Asentí, tragando saliva. Aquel hombre, pese a tener mi antiguo aspecto, me daba miedo. Después de todo, era un famoso asesino de mujeres. Y no debía sentir demasiada simpatía por el hombre que le había donado tan miserable envoltura.

—Lo siento —dije—. El doctor Ingram hizo el trasplante doble sin consultarme, sin yo saber nada. Cuando me enteré de ello, era tarde. Todo estaba consumado. No tengo la culpa de lo que ocurre, créame.

—Le creo. Pero no es agradable creer que se está a salvo... para saber que existe otra sentencia de muerte inapelable a la que uno ya no puede escapar.

—¿Por qué no? Del mismo modo que le trasplantó el cerebro a otro cuerpo una vez, puede hacerlo otra. Por dinero y para propio orgullo de su maldita capacidad científica, hará lo que sea.

—Se equivoca. El doctor Ingram me avisó de ello previamente: no existe posibilidad de un segundo trasplante. Ninguna Siempre que lo intentó con animales, fracasó. Los cobayas murieron sin remedio.

—Dios mío —gemí—. Debo seguir siempre con este físico suyo, Evans...

—¿Por qué cree que va a sobre vivirme, Barnes? —me replicó glacialmente, apurando la cerveza—. Si yo voy a morir, por su maldita enfermedad incurable, usted también tiene que morir. Vamos, ya acabó la cerveza. Salgamos de aquí.

—¿Que pretende? ¿Asesinarme a mí ahora por eso? —murmuré, estremecido.

—Hablaremos de ello en la calle. Salgamos. Hay demasiada gente aquí ahora, y cualquiera podría reconocerle. Le estoy haciendo un favor invitándole a salir.

—No me fio —repliqué—. Usted me odia. Siempre mató en esas calles que tan bien conoce, en noches de niebla como ésta...

—¿Va a salir o no? —se impacientó—. Y procure que no le vean bien la cara. Recuerde que es a usted a quien buscan por múltiple asesinato, no a mí. Su burdo disfraz no engañaría a nadie, y menos aún a Simón Hackett.

—¿Simón Hackett? ¿Quién es él?

—El inspector de policía de Scotland Yard que me arrestó. Ha jurado darme caza de nuevo sea como sea. Es un lince. Seguro que no anda lejos de estos lugares.

No me seducía la idea de ir con él a la calle, pero obedecí. Al salir, pegado a él, noté algo que me rozaba. Llevaba un objeto duro y rígido bajo su gabán. Tuve la incómoda sensación de que podía ser una daga. O tal vez unas largas tijeras...

Salimos a la calle. Caminamos entre la niebla. La luz de las farolas de gas era escasa y muy espaciada. No resultaba raro que Whitechapel fuese un buen coto de caza para los asesinos.

Me llevaba cogido del brazo, no sé si para no perderme o para guiarme a través de aquellas callejas que tan bien conocía él. La sensación de caminar junto a un monstruo capaz de acuchillar a tijeretazos a pobres fulanas callejeras no resultaba nada agradable. Y menos aún sabiendo que tenía un motivo para deshacerse de mí, al menos como venganza por algo de lo que yo no tenía culpa alguna

—¿Piensa que voy a asesinarle, Barnes? —preguntó de repente con voz suave.

Se detuvo, y me obligó a detenerme. Una cercana farola, con su halo pálido y fantasmal en la bruma alumbró su rostro y alargó siniestramente su sombra sobre un húmedo muro de oscuros ladrillos, donde alguien había escrito una frase obscena con tiza.

—No sea estúpido —me reprochó—. Sería un crimen inútil. Usted no tiene culpa de lo que me ocurre. Como yo no la tengo de su actual odisea.

—Menos mal que lo admite así, Evans —susurré.

—No le he traído conmigo para matarle. Al contrario, deseo pedirle un favor.

—¿A mi? —me sorprendí.

—Sí. Lo necesito. Y mucho. Tiene que ayudarme.

—Me gustaría poderlo hacer, pero no creo que esté yo precisamente en condiciones de ayudar a nadie...

—Lo está. Quiero entregar un mensaje a mi mujer, explicarle lo que sucede. Lo he intentado ya dos veces. Estuve cerca de ella. Y en las dos ocasiones me volví atrás, asustado. ¿Se imagina lo que pensaría ella de un desconocido que le dijera de repente: «Rachel, querida, soy tu marido, Duncan»?

