XVI. EL ANILLO DE PODER
Sábado, abril 14, 1962
DON JUAN sopesó nuestros guajes y concluyó que habíamos agotado las provisiones y que era tiempo d emprender el regreso. Mencioné, en tono casual, que tardaríamos por lo menos un par de días en llegar a su casa. Dijo que no iba a Sonora, sino a un pueblo fronterizo donde tenía asuntos que atender.
Pensé que iniciaríamos nuestro descenso a través de una cañada, pero don Juan se encaminó hacia el noroeste sobre las mesetas altas de las montañas volcánicas. Tras una hora de andar, me guió a una hondonada profunda, que terminaba en un punto donde dos picos casi se juntaban. Había allí una pendiente que casi llegaba a la parte superior de la cordillera: una pendiente extraña que parecía un puente cóncavo, inclinado, entre los dos picos.
Don Juan señaló un área en la cara de la pendiente.
—Fija allí la mirada —dijo—. El sol está casi en su punto.
Explicó que, al mediodía, la luz del sol podía ayudarme a «no-hacer». Luego me dio una serie de órdenes: aflojarme todas las prendas apretadas que trajera puestas, sentarme con las piernas cruzadas, y mirar concentradamente el sitio especificado.
Había muy pocas nubes en el cielo y ninguna hacia el oeste. Era un día cálido y el sol brillaba sobre la lava sólida. Observé con mucha atención el área susodicha.
Tras larga vigilancia pregunté qué cosa específica debía tratar de ver. Don Juan me silenció con un ademán impaciente.
Me hallaba cansado. Quería dormir. Entrecerré los ojos; me ardían y los froté, pero tenía las manos pegajosas y el sudor me produjo escozor. Miré los picos de lava a través de los párpados entrecerrados, y de pronto la montaña entera se encendió.
Dije a don Juan que, achicando los ojos, podía ver toda la cordillera como una intrincada trama de fibras luminosas.
Me indicó respirar lo menos posible, para conservar la visión de las fibras, y no escudriñarla directamente, sino mirar en forma casual un punto en el horizonte, directamente encima de la pendiente. Seguí sus instrucciones y pude sostener la imagen de una extensión interminable cubierta por una red de luz.
Don Juan dijo, en voz muy suave, que yo debía tratar de aislar zonas de oscuridad dentro del campo de las fibras luminosas, y que al hallar un sitio oscuro abriera de inmediato los ojos y constatara dónde se hallaba ese punto sobre la cara de la pendiente.
Fui incapaz de percibir ningún área oscura. Varias veces entrecerré los ojos para luego abrirlos. Acercándose, don Juan señaló un sitio a mi derecha, y después otro justamente frente a mí. Intenté cambiar la posición de mi cuerpo; pensé que acaso, si variaba mi perspectiva, me sería posible percibir la supuesta zona de oscuridad que él indicaba, pero don Juan sacudió mi brazo y me dijo, en tono severo, que me quedase quieto y fuera paciente.
Volví a achicar los ojos y una vez más vi la red de fibras luminosas. La miré un momento y luego ensanché los ojos. En ese instante oí un leve retumbar —podría haberse explicado fácilmente como el sonido distante de un aeroplano a reacción— y luego, con los ojos de par en par, vi toda la fila de montañas frente a mí como un enorme campo de minúsculos puntos de luz. Fue como si por un momento fugaz ciertos granos metálicos en la lava solidificada reflejasen el sol al unísono. Luego la luz se opacó y se apagó de repente, y las montañas se convirtieron en una masa de roca café oscuro, sin brillo, y al mismo tiempo el viento empezó a soplar y enfrió el día.
Quise volverme para ver si una nube había tapado el sol, pero don Juan me detuvo la cabeza y no me permitió moverla. Dijo que, si me volvía, acaso alcanzara a ver a una entidad de las montañas, el aliado que nos iba siguiendo. Me aseguró que yo carecía de la fuerza necesaria para soportar una visión de tal naturaleza, y añadió en tono deliberado que el rumor llegado a mis oídos era la forma peculiar en que un aliado anunciaba su presencia.
