XVII. UN ADVERSARIO QUE VALE LA PENA

Martes, diciembre 11, 1962

Mis trampas eran perfectas; la ubicación era correc­ta; vi conejos, ardillas y otros roedores, perdices, pá­jaros, pero nada pude capturar en todo el día.

Don Juan me dijo, cuando salíamos de su casa muy de mañana, que ese día habría de esperar un «re­galo de poder», un animal excepcional que tal vez cayera en mis trampas y cuya carne podría yo secar para convertir en «comida de poder».

Don Juan parecía pensativo. No hizo una sola su­gerencia o comentario. Casi al terminar el día, habló por fin.

—Alguien está interfiriendo con tu cacería —dijo.

—¿Quién? —pregunté, verdaderamente sorpren­dido.

Me miró y sonrió y meneó la cabeza en un gesto incrédulo.

—Te portas como si no supieras quién —dijo—. Y lo has sabido todo el día.

Yo iba a protestar, pero no le vi objeto. Supe que don Juan diría «la Catalina», y si de ese tipo de conocimiento hablaba, tenía razón, yo sí sabía quién.

—O nos vamos ahorita a la casa —prosiguió—, o esperamos que oscurezca y usamos el crepúsculo para agarrarla.

Parecía esperar mi decisión. Yo quería marcharme. Empecé a levantar un mecate que estaba usando, pero antes de que pudiera dar voz a mi deseo él me detuvo con una orden directa.

—Siéntate —dijo—. Lo más sencillo y cuerdo sería irnos y ya, pero éste es un caso peculiar y creo que debemos quedarnos. Esta función de teatro es nada más para ti.

—¿Qué quiere usted decir?

—Alguien está interfiriendo contigo, en particular, por eso ésta es tu función. Yo sé quién y tú también sabes quién.

—Me asusta usted —dije.

—Yo no —repuso, riendo—. Te asusta esa vieja, que anda por allí merodeando.

Hizo una pausa como si esperara que el efecto de sus palabras se hiciera visible en mí. Tuve que ad­mitir mi terror.

Más de un mes antes, yo había tenido una horrenda confrontación con una bruja llamada «la Catalina». La enfrenté con riesgo de mi vida porque don Juan me convenció de que ella deseaba matarlo y él era incapaz de contener sus ataques. Cuando hube entra­do en contacto con ella, don Juan me reveló que la mujer no había representado en realidad ningún pe­ligro para él, y que todo el asunto había sido una trampa, no en el sentido de travesura malicia sino en el de un lazo que me había tendido.

Su método me pareció tan carente de ética que me enfurecí con él.

Al oír mi estallido iracundo, don Juan se puso a cantar canciones rancheras. Imitó cantantes populares y sus versiones eran tan cómicas que terminé riendo como un niño. Me entretuvo durante horas. Yo no sabía que tuviese tal repertorio de canciones idiotas.

—Déjame decirte algo —dijo finalmente en aque­lla ocasión—. Si no nos pusieran trampas, nunca aprenderíamos. Lo mismo me pasó a mí, y le pasa a cualquiera. El arte de un maestro es llevarnos hasta el borde. Un maestro sólo puede señalar el camino y hacer trampas. Te puse una antes. ¿No recuerdas la forma en que recobré tu espíritu de cazador? Tú mismo me dijiste que cazar te hacía olvidarte de las plantas. Estuviste dispuesto a hacer un montón de cosas para llegar a ser cazador, cosas que no habrías hecho por saber de las plantas. Ahora debes hacer mucho más si quieres sobrevivir.

Se me quedó mirando y estalló en un arranque de risa.

—Todo esto es una locura —dije—. Somos seres racionales.

—Tú eres racional —repuso—. Yo no.

—Por supuesto que sí —insistí—. Usted es uno de los hombres más racionales que he conocido.

—¡Muy bien! —exclamó—. No discutamos. Soy ra­cional, ¿y eso qué?

