraíso. El Trono del Pavo Real estaba en el exilio. El ilustre asiento cubierto con centenares de rubíes, esmeraldas y diamantes, de entre los cuales el más grande era el Ko-hi-Noor, había sido robado un siglo antes por el sah de Persia. Pero aún había más.
El rey de Delhi dependía por completo de los ingleses.
Como su abuelo y su padre antes que él, Bahadur Sha Zafar segundo recibía una asignación polémica, pues sus señores ingleses lo consideraban un manirroto. La misma historia de siempre.
Como era su costumbre, Dalhousie se negó a reconocer como heredero al hijo predilecto del soberano y eligió a otro, con la condición de que renunciara al título de «rey de Delhi» el día de su coronación.
El viejo Zafar sabía que, a su muerte, el Fuerte Rojo caería en manos de los extranjeros. Su heredero viviría quizá en un pabellón apartado y engrosaría las filas de los soberanos desposeídos y saqueados que subsistían con una asignación de los ingleses.
El hijo elegido por los ingleses murió de repente tras ingerir un curry envenenado. Zafar propuso de inmediato a su hijo predilecto a los ingleses, y de inmediato también estos eligieron a otro.
Cuando estalló la guerra, Zafar tenía ochenta y dos años.
De joven había sido un brillante jinete y, al avanzar en edad, se había dedicado a la poesía y al arte de la miniatura, ámbitos en los que destacaba admirablemente. Educado en el respeto de la tradición de tolerancia de su antepasado Akbar, Zafar velaba con celo por que las relaciones entre hindúes y musulmanes, sus súbditos, fueran armoniosas. Él mismo era musulmán, llevaba el cordón sagrado de los brahmanes, celebraba todas las fiestas hindúes y protegía a las vacas. No podía hacer más, pero eso, desde luego, lo cumplía a rajatabla.
John Company lo consideraba corto de luces por culpa del opio y el gobernador se mofaba de sus debilidades, vamos, decía, un tipo que se cree capaz de metamorfosearse en mosca, ¿cómo va a ser emperador?
John Company no entendía nada de nada. Como el gran Akbar, Zafar era un inspirado que mezclaba con fervor las prácticas de los sufíes con las del yoga, entregándose sin recelo a los mitos más profundamente arraigados que aún hoy persisten en la India. Un auténtico yogui tiene poderes mágicos, sabe metamorfosearse. ¿En mosca? ¿Y por qué no?
Pese a estar representado por los aristócratas más eminentes de Inglaterra, John Company no tenía ya curiosidad por los sabios ejercicios meditativos del austero soberano. Le parecía grotesco, ya no buscaba comprenderlo y lo juzgaba sin reparos. Ese viejo deliraba, lo sabía todo el mundo. De todas maneras era un indígena, un «native».
Insignificante.
Y, mientras en Meerut los ingleses se despliegan en plena noche en el terreno de maniobras contra enemigos desaparecidos desde hace varias horas, los primeros rebeldes llegan al galope al pie de las murallas de Delhi, a las ocho de la mañana. Es el 11 de mayo.
A tres kilómetros de allí, en el acantonamiento inglés, las tropas de John Company han madrugado mucho para oír a las seis de la mañana la lectura pública de la condena a muerte de uno de sus compañeros cipayos en Barrackpur. Los cipayos han protestado, los oficiales ingleses no se inquietan. Están demasiado lejos, aún no saben nada.
A esa hora empieza la matanza de los blancos en Delhi. Los que están en la calle y los que están en el Fuerte Rojo, cuyas puertas se fuerzan fácilmente, pues los soldados de guardia no oponen resistencia.Toman como rehenes a cincuenta mujeres y niños europeos; con los hombres no muestran piedad.
Los cipayos buscan a su soberano en sus apartamentos, el anciano se muestra renuente y envía un mensajero a la ciudad de Agra para pedir ayuda, pero el mensajero no llegará.
El soberano no se deja ver, le gustaría escapar de esos rebeldes que van a alterar su vida, ¿y qué dirá el gobernador residente?
–¡Ya no habrá residente! –arguye Zinat Mahal, su begum preferida–. ¡Que deje de temblar, pues, la sombra de Dios sobre la tierra! Tiene que ver a esos soldados rebeldes. ¡Es una ocasión única, señor!
La hermosa Zinat Mahal, favorita del palacio, una joven astuta y cariñosa que lo ha cautivado, tiene sus propias ideas sobre esa rebelión. Quiere que su hijo reine y sea emperador. Es un buen trato.
