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Matanza en un jardín

5 de junio. En plena noche. Chabili oye los gritos de los sublevados, cuyos caballos golpean con sus cascos el suelo alrededor del Rani Mahal.También llegan hasta sus oídos los relinchos de los animales que sufren del calor, así como exclamaciones y amenazas. Los cipayos de Jhansi quieren verla, pero ella no quiere verlos a ellos.

No quiere ni levantar la celosía para divisarlos de lejos.

Chabili está indefensa en el Rani Mahal.

Moropant ha abandonado el palacio y no sabe dónde está. Su padre conspira en la ciudad.

Los clamores se convierten de pronto en gritos de júbilo. Los guardias que Chabili ha colocado en el exterior se unen a la insurrección. Si echan abajo las puertas…

En ese momento, la reina recibe el primer mensaje de Skene. Cincuenta y cinco ingleses, entre hombres, mujeres y niños, están sitiados en la ciudadela. Instintivamente, Chabili sabe que hay que salvarlos. Sin refuerzos, morirán. Skene le pide ayuda, la reina responderá.

Da la orden. Sus soldados saldrán del Rani Mahal, se abrirán paso a través de la barrera de cipayos rebeldes y llegarán a caballo a la ciudadela, transportando cantimploras con agua y sacos de harina. ¡Ahora mismo!

Fuera, los caballos relinchan a más no poder, y los sublevados se desgañitan. Renuentes, los soldados de Chabili se disponen a socorrer a los refugiados y preparan las cestas de provisiones refunfuñando. ¿Cómo abrirse paso a través del ejército de cipayos rebeldes? ¡Pero si son varios centenares! ¿Por qué su querida reina no quiere unirse a la insurrección?

Pero la que manda es ella. ¿Eso es lo que quiere? ¡Pues sea! Decididos, abren de par en par las puertas del Rani Mahal, y los insurrectos se precipitan al interior del patio. No han podido evitarlo, ha sido imposible. Clamores de júbilo. «¡Din! ¡Din!» ¡A las armas todos por la fe!

Los ciento cincuenta soldados de la rani acaban de unirse a la insurrección. No han obedecido. Asediada a su vez, Chabili se niega a escucharlos.

Su primer consejero baja de la primera planta y ella, desde su habitación, oye gritos. Al cabo de un momento las voces se sosiegan. El consejero está negociando. ¿Qué quieren los rebeldes de Jhansi?

–Dinero, mi reina, y mil soldados. Están muy exaltados. Algunos se han vuelto amenazadores. ¡Si no les ayudáis, dicen que os matarán!

–No tengo mil soldados. ¡Dales el dinero! ¡Que se vayan!

El primer consejero ejecuta las órdenes de Chabili, pero ella sabe que no bastará con eso. Desde abajo llegan hasta ella voces, gritos y disparos. El peligro está cada vez más cerca.

Mandar se precipita. «¡No, Mandar!», exclama la reina.

Silencio. A continuación resuenan golpes metálicos, profundos y regulares, así como exclamaciones de esfuerzo de gargantas jadeantes.

La criada tan querida vuelve a subir, con las mejillas encendidas. Los cipayos se han enterado de la existencia de los cañones enterrados bajo el suelo del patio interior del palacio.

–¿Quién se lo ha dicho? –murmura Chabili espantada.

–¡Yo! –exclama Mandar–. Se lo he dicho yo.Te quieren al mando, te quieren como reina, y estoy con ellos, que lo sepas. ¡Eres su rani! Estamos todos con ellos. ¡Únete a nosotros!

–¿Y las familias asediadas? ¿Y Prudence Parks, mi amiga?

–¡Déjanos en paz de una vez con esa mujer, ¿quieres?! ¡A las familias las dejarán marchar! No les tocarán ni un pelo. ¡Son tus soldados, mi reina! Te obedecerán.

–No tienes ni idea –suspira Chabili–. No tenías derecho a hablar de los cañones. ¿Los van a utilizar?

–¡Escucha las azadas, boba! Los están desenterrando, claro… Les he enseñado dónde están…

–¡Fuera! –grita Chabili–. ¡No quiero verte más!

Mandar está acostumbrada. Cuando sale, deja pasar a Kashi, que, con sus modales suaves, calmará a la reina.

El primer consejero vuelve a subir, jadeante, con un papel en la mano.

–¡Un mensaje de Skene!

–¿Otro? –murmura Chabili.

–Lo han arrojado por encima de las murallas. Esta vez hay que responder, mi reina.

Chabili lee el mensaje.

