CAPITULO II

Supe que estaba prisionero antes de que Angharad me lo confirmase.

Angharad era una joven robusta galesa, pelirroja y de grandes pechos, al servicio del doctor Ingram. Joven y algo basta, se veía en ella a la mujer de campo, rústica y saludable. Sus muslos debían de ser auténticas columnas de piedra dura, pensaba yo viéndola caminar por la casa, con aquellas nalgas que destacaban incluso con su larga falda hasta los pies.

Ella fue la prima-a en decirme un día, apenas una semana después de mi entrevista con el doctor Ingram:

—¿No se cansa de estar aquí siempre, entre estas cuatro paredes o pascando por el jardín, cuando no trabaja en el laboratorio?

—Por supuesto —suspiré—, Pero el doctor me ha pedido que espere unos días más para no complicar las cosas antes de tiempo. Por lo visto, debo hacer una vida muy tranquila en este primer período...

Ella sonrió, mirándome con sus francos ojos pardos, y meneó la pelirroja cabeza.

—Yo creo que es que le tiene prisionero. Barnes —confesó abruptamente.

Me quedé mirándola. Ella no había hecho más que expresar lo que yo ya senda como sospecha. Pero me irritó que lo dijera tan abiertamente y rechacé:

—¡Qué tontería] Puedo abandonar la casa cuando quiera. Nadie puede obligarme a permanecer aquí contra mi voluntad.

—¿No? —ella soltó una risotada y se puso en jarras—. Inténtelo y lo sabrá.

Se alejó, contorneando sus caderas de ánfora, y no pude por menos de seguir con mis ojos aquellos cimbreos de sus glúteos, marcados por la negra falda con tanta timidez como la blusa señalaba la rotundidad opulenta de sus enormes pechos jóvenes y vigorosos.

Prisionero.

Sí, era una posibilidad, admití de mala gana. Ya había pasado antes por mi mente. Pero recordé que sólo había dos empleados en casa del doctor Ingram, aparte de su criada Angharad y de mí mismo: el jardinero y mozo de cuadras, todo en una pieza, que atendía las dos grandes aficiones del doctor, sus plantas y sus caballos, y el encargado de hacer las compras, limpiar el viejo edificio, atender el material del laboratorio y su cuidado, y un sinfín de cosas más, que compartía con Angharad.

Los dos parecían inofensivos, pero ahora, al pensar en ellos, recordé que rara vez cruzaban conmigo más allá de una breve palabra de salutación, algún seco monosílabo con Angharad o con su amo, y que su docilidad y silencio eran más propios de animales que de hombres. ¿Serían capaces aquellos dos tipos, fornidos y toscos ambos, de impedirme la salida si yo pretendí abandonar la casa por alguna razón?

Confieso que la idea me inquietó y espoleó a la vez. Y que ese mismo día, quise salir de dudas del único modo posible: intentándolo.

Lo intenté cuando el doctor Ingram había salido de la casa para cabalgar en su caballo, como en él era habitual muchas mañanas. Era un día frío y desapacible, pero no nevaba, como en la semana anterior, aunque el paraje circundante de la casa, triste e inhóspito a aquellas alturas del invierno, mostraba aún huellas de nieve endurecida y muchas zonas enfangadas por el deshielo. El cielo tenía un ceñudo tono grisáceo que parecía plomo, y una bruma que se espesaba allá en la distancia, parecía envolver en blancos tules el melancólico paisaje campestre.

Salí al jardín, como cada día, a dar un paseo entre los setos y arbustos. Dirigí una mirada de preocupación a los altos muros de ladrillo rojo oscuro, y empecé a sentirme incómodo. Tal vez por primera ocasión advertía lo peligroso de sus bordes superiores, plagados de vidrios puntiagudos, capaces de cortarle a uno las venas en un instante o de degollar a un intruso. El muro era lo bastante alto para resultar difícil escalarlo, pero con aquellos cortantes salientes arriba aún resultaba mucho peor.