—Si, lo imagino —suspiré—. Yo también conozco a una chica... Y no me imagino lo que sentina si le dijera que yo soy Derek Barnes.

—Entonces, ya lo sabe. Eso es lo que quiero. Que reciba el mensaje. Nadie mejor que usted para hacerlo.

—¿Yo? —me estremecí—. Pero Evans, su mujer- pensará al verme que yo soy... usted.

—Claro. Debe fingirlo en principio para confiarla. Luego, le da el mensaje. Ella lo leerá y sabrá la verdad.

—Pero no creerá una sola palabra.

—Tiene que creerlo. Usted podrá demostrarle que no es Duncan Evans. Pero eso ha de suceder cuando esté dentro de su casa, cuando se haya ganado su confianza, pensando que soy yo quien la visita. Conozco bien a Rachel. No permitiría dejar entrar a nadie ajeno en casa.

—Pero existe el peligro de que la policía vigile su domicilio, Evans.

—No es así. Lo he podido comprobar sin riesgo alguno para mi persona. El inspector Hackett sabe que el último lugar al que yo iría es a mi propia casa. Allí reside también mi primo Geofrey, y él es quien me denunció a la policía Saben que jamás pisaría el lugar donde él está. Pero deseo ver a mi mujer, Barnes. La amo locamente, la necesito, siquiera sea unos instantes. Ella puede ayudarme, pero siempre que mi primo lo ignore totalmente.

—Y si su primo Geofrey me ve aparecer, se apresurará a avisar a la policía

—No tiene nada que temer. He averiguado, a través del servicio, que Geofrey permanecerá este mes en Edimburgo. De modo que no existe riesgo alguno.

—¿Y qué sentirá su esposa al creer que su esposo vuelve a casa cuando le busca toda la policía de Inglaterra? No creo que ella haya podido olvidar que usted mató a varias mujeres de la calle tan brutalmente...

—Aun en ese caso, sé que me ayudará. Lo intentó ya entonces. Ella sabe que ninguna de esas mujeres fue violada. De modo que aunque yo las hubiera matado, no era por motivo sexual alguno. Eso una mujer siempre lo agradece, por monstruosas que sean las culpas que uno ha cometido. En el supuesto, claro está, de que las hubiera cometido.

—No irá a decirme que la policía la prensa y la opinión pública de toda Inglaterra, incluso jueces y jurados, se equivocaron con usted y que no mató a esas fulanas.

—No pretendo convencerle de tal cosa, Barnes —dijo gravemente, mirándome muy fijo—. Pero juro ante Dios que soy inocente de todo ello. Yo no maté nunca a nadie, Barnes.

 

* * *

Y yo le había creído, maldita sea.

Lo dijo de tal modo que creí advertir la sinceridad más absoluta en su rostro, tal vez influenciado por el hecho de que era como estar contemplándome en un espejo y verme a mí mismo, con mi propia expresión de siempre.

Le había creído y allí estaba ahora. Ante la casa de los Evans, en el West End, al otro lado de Londres. En la zona elegante y señorial de la ciudad, ante edificios con escalones de mármol, jardincillos y verjas, en pleno corazón de Mayfair.

Era una locura y lo sabía. Pero Duncan Evans me había convencido de varias cosas. Una de ellas, que no había peligro en aquella visita nocturna, y si solamente el problema de enfrentarse a una mujer que creería que yo era su esposo, y que difícilmente iba a aceptar lo que él le contase en su misiva. Sobre todo viéndome a mí ante ella. Mis palabras, con la voz y la entonación de su esposo, no confiaba yo en que resultasen precisamente convincentes para Rachel Evans.

Ciertamente, no parecía haber policías vigilando la zona, por lo que me era dado advertir a mi llegada en aquel carruaje de alquiler con el que había cruzado Londres de lado a lado.

Pagué generosamente al cochero, y me quedé mirando la fachada de la casa, con su puerta flanqueada por dos columnas, su escalera de mármol y sus verjas laterales, con la puerta de servicio en el nivel inferior a la calle, tras una de ellas.

