CAPITULO VI
Con ojos críticos, estudió el enorme olmo que se hallaba situado a cierta distancia de los jardines del Hunters Club. La horquilla de las ramas principales se hallaba a unos dos metros y medio del suelo.
Era fácil trepar al árbol, agarrándose simplemente a una de las ramas. Allí se había apostado el tirador, que había disparado dos docenas de cartuchos, al menos. Tenía una magnífica puntería, no cabía duda alguna.
Empezó a buscar por los alrededores. No tardó en encontrar un objeto que aún brillaba en parte. Acuclillado, examinó la vaina vacía del cartucho. Estaba algo oxidada, pero resultaba evidente que la bala que había contenido había causado una víctima.
La vaina saltó varias veces en la palma de su mano. Al cabo de unos momentos, se puso en pie.
De repente, se oyó una voz destemplada a poca distancia:
—¡Eh, usted! ¿Qué demonios hace ahí?
Evans se volvió en el acto. Un hombre, con uniforme y una placa en la pechera de la camisa, lo miraba hoscamente, a la vez que mantenía la mano sobre la culata del revólver que pendía de su cinturón.
—Estaba dando un paseo —sonrió Evans—. ¿Es pecado en esta ciudad?
—Usted es forastero...
—Ya no; poseo tierras.
—Ah, el hombre que compró la propiedad de Durratt.
—En efecto. Me llamo Evans.
—Soy el ayudante Mayne. Será mejor que se vaya, amigo.
—¿Adónde? —preguntó el joven, fingiendo ingenuidad.
—A cualquier parte, pero lejos de aquí.
—Este lugar es libre...
—Son terrenos que pertenecen al Hunters Club, aunque ahora no los utilizan. Ahora ya lo sabe, de modo que... —Mayne chasqueó los dedos significativamente.
—Muy bien, me iré ahora mismo. Ah, no deje de informar a su jefe.
—Siempre lo hago, señor.
—Es usted un fiel cumplidor de su deber, ayudante Mayne. Lo felicito —dijo Evans con sarcasmo que pasó desapercibido para el policía.
Descendió la pendiente oblicuamente y buscó una de las entradas de la población. En el bar de Liddell preguntó por la casa donde vivían los médicos.
—¿Cuál de los dos? —quiso saber el dueño del local.
—¿Viven en casas separadas?
—Eso es lo raro. Son muy distintos físicamente, pero las malas lenguas dicen que parecen siameses —rió Liddell.
—También les han colocado otro apodo, ¿verdad?
—No lo pronuncie delante de ninguno de los dos. Serían capaces de sacarle los ojos.
—Lo tendré en cuenta. Gracias, Mike.
Liddell le dio instrucciones para encontrar la casa de Brian Clayton, el más cercano al bar, y el joven se dirigió allí sin pérdida de tiempo.
La atmósfera era densa, opresiva. Los automóviles circulaban en silencio y la gente se movía rápidamente, sin mirar a nadie.
«Reina el miedo», pensó.
¿Miedo por Durratt?
¿O por otro motivo?
Había muchos enigmas en aquella pequeña localidad que no contaba con más de dos mil habitantes. ¿Qué era lo que sucedía realmente?
—Acabaré por saberlo —se propuso con firmeza.
* * *
La puerta se abrió. Una doncella de color lo miró con curiosidad.
—Señor...
Evans le entregó la tarjeta de visita.
—Deseo ver al doctor —manifestó.
—Muy bien, iré a avisarlo ahora mismo —contestó la sirvienta—. Pase y siéntese, por favor.
—Gracias.
La doncella volvió a los pocos momentos.
—El doctor lo recibirá ahora mismo, señor.
Evans hizo un gesto de gratitud y siguió a la sirvienta, hasta la puerta de un gabinete de trabajo, que abrió para que el pudiera entrar. Había un hombre sentado tras una mesa, con un grueso libro delante, y se puso en pie al verlo entrar.
—Soy el doctor Clayton —dijo—. ¿En qué puedo servirle, señor Evans?
