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Un soberano travestido
Gangadar Rao suscitaba rumores contradictorios, nefastos todos ellos.
Decían de él que era rígido, tremendamente austero pero con cambios de humor incontrolables, y que se mostraba violento. Ese era al parecer el motivo por el que todos los padres a los que se había pedido que entregaran a sus hijas en matrimonio se habían negado. Demasiado peligroso.
Tantia Dikshit no creía en esa explicación, pues pocos padres, en realidad, se preocupaban por el destino de sus hijas si conseguían casarlas con un rajá. Pero el astrólogo no podía poner en duda aquello que él mismo había visto con sus propios ojos y que era algo muy distinto.
La primera vez que visitó al marajá en la vivienda donde lo habían instalado los ingleses, Dikshit lo sorprendió vestido de bailarina.
Con el torso desnudo envuelto en un chal y las piernas cubiertas en parte por una falda plisada, el gran rey llevaba correas con cascabeles en los tobillos y se adornaba la frente con joyas que le llegaban hasta las orejas. Con una sombra de barba cubierta de polvos, las mejillas maquilladas de rojo y los ojos exageradamente realzados con kohl azul oscuro, el marajá se detuvo en seco al verle. «¡Ah, señor astrólogo!», dijo con ostentación, «hoy me encuentra disfrazado, quería ver cómo…».
Y, al no encontrar explicación a su actitud, escapó de allí. Él y sus piernas peludas, con sus sonoros cascabeles tintineando por los pasillos y sus pies descalzos cuyas plantas estaban pintadas de rojo.
Esa misma noche Gangadar recibió al astrólogo ataviado con el traje de corte, tocado con el sombrero plano de los marathas, los dedos adornados con sortijas y cubierto de diamantes, como un verdadero soberano del centro de la India. Impasible, le preguntó con la más exquisita cortesía si podía encontrarle esposa.
Tantia Dikshit se inclinó sin responder y, ya desde el día siguiente, se puso a recabar información sobre él.
El marajá de Jhansi era un erudito que leía el sánscrito y el tamul; era muy piadoso y velaba por cumplir con sus deberes como brahmán. Era casi devoto. De vez en cuando también vestía atuendos de teatro, pues adoraba el arte dramático, y a menudo se mostraba en escena con papeles de mujer, tocado con un cono azul, envuelto en un sari, los ojos maquillados con kohl y los labios pintados de rojo.
–Hay una explicación –dijeron los consejeros–. Nuestro marajá siente auténtica pasión por el teatro, pero, como bien sabe usted, no tenemos mujeres en nuestros escenarios. Sus papeles siempre los interpretan hombres, salvo las cortesanas, por supuesto.
De hecho, el soberano invitaba con frecuencia al palacio a una de ellas, Motibai, que le había enseñado el arte de la escena.
–¡Cuidado! –advertían los consejeros–. Nuestro marajá interpreta el repertorio clásico, las obras en sánscrito. No se confunda, es un hombre culto. Es cierto que adora interpretar papeles femeninos. El de Shakuntala no lo hace nada mal, ¿sabe?
–¡Shakuntala! –exclamó el astrólogo, levantando los brazos al cielo–. ¡Una muchacha!
–No tiene nada de extraño –protestaron los consejeros.
Pero en la ciudad no se decía eso en absoluto.
–¡Bien que le gusta! –comentaban los comerciantes–. ¡La culpa la tiene el teatro!
–No se vestirá de mujer todos los días, ¿verdad? –preguntó el astrólogo, perplejo.
Pues sí, sí que lo hacía. Las lenguas se soltaron. O estaba loco, o era un eunuco, o si no –y era la hipótesis que más adeptos tenía– al soberano de Jhansi le gustaban tanto las mujeres que quería ser una de ellas, puesto que, según él mismo decía, sangraba todos los meses.
–¿Todos los meses, como una mujer? –se pasmó el astrólogo.
–Exactamente. Se practica cortes en el muslo para hacerse sangre.
–¿Tiene algún mantenido? –quiso saber el astrólogo.
La respuesta era no.