Lo envolví en el argumento de por qué era necesario que dos seres racionales procedieran en forma tan insana como nosotros habíamos procedido con la bruja.

—De veras eres racional —dijo él con fiereza—. Y eso significa que crees conocer mucho del mundo, pero ¿conoces? ¿Conoces en verdad? Sólo has visto las acciones de la gente. Tus experiencias se limitan úni­camente a lo que la gente te ha hecho o le ha hecho a otros. No sabes nada de este misterioso mundo des­conocido.

Me hizo seña de seguirlo a mi auto, y viajamos al pequeño pueblo mexicano que había cerca.

No pregunté qué íbamos a hacer. Me hizo estacio­nar el coche junto a una fonda, y luego caminamos rodeando la terminal de autobuses y un almacén ge­neral. Don Juan iba a mi derecha, guiándome. De pronto me di plena cuenta de que otra persona ca­minaba junto a mí, a mi izquierda, pero don Juan, sin darme tiempo a volver el rostro para mirar, hizo un movimiento veloz y súbito; se agachó como si recogiera algo del suelo, y luego me asió por el so­baco cuando estuve a punto de tropezar con él. Me arrastró al coche, y no soltó mi brazo ni siquiera para permitirme abrir la puerta. Tantalee un mo­mento con las llaves. Él me empujó con gentileza al interior del coche y luego subió a su vez.

—Maneja despacio y párate frente a la tienda —dijo.

Cuando me hube detenido, don Juan me hizo, con la cabeza, seña de mirar. La Catalina estaba parada en el sitio donde don Juan me había agarrado el brazo. Respingué involuntariamente. La mujer dio unos pasos hacia el coche y se paró desafiante. La escudriñé con cuidado y concluí que era hermosa. Era muy morena y rechoncha, pero parecía fuerte y muscular. Tenía un rostro redondo, lleno, con pómu­los altos y dos largas trenzas de cabello negrísimo. Lo que más me sorprendió fue su juventud. No podría tener mucho más de treinta años, a lo sumo.

—Que se acerque más si quiere —susurró don Juan.

La Catalina dio tres o cuatro pasos hacia mi coche y se detuvo a unos tres metros de distancia. Nos mi­ramos. En ese momento sentí que no había en ella ninguna amenaza. Sonreí y la saludé con la mano. Ella rió, como niñita tímida, y se cubrió la boca. Me sentí deleitado. Me volví a don Juan para comentar la apariencia y la conducta de la muchacha, y él casi me mata de susto con un grito.

—¡No le des la espalda a esa mujer, hijo de la chingada! —dijo con voz conminante.

Me volví rápidamente a mirar a la Catalina. Ha­bía dado otros pasos hacia el coche y se hallaba a menos de metro y medio de mi puerta. Sonreía; sus dientes eran grandes y blancos y muy limpios. Pero había algo extraño en su sonrisa. No era amistosa; era una mueca contenida; sólo sonreía la boca. Los ojos, negros y fríos, me miraban con fijeza.

Experimenté un escalofrío en todo el cuerpo. Don Juan echó a reír en un cacareo rítmico; tras un mo­mento de espera, la mujer retrocedió despacio y des­apareció entre la gente.

Nos alejamos, y don Juan especuló que, si yo no templaba mi vida y aprendía, la Catalina iba a aplas­tarme con el pie, como a un bicho indefenso.

—Ésa es el adversario que te dije que te había encontrado —dijo.

Don Juan dijo que debíamos esperar un augurio, an­tes de saber qué hacíamos con la mujer que interfe­ría mi caza.

—Si oímos o vemos un cuervo, será señal de que podemos esperar, y también sabremos dónde esperar —añadió.

Dio vuelta, despacio, en un círculo completo, escu­driñando todo el entorno.

—Éste no es el sitio para esperar —dijo en un su­surro.

Echamos a andar hacia el este. Ya había oscureci­do bastante. De pronto, dos cuervos salieron vo­lando de unos arbustos altos, y desaparecieron tras un cerro. Don Juan dijo que el cerro era nuestro destino.

