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Cómo sedujo Chabili a un jurista inglés
El 25 de abril de 1854, John Lang hizo escala en Gwalior, a medio camino de Jhansi, en una vivienda a los pies de la ciudadela perteneciente al difunto Gangadar Rao.
A la mañana siguiente, subió a un ancho palanquín tirado por dos magníficos caballos franceses, acompañado por el brahmán consejero y el jurista de la reina, así como por un lacayo que llevaba un recipiente lleno de hielo para mantener fríos el agua, la cerveza y el vino.
Sobre el tejado del palanquín había un criado encargado de agitar un gran abanico, y a ambos lados cabalgaban cuatro guardias, lanza en mano, con uniforme de gala.
A la entrada del reino de Jhansi, de cuatro, los guardias pasaron a ser cincuenta, y después todo un regimiento. El inmenso cortejo del jurista John Lang paró para descansar bajo una tienda en un vergel de mangos: era allí donde, en vida, el difunto marajá de Jhansi recibía a sus invitados.
La reina no podía, pues le estaba prohibido.
Eso explicaron con cautela los consejeros de Chabili al jurista inglés. La ausencia de la reina tenía consecuencias…
–¿Cuáles?
–Una cuestión de etiqueta, excelencia. Tan solo una pequeña cuestión de protocolo.
John Lang descubrió entonces que, para entrar en la sala de audiencias, debía quitarse los zapatos. Ante la reina se estaba descalzo, siempre.
De ahí lo de la tienda en el vergel de mangos, pues Gangadar sabía perfectamente que no había que obligar a un inglés a descalzarse.
Pero en ese caso no había escapatoria.
La reina no tenía derecho a recibir a un hombre en pleno campo. Lo recibiría en el palacio, pero Lang estaría descalzo.
Este no estaba contento, y así lo manifestó. A cambio de tener que descalzarse, se le propuso, gran privilegio, no descubrirse la cabeza en presencia de la reina. Aceptó. La reina lo recibiría a las seis de la tarde.
El último trayecto de John Lang fue a lomos de elefante, en una barquilla de plata tapizada de terciopelo rojo. Rojos eran también los peldaños de la escalera que hubo que ayudarle a subir para llegar a lomos de su montura, flanqueada por el regimiento de lanceros. ¡Qué aventura! Nunca había sido tratado Lang con tanto fasto y esplendor.
En el patio del Rani Mahal se quitó los zapatos sin pesadumbre –a fin de cuentas, tampoco era tan difícil– y avanzó serenamente hasta el solemne sillón que le estaba reservado. Un gran sillón sobre una gruesa alfombra cubierta de fragantes pétalos.Y, delante del sillón, el purdah.
Aunque invisible, la reina estaba presente.
La voz ronca se elevó, cautivadora. John Lang sintió que se le aceleraba el corazón. Chabili le expuso sus preocupaciones.
El reino perdido al incumplirse los tratados. ¿Por qué? La anexión abusiva. No había explicación.Y los bienes personales del soberano difunto, que debían pasar a Damodar, su hijo y heredero, y que la Compañía de las Indias orientales no le entregaba. ¿Por qué?
Como era su costumbre, la reina no se quejaba, hablaba con voz serena, clara y apasionadamente, pero unas mujeres invisibles acompañaban esas reivindicaciones con rítmicos gemidos. «¡No puede ser, tienen que haberlo ensayado todo!», se decía John Lang.
Se disponía a contestar tranquilamente, punto por punto, empezando por subrayar el poderío militar de la Compañía, cuando de pronto una mano apartó la cortina.
Eso nunca había ocurrido. Jamás.
Chabili apareció radiante, con un sari de muselina con bordados dorados que no alcanzaba a cubrir del todo su larga cabellera rizada. La mirada de John Lang se demoró sobre las perlas nacaradas que brillaban en su cuello moreno y caían sobre sus senos, visibles bajo el drapeado. En los pies la joven lucía esmeraldas y pulseras adornadas con cascabeles de plata.Y cuando terminó de observar a la reina, oyó a la voz murmurar: «¡Pero míreme, sahib!».
Lang recibió su mirada y quedó deslumbrado.Todo en ella sonreía.
A su lado había un hermoso niño con una túnica blanca y un turbante dorado, sonriente él también, feliz de su travesura. «Cuando te pellizque el brazo, aparta la cortina», le había dicho su nueva madre.
–Permitidme que os presente a nuestro hijo, el príncipe Damodar Rao –dijo Chabili, empujando hacia delante al heredero, que saludó solemnemente al inglés.
Cuando logró apartar la mirada de la maravilla, Lang reparó en un alfanje de empuñadura de esmalte, colocado en evidencia sobre un cojín de terciopelo azul.
John Lang escribió un informe entusiasta que concluía con estas palabras: «Si el gobernador general tuviera mi suerte, por breve que esta haya sido, estoy absolutamente seguro de que devolvería el reino de Jhansi para que fuera gobernado por su hermosa soberana».
La audiencia duró desde las seis de la tarde hasta las dos de la mañana, y Lang se marchó prendado de Chabili, que le regaló un elefante, un dromedario, un caballo, dos perros de caza, chales y sedas.
–¿Cómo explicarlo? –decía a todo el que quisiera escucharle–. Tiene un encanto… Mire, su voz, por ejemplo. Es una voz extraña. Casi rota, y, sin embargo, expresa rabia, ternura… Orgullo, sí, eso es, orgullo. ¡Esta joven (porque es muy joven, se lo he dicho ya, me parece, ¿verdad?) tiene tal fuerza de carácter! No vacila jamás. Está segura de sus derechos. ¿Hermosa? En realidad, no. Sí, he escrito que sí, pero tiene la nariz grande y la barbilla demasiado redonda. Es una mujer más que hermosa. ¿Le he hablado del hoyuelo que tiene en la barbilla? ¿Del brillo de sus ojos?
–Pero ¿va a ganar su juicio?
–No lo creo. Dalhousie no quiere recibirme, en Gwalior el mayor Malcolm está furioso; no, francamente no sé cómo podríamos devolverle el reino. ¡Ya conoce a la Compañía!
Lang no mencionó el alfanje sobre el cojín, ni la frase que la reina había repetido, en un arranque de rabia: «¡Nunca les dejaré mi Jhansi!».
Ni los bucles negros sobre los pendientes ni las hileras de perlas magníficas sobre la piel morena. Perlas extraordinariamente caras.
No quería mencionarlas. Capaces eran de arrebatárselas.
Como había prometido, fue a Calcuta acompañado por el jurista de la reina. A todas sus peticiones, la respuesta fue no. No y no. Peticiones inadmisibles.
Al final, Calcuta cedió con respecto a los bienes personales, que pasaron, como estipulaban los tratados, a manos del príncipe Damodar y, en su lugar, a su madre adoptiva.
En diciembre de 1854, Ellis fue sustituido en el cargo por el capitán Skene. Hacía demasiado tiempo que el pequeño mayor se mostraba complaciente con la reina destronada.