CAPITULO IV
El tren se deslizaba en la noche fría e inhóspita como si fuese una oruga de macilenta luz a través de los campos blanqueados por la nieve. En mi compartimento sólo estábamos un orondo reverendo de carrillos colorados y ridículos lentes de montura de alambre, dormitando entre ronquidos sonoros, y yo mismo, parapetado casi todo el tiempo tras un diario desplegado, en el asiento de enfrente, con la cabeza lo más baja posible y el sombrero bien encasquetado sobre los ojos.
Mis ropas de ahora, así como el sombrero y los lentes que había adquirido en Ipswich aquella tarde, era todo nuevo, lo mismo que el negro maletín de cuero y la bufanda de lana escocesa que me servía para esconder parte de mi rostro a todo el mundo, so pretexto del crudo clima invernal que disfrutábamos. Esa serie de compras me habían permitido cambiar el billete de den guineas y tomar aquel tren a Londres, que ahora estaba pasando precisamente por la región de Colchester, no demasiado lejos de la propiedad campestre del doctor Ingram.
Aunque el reverendo trató de entablar conversación apenas ocupó el asiento al salir de la estación de Ipswich el convoy, mis respuestas breves y mi hostilidad le hicieron desistir pronto de sus propósitos, y acabó venciéndole el sueño.
Ni siquiera sabía por qué tomaba el tren a Londres, pero pensaba que, dado que el asesino evadido era natural de la capital, el sitio donde menos se les ocurriría buscar a Duncan Evans sería en la propia ciudad de Londres, dado que toda la policía del país le buscaba, y muy en especial la londinense. Londres había sido el teatro de sus «hazañas», y el lugar donde fue aprehendido, juzgado y condenado. Allí esperaba la hora cuando escapó, y los periódicos mencionaban el hecho de que había sido visto en Colchester o Ipswich en alguna ocasión, semanas atrás.
Poco a poco, mi horror ante la revelación había ido dejando paso a una fría reflexión de las increíbles circunstancias en que me hallaba inmerso. Ahora podía entender mucho mejor ciertas cosas, incluido el transplante de cerebro y el afán del doctor Ingram por retenerme en su casa a toda costa, sin ser visto por nadie.
Mientras el físico de Duncan Evans, el asesino, recibía mi cerebro, mi cuerpo iba a parar a Evans, que ahora podría deambular libremente por toda Inglaterra, sin que nadie sospechara de él lo más mínimo. Yo , en cambio, era para todos el único y posible Duncan Evans. ¿Quién iba a creer, llegado el momento, mi inaudita historia? La policía, ciertamente, no. No podía ir a ella contándoles la verdad. Volvería al cadalso, y esta vez definitivamente, sin ser siquiera escuchado. Y el verdadero asesino, bajo la identidad de Derek Barnes, podría moverse con total libertad por el mundo. Mil quinientas guineas podían ser una fortuna. Pero era un mísero pago para la infamia de que había sido yo objeto sin contar con mi asentimiento jamás.
Sabía yo que mi vida en Londres tampoco iba a ser fácil a partir de ahora, especialmente mientras no pudiera dejarme crecer la barba o cosa parecida, para lo cual necesitaba tiempo y aislamiento suficiente.
Pero era preferible aquello a cualquier otro movimiento, aun aceptando todos sus riesgos. Porque ahora ya no tenía que huir solamente del doctor Ingram y sus dos extraños sirvientes, sino también de la policía.
Eso me llevó, súbitamente, a una conclusión espeluznante que no se me había ocurrido hasta este preciso momento. Si Ingram sabía que yo, con mi actual físico del asesino Duncan Evans, estaba libre, cabía la posibilidad de que informase de ello al verdadero Evans, su cliente generoso, capaz de pagar quince mil guineas por un transplante de cerebro a otro cuerpo ajeno.
Entonces... ¡también podía perseguirme el asesino, sobre todo, si llegaba a descubrir, como era inevitable, que su actual cuerpo sólo iba a sobrevivir unas pocas semanas y que no había hecho sino cambiar una muerte por otra!
Mi situación era desesperada. Inmerso en una pesadilla llena de horrores, de la que me era imposible salir, sintiéndome sumergido, cada vez más profundamente, en un torbellino de atroces acontecimientos. Además, sabía que era un camino sin retorno posible. Era Duncan Evans a todos los efectos, y eso era lo que contaba. Nunca más seria Derek Barnes, el oscuro ayudante de laboratorio, el químico mediocre y vulgar, sino el odiado y perverso asesino de mujeres de mala vida en las calles de Londres.
