CAPITULO IV
La sirvienta, una mujer de mediana edad, eficiente y silenciosa, sirvió el café en la veranda, desde la que se dominaba una espléndida vista, que alcanzaba hasta donde el cielo se confundía con la tierra. Evans pudo así divisar la tenue neblina amarillenta que cubría la ciénaga casi por completo y la ciudad, extendiéndose prácticamente a los pies de la colina.
—¿Qué le parece? —preguntó Elynor, después de tomar los primeros sorbos de café.
—Maravilloso. La envidio a usted, señorita —sonrió Evans.
—Tuve suerte al convertirme en la propietaria de Claire Forest —declaró la joven—. Vine aquí un buen día y creo que seguiré en este lugar durante toda mi vida.
Ella se había quitado el sombrero, dejándolo sobre una mesita contigua. Sus rubios cabellos emitían brillo de hilos de oro.
Evans contempló el sombrero. Elynor sonrió.
—Fui cazadora en África durante dos años..., cazadora fotográfica, por supuesto, aunque siempre tenía un fusil a mano, para posibles casos de apuro que, por fortuna, no se dieron nunca —explicó.
—Y luego se vino a vivir aquí.
—Sí —respondió la joven escuetamente.
Evans entendió que Elynor no quería ser más explícita de los motivos que la habían llevado a una población relativamente pequeña y no insistió sobre el particular. Elynor extendía el brazo en aquel momento, como acompañando sus palabras con el ademán:
—Mire, señor Evans —dijo—, Sheehyn-on-Shyne está dividida en dos partes, perfectamente diferenciables desde esta elevación. A su izquierda puede contemplar una población no mísera, pero tampoco demasiado floreciente. Casa de poco precio, automóviles con varios años de antigüedad... y gente, en su mayoría humilde y todavía aferrados a muy extrañas supersticiones. Abundan las familias de color, que no se han desprendido todavía de costumbres ancestrales. Los blancos son pobres, pero orgullosos, poco cultos y también dados a creer historias fantásticas.
—Como le pasa a Cluney —sonrió el joven.
—Exactamente. Vea ahora la otra parte de la ciudad —indicó Elynor—. Son las casas con amplios jardines, piscinas, dos o tres automóviles en cada familia, dinero, poder, influencia... Son las residencias de los orgullosos miembros del Hunters Club, ese grupo de gente que domina la ciudad, con su dinero y sus influencias. Poseen los dos Bancos, los negocios, las cuatro fábricas que hay en las afueras, las tierras cultivables..., y naturalmente, tienen de su parte la ley, representada por un comisario poco enérgico y acomodaticio. ¿Qué le parece el panorama?
—Pierde mucho, después de lo que me ha contado usted —respondió Evans—. ¿Pero en que bando se alineaba Durratt?
—En el de los pobres, naturalmente. Vivía en una cabaña, solitario y yo diría que hasta amargado, aunque jamás quiso explicarme los motivos de tal amargura, si es que realmente existía. Conmigo, sin embargo, se portó siempre maravillosamente y nunca podré olvidar algunos favores que me hizo.
—Eso dice mucho en su honor, señorita Wilding. Cuénteme, ¿cómo era Durratt?
—A veces, un tanto excéntrico y algo exagerado. No quería que nadie cazase en sus tierras. Antiguamente, hubo aligatores en el pantano, pero los cazadores los exterminaron todos y ya no queda ninguno. En todas partes adonde vaya usted, encontrará pieles de aligator colgadas como trofeos en las paredes. Fue una matanza horrible, aunque ya habla sucedido cuando yo llegué al pueblo. Y eso no le gustaba a Durratt.
—Muchas personas le apreciaban también. ¿Es cierto?