Vacilé, tras una furtiva mirada en torno mío, recorriendo la calle solitaria. Era un paso muy arriesgado. En mi bolsillo, la misiva lacrada del auténtico Duncan Evans esperaba ir a parar a las amadas manos de la esposa. Había rechazado toda compensación económica, y Evans me había apretado la mano con un calor y una emoción muy especiales, dándome emotivamente las gracias por mi cooperación.

Duncan Evans me había entregado una llave de su casa. Subí los escalones y la introduje en la cerradura con naturalidad. La hice girar. No había pestillos interiores echados, tal como preveía él. Pude entrar sin dificultad en el oscuro vestíbulo. A través de una vidriera, me fue posible vislumbrar una gran escalera ascendente, allá al fondo, iluminada por un resplandor externo. Avancé hacia ella decidido. Evans me había hecho un croquis de la casa. Podía moverme por ella con cierta soltura recordando aquel tosco gráfico. Iba derecho a la alcoba de Rachel Evans, su esposa. Mi corazón latía con fuerza. No sabía lo que iba a suceder, pero temía que aquello no saliera bien. Y no podía medir tampoco sus posibles consecuencias.

Pero faltaba poco para que todo se despejase de uno u otro modo. Avancé por el corredor de la planta alta, hacia mi derecha, siguiendo las indicaciones del croquis que mantenía en mi memoria. Vi una leve claridad bajo la rendija de una puerta. Recordé algo que me dijo Evans:

—Mi esposa duerme siempre con la luz encendida. No hay error posible en dar con su dormitorio.

Llegué ante la puerta. Lo que iba a hacer era una intrusión indigna. La alcoba de una dama, esposa de otro, iba a ser visitada por mí en plena noche. Y yo, físicamente, era el esposo de aquella mujer. La situación no era nada fácil ni cómoda para mi. Sobre todo si Rachel Evans era tan hermosa como decían los periódicos.

Hice girar el pomo lentamente, sin apenas ruido. Abrí. La luz provenía de una pequeña lámpara de gas mural, de rosada pantalla, que difuminaba un resplandor tenue por la alcoba.

Ella yacía en el lecho amplio y suntuoso, envuelta en telas tenues, traslúcidas, que dibujaban con nitidez su espléndida figura. Una mata de cabellos claros, suavemente dorados, se desparramaba sobre la almohada bordada con las iniciales R.E. El descote de su deshabillé dejaba asomar unos senos hermosos y suaves.

Me acerqué lentamente a ella, procurando no mirarla como a una mujer, para no hacerme indigno por aquella intrusión, aun contando con el permiso de su propio marido.

Al inclinarme, susurré en voz baja, apresurándome luego a taparle la boca con mi mano, precavidamente:

—Rachel... Rachel... Despierta... Rachel, despierta, por favor...

Despertó. Y vi sus ojos azules, limpios, repentinamente abiertos, agrandándose por momentos, mirándome con vivo horror primero, con estupefacción después, con incredulidad al fin. Su cuerpo se había puesto rígido. No la solté la boca, pero añadí suavemente:

—No, no grites, no eleves la voz. Nadie debe saber que estoy aquí, Rachel... Nadie, ¿comprendes? No vengo a hacerte daño alguno. Al contrario. Tú sabes que seria incapaz de causarte la menor molestia, tienes que saberlo...

Asintió con la cabeza dos veces. Aparté mi mano. Ella respiró hondo, sin dejar de mirarme.

—Duncan... —musitó luego—. Oh, Duncan, no puedo creerlo... ¡Duncan, vida mía!

No pude evitarlo. Se arrojó en mis brazos, me rodeó con los suyos desnudos y tersos, aplastó su boca contra la mía sentí su lengua penetrar en mi cavidad bucal, en un beso ardiente, pasional. Su cuerpo se estremecía, cálido, apretándose a mi con fuerza. Procuré

no pensar, no sentir como un hombre ante aquel trance.

Ella me sujetaba aún, mirándome con ojos turbios, con gesto emocionado. Tiraba de mí hacia el lecho, y yo me resistía.

—Duncan, amor mío... —gimió—. ¿Cómo has podido llegar hasta aquí? ¿No te ha visto nadie?

—No, nadie —negué lentamente, sentándome en el borde del lecho—. Ahora, déjame que te cuente algo...

