XII. UNA BATALLA DE PODER
Jueves, diciembre 28, 1961
INICIAMOS un viaje a primera hora de la mañana. Fuimos hacia el sur y luego hacia el este, a las montañas. Don Juan llevó guajes con comida y agua. Comimos en mi coche antes de empezar a caminar.
—No te me despegues —dijo—. Ésta es una región que no conoces y no hay necesidad de arriesgarse. Vas en busca de poder y todo cuanto haces cuenta. Vigila el viento, sobre todo al fin del día. Observa cuando cambie de dirección, y cambia tu posición para que yo te resguarde siempre de él.
—¿Qué vamos a hacer en estas montañas, don Juan?
—Estás cazando poder.
—Digo, ¿qué vamos a hacer en particular?
—No hay plan cuando se trata de cazar poder. Cazar poder o cazar animales es lo mismo. Un cazador caza lo que se le presente. Así que debe estar siempre preparado.
—Ya sabes del viento, y puedes cazar por ti mismo el poder del viento. Pero hay otras cosas que no conoces y que son, como el viento, centro de poder a ciertas horas y en ciertos lugares.
—El Poder es un asunto muy peculiar. No puedo decir con exactitud lo que realmente es. Es un sentimiento que uno tiene sobre ciertas cosas. El poder es personal. Pertenece a uno nada más. Mi benefactor, por ejemplo, podía enfermar de muerte a una persona con sólo mirarla. Las mujeres se consumían después de que él les ponía los ojos encima. Pero no enfermaba a la gente todo el tiempo; nada más cuando intervenía su poder personal.
—¿Cómo elegía a quién enfermar?
—Eso no lo sé. Ni él mismo lo sabía. Así es el poder. Te manda, y sin embargo te obedece.
—Un cazador de poder lo atrapa y luego lo guarda como su hallazgo personal. Así, el poder personal crece, y puede darse el caso de un guerrero que, de tanto poder personal que tiene, se hace hombre de conocimiento.
—¿Cómo guarda uno el poder, don Juan?
—Eso también es un sentimiento. Depende de la clase de persona que sea el guerrero. Mi benefactor era un hombre de naturaleza violenta. Guardaba poder a través de ese sentimiento. Todo cuanto hacía era fuerte y directo. Dejaba la impresión de algo que pasaba aplastando las cosas. Y todo cuanto le ocurrió tuvo lugar de ese modo.
Me declaré incapaz de comprender cómo se almacenaba el poder a través de un sentimiento.
—No hay forma de explicarlo —dijo tras una larga pausa—. Tienes que hacerlo tú mismo.
Recogió los guajes de comida y los ató a su espalda. Me entregó un cordel con ocho trozos de carne seca colgados de él, e hizo que me lo pusiera al cuello.
—Esta es comida de poder —dijo.
—¿Qué es lo que la hace comida de poder, don Juan?
—Es la carne de un animal que tenía poder. Un venado, un venado único. Mi poder personal me lo trajo. Esta carne nos mantendrá durante semanas enteras, durante meses si es necesario. Vela mascando por pedacitos, y máscala muy bien. Que el poder se hunda despacio en tu cuerpo.
Echamos a andar. Eran casi las once de la mañana. Don Juan me recordó una vez más el procedimiento a seguir.
—Vigila el viento —dijo—. No dejes que te haga perder el paso. Y no dejes que te fatigue. Masca tu comida de poder y escóndete del viento detrás de mi cuerpo. El viento no me hará daño a mí; nos conocemos muy bien.
Me guió a una vereda que iba recta hacia las altas montañas. El día era nublado y estaba a punto de llover. Pude ver cómo, de lo alto de las montañas, nubes bajas y niebla descendían a la zona donde estábamos.
Caminamos en completo silencio hasta eso de las tres de la tarde. Masticar la carne seca era en verdad vigorizante. Y observar los cambios repentinos en la dirección del viento se convirtió en un asunto misterioso, hasta el punto de que todo mi cuerpo parecía sentir los cambios antes de que ocurrieran. Tenía la impresión de poder sentir las oleadas de aire como una especie de presión en la parte superior de mi pecho, en los bronquios. Cada vez que me hallaba a punto de sentir una racha de viento, experimentaba una comezón en el pecho y la garganta.
Don Juan se detuvo un momento y miró en torno. Pareció orientarse y dio vuelta a la derecha. Noté que también mascaba carne seca. Yo me sentía muy fresco y no tenía nada de cansancio. La tarea de atender a los cambios en el viento había sido tan absorbente que no tuve conciencia del tiempo.
Nos adentramos en una profunda cañada y luego subimos uno de sus lados hasta una pequeña meseta en la empinada ladera de una montaña enorme. Estábamos bastante alto, casi en la cima.
