CAPITULO IX
Salía de la oficina de Correos y se encontró inesperadamente con Elynor. La joven iba cargada con unos cuantos paquetes y él se apresuró a aliviarle de su peso.
—Se los llevaré a casa...
—He traído mi coche —sonrió ella.
—Bueno, hasta el coche.
—Gracias, Gareth. Necesitaba algunas provisiones... El coche está aquí.
Elynor abrió el maletero y él dejó los paquetes en su interior.
—Se ha enterado de la noticia, supongo —dijo la joven, mirándolo rectamente.
—Me lo dijeron al levantarme.
—La amenaza se ha cumplido. ¿Fue Durratt?
—¿Está vivo?
Guardaron silencio los dos unos instantes. De pronto, Evans la agarró por un brazo.
—Vamos a tomar algo en el bar de enfrente —propuso.
Elynor aceptó sin protestas. Poco después, estaban sentados frente a frente, con sendas tazas de café ante ellos.
—Bien, Gareth, dígame, ¿qué opina usted del asunto? —preguntó ella.
—Soy forastero. Usted tiene más motivos para opinar que yo.
—No creo que haya sido Durratt. Ya se lo dije, podía odiarlos cordialmente, pero nunca llegar a tales extremos.
—Intentaron matarlo. Ha podido dejar de lado sus buenos sentimientos y planear su venganza —alegó Evans.
—Puede ser, no se debe descartar semejante posibilidad. A pesar de todo, no lo creo, Gareth.
—Entonces, ¿quién lo ha hecho?
—Alguien que trata de aprovecharse de las circunstancias. No sé con qué objeto ni cuales son sus planes, porque tengo la sensación de que son proyectos a largo plazo. Pero el asesino se está aprovechando de la situación, eso es indudable.
Evans se acarició el mentón.
—Quizá tenga razón, pero deberían descubrirlo, ¿no le parece?
Elynor sonrió amargamente.
—¿Quién, el comisario Fox? Ocupa el puesto por méritos políticos, no precisamente por su inteligencia. No será nunca el hábil investigador de una novela o una película policíaca.
—Lo cual quiere decir que el asesino, si proyecta otros asesinatos, seguirá matando impunemente.
—Esta es mi opinión —dijo Elynor con firme acento.
—El panorama no es muy alentador. De todas formas, yo sigo empeñado en encontrar el cadáver de Durratt.
—No podrá conseguirlo, Gareth.
—¿Por qué?
—La ciénaga es profunda, las aguas son muy turbias...
—He ido a la oficina de Correos, porque esperaba me hubiese llegado el equipo apropiado para realizar unas cuantas inmersiones. Seguramente, me llegará mañana. ¿Querrá acompañarme?
—No tengo inconveniente y ojalá tenga éxito.
—Gracias. ¿Ha insistido Barnett en la compra de Claire Forest?
—No, pero sé que continúa empeñado en la compra. ¿Por qué menciona a Barnett?
—Se lo diré ahora mismo.
Evans le explicó lo que había sucedido a la madrugada anterior, aunque omitiendo el dato de su visita al Silver Eagle. Elynor se quedó atónita al saberlo.
—Es decir, usted vio vivo a Griff poco antes de su muerte.
—Según parece, el crimen se cometió apenas un cuarto de hora más tarde.
—Barnett lo acompañaba...
—No fue él.
—¿Cómo lo sabe?
—He hablado con Ed Stimson, el ayudante. Estaba haciendo la ronda en las inmediaciones de la casa de Griff y se encontró a Barnett, quien le dijo que había estado haciendo compañía al muerto y que acababa de dejarlo en su casa. Barnett estaba vestido, limpio y no olía a pantano.
—No, Barnett, quizá, sería incapaz de hacerlo por sí mismo, aunque si de encargarlo a otros.
—¿Algún profesional?
Elynor hizo un gesto ambiguo.
—Es sólo una suposición, no lo afirmo —respondió.
En aquel momento, sin saber por qué, Evans se acordó de Ryman Bates, que había desaparecido al día siguiente de su encuentro. Pero casi en el acto lo desechó; Bates tenía un historial pésimo, aunque jamás se había visto mezclado en un derramamiento de sangre. Era algo que siempre le había repugnado y, además, lo consideraba perjudicial para sus «operaciones».
—¿En qué piensa? —preguntó Elynor de repente, al observar el silencio del joven.
Evans levantó la mirada y sonrió.
—Elynor, ¿estaba enamorada de «él»?
La pregunta pilló por sorpresa a la joven, cuyo rostro enrojeció vivamente.
—¿Quién se lo ha dicho? —exclamó, muy turbada. -
—Eso no importa ahora. Perdone, ya sé que he traído recuerdos amargos a su memoria. No haga caso de mis palabras, se lo ruego.
—¿Por qué? Ya ha pasado mucho tiempo. Empiezo a recuperarme de aquel golpe. No se puede vivir eternamente anclada en el pasado.
—Sí, es lógico...
—Pero estaba muy enamorada. Íbamos a casarnos muy pronto. Ya sabe por qué no pudo ser, me imagino.
—Entonces, debo suponer que no recurrió a los hermanos Clayton cuando sufrió aquel..., contratiempo.
Ella se puso rígida.
—Me atendió Durratt. La anterior sirvienta lo divulgó inmediatamente por toda la población.
—¿No se fiaba de los Clayton?
—Diagnosticaron como simple malaria lo que era enfermedad del sueño. Al no aplicarle el tratamiento adecuado, Alan murió. Por eso su padre quiere ahora comprarme Claire Forest.