Luego se puso en pie y anunció que íbamos a subir por la ladera.
—¿A dónde vamos? —pregunté.
Señaló una de las áreas que había indicado como sitio de oscuridad. Explicó que el «no-hacer» le había permitido destacar ese punto como un posible centro de poder, o quizá como un lugar donde podrían hallarse objetos de poder.
Tras un penoso ascenso, llegamos al sitio que tenía en mente. Se quedó quieto un momento, a poca distancia de mí. Traté de acercarme, pero él me hizo una, seña con la mano y me detuve. Parecía estarse orientando. Yo podía ver que su nuca se movía como si sus ojos barrieran la montaña de arriba a abajo; luego con paso firme, encabezó la marcha hacia una saliente. Tomó asiento y se puso a limpiar la saliente, quitando con la mano la tierra suelta. Cavó con los dedos en torno de un pequeño trozo de roca que sobresalía del suelo, quitando la tierra que lo rodeaba. Luego me ordenó sacarlo.
Cuando hube desalojado el trozo de roca, don Juan me indicó meterlo de inmediato en mi camisa, porque era un objeto de poder que me pertenecía. Dijo que me lo daba para su custodia, y que yo debía pulirlo y cuidarlo.
Acto seguido empezamos a descender por una cañada, y un par de horas después nos hallábamos en el desierto alto, al pie de las montañas volcánicas. Don Juan caminaba unos tres metros delante de mí, a buen paso constante. Fuimos hacia el sur hasta que el sol ya casi se había puesto. Un pesado banco de nubes, hacia occidente, lo ocultaba, pero detuvimos la marcha hasta suponer que su disco había desaparecido tras el horizonte.
Entonces don Juan cambió de ruta y me guió hacia el sureste. Traspusimos un cerro; en la cima avisoré cuatro hombres que venían del sur hacia nosotros.
Miré a don Juan. Jamás habíamos encontrado gente en nuestras excursiones y yo ignoraba qué hacer en un caso así. Pero él no pareció preocuparse. Siguió andando como si nada ocurriera.
Los hombres se movían sin prisa; reposada y tortuosamente venían a nosotros. Cuando estuvieron mas cerca noté que eran cuatro indios jóvenes. Mostraron reconocer a don Juan. Él les habló en español. Lo trataban con gran respeto, y sus voces eran suaves. Sólo uno de ellos me habló. Pregunté a don Juan, en un susurro, si también yo podía dirigirles la palabra, y él meneó la cabeza en sentido afirmativo.
Una vez que les hablé, estuvieron muy amigables y comunicativos, especialmente el que me había hablado primero. Me contaron que buscaban cuarzos de poder. Dijeron que llevaban muchos días vagando, por las montañas de lava, pero sin suerte.
Don Juan miró en torno y señaló una zona rocosa como a doscientos metros de distancia.
—Ése es buen sitio para acampar un rato —dijo.
Echó a andar hacia las rocas y todos lo seguimos.
El sitio elegido era muy áspero. Carecía de arbustos. Nos sentamos en las rocas. Don Juan anunció que volvía al matorral a reunir algunas ramas secas para hacer leña.
Quise ayudarlo, pero me susurró que éste sería un fuego especial para aquellos jóvenes valerosos, y que no necesitaba mi ayuda.
Los jóvenes se apiñaron en torno mío. Uno de ellos tomó asiento reclinando su espalda contra la mía. Me sentí un poco apenado.
Al volver con una pila de varas don Juan, encomie lo cuidadosos que eran, y me dijo que, como aprendices de brujo, tenían la regla de formar un circulo con dos personas en el centro, espalda contra espalda, cuando salían en partidas a cazar objetos de poder.