—Sí. En la ciudad hay un par de médicos, pero ninguno de ellos mueve un dedo si no cobra por sus servicios. No hay hospital y cuando una persona enferma gravemente, tiene que ser trasladado a la capital del Estado. Durratt, en cambio, curaba gratis a todo el que se sentía enfermo. La mayor parte de las veces, con las hierbas que él mismo se procuraba y, en ocasiones, hasta por medio de la sugestión.
—Hipnosis.
Elynor hizo un gesto de duda.
—Cuando quería, sabía ser muy persuasivo, muy convincente. Hablaba de una forma que parecía le iba a volver a uno el alma del revés, como si fuese un guante. Eso, como puede comprender, no le granjeó las simpatías entre cierta clase social de Sheehyn on-Shyne.
—Los miembros del Hunters Club —sonrió Evans.
—Esas orgullosas personas... Son descendientes, o al menos, así lo aseguran ellos, de los fundadores de la ciudad, hace más de ciento cincuenta años. Han formado una célula cerrada, en la que no entra nadie ajeno a la misma. Se casan entre ellos, negocian entre ellos... y todos los demás trabajan por y para ellos.
—Se decía que Durratt estaba muy resentido con los miembros del Hunters Club. Si eso es cierto, ¿conoce usted los motivos de tal resentimiento?
—Bien, Durratt despotricaba constantemente contra ellos, a causa de su comportamiento. Aunque tenía un rifle, sólo cazaba lo justo para alimentarse y no por distracción o por conseguir trofeos.
—Vamos, un ecólogo en potencia —dijo Evans.
—A veces, hay que reconocerlo, exageraba, en el fondo, tenía razón —contestó Elynor—. Esa gente ha estado a punto de acabar con los animales de los contornos. Además, está el hecho de que sanaba a muchos de los enfermos pobres que iban a visitarlo, lo que dio pie a la acusación de curandero... y a la de hijo del demonio, que alguien le colgó injustificadamente. Era un hombre que sabía atender y ayudar a la gente, simplemente.
—Y algunas personas no podían consentirlo, claro.
—Conmigo se portó siempre maravillosamente. Si fue el autor de la matanza, no lo apruebo, pero no por ello voy a condenarlo..., a menos que conozca con absoluta exactitud los motivos que le impulsaron a hacer una cosa semejante.
—Señorita Wilding, ¿cree usted que Durratt está vivo?.
Elynor guardó silencio unos momentos. Luego alzó la cabeza y miró fijamente a su invitado.
—No —dijo al cabo—. He hablado con dos de los que formaron parte del pelotón de persecución. Fueron obligados a ello, no pertenecían al Hunters. Ambos vieron herir a Durratt y caer luego al agua. Está muerto, señor Evans.
—Gracias, señorita Wilding. —El joven se puso en pie y sonrió—. Creo que he abusado de su hospitalidad —añadió.
Ella se levantó también y le tendió la mano.
—Venga por aquí siempre que quiera..., a menos que alguien le persuada de que sus visitas resultan inconvenientes —dijo.
Evans retuvo un instante la mano de la muchacha.
—Nadie me ha dicho jamás a quién debo y no debo visitar y quién puede o no ser mi amigo —declaró con firmeza.
* * *
La habitación que había tomado en el hotel disponía de una pequeña terraza, con marquesina protectora, en la que, al atardecer, se hallaba disfrutando de una fresca brisa y del contenido de un vaso alto, empañado por el frío provocado por el hielo mezclado con la bebida. El hotel disponía de un excelente servicio de comedor y estaba aguardando a que lo llamasen para la cena.
De pronto, oyó golpes en la puerta.
Abandonando su cómoda postura, cruzó el dormitorio y la pequeña salita y abrió. Una figura alta, corpulenta, se recortó de inmediato en el umbral.
—¿Puedo hablar con usted? —consultó Barnett.
Evans se apartó a un lado.
—Por supuesto —accedió.
Barnett entró pisando fuerte. Evans cerró la puerta y se encaminó hacia el teléfono.
—Pediré que suban de beber para usted —sonrió.