El joven estudió unos instantes al dueño de la casa. Era, ciertamente alto y robusto, pero más bien delgado. «Todo músculos, aunque no los ejercita demasiado», pensó.
—Doctor, desearía formularle algunas preguntas sobre lo que sucedió el día de la matanza, ya sabe a qué me refiero.
Clayton lo miró con no disimulada hostilidad.
—¿Por qué quiere saber detalles de lo ocurrido? ¿No ha leído los periódicos? ¿No oye la radio ni ve la televisión?
—Son preguntas acerca de datos que no han sido divulgados, por ejemplo, los referentes a la autopsia de los cadáveres.
—Eso es algo que salta a la vista. Todos murieron a consecuencia de heridas causadas por armas de fuego —contestó Clayton en tono doctoral.
—Sí, lo sé, pero, dígame, por favor, ¿de qué calibre eran las balas que extrajo de las heridas, tanto de los vivos como de los muertos?
—Todas las balas eran de calibre 30 30, procedentes de un Winchester propiedad del asesino.
—¿Podría enseñarme algunos de esos proyectiles, doctor?
—Se los entregué todos al comisario. Pídaselos a él.
—Así lo haré, doctor. Muchas gracias.
—Un momento, señor Evans.
El joven se disponía ya a retirarse y se volvió hacia el galeno.
—¿Sí?
—Antes le pregunté qué interés tenía usted en ese horrible suceso. Todavía no me ha contestado.
—He comprado unos terrenos. Por tanto, soy vecino de la población y, supongo, con cierto derecho a estar enterado de lo sucedido en aquella infausta fecha.
Clayton no dijo nada más. Parecía muy preocupado, pensó el joven, mientras salía del despacho.
El comisario había salido a dar una batida por el pantano. Hablaría con él a su regreso.
Cuando se encaminaba hacia el hotel, se cruzó con una hermosa mujer, de unos treinta y cinco años quien, de súbito, volvió sobre sus pasos y se lo quedó mirando fijamente.
— Usted es Evans, el comprador de las tierras que pertenecieron a Durratt —dijo.
—Tengo ese honor, en efecto, señora. ¿Puedo serle útil en algo?
—Soy Maud Ingalls. —Ella le miró de la cabeza a los pies—. Poseo un establecimiento de recreo al final de la calle Cuarta, el Silver Eagle. Me gustaría que viniera a conocerlo en algún momento. Abrimos a partir de las siete de la tarde, hasta que ya no queda un-solo cliente, aunque eso suceda a las seis de la mañana.
—Una hora poco habitual para cerrar un local, señora Ingalls. ¿No se queja el comisario?
Maud soltó una risita. Era alta, de formas ampulosas, con el pelo de color rojo y los ojos verdosos. Había sabiduría, pero también astucia, en su atractivo rostro.
—El comisario es uno de mis más apreciados clientes —respondió—. Buenas tardes, señor Evans.
—Buenas tardes, señora Ingalls.
La mujer se alejó. Otras dos venían en sentido contrario y volvieron la cara despectivamente, como si se sintieran ofendidas al cruzarse con ella.
Evans se pellizcó el labio inferior con gesto pensativo.
—El Silver Eagle —murmuró—. Es fácil imaginarse la clase de negocio de ese local.
Continuando su camino, se le ocurrió de repente una idea.
Al llegar al hotel, se acercó a la recepción.
—¿Puede indicarme el número de la habitación del señor Bates? —solicitó.
—Lo siento, señor —respondió el recepcionista—. El señor Bates canceló anoche su cuenta. Se ha marchado, aun que no dijo adónde se dirigía.
Evans se sorprendió al conocer la noticia.
—¡Qué raro! Pensé que estaría más tiempo en el pueblo... Gracias, de todos modos.
—A su disposición, señor —dijo el recepcionista amablemente.
* * *
Los hombres llegaban exhaustos, agotados, sucios, oliendo a fango y hierbas podridas. Tras algunos comentarios, empezaron a dispersarse. Fox entró en su oficina y dejó el rifle en el armero.
Evans entró detrás de él.
—Comisario...
Fox se volvió en el acto.
—¿Sí?