Don Juan trepó a una gran roca en el extremo de la meseta y me ayudó a hacer lo mismo. La roca estaba colocada en tal forma que parecía una cúpula sobre muros escarpados. Le dimos la vuelta, caminando despacio. Finalmente, tuve que sentarme para seguir el recorrido, asiéndome a la superficie con los talones y las manos. Estaba empapado de sudor y tenía que secarme las manos repetidas veces.
Desde el otro lado, pude ver una cueva muy grande, de escasa hondura, cerca de la cima de la montaña. Parecía un recinto esculpido en la roca. La erosión había formado, en la piedra arenisca, una especie de balcón con dos columnas.
Don Juan dijo que íbamos a acampar allí, que ése era un sitio muy seguro por ser demasiado poco profundo para cubil de leones o de cualquier otra fiera, demasiado abierto para nido de ratas, y demasiado ventoso para los insectos. Rió y dijo que era un sitio ideal para el hombre, porque ninguna otra criatura viviente podía soportarlo.
Trepó hacia allá como una cabra montés. Me maravilló su estupenda agilidad.
Lentamente me arrastré, sentado, roca abajo, y luego traté de subir corriendo la ladera de la montaña con el fin de alcanzar la saliente. Los últimos metros me agotaron por completo. En son de broma, pregunté a don Juan cuántos años tenía en realidad. Opiné que, para llegar al lugar como él lo había hecho, era necesario ser muy joven y estar en perfectas condiciones.
—Soy tan joven como quiero —dijo él—. Esto también es cosa de poder personal. Si vas juntando poder, tu cuerpo puede realizar hazañas increíbles. En cambio, si disipas el poder, te pones viejo y gordo de la noche a la mañana.
El largo de la saliente estaba orientado en una línea este-oeste. El lado abierto de la configuración que semejaba un balcón que daba hacia el sur. Caminé hasta el extremo oeste. La vista era estupenda. La lluvia nos había sacado la vuelta. Se veía como una lámina de material transparente colgada sobre la tierra baja.
Don Juan dijo que teníamos suficiente tiempo para construir un albergue. Me dijo que apilara todas las rocas que pudiese llevar al reborde mientras él juntaba ramas para hacer un techo.
En una hora, había construido un muro de 30 centímetros de espesor en el extremo oriental de la saliente. Tendría más de medio metro de largo y casi un metro de alto. Tejiendo y atando unos bultos de ramas que había reunido, don Juan hizo un techo; lo aseguró a dos palos largos terminados en horqueta. Otro lado del mismo largo, sujeto al techo en sí, lo sostenía del otro lado del muro. La estructura parecía una mesa alta con tres patas.
Don Juan tomó asiento bajo ella, cruzando las piernas, en la orilla misma del reborde. Me indicó sentarme junto a él, a su derecha. Permanecimos callados un rato.
Don Juan rompió el silencio. Dijo en un susurro que yo debía actuar como si no hubiera nada fuera de lo común. Pregunté si habría de hacer algo en particular. Respondió que me pusiera a escribir, como si estuviera ante mi escritorio sin ninguna otra preocupación en el mundo. En determinado momento él me daría un codazo y entonces yo debía mirar hacia donde sus ojos señalaran. Me advirtió que, viera lo que viese, no pronunciara una sola palabra. Sólo él podía hablar con impunidad, porque era conocido de todos los poderes en esas montañas.
Seguí sus instrucciones y escribí durante más de una hora. Me embebí en la tarea. De pronto sentí un leve toque en el brazo y vi que los ojos y la cabeza de don Juan se movían para señalar un banco de niebla que se hallaba a unos doscientos metros de distancia y descendía de la cima de la montaña. Don Juan me susurró al oído, en un tono apenas audible incluso a tan corta distancia.
—Mueve los ojos de un lado a otro a lo largo del banco de niebla —dijo—. Pero no lo mires de lleno. Abre y cierra los ojos y no los enfoques en la niebla. Cuando veas un sitio verde en el banco de niebla, señálamelo con los ojos.
Moví los ojos de izquierda a derecha a lo largo del banco de niebla que lentamente caía sobre nosotros. Pasó tal vez media hora. Estaba oscureciendo. La niebla se movía con extrema lentitud. En cierto momento, tuve la sensación súbita de haber vislumbrado un leve resplandor a mi derecha. En un principio creí haber visto un sector de matorral verde a través de la niebla. Al mirarlo directamente no notaba nada, pero mirando sin enfocar podía percibir una vaga zona verdosa.
La señalé a don Juan. Él achicó los ojos y la observó.