—Gracias, no lo necesito —rechazó secamente la invitación el visitante—. No voy a estar tanto tiempo; me gusta siempre ir directamente al asunto que deseo tratar.
—Eso es estupendo. Coincidimos, señor Barnett. Pero ¿tiene que ser de pie? ¿No quiere sentarse conmigo en la veranda?
—Gracias, ya he dicho que voy a ser muy breve. Escuche, usted ha comprado las tierras de Durratt.
—Cierto, tengo los documentos en regla y anotados en el registro oficial. Ahora soy el dueño de, pongamos, cosa de unas seiscientas hectáreas de terreno.
—Pagó un precio muy bajo por algo que vale, cuando menos, cinco veces más. Escuche, le daré veinte mil dólares y usted me traspasará la propiedad de esas tierras.
—¿Por qué no ofreció esa suma en la subasta? —quiso saber el joven.
Barnett sonrió desdeñosamente.
—La subasta se hizo sobre la base de dos mil dólares, que era el débito de los impuestos que Durratt no había pagado. Si podía obtener las tierras por esa cantidad, ¿para que pagar más?
—Un razonamiento que rebosa lógica —convino Evans—. Pero también ha dicho que esas tierras valen cinco veces más de lo que yo pagué por ellas.
—Y me quedo corto, pero sería un precio justo...
—Sin embargo, sólo me ofrece veinte. Yo pagué trece quinientos. El quíntuplo de esta suma es, según mis cálculos, sesenta y siete mil quinientos dólares. ¿Aceptaría pagar esa cifra?
Barnett respingó.
—Es mucho —contestó hoscamente.
—Usted acaba de decir que es el precio justo. ¿Por qué, pues, le parece excesivo?
—Entonces ¿no quiere aceptar veinte mil? ¿Ni siquiera veinticinco mil?
Evans hizo un gesto negativo.
—No quiero vender —respondió, lacónico.
El rostro de Barnett se hinchó. Sus labios se contrajeron y pareció como si su cabeza fuese a explotar. Era un claro acceso de cólera, pero, con cierto alivio por parte de Evans, logró contenerse.
—Está bien, quédese con esas tierras..., pero márchese de la ciudad —dijo al cabo.
—¿Cómo? ¿Me expulsa usted? —se asombró el joven.
Barnett se encaminó hacia la puerta.
—Ya he dicho bastante —gruñó.
—Pero yo no lo he oído.
Hubo un momento de silencio. Separados por una distancia de cinco o seis metros, los dos hombres se contemplaban recíprocamente, como si midieran con la vista las fuerzas respectivas.
Evans fue el primero en hablar.
—Señor Barnett, ¿es cierto que Durratt está muerto?
El portazo que siguió a aquellas palabras hizo retemblar las paredes. Evans sonrió primero, pero luego se puso muy serio.
Preveía graves complicaciones.
Aunque, se dijo, las complicaciones habían empezado no ya cuando la matanza en el Hunters Club, sino en el momento en que alguien decidió que Heston Durratt era el culpable y debía ser borrado de la faz de la tierra.
Poco después, lo avisaron para la cena. Al entrar en el comedor, vio un rostro conocido.
El hombre era de buena estatura y andaba por los cuarenta y cinco años. Vestía con cierta sobriedad, debida más bien, estimó Evans, a escasez de numerario que una pretendida elegante sencillez indumentaria.
Acercándose a la mesa donde cenaba el sujeto, apoyó ambas manos en ella y le dirigió una ancha sonrisa.
—Es una agradable sorpresa verte por aquí, Ryman Bates —dijo—. ¿Qué haces en Sheehyn-on-Shyne?
El sujeto alzó los ojos para devolver la mirada.
—Estoy de paso —respondió—. ¿Es algo malo?
—No para mí, sino, tal vez, para algún «primo», Ryman.
—Sólo estoy de paso, insisto. No he venido a trabajar, como piensas.
—En tal caso, lo celebro infinito.