Uno de los jóvenes me preguntó si alguna vez había yo encontrado cristales de cuarzo. Le dije que don Juan nunca me había llevado a buscarlos.
Don Juan escogió un lugar cercano a un gran peñasco y empezó a armar una hoguera. Ninguno de los jóvenes acudió a ayudarlo; lo observaban con atención. Cuando todas las varas ardían, don Juan tomó asiento con la espalda contra el peñasco. El fuego quedaba a su derecha.
Al parecer, los jóvenes se hallaban al tanto de la situación, pero yo no tenía la menor idea acerca del procedimiento a seguir en tratos con aprendices de brujería.
Observé a los jóvenes. Formaban un semicírculo perfecto, encarando a don Juan. Advertí que don Juan me miraba de frente, y que dos jóvenes hablan tomado asiento a mi izquierda y los otros dos a mi derecha.
Don Juan empezó a contarles que yo estaba en las montañas de lava para aprender a «no-hacer», y que un aliado nos andaba siguiendo. Me pareció un comienzo muy dramático, y por lo visto lo era. Los jóvenes cambiaron de postura y se sentaron sobre la pierna izquierda. Yo no había observado qué posición tenían antes. Suponía que tenían las piernas cruzadas, igual que yo. Un vistazo a don Juan me reveló que también él estaba sentado sobre la pierna izquierda. Hizo con la barbilla un gesto apenas perceptible, señalando mi postura. Plegué la pierna con disimulo.
Don Juan me había dicho una vez que ésa era la postura adoptada por un brujo cuando las cosas estaban inciertas. Pero siempre había resultado, para mí, una posición muy fatigosa. Sentí que me costaría un esfuerzo terrible quedarme sentado así mientras durara su charla. Don Juan parecía comprender por entero mi desventaja, y en forma sucinta explicó a los jóvenes que los cristales de cuarzo podían hallarse en ciertos sitios específicos de aquella zona, y de que una vez hallados se requerían técnicas especiales para convencerlos de dejar su morada. Entonces los cuarzos se convertían en el hombre mismo, y su poder escapaba al entendimiento.
Dijo que por lo común los cristales se encontraban en racimos, y que a la persona que los hallase correspondía elegir cinco hojas de cuarzo, de las mejores y más largas, y arrancarlas de su matriz. El descubridor tenía la responsabilidad de tallarlas y pulirla; para sacarles punta y para hacerlas ajustar perfectamente al tamaño y a la forma de los dedos de su mano derecha.
Luego agregó que los cuarzos eran armas usadas para brujería; que por lo general se lanzaban a matar, y que, tras penetrar el cuerpo del enemigo, regresaban a la mano del dueño como si nunca se hubieran ido.
Después habló sobre la búsqueda del espíritu que convertiría en armas los cuarzos comunes, y dijo que lo primero era hallar un sitio propicio para llamar al espíritu. Tal sitio debía estar en la cima de un cerro, y se localizaba moviendo la mano, con la palma vuelta hacia la tierra, hasta que cierto calor se detectaba en la palma de la mano. Había que encender fuego en ese sitio. Don Juan explicó que el aliado, atraído por las llamas, se manifestaba a través de una serie continuada de ruidos. La persona que buscaba aliado debía seguir la dirección de la cual venían los ruidos y, cuando el aliado se revelaba, luchar con él y derribarlo al suelo para domeñarlo. En ese punto, uno podía hacer que el aliado tocase los cuarzos parar infundirles poder.
Nos advirtió que había otras fuerzas sueltas en aquellas montañas de lava, fuerzas que no se parecían a los aliados; no producían ruido alguno, aparecían sólo como sombras fugaces y carecían por completo de poder.
Don Juan añadió que una pluma de vívidos colores, o unos cuarzos muy pulidos, atraían la atención del aliado, pero a la larga un objeto cualquiera sería igualmente efectivo, porque lo importante no era hallar los objetos sino hallar la fuerza que les infundiera poder.
