CAPITULO VIII
En ese momento entró la policía en el laboratorio del doctor Ingram.
Fue como si de repente se desgarraran las tinieblas y un rayo de luz cegadora penetrase en aquel antro de horrores sin fin.
Primero fue el estampido que abatió la puerta metálica, en medio de una densa y acre nube de huma El doctor Ingram gritó unas órdenes a sus esbirros descerebrados, y Ralph y los otros dos caminaron como autómatas hacia la entrada. Rachel y su amante se abrazaron el uno al otro, con gesto atemorizado.
Luego asomó el inspector Hackett, con sus benditos bigotes erectos, que nunca me parecieron más sugestivos que en ese momento, pero también con su reglamentario revólver amartillado. Tras él, una auténtica nube de policías, de paisano o de uniforme, que al verse atacados por los descerebrados abrieron fuego sobre ellos, abatiéndoles con el cráneo reventado a balazos.
El doctor Ingram trató de huir por la puertecilla posterior, pero un disparo del arma del inspector Hackett, alcanzándole un muslo, le hizo desistir de tal empeño y le derribó de rodillas contra el muro, donde jadeó, con la pierna chorreando sangre.
Los policías rodearon a los Evans prestamente, y el inspector Hackett, mientras eran esposados el cirujano y la pareja de primos amancebados, se acercó a mi, dirigiéndome una mirada pensativa con sus pequeños y duros ojillos, brillantes ahora con una mezcla de asombro, horror y hasta ironía.
—Bien, señor Evans, acaba de salvar su vida gracias a la policía a la que tanto temía. ¿O prefiere que le llame realmente... Derek Barnes?
Le miré, esperanzado, ilusionado, casi incrédulo.
—¿Usted... cree realmente que yo...? —casi sollocé, lleno de una emoción incontenible.
Afirmó con la cabeza, gravemente, tras dirigir una mirada ceñuda al simio que, muy asustado por el tiroteo y la explosión que abatiera la puerta del laboratorio, se agitaba en su jaula, emitiendo gruñidos coléricos.
—No lo entiendo, Barnes, pero lo creo —confesó—. Es una historia de locos. Sin embargo, esto que encontramos aquí y lo que el doctor Ingram estaba diciendo, parece confirmar lo que escribió Duncan Evans en su confesión...
—¿Su confesión? —repetí, asombrado—. Pero si ella... su esposa... quemó esa confesión ante nuestros propios ojos, inspector...
—Lo sé ahora, Barnes. Pero Duncan Evans, sin duda, no confiaba en su esposa tanto como ella y nosotros creíamos. Escribió dos confesiones. Y una se la entregó a alguien para que la echara al correo si él no regresaba en determinado plazo de tiempo. Ese sobre iba dirigido a mi nombre, a Scotland Yard, y contiene toda una minuciosa confesión que se inicia con su entrevista con el doctor Bernard Ingram para solicitar un trasplante de su cerebro al cuerpo de un hombre muerto recientemente, conocedor de sus experimentos a través de otro médico amigo suyo...
—Dios mío... —susurró—. Pobre Duncan. Nunca podré agradecerle cuanto hizo por mi, incluso después de muerto...
—Bueno, no todo lo hizo él, Barnes —sonrió jovialmente Hackett—. Recuerde que somos nosotros quienes le hemos sacado de este embrollo ahora. Y todo gracias a que puse un hombre tras sus pasos, un hombre que le vigilaba de cerca sin usted saberlo, y que anoche fue testigo, como usted mismo, del último asesinato de la señora Evans...
—¿Quién? —preguntó, estupefacto, mientras Rachel Evans rompía en sollozos que de nada iban a servirle para iniciar su largo y penoso camino hacia el patíbulo.
—Un supuesto ciego que tocaba el organillo en Whitechapel —rió el policía—. En realidad, un fiel colaborador mío, el sargento Smithers...