—Enfoca los ojos en ese lugar —me susurró al oído—. Mira sin parpadear hasta que veas.
Quise preguntar qué se suponía que yo viera, pero él me miró con fiereza como para recordarme que no debía hablar.
Observé de nuevo. El trozo de niebla que había descendido colgaba como un pedazo de materia sólida. Se alineaba en el sitio justo donde advertí el tinte verde. Conforme mis ojos se fatigaban de nuevo, y bizqueaban, vi primero el trozo de niebla superpuesto al banco de niebla, y luego vi entre ambos una delgada tira de niebla que parecía una escueta estructura sin soportes, un puente que unía la montaña por encima de mí y el banco de niebla frente a mí. Por un momento creí ver cómo la niebla transparente, empujada montaña abajo por el viento, pasaba por el puente sin alterarlo. Era como si el puente fuese en verdad sólido. En cierto instante el espejismo se hizo tan completo que yo podía discernir la oscuridad de la parte bajo el puente propiamente dicho, en contraste con el claro color arenoso de su costado.
Atónito, contemplé el puente. Y entonces me alcé a su nivel, o bien el puente bajó al mío. De pronto me hallaba mirando una viga recta frente a mí. Era una viga sólida inmensamente larga, angosta y sin barandales, pero lo bastante amplia para caminar sobre ella.
Don Juan me sacudió vigorosamente por el brazo. Sentí mi cabeza oscilar de arriba a abajo y luego noté que los ojos me ardían terriblemente. Me los froté en forma por entero inconsciente. Don Juan siguió sacudiéndome hasta que volví a abrirlos. Virtió agua del guaje en el cuenco de su mano y me roció la cara. La sensación fue muy desagradable. Tan fría estaba el agua que sentí las gotas como llagas en la piel. Advertí entonces que tenía el cuerpo muy caliente. Estaba febril.
Apresuradamente, don Juan me dio de beber y luego salpicó agua en mis oídos y mi cuello.
Oí, muy fuerte, un grito de ave, extraño y prolongado. Don Juan escuchó con atención un instante y luego empujó con el pie las rocas del muro, derribando el techo. Lo arrojó en los matorrales y, una por una, tiró las piedras por el borde.
—Bebe un poco de agua y masca tu carne seca —susurró en mi oído—. No podemos quedarnos aquí. Ese grito no fue de pájaro.
Descendimos del reborde y empezamos a caminar aproximadamente hacia el este. De un momento a otro oscureció tanto que era como si hubiese una cortina frente a mis ojos. La niebla se antojaba una barrera impenetrable. Nunca me había dado cuenta de lo paralizante que era la niebla de noche. No podía concebir cómo caminaba don Juan. Yo me asía a su brazo como un ciego.
De algún modo, tenía la sensación de caminar al borde de un precipicio. Mis piernas rehusaron seguir adelante. Mi razón confiaba en don Juan y se hallaba dispuesta a proseguir, pero no así mi cuerpo, y don Juan tuvo que arrastrarme en la oscuridad total.
Debe haber conocido el terreno hasta el último detalle. En cierto punto se detuvo y me hizo tomar asiento. Yo no me atrevía a soltar su brazo. Mi cuerpo sentía, sin el menor lugar a dudas, que me hallaba sentado en un monte pelado con forma de cúpula, y que si me movía una pulgada a la derecha caería, sobrepasado el punto de tolerancia, en un abismo. Estaba yo absolutamente seguro de encontrarme en una ladera curva, porque mi cuerpo se movía inconscientemente a la derecha. Pensé que lo hacía para conservar la verticalidad, de modo que intenté compensar inclinándome a la izquierda, contra don Juan, lo más posible.
De repente, don Juan se apartó de mí, y sin el apoyo de su cuerpo caí al suelo. Al tocar tierra recobré mi sentido del equilibrio. Yacía en un área llana. Empecé a explorar a tientas mi entorno inmediato. Reconocí hojas y ramas secas.
Hubo un súbito relámpago que iluminó toda la zona, y un trueno tremendo. Vi a don Juan de pie a mi izquierda. Vi árboles enormes y una cueva pocos metros detrás de él.
Don Juan me dijo que me metiera en el hoyo. Entré por él, reptando, y me senté de espaldas contra la roca.
Sentí a don Juan inclinarse sobre mí para susurrar que yo debía guardar silencio completo.
Hubo tres relámpagos, uno tras otro. De un vistazo percibí a don Juan sentado a mi izquierda con las piernas cruzadas. La cueva era una configuración cóncava lo bastante grande para que dos o tres personas se sentaran dentro. El hoyo parecía haber sido labrado en la parte inferior de un peñasco. Sentí que en verdad había sido perspicaz el entrar arrastrándome, porque de haberlo hecho erguido me habría golpeado la cabeza contra la roca.