—Después, amor, después —me interrumpió, apasionada, llevando mis manos ardorosamente a sus senos, apretándolos con ellas, ardientemente—. Tanto tiempo sin ti, llorando por tu suerte... Bendito sea el destino que te devuelve a casa, aunque sólo sea por unas horas y luego debas seguir oculto...

—Rachel, esos crímenes... Están equivocados, es un monstruoso error... —traté de decirle, sin dejar de resistirme a sus intenciones.

—Lo sé, lo sé. ¿Cómo ibas a ser tú un asesino, Duncan? Sé que están todos locos, que es una monstruosidad acusarte, condenarte... Dios mío, cuánto sufrí hasta el día que te liberaste de la prisión... Ahora, me paso los días rezando para que no te cojan, para que encuentren antes al verdadero asesino y quedes libre de cargos...

Tiró de mí con tal fuerza que me derribó de bruces en la cama encima de ella Sentí sus manos ávidas recorriendo mi cuerpo, mientras su boca mordía la mía y sus labios se me adherían como una ventosa.

Esta vez tuve que ser rudo para impedir que ella consumara lo que estaba buscando. Salté atrás muy a tiempo, cuando ella abría sus blancos muslos desnudos y había dado rienda suelta a la arrogancia lechosa y firme de sus senos.

—¡No, no, espera! —jadeé, despeinado, medio desvestido ya—. No puedo hacer esto ahora, Rachel... No sería justo... sin que antes leyeras esta carta.

Me miró, asombrada. Parecía tan decepcionada como furiosa. Sus azules pupilas llameaban. Casi sentí que me odiaba por lo que había hecho.

—Duncan... —susurró—. Nunca antes de ahora hiciste algo así conmigo... ¿Qué te ocurre? ¿Es que hay... otra mujer? ¿La hay?

—No, no digas esas cosas. Tienes que comprenderlo. Lee, te lo ruego. Es vital que leas esto... —y puse en sus manos la carta lacrada, poniéndome luego de pie y arreglándome con los dedos el cabello, nerviosamente.

—Está bien. Voy a leerla —musitó sin dejar de mirarme—. Pero es lo único que haré, antes de exigirte que cumplas tus obligaciones de esposo. Creo que sigo siendo una mujer deseable todavía...

La contemplé, aun a mi pesar, semidesnuda como estaba ante mí y afirmé con la cabeza, sintiendo que enrojecía.

—Eso, por supuesto. Pero si no lees esa carta, nunca entenderás.

No dijo nada. Desgarró el sobre, saltando los sellos de lacre. Extrajo las tres o cuatro hojas de papel repletas de menuda letra apretada. Arrugó el ceño y me dirigió una mirada recelosa.

—Es muy largo lo que has escrito aquí —dijo, irritada.

—Lee, por favor —insistí.

Se puso en pie, caminando hacia la luz, que elevó un poco en intensidad. Su ropa de noche resbaló por su cuerpo al estar erguida, y se quedó totalmente des nuda ante mí, mostrando con total impudicia su cuerpo de suaves curvas y mórbidas formas. Desvié la mirada, pero sólo para admirar su sombra recortándose nítida en la pared. Me sentía tremendamente incómodo ante aquella mujer. Mi situación era insostenible.

Leyó en silencio. Dos veces o tres la vi alzar los ojos y mirarme, atónita. Pero siguió la lectura sin contarme nada. Al fin, oí crujir los papeles en sus dedos, y la miré. Ella alargó una mano, tomó una bata y la echó encima de su desnudez.

—No puedo creer ni una sola palabra —dijo fríamente.

—Pero se cubre usted —dije sonriendo—. Eso prueba que duda, cuando menos.

—Tú eres Duncan. Tu rostro, tu cuerpo, tu voz... ¡Eres tú mismo!

—No, señora Evans —negué—. No soy yo. El le dice la verdad. No tiene más que hacerme escribir. Aunque le parezca su mano, escribiré de modo muy distinto a él.

—Bien, hazlo —me exigió, señalándome un pequeño secreter en una esquina del cuarto.

Me senté ante él y escribí con rapidez en una hoja. Le tendí el escrito. Ella comparó la letra con la misiva. Me examinó críticamente.

