CAPITULO VI
No fue un agradable despertar el mío.
Pero sólo podía culparme a mi mismo por haberme dormido en aquellas circunstancias. Y por haber confiado en una mujer excesivamente.
Lo cierto es que me había quedado sumido en un profundo sopor, tras una larga noche amorosa, en la que la volcánica fuerza de aquella mujer puso a dura prueba mis facultades amatorias. Yo triunfé, evidentemente, pero fue el mío un triunfo bastante amargo.
Porque al despertar bruscamente, quizás impulsado por un presentimiento oscuro, encontré en aquel mismo lecho en que indignamente cumpliera la misión encomendada por Duncan Evans... pero sin la hermosa mujer a mi lado. En su lugar, rodeando el lecho, se hallaban varios hombres mirándome ceñudos.
Les contemplé, pegando un respingo y cubriéndome lo mejor posible con las sábanas. Todos ellos eran individuos de frondosos bigotes lacios, sombreros hongos y gabanes oscuros, excepto el que estaba más cerca de mi, cuyo bigote era de atusadas guías, su sombrero de copa alta, y su macferlán a cuadros grises. Varios de ellos empuñaban revólveres cuyos negros cañones apuntaban hacia mí. Allá, en la puerta de la alcoba, vislumbré los uniformes negros de dos policemen.
—Buenas noches, señor Evans —saludó fríamente el policía—. Creo que ya nos conocemos. ¿O debo decirle «buenos días»? En realidad, está despuntando el alba ahora. Confieso que usted fue muy audaz al venir aquí esta noche. Y yo, muy torpe al no imaginármelo.
Me pusieron unas esposas que sonaron agriamente al cerrarse en tomo a mis muñecas. Estaba aturdido, confuso. No conocía de nada a aquel hombre, pero no era difícil imaginar que se trataba de hombres de Scotland Yard. Cómo me habían encontrado allí, era cosa fácil de entender. Me bastó ver a Rachel Evans, envuelta en su suntuosa bata de seda, mirándome con ojos fríos y distantes, desde el fondo de la estancia, acomodada en un sofá.
—Lo siento, cariño —murmuró con displicencia—. No podía encubrirte o me hubiese convertido en cómplice de tus delitos. Sabes que siempre estuve a tu lado, Duncan. Y seguiré estándolo. Pero no al precio de perder mi propio cuello.
—Miserable mujerzuela... —mascullé con ira mal contenida—. Ahora lo entiendo todo. Aprovechaste mi sueño para avisar a la policía, ¿no es cierto? ¿Es ésa tu lealtad hacia los demás?
—No la censure, Evans —me objetó el hombre del macferlán a cuadros—. Su mujer ya le ha apoyado bastante desde un principio, no puede culparla de intentar evitar ir a parar a una oscura mazmorra durante bastantes años. Usted es un reo de varios asesinatos, un condenado a muerte, no lo olvide.
—¡Ella no es mí esposa! —rugí—. ¡Ni siquiera soy Duncan Evans!
—¿Ah, no? —sonrió el hombre, glacial—. ¿Quién es entonces? ¿Su hermano gemelo?
—¡Soy Derek Barnes, químico de profesión! —clamé—. ¡Ella puede mostrarle el escrito de su auténtico marido, en el que se relata toda esta horrible historia!
—Como ve, inspector Hackett, mi esposo trata sin duda de fingir demencia o de inventarse alguna absurda historia —sonrió tristemente Rachel Evans—. Sin duda se refiere a esa misiva suya que me envió, antes de llegar, jurándome su eterno amor...
Y señaló cínicamente a la chimenea, donde ardían unas hojas de papel, haciéndose pavesas entre los leños crepitantes. El policía miró allá, con sus ojos pequeños, grises y duros, y asintió con la cabeza. Yo señalé con mis manos esposadas, mientras un agente me ponía el pantalón para hacer menos ridícula mi situación tal vez.