El brillo de los relámpagos me daba una idea de la densidad del banco de niebla. Noté los troncos de árboles gigantescos como siluetas oscuras contra la opaca masa gris claro de la niebla.
Don Juan susurró que la niebla y el rayo estaban confabulados y que yo debía realizar una vigilia agotadora porque estaba metido en una batalla de poder. En ese momento, un espléndido destello hizo fantasmagórica toda la escena. La niebla era como un filtro blanco que escarchaba la luz de la descarga eléctrica y la difundía uniformemente; la niebla era como una densa sustancia blanquecina colgada entre los altos árboles, pero justo frente a mí, al nivel del suelo, la niebla estaba disipándose. Discerní con claridad las características del terreno. Estábamos en un bosque de pinos. Árboles de gran altura nos rodeaban. Eran tan extremadamente grandes que, de no haber sabido previamente nuestro paradero, yo podría haber jurado que nos hallábamos entre los gigantescos pinos rojos de California.
Hubo un bombardeo de rayos que duró varios minutos. Cada destello hacía más discernibles los detalles que yo había observado. Al frente de mí vi un sendero definido. No tenía vegetación. Parecía terminar en un espacio despejado de árboles.
Los relámpagos eran tan frecuentes que no me era posible saber de dónde venía cada uno. Sin embargo, el contorno se iluminaba tan profusamente que me sentía mucho más tranquilo. Mis temores e incertidumbres habían desaparecido apenas hubo luz suficiente para alzar la pesada cortina de la oscuridad.
Así, cuando se produjo una larga pausa entre los destellos, la negrura en torno ya no me desorientó.
Don Juan susurró que probablemente ya había yo vigilado bastante, y que debía enfocar mi atención en el sonido del trueno. Para mi asombro, advertí que no había hecho ningún caso del trueno, pese al hecho de que en verdad era tremendo. Don Juan añadió que siguiera yo el sonido y mirara en la dirección de la cual pareciera venir.
Ya no había estallidos continuos de rayos y truenos, sino sólo destellos esporádicos de luz y sonido intensos. El trueno parecía venir siempre de mi derecha. La niebla se alzaba y, ya acostumbrado a las tinieblas, yo podía discernir masas de vegetación. El rayo y el trueno continuaban, y de pronto se abrió todo el lado derecho y pude ver el cielo.
La tormenta eléctrica parecía desplazarse hacia mi derecha. Hubo otro relámpago y vi una montaña distante a mi extrema derecha. La luz iluminó el trasfondo, dejando en silueta la voluminosa masa de la montaña. Vi árboles en su cima; parecían pulcros recortes negros superpuestos al cielo blanco brillante. Vi incluso nubes tipo cúmulo sobre las montañas.
La niebla se había disipado por entero en torno nuestro. Soplaba un viento continuo y yo oía crujir las ramas de los grandes árboles a mi izquierda. La tormenta eléctrica estaba demasiado lejos para iluminar los árboles, pero sus masas oscuras permanecían discernibles. La luz de la tormenta me permitió establecer, sin embargo, que había a mi derecha una cordillera distante y que el bosque se hallaba limitado hacia el lado izquierdo. Al parecer miraba yo un valle oscuro, que no podía ver en absoluto. La cordillera sobre la cual tenía lugar la tormenta eléctrica estaba en el otro lado del valle.
Entonces comenzó a llover. Pegué la espalda a la roca lo más que pude. Mi sombrero servía como una buena protección. Me hallaba sentado con las rodillas contra el pecho, y sólo se mojaron mis pantorrillas y mis zapatos.
Llovió largo rato. La lluvia era tibia. La sentía contra los pies. Y luego me dormí.
Me despertó el ruido de los pájaros. Miré alrededor buscando a don Juan. No estaba allí; de ordinario me hubiera preguntado si no me habría dejado solo en ese sitio, pero el sobresalto de ver en torno casi me paralizó.
Me puse en pie. Mis piernas estaban empapadas, el ala de mi sombrero se había reblandecido y tenía aún un poco de agua, que me cayó encima. No estaba en ninguna cueva, sino bajo unos arbustos espesos. Experimenté un momento de confusión sin paralelo. Me hallaba parado en un pedazo de tierra llana entre dos cerritos cubiertos de matas. No había árboles a mi izquierda ni valle a mi derecha. Justo frente a mí, donde vi el camino en el bosque, había un arbusto gigantesco.
Rehusé creer lo que presenciaba. La incongruencia de mis dos versiones de realidad me hizo tentalear en busca de cualquier explicación. Se me ocurrió que era perfectamente posible que don Juan, aprovechando mi profundo sueño, me hubiera llevado a cuestas hasta otro sitio sin despertarme.