—¿Barnett? —adivinó Evans, con la respiración en suspenso.
—Si —confirmó Elynor.
—Lo siento de veras. Ojalá se recupere algún día.
—Gracias, Gareth. Suele decirse que la desesperación arroja a una persona a las tinieblas, pero no es cierto en la mayoría de los casos. El ansia de vivir es más fuerte, ¿comprende?
—Es algo perfectamente lógico, consustancial en el ser humano. Algunos, es cierto, fracasan y se dejan hundir o se quitan la vida, pero su cifra es ínfima comparada con la de quienes resisten y vuelven a salir a flote. Usted es de la segunda clase y un día volverá a reír y ser dichosa.
Elynor sonrió encantadoramente.
—Hablar con usted es como una medicina curativa, del alma por supuesto. Ahora me siento muchísimo mejor, Gareth.
—Lo celebro infinito, Elynor.
—Sin embargo, me gustaría saber quién le ha contado...
—¿No ha dicho que tenía una sirvienta muy chismosa? Al parecer, lo sabe todo el mundo en la ciudad.
—Sí —admitió ella, apesadumbrada—. Lo saben todos, pero no me avergüenzo. Alan y yo pensábamos contraer matrimonio. Y su madre estaba encantada; era una mujer maravillosa, aunque, en ciertos aspectos, muy dominada por su absorbente esposo. Pero en este asunto no quiso ceder, aunque luego todo fue lo mismo, porque no pudimos casarnos.
Evans alargó una mano por encima de la mesa y apretó la de la muchacha.
—Animo, Elynor. El sol saldrá algún día y usted olvidará los malos ratos. Incluso los que pueda pasar todavía.
—¿Cómo? —se sorprendió ella.
—Ya le he dicho que estoy aguardando un equipo de submarinista. ¿Querrá acompañarme a Swamp Woods?
—No puedo decir «con mucho gusto», pero iré con usted —accedió ella resueltamente.
* * *
Pat Cluney abrió la puerta de la casa y se quitó la pipa de los dientes para saludar al visitante.
—Buenos días, señor Evans —dijo—. ¿Puedo serle útil en algo?
—Espero que sí, Pat —contestó el joven—. Usted se encuentra actualmente sin trabajo.
—Tuve ciertas dificultades con Barnett. Los otros no quieren darme un empleo. Estoy en la lista negra del pueblo.
—Pero cobra el seguro de paro.
Cluney hizo una mueca.
—No me gusta ganar dinero sin trabajar —respondió.
—Bien, yo le propongo un empleo..., quizá sólo para hoy. Veinticinco dólares y comida, si es preciso emplear más tiempo del calculado.
—¿Qué clase de trabajo es? —preguntó Cluney recelosamente.
—No tema, no se trata de nada ilegal. Además la señorita Wilding nos va a acompañar. Ya la he avisado y tardará muy poco en llegar.
—Bueno, de todos modos, no creo que usted haga nada malo. Espere, voy a decírselo a mi mujer. Enseguida estoy con usted.
Momentos después, los dos hombres salían de la casa y se encaminaban al hotel. Elynor llegaba en aquel momento, conduciendo su todo terreno.
—Iremos mejor en este coche —propuso—. El camino no es bueno para automóviles ordinarios.
—Está bien —aprobó Evans.
—Hola, Pat —saludó la joven con una sonrisa.
Cluney se tocó el ala del sombrero con dos dedos.
—¿Qué tal, señorita Elynor?
—Pat, ayúdeme —pidió el joven en aquel momento.
Había llegado ya el equipo de submarinista y Cluney se sintió profundamente intrigado al ver las botellas de aire.
—Oiga, el río aquí no es muy profundo y la corriente es bastante viva, hasta llegar a Swamp Woods...
—Es que, precisamente, voy a sumergirme en el pantano —contestó Evans con una amplia sonrisa.
—Oh... ¿Quiere encontrar el cadáver del pobre Durratt? —exclamó Cluney atónito, al comprender las intenciones del joven.
—Exactamente, Pat.
Alguien se acercó en aquel momento. Wayne Fox los miró con sus ojillos suspicaces.
—¿Puedo saber qué están haciendo? —preguntó con desabrido acento.
Evans se volvió en el acto.
—Todavía, nada, pero vamos a hacer algo que usted omitió, no sé si por ignorancia o deliberadamente. Preferiría sin embargo, creer lo primero, aunque no le favorezca nada en su cargo.
—No sé a qué se refiere...
—Definitivamente, ignorancia —dijo Elynor con aguda ironía.
—Para que lo sepa de una vez, vamos a intentar encontrar el cadáver de Durratt —informó Evans.
—O lo que quede de él —añadió Cluney malignamente.
El seboso rostro de Fox tomó un tinte ceniciento.
—¿Por qué no va a decírselo inmediatamente a su amo? —volvió a hablar Cluney, sin abandonar su tono sarcástico—, A Barnett le gustará saber lo que estamos haciendo, créame.
—Será una..., acción ilegal... —tartamudeó Fox.
Evans le tendió un papel.
—Aquí tiene —dijo—. Es un permiso en regla, firmado por el juez Markensen. La fotocopia, claro; yo guardo el original en sitio seguro.
—Con cierta clase de gente, uno no puede descuidar las precauciones —dijo Cluney con sorna.
Fox guardó el papel con gesto titubeante. Evans se volvió hacia la joven.
—Todo listo, Elynor —sonrió—. ¿Dispuesta para la operación?
Ella hizo un gesto afirmativo,
—Aprensiva y temerosa, pero dispuesta —respondió.