—¡Véalo, inspector! —grité—. ¡Ese mensaje de Duncan Evans demuestra lo que yo quiero confesarle! ¡Insisto en que soy Derek Barnes, y sólo mi rostro y mi cuerpo son de Duncan Evans! ¡El lleva ahora mi propio físico! ¡Un mesiánico cirujano llamado Bernard Ingram nos trasplantó mutuamente los cerebros en una operación diabólica! ¡Puede ver mis cicatrices en el cráneo, entre los cabellos! ¡Juro que es toda la verdad, por fantástica que resulte!
—Querido, tú mismo me dijiste que te habías hecho esas cicatrices de tu cabeza en un accidente, al huir de la penitenciaria —mintió fría, malignamente, la hermosa Rachel Evans mirándome con sarcasmo—. ¿Cómo puedes esperar que el inspector Hackett se trague una fantasía semejante?
—¡Maldita mujer, ramera asquerosa! —rugí sin muchos miramientos a su aparente porte de señorío y aristocracia, bajo cuya capa sabía yo muy bien ahora la clase de harpía que Duncan Evans tenía por esposa—. ¡Sabes que digo la verdad, lo has podido comprobar esta noche! ¡Ahora sé que has creído la historia de
Duncan Evans, pero no sé por qué razón utilizas todo esto contra él y contra mí! Sin duda es mucho más favorable para ti disfrutar de la fortuna personal de Evans y de la total libertad para acostarte con quien quieras, ¿no es cierto?
—Vamos, vamos, Evans, termine con su sarta de disparates —ordenó con aspereza el inspector Hackett, tomándome por un brazo—. Nos vamos de aquí ahora mismo. Perdone esta situación, señora Evans... y gracias por colaborar con la justicia. No debe culparse de nada. Cumplió con su deber ciudadano por encima de sus sentimientos. No se le implicará en esto. Es evidente que en ningún momento trató de encubrir a su marido en casa, salvo mientras él la obligó a ello. A sus pies, señora.
Me arrastraron fuera de la estancia, mientras yo clamaba estérilmente contra aquella hermosa víbora, y ella sonreía, contemplando triunfalmente las pavesas de papel quemado entre los leños del hogar, última evidencia de la confesión del auténtico Duncan Evans.
Me introdujeron en un negro carruaje que, rodeado por varios agentes uniformados, esperaba en la neblinosa y gélida mañana Despuntaba un albor lívido, azul intenso, allá por encima de los edificios londinenses, y las calles aparecían con el empedrado mojado, todas ellas semidesiertas. El carruaje en que me acomodaron, con cuatro policías a mis dos flancos, era un coche celular, provisto de una ventana enrejada por todo hueco al exterior. Se puso a rodar, precedido por el que portaba al inspector Hackett, y tras de nosotros dos coches con el resto de agentes de Scotland Yard.
—Bien, amigo —me dijo uno de los policías, mirándome con curiosidad—. Al fin ha vuelto a caer en el cepo, ¿eh? Nos dio bastante trabajo, la verdad.
—Lástima que tenga que volver al patíbulo —se lamentó otro—. Nunca me gusta conducir a personas que han de ser ajusticiadas.
—Es lo lógico en este caso, Burke —objetó un tercer agente bostezando—. Este tipo liquidó a seis rameras en el East End. Y se ensañó con ellas, diablos. Las dejó secas a tijeretazos, después de partirles el corazón.
—¿Cómo supieron que era él? —indagó otro agente, mirándome—. Yo jurarla, ante su aspecto, que es todo un caballero, incapaz de nada criminal... ¿Le sorprendieron con las mano6 en la masa tal vez?