Cuando llegamos, lo circundó, y eligió un sitio orientado al sureste, al pie del cerro. Limpió de ra­mas secas, hojas y otra basura, un espacio circular de metro y medio o dos metros de diámetro. Intenté ayudarlo, pero me rechazó con un vigoroso ademán. Se puso el índice sobre los labios e hizo gesto de si­lencio. Al terminar, me jaló al centro del círculo, me hizo mirar al sur, con el cerro a las espaldas, y me susurró al oído que imitara sus movimientos. Inició una especie de danza, produciendo un golpeteo con el pie derecho; consistía en siete tiempos iguales, es­paciados por un conglomerado de tres patadas rá­pidas.

Traté de adaptarme a su ritmo, y tras algunos in­tentos desmañados fui más o menos capaz de repro­ducir el golpeteo.

—¿Para qué es esto? —le susurré al oído.

Respondió, también susurrando, que yo estaba gol­peando la tierra como un conejo, y que tarde o tem­prano la presencia acechante, atraída por el ruido, vendría a ver qué pasaba.

Una vez que hube copiado el ritmo, don Juan dejó de patalear, pero a mí me hizo proseguir, marcando el paso con un movimiento de su mano.

De tiempo en tiempo escuchaba atento, con la cabeza ligeramente inclinada hacia la derecha, al parecer para discernir sonidos entre el matorral. En cierto punto me hizo seña de cesar y mantuvo una postura de lo más alerta; era como si se hallase pronto a dar un salto y caer sobre un asaltante desconocido e invisible.

Luego me indicó reanudar el golpeteo, y tras un rato me hizo parar de nuevo. Cada vez que yo me detenía, él escuchaba con tal concentración que cada fibra de su cuerpo parecía tensarse casi hasta reventar.

De pronto saltó a mi lado y me susurró al oído que el crepúsculo estaba en pleno poder.

Miré alrededor. El matorral era una masa oscura, y lo mismo los cerros y las rocas. El cielo era azul oscuro y yo no distinguía ya las nubes. El mundo entero parecía una masa uniforme de siluetas oscuras sin límites visibles.

Oí a lo lejos el grito escalofriante de un animal: un coyote o quizá un ave nocturna. Ocurrió tan de repente que no le presté atención. Pero el cuerpo de don Juan amagó un sobresalto. Parado junto a él, sentí su vibración.

—Dale de nuevo —susurró—. Patea otra vez y ponte listo. Ya ella está aquí.

Empecé a patalear con furia y don Juan puso su pie sobre el mío y me hizo señas frenéticas de que me calmara y golpease rítmicamente.

—No la asustes —me dijo al oído—. Tranquilízate y no pierdas el juicio.

Nuevamente empezó a marcarme el paso, y la segunda vez que me hizo parar volví a escuchar el mis­mo grito. Ahora parecía ser el grito de un ave que volaba sobre el cerro.

Don Juan me hizo patalear una vez más, y en el momento de cesar oía mi izquierda un peculiar so­nido crujiente. Era el ruido que produciría un ani­mal pesado al cruzar entre las matas secas. Pensé fugazmente en un oso, pero caí en la cuenta de que no había osos en el desierto. Me cogí del brazo de don Juan y él me sonrió y se llevó el dedo a la boca en gesto de silencio. Fijé la mirada en la oscuridad hacia mi izquierda, pero él me indicó no hacerlo. Se­ñaló repetidamente algo por encima de mi cabeza y luego me hizo girar, despacio y en silencio, hasta que me vi encarando la masa oscura del cerro. Don Juan mantenía el dedo apuntando a cierto punto del ce­rro. Adherí mi vista a dicho sitió y de pronto, como en una pesadilla, una sombra negra me saltó encima. Chillé y caí de espaldas al suelo. Durante un mo­mento la silueta se sobreimpuso al cielo azul oscuro y luego voló por el aire y aterrizó más allá de nos­otros, en el matorral. Oí el sonido de un cuerpo pesado que caía con estruendo sobre los arbustos, y después un extraño clamor.

