CAPITULO VIII
Barnett retrocedió un par de pasos, amedrentado por la sin duda inesperada reacción de la mujer.
—Caramba, Maud, no es para ponerse así...
Ella se tocó la mejilla con la izquierda.
—¿Cómo quiere que me ponga después de haberme pegado? —gritó—. Salga de aquí inmediatamente y olvídese de todo lo que me ha pedido, ¿estamos?
Barnett se mordió los labios, furioso pero impotente para hacer nada contra el revólver que ella empuñaba con mano firme. Al girar bruscamente, vio al joven y su rostro enrojeció más todavía.
—Salga de aquí, maldito curioso...
Evans fijó la vista en la dueña del local.
—La ha pegado, Maud —dijo.
—Sí —admitió ella.
Entonces, Evans agarró a Barnett por el cuello y lo sacó a empellones al corredor, lanzándolo contra la pared opuesta. Barnett rebotó y estuvo a punto de caer, pero consiguió mantener el equilibrio. Volviéndose hacia Evans, le miró colérico, mientras se arreglaba el traje con gestos nerviosos.
—No olvidaré esto —dijo, amenazador.
—Cuando tenga ganas de usar los puños, avíseme —respondió el joven impávido—. Tendré mucho gusto en hacer con usted un par de asaltos.
Barnett se marchó con paso vivo. Evans cerró la puerta y se volvió sonriendo hacia la mujer.
—Lo siento, Maud.
Ella dejó el revólver en el cajón del que lo había sacado.
—Ese hijo de perra me ha roto los nervios —declaró—. He estado a punto de pegarle un tiro...
—Te dio una bofetada.
—¿Lo has visto?
—Lo he oído —sonrió él.
—Se cree que es el dueño de la población —dijo Maud—. Conmigo se ha equivocado, puedes creerme.
—Te pedía algo. ¿Qué era?
—Una participación en el negocio a cambio de un préstamo.
—¿Lo necesitas?
—No, pero él asegura que podría ampliar el local y convertirlo en un gran casino. Vendría gente de otros pueblos vecinos y las ganancias resultarían enormes. Pero, al mismo tiempo, sería mi ruina.
—¿Por qué? —se extrañó Evans.
—Barnett metería sus manos en el negocio. Constantemente estaría haciendo ampliaciones de esto o de lo otro y yo no podría seguirle, porque carezco de capital suficiente. Inevitablemente, llegaría el momento en que se quedase con todo y eso es lo que yo no quiero que suceda. Me conformo con lo que tengo, que no es poco, ¿comprendes? Esto es seguro; lo que él propone es lo del clásico dicho: «... cien pájaros volando.»
—Y tú prefieres uno en la mano.
Maud se atusó el cabello con gestos nerviosos.
—Tengo que atender a los clientes —dijo—. ¿Por qué no me esperas en mi suite y hablaremos luego con toda tranquilidad?
—¿Cómo?
Maud fue a una puertecita situada en un rincón y la abrió. Evans divisó una escalera que conducía al piso superior.
—Es un acceso privado —sonrió ella—. Encontrarás bebida. Hay un televisor y libros para que entretengas la espera.
—Muy bien, aguardaré lo necesario.
* * *
Maud llegó casi tres horas más tarde, con una bolsa de lona en las manos, que guardó en una caja fuerte empotrada discretamente en uno de los muros. Luego fue a un biombo y empezó a desvestirse.
Evans dormía en un sillón. Maud sonrió mientras se cambiaba de ropa. Luego se inclinó hacia el joven y lo besó en la boca.
—Despierta, dormilón...
Evans abrió los ojos.
—No tenía ganas de leer y los programas de televisión resultaban aburridos —declaró.
—Espero que mi conversación te resulte más interesante —dijo ella, mientras destapaba un frasco de vidrio italiano—. Gareth, ¿a qué has venido a este pueblo?
—Compré las tierras de Durratt, ya lo sabes, supongo.
—¿Sólo a eso viniste? —preguntó Maud intencionadamente.
—Eres muy curiosa. No hagas demasiadas preguntas.
—En cambio, tú te mueres por hacérmelas.
—¿Quién me invitó a venir a esta casa?
Maud se echó a reír. Luego, con las copas en las manos, se sentó en el brazo del sillón.
—Elynor Wilding es muy guapa, ¿verdad?
—¿Por qué lo dices? —se asombró Evans.
—En esta casa sé oyen toda clase de rumores. Yo afino el oído y...
—Se comprende, te enteras de todo —rió Evans.
—Pero siempre soy muy discreta. Nunca repito a nadie lo que pueda oír en mi local.
—¿Ni siquiera al interesado?
—No, nunca.
—Es un buen procedimiento para seguir en este magnífico negocio. Amable con todos, hostil con ninguno y absoluta neutralidad.
—¿Te parece mal?