¡No! Bueno, sí, quizá, pero no hay pruebas, es un hombre muy piadoso, repetían quienes lo apreciaban. ¿Tenía algún mantenido? Nadie lo sabía. Como no se le conocían amantes, la mayoría pensaba que era impotente.
¿Casar a su soberano? Sería un milagro.
Esa era también la opinión de los ingleses.
Según el capitán Ross, superintendente de Jhansi, el soberano era un hombre siniestro, de humor sombrío y nada alegre. Ross no lo había visto nunca travestido por las noches, pero lo sabía todo.
Su gusto por el teatro y los papeles femeninos no sorprendía al superintendente pues, según constaba en su expediente,Wayid Ali Sha, el gran nabab del Oudh, era un notorio invertido que solía travestirse él también de bailarina. Todo inglés que conociera un poco la India lo sabía.
La ciudad de Lucknow, capital del Oudh, era célebre por la elegancia de sus minaretes y la belleza de sus monumentos. La corte vivía una fiesta perpetua y, en esas celebraciones, el soberano musulmán aparecía en el escenario vestido con una túnica muy escotada que dejaba al descubierto un pezón malicioso. Y cómo danzaba… Bailaba una danza diabólica llamada el kathak, complicadísima, con múltiples pasos, que terminaba con insólitas piruetas que, si se comparaban con las puntas y el tutú de la hermosa Marie Taglioni en La sílfide, estas parecían más propias de un elefante.
Un pederasta, decía la Compañía. Seguramente.
El nabab Wayid Ali Sha tenía sin embargo numerosos hijos, un harén y jóvenes esposas, las begums* del Oudh, pero ¿qué pensar de un hombre que baila con los ojos maquillados con kohl? Un día, expulsarían a ese marica. De hecho, todo el mundo sabía que Wayid Ali Sha derrochaba el dinero, y que el residente inglés de Lucknow no iba a seguir tolerando esos excesos mucho tiempo más.
No ocurría lo mismo con el soberano de Jhansi.
–No incurre en gastos excesivos –decía el capitán Ross suspirando–. En ese sentido no podemos reprocharle nada. Sin embargo, todo el mundo en la ciudad sabe que se disfraza de mujer. Necesita una esposa a toda costa. Si no…
Ese «si no» encerraba la postura de la Compañía.
Tantia Dikshit comprendió que el marajá solo recuperaría su trono si contraía matrimonio.
El viejo astrólogo maratha había tomado el camino de Bithur sin entusiasmo. Era su tarea proponer un esposo bajo tutela inglesa, un hombre con el que sería difícil vivir, sin duda un invertido, ¿qué padre aceptaría entregar a su hija a un hombre así?
Pero no sería necesaria ninguna dote. ¡Eso sí que era inesperado! El padre de la novia no gastaría nada. El novio disponía de una fortuna considerable.
Era la única baza de Tantia Dikshit.
–Quedará exonerado de la carga de la dote –insistió el viejo astrólogo–. Los ingleses devolverán la ciudadela y la administración del reino; provisto de una buena esposa, Gangadar Rao será un excelente soberano. ¡Sin dote, amigo mío, sin dote!
Maravillado, Moropant Tampé aceptó.
Los astros hablaban, su hija sería reina, y su padre se haría rico como un señor. Recibiría un título, tendría una mansión llena de criados, puede incluso que, engatusando a su suegro, llegara a disfrutar de mucho poder en la corte. Corrió a anunciarle la noticia a su hija.
Manu estaba encantada.
El marido en sí no importaba nada, solo contaba que fuera rey. Había llegado la hora. No se casaría con ninguno de sus amigos de infancia, pero era lo esperado y, de todas maneras, los dioses gobernaban su destino.
Se fijó la fecha. Mayo de 1842. Haría mucho calor, desde luego, pero el periodo era de buen augurio. Como el soberano era de rango elevado, no iría a Bithur a buscar a su prometida. Manu se trasladaría hasta Jhansi en cortejo, acompañada de su padre.
–Ya verán –decía el viejo Dikshit–, Jhansi es una ciudad admirable, llena de bailes y teatros. El soberano ama las artes y el comercio. Es una ciudad de paz abierta al mundo.
Y Manu lo creía.