Examiné el lugar donde había estado dormido. La tierra estaba seca, y lo mismo en el sitio de junto, el que ocupó don Juan.
Lo llamé un par de veces y luego tuve un ataque de angustia y bramé su nombre lo más fuerte que pude. Salió detrás de unas matas. Inmediatamente me di cuenta de que él sabía lo que pasaba. Su sonrisa tenía tanta malicia que acabé por sonreír a mi vez.
No quería perder tiempo jugando con él. Dije sin más ni más lo que me ocurría. Expliqué con todo el cuidado posible cada detalle de mi prolongada alucinación nocturna. Escuchó sin interrumpir. No podía, sin embargo, conservar la seriedad, y dos veces le ganó la risa, pero recobró en el acto la compostura.
En tres o cuatro ocasiones pedí sus comentarios; se limitó a menear la cabeza como si todo el asunto fuera también incomprensible para él.
Cuando terminé mi recuento, me miró y dijo:
—Te ves de la chingada. A lo mejor necesitas ir al matorral.
Soltó una breve risa, como un cacareo, y añadió que me quitara las ropas y las exprimiera para que se secaran.
La luz del sol era radiante. Había muy pocas nubes. Era un fresco día de viento.
Don Juan se alejó, diciéndome que iba a buscar unas plantas y que yo debía ponerme en orden y comer algo y no llamarlo hasta hallarme calmado y fuerte.
Mi ropa estaba en verdad mojada. Me senté en el sol a secarme. Sentí que la única manera de relajarme era sacar mi libreta y escribir. Comí mientras trabajaba en mis notas.
Después de un par de horas me hallaba más tranquilo, y llamé a don Juan. Respondió desde un sitio cercano a la cumbre de la colina. Me dijo que recogiera los guajes y subiese a donde se encontraba. Cuando llegué al sitio, lo encontré sentado en una roca lisa. Abrió los guajes y se sirvió comida. Me dio dos grandes trozos de carne.
Yo no sabía por dónde empezar. Había muchas cosas que deseaba preguntarle. Él parecía consciente de mi estado de ánimo y río con gran deleite.
—¿Cómo te sientes? —preguntó parodiando amabilidad.
No quise decir nada. Seguía trastornado.
Don Juan me instó a tomar asiento en la laja. Dijo que esa piedra era un objeto de poder y que yo me renovaría después de estar allí un rato.
—Siéntate —me ordenó con sequedad.
No sonreía. Su mirada era penetrante. Obedecí automáticamente.
Dijo que, al actuar de mala gana, estaba yo tratando con descuido el poder, y que, si no ponía un alto, el poder se volvería contra nosotros y jamás saldríamos con vida de aquellos montes desolados.
Tras una pausa momentánea, preguntó en tono casual:
—¿Cómo va tu soñar?
Le expliqué cuán difícil se había vuelto el darme la orden de mirar mis manos. Al principio había sido relativamente fácil, quizá por la novedad del concepto. No tenía yo el menor problema para recordarme que debía mirarme las manos. Pero la excitación se había gastado, y algunas noches no podía hacerlo en absoluto.
—Debes ponerte una banda en la cabeza cuando te vayas a dormir —dijo él—. Conseguir una banda tiene sus dificultades. No puedo dártela, porque tú mismo debes hacerla desde el principio. Pero no puedes hacerla hasta que no tengas una visión de ella al soñar. ¿Ves lo que te decía? La banda tiene que hacerse de acuerdo a la visión particular. Y debe tener una tira a lo largo que ajuste bien en la cabeza. O muy bien puede ser una gorra apretada. Soñar es más fácil cuando se tiene un objeto de poder encima de la cabeza. Podrías usar tu sombrero o ponerte capucha, como un fraile, y luego dormirte, pero esas cosas sólo causarían sueños intensos, no soñar.
Quedó en silencio un momento y luego procedió a decirme, en rápida andanada verbal, que la visión de la banda no tenía que ocurrir exclusivamente al «soñar», sino que podía presentarse en estados de vigilia y como resultado de cualquier evento ajeno y sin relación alguna, como el observar el vuelo de las aves, el movimiento del agua, las nubes, y así por el estilo.
—Un cazador de poder vigila todo —prosiguió—. Y cada cosa le dice algún secreto.
—¿Pero cómo puede uno estar seguro de que las cosas dicen secretos? —pregunté.
Pensé que tal vez tenía una fórmula específica que le permitía hacer interpretaciones «correctas».
—La única forma de estar seguro es seguir todas las instrucciones que te he estado dando desde el primer día que viniste a verme —dijo—. Para tener poder, hay que vivir con poder.