Había una puertecilla trasera de hierro, pero aparte de ser muy recia, estaba herméticamente cerrada cuando la probé. Angharad tenía razón. Empezaba a sentirme realmente prisionero en aquella vieja casona de piedra y ladrillo, sólida como un panteón o una cárcel. Recordé algo que dijera mi patrón sobre la persona que ahora llevaba mi rostro y mi cuerpo: «Es mejor que no pregunte quién es. No voy a responder a eso. Y será mejor que nunca lo haga.»

Eso, unido a mi aparente cautiverio, parecía tener algún oscuro y siniestro sentido que se me escapaba. Pero yo no estaba dispuesto a seguirle el juego a aquel siniestro cirujano que empezaba a antojárseme tan genial con el bisturí como demente con sus ideas. Cierto que esa locura le proporcionaba una suma de dinero fabulosa, y que había tenido un éxito completo y rotundo en ese trasplante aterrador, al menos en lo que a mí se refería, pero... ¿era lícito disponer así de los seres humanos, manejarlos como a marionetas, despojándoles de su cerebro o dándoles otro a su capricho?

Dejé de pensar en todas esas cosas porque empecé a sentir dolores de cabeza, y temía que los nervios, vasos sanguíneos y toda clase de conexiones naturales que ligaban mi cerebro a aquel cuerpo ajeno, pudieran llegar a no resistir la prueba y estallasen, rompiéndose el encantamiento diabólico que me sujetaba a aquella nueva vida prestada que parecía alejarme del fantasma de la muerte prematura a que me condenara mi enferma dad incurable, para lanzarme a una pesadilla aún más atroz y escalofriante que la propia muerte.

Me aproximé a la casamata que tenia Kurt, el jardinero, y donde yo había visto que guardaba todos sus útiles de trabajo, no lejos del acceso que, tras la casa, conducía a las caballerizas. Presté atención, y le oí deambular por los establos, atendiendo a los animales. Rápido abrí la puerta de madera del cobertizo y me introduje en él, saliendo con una escalera de mano, que apoyé en la tapia posterior. No me costó nada subir hasta el final. Me quité mi chaqueta para apoyarla encima de los vidrios y saltar fácilmente sobre ellos, para ir al otro lado.

Era todo tan simple que casi sentí arrepentimiento por llevarlo a cabo. Los temores que alimentara, así como el comentario inquietante de Angharad, me parecieron completamente desorbitados y fuera de lugar.

Aun así, me dispuse a saltar al otro lado, liberándome del cerco de ladrillo que marcaba aquella alta tapia cuyos límites me habían llegado a parecer los de una cárcel insalvable.

Alcancé la chaqueta que alfombraba los peligrosos vidrios, asomé al otro lado, y me dispuse a dar el brinco necesario para liberarme.

No pude hacerlo. Súbitamente todos los miedos anteriores se materializaron en una cruda realidad.

Al pie de la tapia, esperándome, estaba Ralph, el mozo que hacía los trabajos domésticos de la casa con Angharad. Me miraba fijamente, con sus ojos estrechos y demasiado pegados a la nariz, bajo sus cejas espesas y muy unidas. Vi algo maligno en esa mirada, en su mueca adusta y cruel. Además, esgrimía una hoz de afilada y larga hoja, capaz de segarme el cuello en un momento.

—¡Baja! —dijo roncamente, con aquella voz suya, brusca y seca—. ¡Entre! ¡Entre!

Sólo eso. Siempre palabras breves, cortantes. Como escupitajos o pistoletazos. Claro que bajé. No podía hacer otra cosa. Estaba seguro de que aquel bárbaro me degollaría sin el menor escrúpulo si intentaba saltar afuera.

En el jardín ya me esperaba Kurt, el mozo de cuadras y jardinero. Tampoco su aspecto era demasiado tranquilizador. Al pie de la escalera sonreía siniestramente, mientras unas enormes tijeras podadoras permanecían abiertas en su mano derecha. El rostro, nada inteligente, simiesco y rudo, reflejaba ira, agresividad.