—¿De qué les sirve tener cuarzos bellamente pulidos si jamás encuentran al espíritu dador de poder? —dijo—. En cambio, si no tienen los cuarzos, pero encuentran al espíritu, pueden ponerle cualquier cosa en el camino para que la toque. Pueden ponerle la verga si no hallan otra cosa.
Los jóvenes soltaron risitas. El más audaz, el que me habló primero, río con fuerza.
Noté que don Juan había cruzado las piernas y relajado su postura. También los jóvenes tenían las piernas cruzadas. Traté de adoptar desenfadadamente una posición más cómoda, pero mi rodilla izquierda parecía tener un nervio torcido o un músculo dolorido. Tuve que ponerme en pie y trotar marcando el paso unos cuantos minutos.
Don Juan hizo un comentario en broma. Dijo que yo había perdido la práctica de arrodillarme porque llevaba años sin ir a confesión, desde que empecé andar con él.
Eso produjo una gran conmoción entre los jóvenes. Rieron a borbotones. Algunos se taparon la cara lanzaron risitas nerviosas.
—Voy a enseñarles algo, muchachos —dijo don Juan, con despreocupación, cuando la risa de los jóvenes cesó.
Supuse que nos mostraría algunos objetos de poder sacados de su morral. Durante un segundo creí que los jóvenes iban a apeñuscarse en torno suyo, pues hicieron al unísono un movimiento súbito. Todos se inclinaron un poco hacia adelante, como para ponerse en pie, pero luego plegaron la pierna izquierda y recuperaron esa misteriosa posición que tanto me maltrataba las rodillas.
Con la mayor naturalidad posible, puse mi pierna izquierda bajo mi cuerpo. Descubrí que si no me sentaba sobre el pie izquierdo, es decir, si mantenía una postura medio arrodillada, las rodillas no me dolían tanto.
Don Juan se levantó y rodeó el gran peñasco hasta desaparecer de nuestra vista.
Sin duda alimentó el fuego antes de ponerse en pie, mientras yo plegaba la pierna, pues las nueva varas chisporrotearon al encender, y brotaron larga llamas. El efecto fue extremadamente dramático. Las llamas duplicaron su tamaño. De pronto, don Juan dejó el cubierto de peñasco y se paró donde había estado sentado. Tuve un instante de desconcierto. Don Juan se había puesto un curioso sombrero negro. Tenía picos a los lados, junto a los oídos, y copa redonda. Se me ocurrió que era de hecho un sombrero de pirata. Don Juan llevaba también una larga casaca negra, de cola, abrochada con un solo botón metálico, brillante, y tenía una pierna de palo.
Reí para mis adentros. Don Juan se veía realmente ridículo en su traje de pirata. Empecé a preguntarme de dónde había sacado ese disfraz en pleno desierto. Asumí que debía haberlo tenido oculto detrás de la roca. Comenté para mí mismo que don Juan no necesitaba más que un parche sobre el ojo y un loro en el hombro para ser el perfecto estereotipo de un bucanero.
Don Juan miró a cada miembro del grupo, deslizando despacio los ojos de derecha a izquierda. Luego alzó la vista por encima de nosotros y escudriñó las tinieblas a nuestras espaldas; permaneció así un momento y luego rodeó el peñasco y desapareció.
No me fijé en cómo caminaba. Obviamente debía llevar la rodilla doblada para representar a un hombre con pata de palo; cuando dio la media vuelta para ir tras el peñasco debí haber visto su pierna doblada, pero me hallaba tan intrigado por sus actos que no presté atención a los detalles.
Las llamas perdieron fuerza en el momento mismo que don Juan rodeó el peñasco. Pensé que su sincronización era magistral; indudablemente calculó cuánto tiempo tardarían en arder las varas añadidas al fuego, y dispuso su aparición y su salida de acuerdo con ese cálculo.