Don Juan me ayudó a levantarme y me guió, en la oscuridad, al sitio donde había dejado mis trampas. Me hizo reunirlas y desarmarlas, y luego desparramó las piezas en todas direcciones. Realizó todo esto sin decir palabra. No hablamos en el camino a su casa.

—¿Qué quieres que te diga? —preguntó don Juan después de que lo hube instado repetidas veces a ex­plicar los eventos acontecidos unas horas antes.

—¿Qué cosa era? —pregunté.

—Sabes muy bien quién era —dijo—. No me vengas con eso de «qué cosa era». Lo importante es quién era.

Yo había urdido una explicación que parecía satis­facerme. La figura que vi podría haber sido un pa­palote: alguien lo había soltado arriba del cerro mientras alguien más, a nuestra espalda, lo jalaba al suelo, dando así el efecto de una silueta oscura que voló por el aire cosa de quince o veinte metros.

Escuchó atentamente mi explicación y luego rió hasta que se le salieron las lágrimas.

—Ya no te andes por las ramas —lijo—. Al grano. ¿No era una mujer?

Tuve que admitir que, al caer y alzar la vista, vi saltar sobre mí, en un movimiento muy lento, la si­lueta oscura de una mujer con falda larga; luego algo pareció jalar a la silueta y ésta voló con gran velocidad y se estrelló en los arbustos. De hecho, ese movimiento fue lo que me dio la idea de un pa­palote.

Don Juan rehusó seguir discutiendo el incidente.

AL otro día, salió a cumplir alguna misión miste­riosa y yo fui a visitar a unos amigos yaquis de otra comunidad.

Miércoles, diciembre 12, 1962

Apenas llegué a la comunidad yaqui, el tendero me­xicano me dijo que una compañía de Ciudad Obre­gón le había rentado un tocadiscos y veinte disco para la fiesta que iba a dar esa noche en honor de la Virgen de Guadalupe. Ya había contado a todos cómo hizo los arreglos necesarios a través de Julio, el agente viajero que llegaba a la población yaqui dos veces por mes para cobrar los abonos de la ropa ba­rata que había logrado vender, a plazos, a algunos indios.

Julio trajo el tocadiscos temprano por la tarde, y lo conectó a la dínamo que producía electricidad para la tienda. Verificó el funcionamiento, subió el volumen al máximo, recordó al tendero que no toca­ra los botones, y empezó a acomodar los veinte discos.

—Sé cuántos rayones tiene cada uno —advirtió al tendero.

—Eso díselo a mi hija —respondió el otro.

—El responsable eres tú, no tu hija.

—De todos modos, ella es la que va a estar cam­biando los discos.

Julio recalcó que a él no le importaba quién fue­ra a manejar el aparato, siempre y cuando el tendero pagara los discos dañados. El tendero se puso a dis­cutir con Julio. El rostro de Julio enrojeció. De tiempo en tiempo se volvía hacia el nutrido grupo de yaquis congregado frente a la tienda y daba mues­tras de desesperanza o frustración moviendo las ma­nos o contorsionando la cara en una mueca. Como último recurso, exigió un depósito en efectivo. Eso precipitó otra larga discusión acerca de qué cosa de­bía tomarse por un disco dañado. Julio declaró con autoridad que cualquier disco roto tenía que pagarse a precio de nuevo. El tendero se enojó más y empe­zó a quitar sus extensiones eléctricas. Parecía deci­dido a desconectar el tocadiscos y cancelar la fiesta. Aclaró a sus clientes, reunidos frente a la tienda, que había hecho lo posible por entrar en tratos con Julio. Durante un momento pareció que la fiesta fallaría antes de comenzar.