—¿Me harías algo, si decidiera quedarme?
—Por supuesto que no. He dimitido.
Las cejas de Bates se levantaron.
—Menuda sorpresa —murmuró.
—Sí, una sorpresa.
—Pero tal vez lo simulas...
—¿Quieres que te enseñe la carta en que admiten mi dimisión?
—¿Para qué? Podría ser tan simulada como tu dimisión. No, gracias, Gareth Evans. Y ahora, ¿me permites seguir disfrutando de la cena?
Evans se enderezó.
—Que te haga buen provecho —deseó—. Ah, y una cosa, Ryman: no diré nada a! comisario.
—No tengo nada malo de qué responder. Adiós —contestó el otro fríamente.
A Evans se le antojaba sumamente extraña la presencia de Bates en Sheehyn-on-Shyne, pero era un tema que dejó de preocuparle muy pronto. Había otros asuntos mucho más importantes en los que pensar.
¿Había sido realmente Durratt el autor de la matanza?
¿Estaba verdaderamente muerto?
—Acabaré por saberlo —se propuso firmemente.
* * *
El matrimonio dormía apaciblemente, cuando, de pronto, sonaron unos golpes en la puerta de la casa. La señora Medwill se incorporó parcialmente en el lecho.
—¿Quién puede llamar a estas horas? —dijo, con voz soñolienta.
Su esposo se agitó inquieto, maldiciendo al importuno que venía a despertarles, según pudo comprobar al consultar el reloj de sobremesa, nada menos que a las tres de la madrugada.
—¿Esperabas a alguien, Roy? —preguntó la señora Medwill.
—¿A quién demonios iba a esperar a semejantes horas de la noche? —rezongó el marido, mientras empezaba a calzarse las zapatillas—. ¡Ya, va, ya va, maldita sea! —exclamó, al oír que se repetían los golpes en la puerta.
Mientras se anudaba el cordón de la bata, inició el descenso a la planta baja de la casa. Su esposa, al cabo de unos segundos, decidió ver también al indiscreto visitante.
Medwill abrió la puerta. Inmediatamente, una hedionda tufarada que le recordaba cierto paraje de la comarca, le golpeó el rostro.
Con ojos desorbitados, contempló al hombre que se hallaba en el umbral, de rostro cadavérico y ojos muy abiertos, semidesnudo y con señales de balazos en el torso descubierto. Algas de agua dulce y hierbajos húmedos pendían de su cabeza y sus hombros, y en los pantalones raídos había manchas de limo verdoso y amarillento.
—¿Me reconoces, Roy Medwill? —preguntó el visitante.
Medwill ahogó un grito de terror.
—No..., no puede ser..., tú estás muerto...
Se oyó una carcajada. Parecía emitida por alguien recién salido de la tumba.
—Sí, soy yo..., el hijo del demonio, aquel a quien querías matar, como todos los demás... Pero he vuelto del más allá para vengarme...
Medwill estaba paralizado por el terror. A mitad de la escalera, su esposa presenció la escena y emitió un grito inarticulado.
—No..., espera... —dijo Medwill entrecortadamente—. Te explicaré... Yo estaba allí, pero no hice nada...
El visitante volvió a reír.
—Puesto que me llamabais hijo del demonio, mi padre tendrá mucho gusto en recibirte hoy en sus dominios —exclamó ominosamente.
Algo brilló en su mano derecha, en la que se veían adheridas algunas hebras verdosas. El cuchillo trazó un relámpago en el aire. Medwill sintió en el cuello un agudísimo dolor y se llevó las manos instintivamente para contener la hemorragia.
Pero era útil. Tenía la garganta abierta de oreja a oreja.
Pataleando espantosamente, cayó al suelo, mientras su esposa chillaba como una loca, sin atreverse a mover un solo pie para acudir en socorro del caído. Tranquilamente, el visitante giró sobre sus talones y desapareció en la oscuridad de la noche.