Sonrió, benévolo. Parecía haber perdido su fiereza; incluso me dio un leve codazo en el brazo.
—Come tu comida de poder —me instó.
Empecé a mascar un poco de carne seca, y en ese momento tuve la súbita ocurrencia de que tal vez la carne contenía una sustancia psicotrópica, de allí las alucinaciones. Por un momento casi sentí alivio. Si don Juan había puesto algo en la carne, mis espejismos eran perfectamente comprensibles. Le pedí decirme si había cualquier cosa en la «carne de poder».
Rió, pero sin dar una respuesta directa. Insistí, asegurándole que no estaba enojado, ni siquiera molesto, pero tenía que saber para poder explicar a mi propia satisfacción los eventos de la noche pasada. Lo insté a decirme la verdad, traté de sacársela con halagos, y finalmente le supliqué.
—Estás más loco que una cabra —dijo él, meneando la cabeza en un gesto de incredulidad—. Tienes una tendencia insidiosa. Insistes en tratar de explicarlo todo a tu satisfacción. No hay nada en la carne más que poder. El poder no lo puse yo, ni ninguna otra persona, sino el poder mismo. Es la carne seca de un venado y ese venado fue un regalo para mí en la misma forma en que cierto conejo fue regalo para ti no hace mucho. Ni tú ni yo pusimos nada en el conejo. No te pedí secar la carne del conejo, porque ese acto requería más poder del que tenías. Sin embargo, te dije que comieras la carne. No comiste casi nada, a causa de tu propia estupidez.
—Lo que te sucedió anoche no fue un chiste ni una maldad. Tuviste un encuentro con el poder. La niebla, la oscuridad, el trueno y la lluvia tomaban parte en una gran batalla de poder. Tuviste la suerte de un tonto. Un guerrero daría cualquier cosa por una batalla así.
Mi argumento fue que el evento no podía ser una batalla de poder porque no había sido real.
—¿Y qué cosa es real? —me preguntó don Juan con mucha calma.
—Esto, lo que estamos viendo es real —dije, señalando en derredor.
—Pero también lo era el puente que viste anoche, y también el bosque y todo lo demás.
—Pero si eran reales, ¿dónde están ahora?
—Están aquí. Si tuvieras suficiente poder, podrías hacer que volvieran. En este momento no puedes porque te parece muy útil seguir dudando y discutiendo. No lo es, amigo mío. No lo es. Hay mundos sobre mundos, aquí mismo frente a nosotros. Y no son cosa de risa. Anoche si no te hubiera agarrado el brazo, habrías caminado por ése puente, quisieras o no. Y un poco más temprano tuve que protegerte del viento que te andaba buscando.
—¿Qué habría sucedido si usted no me hubiera protegido?
Como no tienes poder suficiente, el viento te habría hecho perder el camino y a lo mejor hasta te mataba empujándote a un barranco. Pero la niebla fue, anoche, lo último. Dos cosas pudieron pasarte en la niebla. Pudiste cruzar el puente hasta el otro lado, o pudiste caerte y matarte. Cualquiera de las dos habría dependido del poder. Pero una cosa es cierta. Si no te hubiera protegido, habrías tenido que caminar por ese puente fuera como fuera. Ésa es la naturaleza del poder. Como ya te dije, te manda y sin embargo está a tus órdenes. Anoche, por ejemplo, el poder te habría forzado a cruzar el puente y habría estado a tu disposición para sostenerte mientras cruzabas. Te detuve porque sé que no tienes medios de usar el poder, y sin poder, el puente se hubiera caído.
—¿Vio usted el puente, don Juan?
—No. Nada más vi poder. Podría haber sido cualquier cosa. El poder para ti, esta vez, fue un puente. No sé por qué un puente. Somos criaturas misteriosas.
—¿Ha visto usted alguna vez un puente en la niebla, don Juan?
—Nunca. Pero eso es porque no soy como tú. Vi otras cosas. Mis batallas de poder son muy distintas de las tuyas.
—¿Qué vio usted, don Juan? ¿Me lo puede decir?
—Vi a mis enemigos durante mi primera batalla de poder en la niebla. Tú no tienes enemigos. No odias a la gente. Yo sí, en aquel entonces, mi pasión era odiar gente. Ya no lo hago. He vencido mi odio, pero aquella vez mi odio estuvo a punto de destruirme.
—Tu batalla de poder, en cambio, fue nítida. No te consumió. Tú solo te estás consumiendo ahora, con tus ideas y tus dudas estúpidas. Ésa es tu manera de entregarte y sucumbir.