—¡Adentro! —ordenó, tajante, alzando sus podadoras con significativo gesto. Miré las puntas aceradas, que señalaban hacia mi rostro, con un escalofrío—. ¡Adentro, señor, pronto!

Me apresuré a obedecer, bañado por un sudor frío. Aquellos dos hombres eran como animales fieles al amo. Igual que mastines. No dudarían en clavarme sus dentelladas al menor intento de rebeldía.

Regresé a casa, empezando a sentirme abatido, lleno de profundos y oscuros temores. Angharad había tenido razón. Estaba prisionero. Era un cautivo en aquella casa, a merced del doctor Ingram y sus esbirros. Incluso lograban que me sintiera culpable por haber pretendido huir, que tuviera miedo de hacer algo que irritara o contrariase a mi patrón.

—Se lo dije, Barnes —sonó una burlona voz cuando entré en la casa, y me apoyé, jadeante, en una pared, limpiándome el sudor de un manotazo.

Levanté la cabeza. Angharad estaba delante de mí, mirándome con sonrisa entre desdeñosa y compasiva. Debía de estar haciendo alguna tarea ruda de la casa, porque llevaba el pelo desgreñado y la blusa muy abierta. Tanto que, a través de la abertura de sus botones sueltos se veía casi la totalidad de sus dos colosales pechos, mucho más duros y redondos de lo que yo pudiera imaginar hasta entonces. Con su movimiento, al avanzar hacia mí, los agitó como dos montañas sacudidas por un terremoto.

—¿Por qué? —gemí—, ¿Por qué tenerme prisionero aquí? ¡Tengo derecho a ser libre, a ir donde quiera!

—Eso dígaselo al doctor, no a mí —dijo ella indiferente—. Vamos, le veo fatigado y muy abatido. Venga a la cocina le daré algo caliente...

Me dejé llevar cogido de su mano. Era una mano grande y fuerte que tiraba de mí con energía. Me hizo sentar ante la mesa de madera llena de hortalizas y de cacharros de cocina y me sirvió un té caliente con unas gotas de brandy. Eso me hizo sentir mejor. Respiré hondo y la miré. Seguía con su blusa sin abotonar. Inclinada hacia mí, su gigantesco torso casi desbordaba la ropa.

—¿Está mejor ahora? —preguntó.

—Si —asentí—. Bastante mejor, Angharad, gracias. Pero insisto: ¿por qué me retienen aquí? No tienen derecho alguno, no soy su prisionero...

—Cálmese, Barnes, cálmese —me rogó.

Y casi maternalmente me acercó a ella y me hizo apoyar la cabeza en su seno. Confieso que no sentí nada filial ante aquel contacto. Pese a mi estado de abatimiento, el sentir mi rostro sepultado entre aquellas masas carnosas me soliviantó. Ella acariciaba mis cabellos y hundía más y más mi cara en sus senos.

—Angharad... — pretendí hablar, ahogándose mi voz en su carne.

—Así, cálmese —me insistió, sin dejar de acariciarme con una mano la cabeza. Y sentí su otra mano, audaz, apoyándose en mi pierna, apretando mi muslo, recorriéndolo acariciadora...

Besé sus pechos. Los acaricié, estremecido. La d gemir.

—Derek... —musitó llamándome por mi nombre.

Yo había olvidado ya mis temores y preocupaciones. Su blusa estaba totalmente desabrochada. No llevaba corpiño siquiera. Ni lo necesitaba. La mesa de cocina fue nuestro lecho. Creo que nunca conoceré una mujer tan brutalmente sensual como aquélla.

 

* * *

—Mal hecho, muy mal hecho, Barnes.

Le miré, sin reaccionar. Me estaba regañando, como si yo fuese un niño, y ni siquiera tenía ánimos de enfrentarme a él violentamente y replicar airado a sus reproches. El gesto del doctor Ingram era frío y hosco, su mirada dura, autoritaria. Sólo traté de protestar mucho más débilmente de lo que hubiese sido razonable: —Doctor, deseo salir de esta casa, no permanecer encerrado en ella...