Skene le pide ayuda. Lee, atónita, que Jhansi es su reino, el suyo, y que los ingleses irán donde ella quiera que vayan.

«Jhansi es vuestro reino», está escrito, negro sobre blanco, y lo firma Skene.

Y Chabili se apresura a contestar: «¿Qué puedo hacer? Los cipayos me rodean, sostienen que estoy conchabada con usted, que debo evacuar la ciudadela y ayudarlos. Para salvar mi vida, les he proporcionado cañones y les he entregado a mis soldados. Si quieren salvar las suyas, abandonen la ciudadela, y nadie les hará daño».

Ojalá acepte. Ojalá no sea demasiado tarde.

La respuesta de Chabili llega a manos de Skene media hora más tarde. Él le pide por escrito carros y elefantes para alejarse de Jhansi.

Para sacar a las familias de la ciudadela, el superintendente no tiene un solo carro ni un solo elefante.Tan solo los caballos de sus oficiales.

Skene aguarda. En el corazón de la ciudadela, en el palacio real donde ya nadie reina, unas mujeres de mirada fija velan el sueño de quienes duermen, esos niños rubios a los que Chabili hubiera querido conocer; los criados indios les traen agua, aunque apenas queda ya, y se les agrietan los labios por el calor. A las tres de la mañana hay cuarenta y cinco grados; al amanecer serán cincuenta, y ya no queda agua. A las cuatro, un hombre de alma compasiva trepa por las murallas con una cuerda y les entrega dos bidones de leche y una cantimplora con agua.

Todavía no han de morir.

Skene aguarda. No hay respuesta. Chabili ha sido hecha prisionera, pero eso Skene no lo sabe.

Disfraza a tres de sus oficiales con túnicas y pantalones anchos con la esperanza de que puedan llegar hasta el Rani Mahal sin ser vistos. Pero, nada más salir, son abatidos.

Los tiradores son guardias de la reina. Skene está desesperado. El asedio dura un día más.Ya no queda agua ni alimentos; se acabó.

Al amanecer del 8 de junio, los asediados izan la bandera blanca. Los rebeldes quieren sus armas, ellos se las entregan. A continuación preparan la partida de las familias.

Las negociaciones duran hasta la tarde. Se reagrupará y alojará a los oficiales y a sus familias, a la espera de su partida, pues los preparativos durarán aún varios días. Irán a Agra, que no se ha unido a la sublevación. Su viaje transcurrirá sin sobresaltos. No se hará ningún daño a los ingleses desarmados, lo juran.

A las cinco de la tarde, las cincuenta y cinco familias y sus criados abandonan entre empujones las estancias del palacio real, recorren los pasillos, cruzan los jardines y descienden hacia la inmensa puerta de la fortaleza. Damas que caminan con dificultad, trabadas por sus enaguas, llevando a niños de la mano, criados que cargan con maletas sobre la cabeza, jóvenes suboficiales que ayudan a unos y a otros bajo un sol abrasador. Los oficiales velan por que la operación se desarrolle de manera satisfactoria. «¡Sin gritar!», ordena Skene. «¡Que nadie llore! ¡En orden y en silencio!» Son las seis de la tarde, va a anochecer y los refugiados salen de la ciudadela.

Pero, por la puerta abierta, de pronto ven las antorchas. Cientos de antorchas que brillan en el crepúsculo.

La multitud los estaba esperando. Miles de ojos los observan a la luz de las llamas. Hay un silencio, seguido de un clamor. Las bocas se abren e insultan. Se abalanzan sobre ellos. Maniatan a los hombres uno a uno y el cortejo echa a andar bajo los abucheos de la muchedumbre.

El camino será largo. Las damas pierden los zapatos, tropiezan con las piedras, la sangre les mancha las medias.

–¿Has visto lo que llevan en los pies? Esas cosas blancas. Acerca la antorcha que las veamos.

–Te digo que son botas. De piel de vaca. ¡Estas zorras matan vacas para ponérselas en los pies!

–¿Y habéis visto a los niños? Tienen el pelo amarillo, del color de la paja…

–No son muy guapos, para mi gusto, parecen cabritos.

–¿Sabes lo que se les hace a los cabritos? ¡Sacrificarlos!

–No, no se puede hacer eso. ¡Eso no! ¡A los niños, no!

–No somos salvajes. Los cipayos han prometido que no les harían nada.

–¿Y tú crees que ellos, los pieles amarillas, tienen tantos escrúpulos? ¿Sabes lo que nos han hecho desde los tiempos del gran Akbar?

–No es razón suficiente. Más vale que nos quedemos aquí. No se mata a los niños.