—Puede ser un ardid —objetó—. Sigo pensando que eres Duncan. Esta historia no tiene sentido. Es absurda. Nadie puede trasplantar un cerebro a otro cuerpo.

—Hasta hoy, nadie lo hizo. Siempre existe una primera vez.

—¿Quién eres, entonces?

—Derek Barnes, un químico. Ahora Duncan Evans lleva mi cuerpo, mi cara. Está libre de persecuciones de la policía.

—¿Por qué no vino él, en ese caso?

—No se atrevía a mostrarse ante usted tal como ahora es. Sabía que no sería bien recibido, que usted le arrojaría violentamente de casa... A mi, era diferente. Mi aspecto físico la haría portarse de otro modo.

—Oh, esto es ridículo —protestó, estrujando las hojas de papel y arrojándolas, hechas una pelota, sobre la cama revuelta—. Cuentas la historia con tal convicción que casi podrías convencerme si no fuera un relato tan disparatado y absurdo. ¿Qué te traes entre manos, Duncan? ¿Esperas que ellos, la policía, crean en tu historia y busquen a ese otro individuo? ¿Es tu estratagema para salvar el cuello? Pues dudo mucho que te dé resultado, cariño. Si yo no te creo, nadie te va a creer. ¿Por qué no haces el amor conmigo ahora? Seguro que ahí si descubriré alguna diferencia...

—Señora, sabe que no puedo hacerlo —gemí—. No soy su esposo, aunque lo parezca.

—¡Basta! —se acercó a mí y se desprendió de su amplia bata de seda con movimientos premeditadamente lentos y sinuosos—. Ven. Deseo ser tuya otra vez.

—No, señora Evans. Sería un ultraje a su esposo. No puedo aprovechar una oportunidad así para engañarle a él... y también a usted.

—Imagina que no me engañas —sonrió provocadora—. Imagina que te creo, que sé que eres Derek Barnes y no Duncan Evans. Es igual. Tienes su físico. Y a mí lo que me gustó siempre de mi marido era su físico. Alto, guapo, arrogante... Todas las chicas le desearon siempre por lo mismo. Pero como amante es frío, poco satisfactorio. A mi, personalmente, nunca me satisfizo. Tienes la ocasión de probarme, sin lugar a dudas que eres quien dices ser. Una mujer siempre advierte diferencias en eso, querido.

—No puedo complacerla —objeté—. No haga las cosas más difíciles. Me crea o no, no me ponga en ese compromiso...

—Elige entonces, querido —sonrió fríamente, humedeciendo sus labios con la punta de su rosada lengua, significativamente, y dejándose tender desnuda en el lecho—. Elige entre mi cuerpo... y un grito mío que pondrá en conmoción a toda la casa. El servicio acudirá, avisarán a la policía... Y en esta zona, no tardarás ni diez minutos en ser apresado por los agentes.

—¿Sería capaz de hacer eso... aun dudando si yo soy o no soy su esposo?

—Lo haré, si me obligas a ello —sonrió aún con más malicia, retorciendo su cuerpo sinuosamente sobre las sábanas—. Elige, cariño. Tienes tres segundos para ello. Uno... dos...

La miré, indeciso, estupefacto, escandalizado. Era un reto. Y un riesgo terrible. Además, era una traición al hombre que me confió esa misión. Ella iba a contar ya. Y contó:

—Tres.

Abrió la boca para gritar, mientras sus ojos se tornaban fríos y duros. No vacilé. Sabía que en esto me jugaba ahora la vida. Salté sobre la cama como un tigre, y tapé su boca con la mía. La sentí reír bajo mi presión. Sus manos me buscaron.

No pude evitarlo. Era un miserable engaño, pero tal vez ella sabía en el fondo que estaba engañando a su marido con otro hombre que, singularmente, tenía todo lo que le gustaba de su marido, es decir, aquel físico atractivo de Duncan Evans.

Pero al final, ella me habló con voz ronca, quebrada por la fatiga de varias horas de ardoroso combate en el lecho:

—Ahora lo sé, querido —musitó—. Tú no eres Duncan Evans. Y me alegro de ello...

Tras decir eso, volvió a rodearme con sus brazos. Y siguió comprobando lo que ya acababa de demostrarle, a juzgar por su propio comentario.