Blas, el viejo yaqui que me alojaba en su casa, hizo en voz alta comentarios despectivos acerca del triste estado de cosas entre los yaquis, que ni siquiera podían celebrar su festividad religiosa más reverenciada, el día de la Virgen de Guadalupe.

Quise intervenir y ofrecer mi ayuda, pero Blas lo impidió. Dijo que, si yo cubriera el depósito reque­rido, el tendero mismo haría pedazos los discos.

—Es peor que cualquiera —dijo—. Que pague él. Bien que nos chupa sangre. Déjalo que pague.

Tras una larga discusión en la que, extrañamente, todos los presentes estaban en favor de Julio, el tendero logró términos que satisficieron a ambas par­tes. No pagó el depósito en efectivo, pero acertó responsabilidad por los discos y el aparato.

La motocicleta de Julio dejó una estela de polvo cuando el viajante se dirigió a algunas de las casas más remotas de la localidad. Blas dijo que estaba tratando de agarrar a sus clientes antes de que ellos viniesen a la tienda y gastaran todo su dinero en tragos. Mientras hablaba, un grupo de indios salió de tras la tienda. Blas los miró y echó a reír, y lo mismo hicieron todos los demás.

Blas me dijo que esos indios eran clientes de Ju­lio y habían estado escondidos detrás de la tienda, esperando que se fuera.

La fiesta comenzó temprano. La hija del tendero puso un disco en la tornamesa y bajó el brazo; hubo un estruendo chillante y un zumbido muy agudo; y luego se oyó un ensordecedor sonido de trompeta y algunas guitarras.

La fiesta consistía en tocar los discos a todo volu­men. Había cuatro mexicanos jóvenes que bailaban con las dos hijas del tendero y con otras tres mucha­chas mexicanas. Los yaquis no bailaban; observaban con aparente deleite cada movimiento de los bailari­nes. Parecían divertirse nada más mirando y engullendo tequila barato.

Invité copas a todos los que conocía. Quería evi­tar cualquier resentimiento. Circulé entre los nume­rosos indios, haciéndoles plática y ofreciéndoles tra­gos. Mi patrón de conducta funcionó hasta que se dieron cuenta de que yo no bebía. Eso pareció mo­lestar simultáneamente a todo el mundo. Era como si, colectivamente, hubieran descubierto que yo no encajaba allí. Los indios se pusieron muy hoscos y me dirigían miradas de reojo.

Los mexicanos, que se hallaban tan borrachos como los indios, advirtieron al mismo tiempo que yo no había bailado, y eso pareció ofenderlos a un grado incluso mayor. Se pusieron muy agresivos. Uno de ellos me agarró el brazo y me llevó más cerca del tocadiscos; otro me sirvió una taza entera de tequila y quiso que me la tomara de un trago para demos­trar que era macho.

Traté de ganar tiempo y reí estúpidamente, como si disfrutara de toda esa situación. Dije que me gus­taría bailar primero y beber después. Uno de los jóvenes gritó el título de una canción. La muchacha a cargo del aparato empezó a buscar en la pila de discos. Parecía algo achispada, aunque ninguna de las mujeres había bebido en público, y tuvo dificultades para encajar el disco en la espiga. Un joven dijo que el disco elegido no era un twist; ella revolvió la pila, tratando de hallar la música adecuada, y todo el mundo se cerró en torno a ella y me dejó. Eso me dio tiempo para correr detrás de la tienda, salir del área iluminada y quedar fuera de vista.

Parado a unos treinta metros de distancia, en la oscuridad de unos matorrales, traté de decidir qué hacía. Me hallaba cansado. Sentí que era tiempo de subir en mi coche y volver a casa. Eché a andar hacia la vivienda de Blas, donde estaba el coche. Calculé que, si manejaba despacio, nadie se daría cuenta de que me iba.

Al parecer, la gente a cargo de la música seguía buscando el disco —todo lo que yo podía oír era el zumbido agudo de la bocina—, pero luego surgió el estruendo de un twist. Reí, pensando que proba­blemente habían vuelto los ojos buscándome, sólo para descubrir mi desaparición.