El médico imperial no opina lo mismo. Es un mal trato. Los ingleses no perdonarán la muerte de los suyos.Y cuando se entera de que han tomado como rehenes a mujeres y niños, palidece.
Hay que calmar a esos cipayos a toda costa.
–Su majestad debe dirigirse a ellos –dice el médico–. ¡Están en el camino principal, su divina alteza!
–¿Ya? –pregunta con un hilo de voz el viejo soberano.
Cuando aparece en la sala de audiencias, en el lugar donde en tiempos se erguía el Trono del Pavo Real, las aclamaciones de los cipayos lo perturban. ¿Son por él esos gritos, esos clamores de júbilo, ese ardor guerrero? Nunca en su vida había oído nada parecido.
Entonces uno de los cipayos avanza a caballo y recita un largo cumplido.
La voluntad de los cipayos es muy clara: quieren proclamar al emperador Bahadur Sha Zafar jefe de la rebelión. Si no…
El anciano no tiene elección.
Zafar impone una única condición: que reine la tolerancia entre musulmanes e hindúes.
Mientras parte de los cipayos se dispersa por Delhi para saquear y matar a cuantos blancos encuentren a su paso, otros asaltan el arsenal en nombre del gran mogol.
El teniente al mando del arsenal hace estallar las municiones, lo que provoca una matanza entre las filas de los rebeldes. El estruendo de la explosión llega hasta Meerut, y los cipayos de Delhi se amotinan.
Ese mismo día, en el Fuerte Rojo, matan a las mujeres y los niños ingleses. A todos. Represalias.
Hacia las diez de la noche, los criados imperiales van a buscar al sótano del Fuerte Rojo el trono de plata que reemplaza el Trono del Pavo Real.Visten al viejo soberano con su manto de ceremonia, que tiene hombreras cubiertas de esmeraldas y rubíes, le colocan sus veinte hileras de perlas de brillo sin igual, sus sortijas, su daga con empuñadura de jade y su tiara de piedras rojas y lo sientan en el trono de plata.
Zafar vuelve a ser el rey de reyes, el padishah que reina sobre el Indostán.
A medianoche, veintiún cañonazos resuenan sobre Delhi, que ha vuelto a ser la capital del imperio. El gran mogol ha recuperado su reino.
Ni él ni los cipayos tienen riqueza alguna. No hay botín de guerra, ni administración. Por más que los cipayos reclaman dinero, por más que tiran de su barba blanca, por más que entran con sus caballos en lugares donde nadie, nunca, podía entrar sino descalzo, el gran mogol no tiene nada que darles.
Aunque no ha sabido proteger a los rehenes en su propio palacio, Zafar prohíbe asesinar a las vacas, suprime en las mezquitas la bandera negra del islam para no exacerbar la yihad, ejecuta a los fanáticos como castigo ejemplar y, en secreto, su médico trata de restablecer contactos con la Compañía.
Aparentemente, esta no hace nada.
John Company no se mueve.
En realidad, John Company ya no tiene medios para mover un dedo.
Tras exaltar los ánimos en los reinos con sus anexiones, lord Dalhousie quiso moderar el gasto antes de marcharse. Pues en Londres, el secretario general de la Compañía lo acosaba con los déficits públicos. Esto ya no puede seguir así, dice Londres. La Compañía gasta demasiado. ¿Ah, sí? ¡Muy bien!
De un plumazo, Dalhousie suprime el servicio de los transportes militares.
En 1857, el acantonamiento más próximo se encuentra a 350 kilómetros de Delhi. Y Calcuta, la capital, a 1.500 kilómetros. Para desplazarse, John Company ya solo tiene sus caballos.
Hace cerca de cincuenta grados a la sombra en los caminos. La Compañía ya no cuenta con camellos ni bueyes, ni búfalos ni elefantes, ya no tiene ningún carro, ni ningún remolcador para remontar el Ganges.Y el nuevo jefe de la Compañía, lord Canning, recién llegado a Calcuta, repite a quien quiere escucharle que basta con recuperar Delhi de manos de los rebeldes para que pronto se solucione todo.
Sí. Pero ¿cómo?
En la noche del 24 al 25 de mayo, lord Canning organiza en Calcuta un gran baile por el aniversario de la reina Victoria. Calcuta no corre peligro, dice. Pero cuando estallan los fuegos artificiales, los invitados creen todos que es la insurrección.
No. Son simples petardos en honor de la reina de Inglaterra.