El cambio en la intensidad del fuego fue muy dramático para el grupo; hubo un escarcen de nerviosismo entre los jóvenes. Conforme las llamas disminuían de tamaño, los cuatro recuperaron, al unísono, una postura de piernas cruzadas.
Yo esperaba que don Juan regresara de inmediato y volviera a tomar asiento, pero no lo hizo. Permaneció invisible. Aguardé con impaciencia. Los jóvenes tenían una expresión impasible en sus rostros.
No entendía cuál era el propósito del histrionismo de don Juan. Tras una larga espera, me volví al joven a mi derecha y le pregunté en voz baja si alguna de las prendas que don Juan se había puesto —el sombrero chistoso y la larga casaca de cola—, o el hecho de que se sustentara en una pierna de palo, tenían algún sentido para él.
El joven me miró con una expresión rara, vacía. Parecía confundido. Repetí mi pregunta, y el joven junto al primero me miró con atención para prestar oído.
Se miraron entre sí, al parecer presas de la confusión total. Dije que, a mis ojos, el sombrero y la pata y la casaca convertían a don Juan en un pirata.
Para entonces, los cuatro jóvenes se habían congregado a mi alrededor. Reían suavemente y el nerviosismo los agitaba. Parecían faltos de palabras. El de mayor audacia me habló, finalmente. Dijo que don Juan no llevaba sombrero, no tenía puesta una casaca larga, ni en modo alguno se apoyaba en una, pata de palo, sino que lucia un chal o una capucha negra sobre la cabeza y una túnica negro azabache, como de fraile, que llegaba hasta el suelo.
—¡No! —exclamó con suavidad otro joven—. No traía capucha.
—Es cierto —dijeron los otros.
El joven que habló primero me miró con una expresión de incredulidad completa.
Les dije que debíamos repasar lo ocurrido con mucho cuidado y mucha calma, y que yo tenía la seguridad de que don Juan quería que hiciéramos eso y por ello nos había dejado solos.
El joven a mi extrema derecha dijo que don Juan vestía harapos. Tenía un astroso poncho, o una prenda india similar, y un sombrero muy aporreado. Llevaba una canasta con cosas dentro, pero el joven no sabía con certeza qué cosas eran. Añadió que el atavío de don Juan no era realmente el de un pordiosero, sino más bien el de un hombre que volvía, cargado de objetos extraños, de un viaje interminable.
El joven que vio a don Juan con capucha negra dijo que el anciano no llevaba nada en las manos, pero que su pelo era largo y desordenado, como el de un salvaje que acabara de matar a un fraile y de ponerse su hábito, sin lograr con esto encubrir su salvajismo.
El joven a mi izquierda chasqueó suavemente la lengua y comentó lo extraño que era todo. Dijo que don Juan vestía como un hombre importante recién bajado de su caballo. Lucía chaparreras de cuero, grandes espuelas, un fuete que golpeaba continuamente contra la palma de su mano izquierda, un sombrero chihuahueño de copa cónica, y dos pistolas automáticas calibre 45. Dijo que don Juan era la imagen de un ranchero acomodado.
El joven a mi extrema izquierda rió con timidez y se abstuvo de revelar lo que había visto. Hice por animarlo, pero los demás no se mostraban interesados. El muchacho parecía ser demasiado tímido para hablar.
El fuego estaba a punto de extinguirse cuando don Juan salió de tras el peñasco.
—Más vale que dejemos a los jóvenes en sus labores —me dijo—. Diles adiós.
No los miró. Empezó a alejarse, despacio, para darme tiempo de despedirme.
Los jóvenes me abrazaron.
No había llamas en el fuego, pero las brasas daban suficiente resplandor. Don Juan era como una sombra oscura a unos metros de distancia, y los jóvenes formaban un círculo de siluetas estáticas claramente definidas. Semejaban una línea de estatuas negras como el azabache, colocadas contra un fondo de tinieblas.