Vi siluetas oscuras de personas que iban en direc­ción opuesta, hacia la tienda. Nos cruzamos y mur­muraron: «Buenas noches». Los reconocí y les ha­blé. Les dije que la fiesta estaba buena.

Antes de llegar a un brusco recodo del camino, me encontré con otras dos personas; no las reconocí, pero las saludé de todos modos. El escándalo del tocadis­cos era casi tan fuerte allí, en el camino, como frente a la tienda. Era una noche oscura, sin estrellas, pero el brillo de las luces de la tienda me permitía una percepción visual bastante buena del contorno. La casa de Blas quedaba muy cerca, y aceleré el paso. Noté entonces la figura oscura de una persona, sen­tada o tal vez acuclillada a mi izquierda, en el reco­do. Pensé por un instante que podía ser uno de los asistentes a la fiesta, que se había ido antes que yo.

La persona parecía estar defecando al lado del cami­no. Eso resultaba extraño. La gente de la comunidad se adentraba en el matorral cuando quería hacer sus necesidades. Pensé que quien estaba frente a mí debía hallarse borracho.

Llegué al recodo y dije: «Buenas noches». La res­puesta fue un aullido áspero, inhumano. Los vellos de mi cuerpo se erizaron. Por un segundo quedé paralizado. Luego eché a andar aprisa. Lancé un vista­zo breve. Vi que la silueta oscura se había incorporado a medias; era una mujer. Se hallaba encorvada, incli­nada hacia adelante; caminó unos metros en esa pos­tura y luego saltó. Eché a correr, mientras la mujer saltaba como pájaro a mi lado, manteniéndose a la par. Cuando llegué a la casa de Blas, me estaba cor­tando el camino y casi nos tocábamos.

Salté una zanjita seca frente a la casa y entré, casi derribando la frágil puerta.

Blas ya se encontraba en la casa y mi historia no pareció preocuparlo.

—Te jugaron una buena —dijo, tranquilizándo­me—. A los indios les encanta chingar a los yoris.

La experiencia me había espantado tanto que al día siguiente fui a casa de don Juan en vez de vol­ver a la mía como había planeado.

Don Juan regresó al atardecer. Sin darle tiempo a decir nada, barboté la historia completa, incluyendo el comentario de Blas. La cara de don Juan se en­sombreció. Acaso fue sólo mi imaginación, pero pen­sé que estaba preocupado.

—No te fíes mucho de lo que Blas te dijo —acon­sejó en tono serio—. No sabe nada de las luchas en­tre brujos.

—Debías haber sabido que era algo serio en el mo­mento en que viste la sombra a tu izquierda. Pero no debiste correr.

—¿Y qué debería haber hecho? ¿Quedarme allí parado?

—Correcto. Cuando un guerrero se encuentra con su adversario, y el adversario no es un ser humano ordinario, tiene que plantarse. Eso es lo único que lo hace invulnerable.

—¿Qué dice usted, don Juan?

—Digo que has tenido tu tercer encuentro con el adversario que vale la pena. Te anda siguiendo, es­perando que tengas un momento de debilidad. Esta vez casi te atrapa.

Sentí un brote de angustia y lo acusé de ponerme riesgos innecesarios. Me quejé de que estaba jugan­do conmigo un juego cruel.

—Sería cruel si esto le hubiera pasado a un hom­bre común y corriente —dijo—. Pero uno deja de ser común en el instante en que empieza a vivir cono guerrero. Además, no te busqué un adversario que vale la pena porque quiera jugar contigo, o fastidiar­te, o enojarte. Un adversario digno podría servirte de acicate; bajo la influencia de una oponente como la Catalina, tal vez tengas que echar mano de todo cuanto te he enseñado. No te queda otra alternativa.

Guardamos silencio un rato. Sus palabras me ha­bían provocado una tremenda aprensión.

Luego me pidió imitar lo mejor posible el grito que oí después de decir: «Buenas noches».