—Tenía el jardín para pasear. ¿Le parecía poco?

—Soy un empleado suyo, doctor, no un prisionero. —Nadie ha dicho que lo fuese, Barnes. Sólo que no debe intentar salir nuevamente de la casa. No por ahora, ¿entiende?

—No, no lo entiendo. Soy dueño de mis actos, exijo libertad de movimientos.

—La tendrá en su momento. No pretendo retenerle aquí durante mucho tiempo. Pero en estos momentos debe permanecer lejos de todo lugar habitado. ¿No se da cuenta de que el Derek Barnes que era usted antes ya no existe? ¿No ve que ahora es otra persona, y que nadie le identificará en la vecindad como mi ayudante?

—Supongo que eso no importa demasiado. No tengo por qué decir quién soy, si a eso se refiere.

—Importa, y mucho. Colchester es un lugar pequeño. Se conoce todo el mundo, y recelan de los forasteros. No quiero que se fijen en usted antes de tiempo. No deseo que nadie se inmiscuya en mis experimentos, ¿está claro? Usted deberá permanecer aquí, sin salir, hasta que llegue ese día, para evitarle nuevas tentaciones, me veré obligado a prohibirle que pise el jardín.

—¿Qué? —eso sí logró soliviantarme—. ¡No puede hacer tal cosa! ¡No toleraré que se me trate como a un recluso!

—¿No? —me miró irónicamente—. ¿Cómo piensa impedirlo? En mis ausencias, Kurt y Ralph cuidarán de que ello sea así. Y tendrán órdenes concretas de impedirle por todos los medios posibles que salga al jardín. Entienda eso de una vez, Barnes, y comprenda que hay demasiadas cosas en juego en todo esto para permitirle andar por ahí a su libre albedrío antes de que las cosas estén arregladas adecuadamente. ¿O piensa que se ha ganado la exorbitante suma de mil quinientas guineas, siendo tan sólo un oscuro y mediocre ayudante de laboratorio, un químico como tantos otros?

—Recuerde, doctor, que le doné un cuerpo y un rostro... aun sin haber sido consultado para ello —objeté débilmente.

—¡Un cuerpo mortalmente enfermo y un rostro vulgar, a cambio de un físico envidiable y sano, amigo mío! —protestó enfáticamente el cirujano—. ¡Miles de seres humanos, millones tal vez, accederían de buen grado a tal transformación, y sin embargo ha sido usted el elegido! Debería sentirse feliz por ello, amigo mío, en vez de andarse con objeciones absurdas. Esté tranquilo, tenga un poco de paciencia, y podrá reanudar su vida normal en breve tiempo.

—¿cuándo? —quise saber.

—Pronto —se mostró evasivo, inquietantemente evasivo en ese punto, incorporándose airado de su asiento y dirigiéndose al laboratorio—. Ahora vamos a trabajar, Barnes. Recuerde que cobra por ser mi ayudante.

Le seguí al laboratorio. Durante el día no volvió a hablarse del asunto lo más mínimo, ni siquiera durante las comidas. Pero aquella noche, al retirarme a descansar, dejando todavía al doctor de sobremesa leyendo un volumen de ciencias médicas editado en el extranjero, me atreví a preguntar con cierta frialdad:

—Doctor, me gustaría saber qué serían capaces de hacerme Kurt y Ralph, si pretendiera salir al jardín... o evadirme de esta casa.

Alzó la mirada del libro, se quedó mirándome con fijeza, sin mover un solo músculo de su afilado rostro y acabó diciendo como con desgana:

—No. No le gustaría saberlo, Barnes. No le gustaría. Buenas noches.

Y se enfrascó de nuevo en la lectura del volumen. No pude evitar un escalofrío. Y regresé a mi habitación sin pronunciar palabra.