—Deseo hacerle unas preguntas, si no tiene inconveniente.
—Ahora no, por favor. Estoy muy cansado.
—Me lo imagino, pero voy a ser muy breve. Tengo entendido que Durratt utilizó un Winchester calibre 30 30.
—Así es. Encontré el arma en su cabaña...
—El doctor Clayton me ha dicho que le entregó los proyectiles extraídos de los cuerpos de las víctimas.
—Efectivamente, así sucedió.
—¿Qué ha hecho de esas balas? Me gustaría examinar algunas...
—Se comprobó que habían sido disparadas por el rifle de Durratt.
—¿Cómo lo hicieron? —se extrañó Evans—. No es por ofenderlo, comisario, pero este centro de policía parece muy modesto, sin instrumentos que permitan hacer la comparación balística...
—Se encargó el doctor Clayton. Tiene medios suficientes.
—Un microscopio.
—Sí, un microscopio.
—Bien, ¿no puede enseñarme alguno de esos proyectiles?
—No, lo siento.
—¿No quiere?
—Es que ya no los tengo en la oficina. Una vez se comprobó habían sido disparados por el rifle de Durratt, fueron arrojados a la basura. Ya no servían para nada, como puede comprender.
—Eso podría admitirse, si Durratt hubiese muerto. Pero si está vivo y usted consigue capturarlo, tendrá que presentar ciertas pruebas ante un tribunal. ¿Cómo lo hará, si carece de ellas?
—No creo que eso sea de su incumbencia, señor —contestó Fox, muy sofocado.
—Comisario, he comprado unas tierras en Sheehyn-on-Shyne. Aunque no me quede a vivir aquí permanentemente, pagaré los impuestos, lo cual significa que me he convertido en contribuyente de esta población. Entienda lo que quiere decir y si respeto su autoridad, usted debe tener en cuenta que soy un ciudadano al que está obligado a servir por su cargo —recitó el joven de-una tirada.
Fox enrojeció más todavía.
—Conozco perfectamente mis obligaciones —dijo—, ¿Algo más?
— Sí. ¿Tiró también a la basura el rifle de Durratt?
El comisario se volvió hacia uno de sus ayudantes, que escuchaba en silencio a pocos pasos de distancia.
—Stimson, enséñele al caballero el rifle de Durratt. Yo me voy a casa; estoy muerto de cansancio.
—Sí, jefe —respondió el ayudante.
Fox se marchó. Evans tuvo el rifle en sus manos a los pocos momentos.
Durante un par de minutos, estudió el arma. Luego sacó una libretita y anotó el número y la serie de fabricación. Luego la devolvió al ayudante con una sonrisa.
—Muchas gracias, amigo Stimson.
—Eddie es mi nombre, señor Evans —dijo el policía.
—Buenas noches, Eddie.
El joven iba a salir ya cuando, de pronto, se volvió hacia el sujeto.
—Eddie, ¿está muerto Durratt?
—Yo diría que sí, señor. He hablado con algunos de los que lo persiguieron y todos coinciden en afirmar que es imposible que se haya salvado.
—Entonces, ¿por qué quieren buscarlo, si está muerto?
—Algunos tienen miedo, señor.
—Miedo... ¿de qué?
Stimson hizo un gesto ambiguo.
—Si perdiera este empleo, no encontraría otro —respondió.
El ayudante también tenía miedo, pero era de otra clase. No era el mismo miedo que atenazaba a quienes creían que Durratt seguía con vida.
—Comprendo, Eddie. Repito las gracias —dijo.
—Buenas noches, señor Evans.
El joven salió a la calle y levantó la vista hacia las estrellas. ¿Dónde estaba la solución de aquel terrible enigma?
Una de las estrellas parpadeó de pronto y le pareció que le hacia guiños de burla.
Casi se enfureció.
—Encontraré la solución —dijo a media voz.
Luego se echó a reír de aquel arranque infantil. No debía dejarse llevar por los impulsos; era preciso actuar en todo momento con la cabeza muy fría, evitando en todo momento acciones meramente instintivas o irreflexivas.