Intenté reproducir el sonido y lancé un aullido extraño que me asustó. A don Juan debe haberle parecido chistosa mi interpretación; rió casi incontrolablemente.

Después me hizo reconstruir la secuencia total: la distancia que corrí, la distancia a que la mujer esta­ba cuando la encontré y a qué distancia cuando llegué a la casa, y el sitio en que empezó a saltar.

—Ninguna india gorda podría brincar así —dijo después de sopesar todas aquellas variables—. Ni si­quiera podría correr tanto.

Me hizo saltar. No pude cubrir más de un metro veinte en cada brinco, y si mi percepción era correc­ta, los saltos de la mujer habían sido cuando menos de tres metros.

—Bueno, has de saber que de ahora en adelante debes estar siempre alerta —dijo don Juan con gran urgencia—. Esa mujer va a tratar de tocarte el hom­bro izquierdo en un momento de descuido y debi­lidad.

—¿Qué debo hacer? —pregunté.

—No tiene caso quejarse —dijo él—. De ahora en adelante, lo que importa es la estrategia de tu vida.

Yo no podía concentrarme en lo que decía. To­maba notas en forma automática. Tras un largo si­lencio me preguntó si tenía yo algún dolor en la nuca o detrás de las orejas. Repuse que no, y él me dijo que, si hubiera experimentado una sensación desagradable en cualquiera de esas dos partes, eso habría significado que la Catalina me había hecho daño aprovechando mi torpeza.

—Todo lo que hiciste anoche fue una torpeza —dijo—. En primer lugar, fuiste a la fiesta a matar tiempo, como si hubiera tiempo que matar. Eso te debilitó.

—¿Quiere usted decir que no debo ir a fiestas?

—No, no digo eso. Puedes ira donde se te antoje, pero si vas, debes aceptar la entera responsabilidad de ese acto. Un guerrero vive su vida estratégicamen­te. Sólo asiste a una fiesta o a una reunión así, en caso de que su estrategia lo pida. Eso significa, desde luego, que tiene dominio total y realiza todos los actos que considera necesarios.

Me miró con fijeza y sonrió; luego se cubrió la cara y rió suavemente.

—Estás en un buen aprieto —dijo—. Tu adversario te está pisando los talones y, por primera vez en tu vida, no puedes permitirte el lujo de actuar por las puras. Esta vez debes aprender un hacer total­mente distinto, el hacer de la estrategia. Considéralo así. En caso de que sobrevivas a los ataques de la Catalina, algún día tendrás que darle las gracias por haberte forzado a cambiar de hacer.

—¡Qué cosa tan terrible! —exclamé—. ¿Y si no so­brevivo?

—Un guerrero nunca se entrega a esos pensamien­tos —dijo—. Cuando tiene que actuar con sus seme­jantes, un guerrero sigue el hacer de la estrategia, y en ese hacer no hay victorias ni derrotas. En ese ha­cer sólo hay acciones.

Le pregunté qué implicaba el hacer de la estrategia.

—Implica que uno no está a merced de la gente —repuso—. En esa fiesta, por ejemplo, fuiste un pa­yaso, no porque conviniera a tus propósitos el ser un payaso, sino porque te colocaste a merced de aquella gente. Nunca tuviste el menor dominio y por eso tuviste que salir huyendo.

—¿Qué debía haber hecho?

—No ir a la fiesta, o bien ir a fin de cumplir un acto especifico.

—Después de travesear con los yoris estabas débil, y la Catalina usó esa oportunidad. Se puso a esperarte en el camino.

—Pero tu cuerpo sabía que algo andaba fuera de lugar, y así y todo le hablaste. Eso estuvo muy mal. No debes dirigir una sola palabra a tu oponente du­rante esos encuentros. Luego le diste la espalda. Eso estuvo peor todavía. Luego corriste de ella, ¡y eso fue lo peor que podrías haber hecho! Parece que la vieja ésa es torpe. Una bruja de las buenas te habría agarrado allí mismo, en el instante en que volviste la espalda y echaste a correr.