—Nada de eso. En su último crimen cometió un error. Después de cortar a su víctima por todas partes, escapó en un carruaje. Pero llevaba las tijeras goteando sangre, y un testigo casual lo advirtió, siguiéndole hasta tomar aquel coche. Tuvo la fortuna de ver pasar uno de alquiler libre, y siguió a prudencial distancia al individuo que goteaba sangre, mientras Whitechapel se conmovía con los gritos y silbatos de unos agentes compañeros nuestros que hallaban el cuerpo de la víctima As llegó el testigo hasta la casa de los Evans, y vio entrar al embozado en ella. El resto fue tarea sencilla, naturalmente. Sólo estaban allí Duncan Evans, su mujer y un primo de él, un tal Geofrey Evans. Las ropas de él eran las manchadas de sangre y las que aún llevaban unas tijeras en el bolsillo. Juró y perjuró que dormía como todos los demás habitantes de la casa. Pero no le sirvió de nada después de todas esas pruebas. Porque además Geofrey Evans y la esposa se apoyaban sus propias coartadas, por desgracia para él. Ambos dormían en lugares distantes entre si de la casa, pero habían coincidido antes en la planta baja, al ir a buscar el primo de este hombre un libro a la biblioteca, y ella un vaso de leche a la cocina. Fue casual, pero providencial para Geofrey Evans, que hubiera podido ser sospechoso de no mediar ese incidente. Ella no pudo saber si su marido faltaba de casa en esos momentos, porque hacía un tiempo que ambos dormían por separado aunque estuviesen distanciados.
Yo escuchaba aquella charla entre mis celadores con la mente abstraída, ausente de todo. Pero de repente, algo de lo que ellos decían me sobresaltó. Recordé lo que me dijera Duncan Evans con tono tan persuasivo y sincero: «Yo soy inocente. No maté a esas mujeres.» Y después, el hecho de dormir separados Duncan y su mujer, las censuras de ella a la capacidad sexual de su marido, la delación, el quemar la confesión que ella si creía ahora... Y Geofrey. El primo Geofrey...
¿Por qué ese primo de Duncan no era sospechoso? Sencillamente, porque ella dijo que le había visto. Sólo ella. Rachel Evans era la gran coartada de Geofrey. Pero ¿y si mentía? ¿Y si era Geofrey quien salió de la casa esa noche, mientras Duncan dormía, acaso bajo el efecto de algún somnífero administrado por su mujer en una bebida cualquiera?
Aquella mujer era muy capaz de engañar a su marido con cualquiera, incluso con su propio primo. Y si éste era el asesino, aceptaría de buen grado la colaboración de su prima y se le pagaría generosamente en el lecho. Además, ahora podían repartirse limpiamente el dinero de Duncan Evans, cuando él fuera ajusticiado...
Todo ese cúmulo de sospechas, repentinamente desveladas ante mi mente, me hizo sentir más furioso, encerrado en aquel carruaje, camino de una suerte atroz, infinitamente peor que esperar la muerte por una dolencia incurable. No había duda de que nadie podía huir a su propio destino, aunque fuese en forma diferente. Evans morilla de un mal irreversible, y yo ahorcado. Nuestro trueque no había servido de nada.
Repentinamente, algo sucedió afuera. Relincharon los caballos que tiraban del coche celular. Sonó una explosión cercana, y el zarandeo fue tan violento, que todos rodamos por el suelo del vehículo, cuando ¿te dio unos tumbos para acabar volcándose aparatosamente. Los policías gritaron, alarmados, se oyeron fuera voces y silbatos. Después sonaron disparos de arma de fuego.
Yo no entendía nada de cuanto estaba sucediendo, pero al volcar el carruaje celular parte de él se había destrozado contra el empedrado, rompiéndose la puerta, que aparecía abierta ante mí, mientras los agentes de uniforme se agitaban en confuso montón a mi lado.
Corrí al hueco sin perder tiempo. Era mi única oportunidad y no quería perderla por nada del mundo. Por si faltara poco, una voz sonó fuera, llamándome;
—¡Derek, escape! ¡Pronto, amigo, no puedo hacer más por usted!
Y sonó otro pistoletazo, junto al grito de un hombre herido. Yo alcancé el exterior, en la brumosa y fría mañana. Vi confusión a mi alrededor. Un hombre disparaba contra los policías, y le vi agitar una mano cuando asomé fuera del coche.
—¡Pronto, a la verja! —me gritó—. ¡Hay un carruaje allí, suba a él!
Me estremecí. Reconocí aquella voz. ¿Cómo no reconocerla si era mi propia voz? Sólo que ahora esas cuerdas vocales sonaban movidas por la mente de Duncan Evans, no por la mía. Corrí hacia una verja que veía allá al fondo, en la neblina lechosa de la mañana, mientras alguien me gritaba algo, y sonaba un disparo.