—La niebla fue impecable contigo. Tienes afinidad con ella. Te dio un puente estupendo, y ese puente estará allí en la niebla de ahora en adelante. Se te revelará una y otra vez, hasta que un día tendrás que cruzarlo.
—Te recomiendo mucho que, a partir de este día, no te metas solo en sitios con niebla hasta que sepas lo que haces.
—El poder es un asunto muy extraño. Para tenerlo y disponer de él, hay que tener poder por principio de cuentas. Es posible, sin embargo, irlo juntando poco a poco, hasta tener lo suficiente para sostenerse en una batalla de poder.
—¿Qué es una batalla de poder?
—Lo que te ocurrió anoche fue el principio de una batalla de poder. Las escenas que contemplaste eran el asiento del poder. Algún día tendrán sentido para ti; esas escenas tienen mucho sentido.
—¿No puede usted decirme qué sentido tienen, don Juan?
—No. Esas escenas son tu propia conquista personal, que no puedes compartir con nadie. Pero lo ocurrido anoche fue sólo el principio, una escaramuza. La verdadera batalla tendrá lugar cuando cruces ese puente. ¿Qué hay del otro lado? Sólo tú lo sabrás. Y sólo tú sabrás qué hay al final de aquella vereda en el bosque. Pero todo eso es algo que puede o no puede pasarte. Viajar por esas veredas y puentes desconocidos depende de tener suficiente poder propio.
—¿Qué pasa si uno no tiene poder suficiente?
—La muerte siempre está esperando, y cuando el poder del guerrero mengua, la muerte simplemente lo toca. Por eso, aventurarse a lo desconocido sin ningún poder es estúpido. Sólo se encuentra la muerte.
Yo no escuchaba en verdad. Seguía jugando con la idea de que la carne seca podía haber sido el agente que produjo las alucinaciones. Entregarme a ese pensamiento me aplacaba.
—No te esfuerces queriendo resolverlo —dijo como si leyera mi mente—. El mundo es un misterio. Esto, lo que estás mirando, no es todo lo que hay. El mundo tiene muchas más cosas, tantas que es inacabable. Cuando estás buscando la respuesta, lo único que haces en realidad es tratar de volver familiar el mundo. Tú y yo estamos aquí mismo, en el mundo que llamas real, simplemente porque los dos lo conocemos. Tú no conoces el mundo del poder, por eso no puedes convertirlo en una escena familiar.
—Usted sabe que en realidad no le puedo discutir ese punto —dije—. Pero mi mente tampoco puede aceptarlo.
Rió y me tocó levemente el brazo.
—De veras estás loco —dijo—. Pero no importa. Yo sé lo difícil que es vivir como un guerrero. Si hubieras seguido mis instrucciones y ejecutado todos los actos que te enseñé, ya habrías tenido poder suficiente para cruzar el puente aquel. Poder suficiente para ver y para parar el mundo.
—Pero ¿por qué tengo yo que querer poder, don Juan?
—Ahora no se te ocurre una razón. Pero si guardas suficiente poder, el mismo poder te hallará una buena razón. Suena a locura, ¿verdad?
—¿Para qué quería usted poder, don Juan?
—Soy como tú. No quería. No hallaba razón para tenerlo. Tuve todas las dudas que tú tienes y nunca seguí las instrucciones que me daban, o nunca creí seguirlas; sin embargo, pese a mi estupidez, junté suficiente poder, y un día mi poder personal hizo desplomarse el mundo.
—¿Pero para qué querría alguien parar el mundo?
—Nadie quiere, ésa es la cosa. Nada más ocurre. Y una vez que sabes cómo es parar el mundo, te das cuenta de que hay razón para ello. Verás, una de las artes del guerrero es derribar el mundo por una razón específica y luego restaurarlo para seguir viviendo.
Le dije que tal vez la forma más segura de ayudarme sería dándome un ejemplo de razón específica para derribar el mundo.
Permaneció callado un tiempo. Parecía estar pensando qué decir.
—No puedo decirte eso —dijo—. Se necesita demasiado poder para saberlo. Algún día vivirás como guerrero, pese a ti mismo; para tal entonces habrás quizá guardado suficiente poder personal para responder tú mismo esa pregunta.
—Te he enseñado casi todo lo que un guerrero necesita conocer para lanzarse al mundo a juntar poder por sí solo. Pero sé que no puedes hacerlo y debo ser paciente contigo. Sé de plano que se necesita luchar toda una vida para estar a solas en el mundo del poder.
Don Juan miró el cielo y las montañas. El sol ya descendía hacia el oeste y en las montañas se formaban rápidamente nubes de lluvia. Yo no sabía la hora; había olvidado dar cuerda a mi reloj. Le pregunté si podía decirme qué hora era, y tuvo tal ataque de risa que rodó de la laja y fue a parar en el matorral.