Fue entonces cuando el evento total tuvo impacto sobre mí. Un escalofrío recorrió mis vértebras. Alcancé a don Juan. Él me dijo, en un tono de gran urgencia, que no me volviera a mirar a los jóvenes, porque en ese momento eran un círculo de sombras.
Mi estómago sintió una fuerza venida del exterior. Era como si una mano me aferrara. Grité involuntariamente. Don Juan susurró que en esos parajes había tanto poder que me sería muy fácil usar «la marcha de poder».
Trotamos durante horas. Me caí cinco veces. Don Juan contaba en voz alta cada vez que yo perdía el equilibrio. Luego se detuvo.
—Siéntate, acurrúcate contra las rocas, y cúbrete la barriga con las manos —me susurró al oído.
Domingo, abril 15, 1962
En la mañana, apenas hubo luz suficiente, echamos a andar. Don Juan me guió al sitio donde dejé mi coche. Yo tenía hambre, pero por lo demás me sentía descansado y lleno de vigor.
Comimos galletas y bebimos agua mineral embotellada que yo traía en el coche. Quise hacerle unas preguntas que me presionaban con violencia, pero él se llevó el índice a los labios.
A media tarde nos hallamos en el pueblo fronterizo donde él deseaba quedarse. Fuimos a comer a un restaurante. Estaba desierto; ocupamos una mesa junto a una ventana que miraba el ajetreo de la calle principal, y ordenamos nuestra comida.
Don Juan parecía tranquilo; en sus ojos brillaba un reflejo malicioso. Me sentí propiciado e inicié un bombardeo de preguntas. Más que nada, inquirí sobre su disfraz.
—Les enseñé un poquito mi no-hacer —dijo, y sus ojos parecían brasas.
—Pero ninguno vio el mismo disfraz —dije—. ¿Cómo le hizo usted?
—Muy sencillo —replicó—. Eran sólo disfraces, pues todo lo que hacemos es, en cierto sentido, un simple disfraz. Todo cuanto hacemos, como ya te dije, es asunto de hacer. Un hombre de conocimiento puede así engancharse con el hacer de todo el mundo y salir con cosas extrañas. Pero no son realmente ni tanto. Son extrañas sólo para quienes están atrapados en el hacer.
—Ni esos cuatro jóvenes ni tú aún se han dado cuenta del no-hacer por eso fue fácil engatusarlos a todos.
—¿Pero, cómo nos engañó usted?
—No tendría sentido para ti. No hay modo de que lo entiendas.
—Pruébeme, don Juan, por favor.
—Digamos que, cuando nacemos, traemos un anillito de poder. Casi desde el principio, empezamos a usar ese anillito. Así que cada uno de nosotros está enganchado desde el nacimiento, y nuestros anillos de poder están unidos con los anillos de todos los demás. En otras palabras, nuestros anillos de poder están enganchados al hacer del mundo para construir el mundo.
—Deme un ejemplo para que entienda —dije.
—Por ejemplo, nuestros anillos de poder, el tuyo y el mío, están enganchados ahora mismo en el hacer de este cuarto. Estamos construyendo este cuarto. Nuestros anillos de poder están tejiendo este cuarto en este preciso momento.
—Espere, espere —dije—. Este cuarto está aquí por sí mismo. Yo no lo estoy creando. No tengo nada que ver con él.
A don Juan no parecían importarle mis protestas y argumentos. Sostuvo con mucha calma que el aposento donde estábamos recibía su ser y su orden de la fuerza del anillo de poder de todos nosotros.
—Verás —continuó—, todos conocemos el hacer de los cuartos porque, en una forma o en otra, hemos pasado en cuartos gran parte de nuestra vida. Un hombre de conocimiento, en cambio, desarrolla otro anillo de poder. Yo lo llamaría el anillo de no-hacer, porque está enganchado a no-hacer. Así, con ese anillo, puede urdir otro mundo.