Sentí silbar una bala ocrea de mis cabellos. Alguien voceó desde otro punto:
—¡Alto, Evans! ¡Quieto ahí! ¡No trate de huir o le mataremos!
Pero yo no les hice caso. El verdadero Evans estaba intentando sacarme las castañas del fuego y yo no podía fallarle ahora. Esposado, corrí como un diablo, agazapado y en zigzag, evitando así que alguna bala me alcanzase, pese a que fueron varios los policías que dispararon contra mí en la confusión del momento.
Un pequeño calesín se hallaba aparcado junto a la verja, y salté a él como una centella, tomando entre mis manos esposadas las riendas. Azucé a los caballos, y me volví, gritando a mi salvador providencial:
—¡Evans, aquí, pronto! ¡Ya estoy en marcha!
Sonaron nuevos disparos, voces, relinchos de caballos y carreras. Una sombra furtiva saltó sobre el pestante, a mi lado. Ya corrían los dos caballos del calesín a toda velocidad, haciendo rebotar sus cascos en el empedrado y rodar las altas ruedas vertiginosamente. Vi un callejón cercano y me metí por él sin vacilar.
Junto a mí, Duncan Evans se agarraba con una mano al costado y con la otra, aunque algo rígida, esgrimía un humeante revólver. Observé que sangraba en abundancia del brazo derecho y del costado izquierdo.
Atrás quedaron los policías, que volvían apresurados a sus carruajes de escolta para iniciar la persecución. A la lívida claridad matinal, advertí que Evans estaba lívido, con el rostro contraído. Forcé a los caballos a correr más, y llegamos al final del callejón, doblando hacia otro más largo y sinuoso.
—Siga por aquí —jadeó él con voz ronca—. Hay un patio vecinal a la izquierda, tras pasar la esquina. Apenas si se ve, y menos con esta niebla. Penetre en él. Es la única forma de intentar evadimos.
Asentí, conduciendo lo más de prisa posible. Aunque estaba esposado, comprendí que él no podía ayudarme. Estaba bastante mal y perdía mucha sangre.
—Gracias por ayudarme, Evans —murmuré—. ¿Cómo supo que estaba preso?
—No las tenía todas conmigo. Le seguí y vigilé la casa. Vi salir a mi mujer y hablar con el policía de servido en la manzana. Entonces comprendí lo que iba a suceder, y dispuse las cosas para sacarle del lo en que le había metido. Obtuve un poco de dinamita en un almacén de explosivos que conozco, y armé un buen jaleo para sacarle del coche celular.
—Usted no me metió en ningún lío, Evans. Yo me hundí en él hasta el cuello —le miré fijamente—. Su mujer, lamento decírselo, no es como usted imagina...
—Lo sé —sonrió tristemente—. Acabo de comprobarlo.
—No es sólo eso. Ella no creyó inicialmente su confesión. Pero ahora sabe que es cierto. Y sin embargo, quemó esos papeles y me entregó a la policía aun sabiendo que yo no soy usted.
—Me temía algo así. No quería creerlo, pero era un loco cerrando los ojos a la realidad.
—Evans, yo... yo... debo confesarle algo indigno. Su mujer... me sedujo. Pero yo me dejé seducir, maldita sea.
—No tiene que explicármelo. Hace mucho que no hadamos el amor. Me despreciaba sexualmente. ¿Sabe la razón exacta? Ella no sólo me engañaba con hombres. Es lesbiana.
—¡Cielos, pues nadie lo diría! —gemí, dando vuelta al alcanzar el punto indicado por Evans, y metiendo el carruaje con rapidez en un angosto pasaje oscuro, sombrío, apenas visible en la bruma matinal.
—Es una mujer extraña, compleja. Advertí su inclinación viciosa y me negué a aceptarla. Ahora sé que me traicionó siempre, que nunca estuvo a mi lado como fingía.
—Seguro. Creo que su primo Geofrey es el asesino de Whitechapel, Evans.
—No —negó suavemente, con un movimiento de cabeza. al tiempo que se le contraía el rostro con repentino dolor—. Geofrey, no. No es el asesino.
—¿Quién, entonces?
—Es... es ella. Mi mujer. Rachel...