Evans fingió un hondo suspiro.
—Es una lástima. Yo esperaba que me hubieras contado algo de Elynor Wilding...
—¿Por qué?
—Tú has sacado su nombre a relucir, sin que yo dijera nada.
Maud simuló juguetear con un pesado medallón que colgaba de su cuello.
—¿Qué te interesa saber de la chica? —preguntó.
—Oh, nada, nada; no quiero que quebrantes tu propia ley de la discreción —respondió él con displicencia—. Bueno, ya me iba...
Maud hizo un gesto imperativo. Se había sentado en un diván y tenia las piernas cruzadas.
—Ven aquí —llamó.
Evans cruzó la estancia y se sentó junto a ella.
—Elynor llegó aquí hará cosa de un año. Estuvo varios en África; su padre era cónsul o algo por el estilo. Ella cobró gran afición a los safaris fotográficos y hasta publicó un par de libros, con numerosas fotografías que tuvieron gran éxito y le reportaron sustanciosos beneficios. Ahora creo que escribe, pero sobre otra clase de tema.
—¿Por ejemplo?
—La novela romántica vuelve a estar otra vez en auge.
—Entiendo. ¿Qué más?
—Durante su estancia en África, conoció a un joven de la localidad. Había ido allí de vacaciones. Se enamoraron. El chico estaba loco por ella y Elynor le correspondía. Era un tipo magnífico, todo lo contrario de su padre, pero no te diré ningún nombre. Tendrás que averiguarlo tú, si te interesa.
—Está bien. Continua, por favor.
—El chico era propietario de Claire Forest, que había heredado de su abuela, que le conocía muy bien y le tenía un gran afecto. Al poco tiempo de regresar, llamó a Elynor para que viniera a reunirse con él. La separación entre los enamorados duró apenas tres semanas. Cuando Elynor llegó, se lo encontró gravemente enfermo. El chico presintió que iba a morir y le dejó Claire Forest en herencia, un testamento muy bien redactado y jurídicamente inatacable. A los quince días, murió.
—En la flor de la edad. —Evans meneó la cabeza—. Pobre muchacho... Acaso contrajo la enfermedad en África...
—Hubiera podido salvarse, si aquí dispusiéramos de médicos competentes. Los Clayton diagnosticaron como malaria lo que no era sino enfermedad del sueño. Es mortal para los humanos si no se atiende a tiempo, ¿comprendes?
El joven se sintió aterrado.
—La enfermedad del sueño...
—Sí, le picó una mosca tse-tsé, según parece, un par de días antes de emprender el regreso. Los Clayton trataron de curar la enfermedad simplemente con quinina. ¡Estúpidos ignorantes! Deberían ser encerrados para toda la vida —exclamó Maud furiosamente.
—Elynor, supongo, se sentiría terriblemente afectada.
—Por supuesto. Es más, perdió el hijo que esperaba.
Evans se puso tieso en el asiento.
—Perdió un hijo...
—¿Te extraña? Estaban locamente enamorados el uno del otro. El chico quería presentársela a sus padres antes de casarse con ella; era muy mirado y estaba bien educado en algunos aspectos. No tuvo tiempo.
—Los padres la odiarán...
—El padre, en todo caso. La madre murió hace un par de meses.
—Comprendo. Gracias, Maud.
—Bien, ya te he contado todo lo que sé de la chica. ¿La culparás por lo que sucedió entre ella y el muchacho?
—Maud, ¿quién podía tirar la primera piedra? Estaban enamorados, era lógico que sucediera una cosa así, ¿no te parece?
Ella sonrió.
—Eres un tipo adorable —dijo—, Elynor debería encontrar un hombre como tú, que la protegiera y la hiciera olvidar horas amargas.
—Bueno, es joven y le queda mucha vida por delante. Maud, dejemos el tema por el momento. Quiero que me contestes a una pregunta, por favor.
—Sí, Gareth. Dime...
—¿Crees que Durratt está muerto?
Los ojos de la mujer brillaron de un modo extraño.
—Por desgracia, si —contestó.
—Has dado una respuesta que merecería, creo, una explicación. ¿La tienes?
—Durratt es el hombre que debería estar al frente de una comunidad como Sheehyn-on-Shyne. Se enderezarían muchas cosas, los débiles estarían mucho más protegidos y se cortarían los abusos de los poderosos. Quizá, con el tiempo, el enamorado de Elynor lo habría conseguido, entre él y Durratt, pero esas dos muertes han cambiado por completo la historia futura de esta población —concluyó Maud dramáticamente.
Evans se puso en pie.
—Gracias por haberme contado tantas cosas —sonrió—. Algún día volveré a ver si tengo suerte en tu mesa de ruleta.
—Perderías, seguro —dijo ella, riendo—. En cambio, si ahora te quedases, serías mucho más afortunado.
—¿Ah, es que vamos a jugar una partida?