Una mesera joven trajo nuestra comida y pareció recelosa de nosotros. Don Juan me susurró que le pagara, para mostrarle que traía dinero suficiente.
—No me extraña que desconfíe de ti —dijo, y soltó una carcajada—. Te ves del carajo.
Pagué a la mujer y le di propina, y cuando nos dejó solos me quedé mirando a don Juan, tratando de hallar la forma de recobrar el hilo de nuestra conversación. Él acudió en mi ayuda.
—Tu dificultad es que todavía no desarrollas tu otro anillo de poder y tu cuerpo no sabe no-hacer —dijo.
No entendí lo que decía. Mi mente estaba trabada con una preocupación realmente prosaica… Todo lo que deseaba saber era si don Juan se había puesto o no un traje de pirata.
Don Juan no me respondió; echó a reír con estruendo. Le supliqué explicar.
—Pero si acabo de explicártelo —repuso.
—¿Es decir, que no se puso usted ningún disfraz? —pregunté.
—Todo lo que hice fue enganchar mi anillo de poder a tu propio hacer —dijo—. Tú mismo hiciste el resto, y así hicieron los demás.
—¡Eso es increíble! —exclamé.
—A todos nosotros nos han enseñado a estar de acuerdo en hacer —dijo suavemente—. No tienes idea del poder que ese acuerdo implica. Pero, por fortuna, no-hacer es igual de milagroso y poderoso.
Sentí una ondulación incontrolable en el estómago. Había un abismo insalvable entre mi experiencia de primera mano y la explicación. Mi último reducto fue, como siempre, un tinte de duda y desconfianza que creó la pregunta: «¿Qué tal si don Juan estaba de acuerdo con los muchachos y él mismo preparó todo?».
Cambié de tema y le pregunté por los cuatro aprendices.
—¿Me dijo usted que eran sombras? —pregunté.
—Cierto.
—¿Eran aliados?
—No. Eran aprendices de un hombre que conozco.
—¿Por qué les dijo usted sombras?
—Porque en ese momento los había tocado el poder de no-hacer, y como no son tan estúpidos como tú, cambiaron a algo muy distinto de lo que tú conoces. Por ese motivo no quise que los miraras. Sólo te habría hecho mal.
No me quedaban preguntas. Tampoco tenía hambre. Don Juan comió de buena gana y parecía de un humor excelente. Pero yo me sentía deprimido. De pronto, una gran fatiga me saturó. Tomé conciencia de que el camino de don Juan era demasiado arduo para mí. Comenté que no llenaba los requisitos para convertirme en brujo.
—Quizá otro encuentro con Mescalito te ayude —dijo él.
Le aseguré que eso era lo que más lejos estaba de mi mente, y que ni siquiera tomaría en cuenta la posibilidad.
—Tienen que pasarte cosas muy drásticas para que permitas a tu cuerpo aprovechar lo que has aprendido —dijo.
Aventuré la opinión de que, no siendo indio, carecía de las cualidades básicas para vivir la insólita existencia de un brujo.
—Tal vez, si lograra desprenderme de todos mis compromisos, podría desenvolverme un poco mejor en su mundo —dije—. O si me fuera con usted al desierto, a vivir allí. Como están las cosas, el hecho de tener un pie en cada mundo me hace inútil en ambos.
Se me quedó mirando un rato.
—Éste es tu mundo —dijo, señalando la calle tumultuosa detrás de la ventana—. Eres hombre de ese mundo. Y allá afuera, en ese mundo, está tu campo de caza. No hay manera de escapar al hacer de nuestro mundo; por eso, lo que hace un guerrero es convertir su mundo en su campo de caza. Como cazador, el guerrero sabe que el mundo está hecho para usarse. De modo que lo usa hasta lo último. Un guerrero es como un pirata que no tiene escrúpulos en tomar y usar cualquier cosa que desee, sólo que el guerrero no se aflige ni se ofende cuando lo usan y lo toman a él.