Se puso de pie y estiró los brazos, bostezando.
—Es temprano —dijo—. Debemos esperar hasta que se junte niebla en la cima de la montaña, y luego debes pararte tú solo en esta laja y agradecer a la niebla sus favores. Deja que llegue y te envuelva. Yo estaré cerca para prestar ayuda, si es necesario.
Por algún motivo, la perspectiva de quedarme a solas en la niebla me aterraba. Me sentí idiota por reaccionar de ese modo irracional.
—No puedes dejar estos montes desolados sin dar las gracias —dijo él con tono firme—. Un guerrero jamás vuelve la espalda al poder sin pagar los favores recibidos.
Se acostó bocarriba con las manos detrás de la cabeza y se cubrió el rostro con el sombrero.
—¿Cómo he de esperar la niebla? —pregunté—. ¿Qué hago?
—¡Escribe! —dijo a través del sombrero—. Pero no cierres los ojos ni le des la espalda.
Traté de escribir, pero no podía concentrarme. Me puse en pie y fui de un lado a otro, inquieto. Don Juan alzó su sombrero y me miró con aire de molestia.
—¡Siéntate! —me ordenó.
Dijo que la batalla de poder todavía no terminaba, y que yo debía enseñar a mi espíritu a ser impasible. Nada de lo que hiciera debería revelar lo que en realidad sentía, a menos que deseara quedarme atrapado en esos montes.
Se sentó y movió las manos en un ademán de urgencia. Dijo que yo debía actuar como si no hubiese nada fuera de lo común, porque los sitios de poder, como ése en el que estábamos, tenían la propiedad de absorber a quien se hallaba inquieto. Y en tal forma uno podía desarrollar lazos extraños y dañinos con un lugar.
—Esos lazos lo anclan a uno a un sitio de poder, a veces por toda la vida —dijo—. Y éste no es el sitio para ti. No lo hallaste por ti mismo. Conque fájate y no pierdas los calzones.
Sus advertencias me hicieron efecto de fórmula mágica. Escribí durante horas sin interrupción.
Don Juan volvió a dormirse y no despertó hasta que la niebla estaba a unos cien metros de distancia, descendiendo de la cumbre del monte. Se puso en pie y examinó el derredor. Lo miré en torno sin volver la espalda. La niebla ya había invadido, las tierras bajas, descendiendo de las montañas a mi derecha. A mi izquierda el paisaje estaba despejado; el viento, sin embargo, parecía venir de la derecha, y empujaba la niebla a las tierras bajas como para rodearnos.
Don Juan me susurró que permaneciera impasible, parado donde me hallaba, sin cerrar los ojos, y que no debía moverme a ningún lado mientras la niebla no me rodeara por entero; sólo entonces sería posible iniciar nuestro descenso.
Se refugió al pie de unas rocas, algunos metros atrás de mí.
El silencio en aquellas montañas era algo magnífico y al mismo tiempo imponente. El suave viento que transportaba la niebla me daba la sensación de que ésta silbaba en mis oídos. Grandes trozos de niebla venían cuestabajo como conglomerados sólidos de materia blancuzca que rodaran hacia mí. Olí la niebla. Era una mezcla peculiar de olor acerbo y fragante. Y entonces me vi envuelto en ella.
Tuve la impresión de que la niebla operaba sobre mis párpados. Se sentían pesados y quise cerrar los ojos. Tenía frío. La garganta me daba comezón y quería toser, pero no me atrevía. Alcé la barbilla y estiré el cuello para disipar la tos, y al alzar la vista tuve la sensación de que podía ver concretamente el espesor del banco de niebla. Era como si mis ojos pudieran tasar el espesor atravesándolo. Los ojos empezaron a cerrárseme y no me era posible luchar contra el deseo de dormir. Sentí que en cualquier momento iba a derrumbarme por tierra. En ese instante don Juan dio un salto y me aferró por los brazos y me sacudió. El sobresalto bastó para restaurar mi lucidez.
Me susurró al oído que corriera cuestabajo lo más rápido posible. Él iría detrás porque no quería que lo aplastaran las rocas que yo echara a rodar en mi camino. Dijo que yo era el guía, pues se trataba de mi batalla de poder, y que necesitaba claridad y abandono para sacarnos de allí sanos y salvos.
—Dale —dijo en voz alta—. Si no tienes el ánimo de un guerrero, nunca saldremos de la niebla.
Titubee un momento. No estaba seguro de poder hallar el camino para bajar de esos montes.
—¡Corre, conejo! —gritó don Juan empujándome con suavidad ladera abajo.