—Si pierdes en el juego, ganarás en el amor...
Evans estudió a la mujer unos instantes. Ella se abrió un poco el escote del peinador que llevaba puesto.
De pronto, Evans sacó una moneda, la tiró al aire y la recogió en la mano.
—Pide, Maud.
--¡Cara! —exclamó ella.
Evans levantó la mano con la que cubría la moneda, miró un instante, sonrió y luego se la guardó otra vez.
—He perdido —dijo—. Por tanto, desgraciado en juego...
El peinador cayó al suelo. Debajo, apreció Evans, sólo había un camisón muy corto y transparente.
Ella le tendió los brazos.
—Ven a recoger tus ganancias —dijo ardorosamente.
* * *
Cuando salía, consultó el reloj. Eran poco más de las tres de la madrugada y no había querido pasar el resto de la noche junto a Maud. Pero conservaba un recuerdo muy agradable y, además, ella, pese a sus normas, había hablado mucho sobre ciertas personas de la población.
Las calles estaban solitarias. El alumbrado era más bien escaso y, en algunos tramos, reinaba una oscuridad casi completa.
Repentinamente, un hombre surgió de un portal cercano y lo apuntó con un revólver.
—Voy a matarlo —anunció ominosamente.
Evans respingó.
—Oiga, ¿qué diablos le he hecho yo...?
—Usted es el culpable de todo lo que ha pasado aquí. Mató a Medwill y ahora pretende hacer lo mismo conmigo. Pues sepa que no lo permitiré; antes de que lo haga, lo mataré yo...
Inesperadamente, otro hombre surgió de las tinieblas y arrebató el revólver al sujeto.
—Cálmate, Chad Griff —dijo Barnett con acento persuasivo—. El señor Evans es inocente de todo lo que le imputas. El no tiene nada que ver con lo que ha ocurrido en el pueblo, ¿no es así, señor Evans?
El joven respiró, aliviado.
—Cierto, señor Barnett —contestó—. Gracias por su intervención.
—Mi amigo Griff ha sido amenazado por Durratt. Yo vigilo para que no le suceda nada, simplemente.
—Muy digno de elogio —dijo Evans—. Señor Griff, quiero que sepa que no tengo nada que ver con la muerte de Medwill ni con la amenaza que alguien le ha hecho.
—Entonces, ¿qué diablos hace usted aquí? —chilló Griff, fuera de sí.
—Eso no es cuenta tuya, Chad —terció Barnett amistosamente—. El señor Evans tiene perfecto derecho a estar en Sheehyn-on-Shyne, sobre todo, después de haber comprado las tierras de Durratt. Anda, vamos a casa, olvida todo..., como, sin duda, hará el señor Evans, ¿no es sí?
—Por supuesto —repuso el joven, sumamente aliviado del feliz desenlace del incidente.
Griff estaba muerto de miedo, se dijo, mientras caminaba de regreso al hotel. El pánico le impedía razonar correctamente, se dijo.
—Y una persona que no razona correctamente, es que está loca —murmuró.
Pero lo que más le extrañaba era la insólita actitud de Barnett. Después de haber mostrador hostilidad contra él, actuaba como un buen amigo, salvándole la vida.
¿Lo había hecho con algún objeto no definido en la breve conversación que habían sostenido? ¿Abrigaba intenciones ocultas bajo la capa de una desinteresada amistad?
Mientras, Barnett y Griff marchaban juntos. En la puerta de la casa, del segundo, se despidieron y Barnett se marchó a la suya.
Griff abrió la puerta, entró y encendió la luz. Maquinalmente, dejó el revólver en el cajón de una consola que había junto a la entrada. Luego se dirigió a la escalera que llevaba al primer piso.
De repente, se detuvo herido por un rayo.
El vestíbulo olía espantosamente mal. Había pisadas húmedas en el suelo, junto con algunos hierbajos semipodridos.
El cuerpo de Griff sufrió una horrible sacudida. Abrió la boca para gritar, pero una mano hediondamente húmeda se la tapó y cortó el grito que iba a lanzar en demanda de socorro.
Estaban frente a un gran espejo, que formaba parte de la decoración del vestíbulo. Griff divisó un rostro brillante de humedad, unos ojos que parecían de fuego y también un objeto alargado que brillaba siniestramente.
El acero cortó su garganta de un solo tajo. Un violento chorro de sangre llegó al cristal azogado y resbaló luego lentamente hacia abajo. Pero Griff ya no pudo verlo.
La señora Griff tenía el sueño muy pesado y no se enteró de nada. Por la mañana, al levantarse, observó que el lecho de su marido estaba intacto.
Hacía ya tiempo que ocupaban camas separadas, Cuando bajó para preparar el desayuno, muy preocupada por la ausencia de su esposo, vio el horrible espectáculo y entonces comprendió por qué no había desordenado el lecho.