—Por lo pronto, tu única defensa es plantarte y bailar tu danza.

—¿De qué danza habla usted? —pregunté.

Dijo que el «pataleo de conejo» que me había enseñado era el primer movimiento de la danza que un guerrero cultiva y acrecienta toda su vida, y luego ejecuta en su última parada sobre la tierra.

Tuve un momento de rara sobriedad y me vino una serie de pensamientos. En cierto nivel, estaba claro que lo ocurrido entre la Catalina y yo, la pri­mera vez que la enfrenté, era real. La Catalina era real, y no podía descartarse la posibilidad de que verdaderamente me estuviera siguiendo. En otro ni­vel, yo no comprendía cómo estaba siguiéndome, y eso daba pábulo a la leve sospecha de que don Juan me estuviera engañando, y de que él mismo produ­jera de algún modo los extraños efectos de los que fui testigo.

Don Juan miró de pronto el cielo y me dijo que todavía había tiempo de ir a ver a la bruja. Me aseguró que corríamos muy poco peligro, porque sólo pasaríamos en el coche frente a su casa.

—Debes confirmar su forma —dijo don Juan—. Así ya no quedarán dudas en tu mente, en un senti­do o en otro.

Las manos me empezaron a sudar profundamente y tuve que secarlas repetidas veces con una toalla. Subimos en mi coche y don Juan me encaminó a la carretera principal y luego a un camino amplio, sin pavimentar. Conduje por la parte central; camiones y tractores habían dejado hondos surcos y mi coche tenía la suspensión demasiado baja para ir por la derecha, o por la izquierda. Avanzamos despacio en­tre una espesa nube de polvo. La tosca grava usada para nivelar el camino se había apelmazado con la tierra durante las lluvias, y piedras de barro seco re­botaban contra el fondo metálico del coche, produ­ciendo fuertes sonidos de explosión.

Don Juan me indicó reducir la velocidad al acercarnos a un puente pequeño. Había cuatro indios sentados allí y nos saludaron con la mano. No supe, bien si los conocía o no. Pasamos el puente y el camino se curvó con suavidad.

—Ésa es la casa de la mujer —me susurró don Juan, señalando con los ojos una casa blanca circundada por una alta cerca de carrizo.

Me dijo que diera vuelta en U y me detuviese a medio camino; esperaríamos a ver si la bruja cobra­ba suficientes sospechas para dar la cara.

Estuvimos allí unos diez minutos. Me pareció un tiempo interminable. Don Juan no dijo palabra. In­móvil en el asiento, miraba la casa.

—Allí está —dijo, y su cuerpo dio un salto súbito. Vi la silueta oscura, ominosa, de una mujer parada dentro de la casa, mirando a través de la puerta abierta. El interior estaba en penumbras y eso sólo acentuaba la oscuridad de la silueta.

Después de unos minutos, la mujer dejó las som­bras del cuarto y se paró en el umbral a observar­nos. La miramos un momento y don Juan me dijo que siguiera adelante. Yo estaba sin habla. Podría haber jurado que esa mujer era la que vi saltando junto al camino, en la oscuridad.

Una media hora después, cuando íbamos ya por la carretera pavimentada, don Juan me habló.

—¿Qué dices? —preguntó—. ¿Reconociste la forma?

Vacilé un largo rato antes de responder. Tenía miedo del compromiso involucrado en decir sí. Pre­paré cuidadosamente mi contestación y dije que me parecía que había estado demasiado oscuro para te­ner verdadera certeza.

Riendo, me dio unos golpecitos suaves en la ca­beza.

—Era ella, ¿verdad? —preguntó.

No me dio tiempo de responder. Puso un dedo sobre su boca en gesto de silencio y me susurró al oído que no tenía caso decir nada y que, para sobre­vivir a los ataques de la Catalina, yo debía usar todo cuanto él me había enseñado.