La multitud los acompañará hasta el final, ¿adónde van?

–¿Adónde van, Mandar? –murmura Chabili, que ve pasar bajo sus ventanas el extraño cortejo–. Mi pobre Skene… ¿Adónde los llevan?

–¡Bah! Al Fuerte de la Estrella. Los encerrarán allí un par de días y luego los soltarán. No te preocupes, mi reina.

–Entonces manda que preparen provisiones –ordena Chabili.

Mandar refunfuña y no mueve un dedo. ¿Ayudar a los ingleses? Que revienten.

–¡Kashi! ¡Provisiones para los extranjeros, rápido! ¡Que las lleven al Fuerte de la Estrella! –grita Chabili.

Y la dulce Kashi obedece al instante.

Pero cuando el cortejo llega a las puertas de Jhansi, un puñado de cipayos se despliega y bloquea el paso a la multitud.

Es de noche. Los rebeldes se alejan con los prisioneros en otra dirección. No van donde estaba previsto.

A las puertas de la ciudad hay un lugar llamado el jardín de Jhokan. Tres pequeños templos con tejados en forma de bulbo, hierba amarillenta y tierra seca.

Los cipayos desmontan de sus caballos y empujan a los prisioneros al interior del famoso jardín. Un hombre da órdenes, un tipo vestido con una casaca roja, fuerte, corpulento y autoritario. Es el jefe y su nombre es Bakshish Ali. Es carcelero, pero también un yihadista que sabe matar y disfruta haciéndolo.

–¡Vamos, en fila! En la primera fila, los hombres. En la segunda, las mujeres. En la tercera, los niños. ¿Los sirvientes? ¡Bueno! –dice Bakshish Ali–. Esos, que son indios, son libres de irse.

–¿Vamos ya, sir Bakshish? –pregunta un cipayo que lleva la casaca abierta.

–Las cosas hay que hacerlas bien. Primero maniatemos a las mujeres y a los niños.

En ese instante, los prisioneros entienden que van a morir.

Hecho. Todos maniatados. Como un solo hombre, los cipayos alzan sus sables, sus lanzas y sus hachas.

–¡Yo primero! –chilla Bakshish Ali.

De un sablazo acaba con la vida de Skene. Su mujer se precipita hacia él, el sable la decapita. Los sables y las lanzas se abaten sobre los hombres con furiosos gritos.

–¡Primera línea, terminado! –grita una voz.

–¡Continuamos! –ordena Bakshish Ali.

Las mujeres caen una a una, con el pecho rajado y la cabeza cortada. Sus hijos sollozan, imploran, tratan de correr o se postran de rodillas. Algunos puños se bajan, algunos hombres vacilan.

–¡Venga! ¡Tercera línea! –grita Bakshish Ali–. ¡Vamos!

Media hora más tarde, no queda nadie con vida. Los cuerpos, totalmente desnudos, han sido despojados.

Y los hombres que han asesinado vuelven a montar sus caballos, haciendo fardos con la ropa de los muertos que luego atan a la silla. Están cansados, todos esos ojos claros llorando, esas bocas temblando y esa sangre brotando cansa, ese olor que se les pega a las fosas nasales, y tener que saquear cuando podrían estar durmiendo, están agotados. No tardarán en partir hacia Delhi, son las instrucciones, pero, Dios, qué calor.

A las cinco de la mañana, al amanecer, se levanta el asedio sobre la rani de Jhansi.

Esta se dispone a examinar la tierra removida en el patio interior cuando su primer consejero la detiene, con expresión abatida.

–Todos muertos –murmura–. Todos, incluso los niños. En el jardín de Jhokan. Los ingleses nos harán responsables. Es una catástrofe…

–¿Quién lo ha ordenado? –chilla Chabili–. ¿Quién?

–No lo sabemos, mi reina. La orden de la matanza, en el jardín de Jhokan, la ha dado Bakshish Ali, el carcelero, ya sabéis. Pero dice que él a su vez seguía órdenes, y no sé quién estaba por encima de él. ¡Lo juro! No lo sé.

–¿Incluso los niños?

El consejero baja la cabeza. Chabili está lívida de rabia.

–¿Y los cuerpos? ¡Con este calor los habrán enterrado, espero!

–Pues… Las órdenes eran no enterrarlos.

La reina se muerde los labios, deja al consejero ahí plantado, sale de su habitación, cubierta con un velo blanco y blandiendo su espada, baja la empinada escalera tan deprisa que tropieza y grita en el patio: «¡Mi caballo!».

Nadie se atreve a detenerla.Todo el mundo sabe adónde va.