Hasta seis prostitutas, todas ellas jóvenes y atractivas, había asesinado Duncan Evans según el relato espeluznante de los diarios. Y todas por el mismo procedimiento sádico y brutal: unas largas tijeras afiladas, clavadas hasta la empuñadura entre los senos de las víctimas, para después llenar de tajos el cuerpo con la misma arma asesina
El asesino, según los diarios, era hombre de la buena sociedad londinense, un joven rico y crápula, mujeriego y juerguista, atractivo para las mujeres, elegante y refinado, culto y exquisito. Casado con una hermosa dama de la misma selecta condición social, nadie hubiera podido imaginar nunca en él una doble personalidad semejante.
Te cuento todo esto, Mabel, aunque sé que tú conocerás la historia mejor que yo tal vez, y que habrás leído en su día esas informaciones en los periódicos, cosa que para mi desgracia yo no hice porque nunca me han atraído los relatos sensacionalistas de la prensa amarilla. Claro que eso tampoco hubiera cambiado en nada mi triste destino, puesto que nadie me consultó para ese abominable trueque de cuerpos y cerebros que un científico ambicioso y deshumanizado se prestó a llevar a cabo.
Lo cierto es que iba pensando en todo eso mientras el tren avanzaba en la noche, a través del paisaje helado, después de haberse detenido en una estación perdida tras los vidrios empañados de mi compartimento, allá en la oscura noche sólo alumbrada en los reverberos en la nieve. Sólo vi sus luces macilentas perdiéndose a espaldas del convoy, e imaginé que Colchester había quedado atrás. La próxima parada sería Liverpool Station, en Londres, a menos que se detuviera en algún pequeño apeadero suburbano unos instantes.
Bajé el diario un momento, dirigiendo una mirada curiosa al reverendo. Continuaba dormido, resoplando como la vieja locomotora que arrastraba ahora los vagones trepidantes del ferrocarril Desvié mis ojos hacia la portezuela del pasillo al advertir que alguien asomaba a la misma.
El rostro pegado al cristal me hizo lanzar un alarido de terror. El reverendo pegó un respingo, despertándose de golpe y mirándome con ojos desorbitados.
¡Acababa de ver, deformado por el vidrio contra el que se apretaba, más feo y monstruoso que nunca, al fiel Kurt, el criado del doctor Ingram!
Cuando el reverendo despertó y yo volví a mirar, ya no había nadie en el pasillo del vagón.
* * *
—¿Ocurre algo, joven?
—No, nada —calmé al asustado reverendo, inclinando rápido mi cabeza hasta pegar la barbilla al pecho, de modo que mi sombrero cubriese casi por completo el rostro—. Perdone, me quedé dormido y tuve una pesadilla, sin duda...
—Oh, claro, claro —respiró aliviado el hombre, cuyas mejillas habían enrojecido notablemente más de lo que en él era habitual—. No tiene que disculparse, ocurre a veces. Yo mismo, cuando a veces tengo un mal día y consigo dormirme...
Ya había vuelto a enhebrar la larga hebra de su charla. Le escuchaba sin arle, sin saber lo que me decía siquiera, sintiendo palpitar con fuerza mi corazón y temblar mis manos y mis piernas.
No había imaginado nada. Kurt estaba allí, en aquel tren. Debió subir en la estación de Colchester. Tal vez el propio doctor Ingram estaba también a bordo del convoy, en busca mía. Era muy astuto el maldito cirujano. Vagamente, volvió a mi cerebro aquella frase inquietante y oscura de Angharad: «...ni siquiera son humanos».
Dios, ¿qué había querido decir? ¿Qué clase de criaturas horribles eran Kurt y Ralph? Me pregunté, desolado, qué sería de Angharad en estos momentos.
Pero había que hacer algo más que preguntarse cosas. Si ellos estaban en el tren, estaba perdido. Sólo con Kurt la situación ya era inquietante y peligrosa. No me dejarían bajar libremente en Londres. Estaría preparando la estrategia para reducirme. El doctor Ingram sabía que una sola palabra del supuesto Duncan Evans a la policía, significaría su ruina, cuando menos por encubridor de un asesino evadido de la penitenciaría. Y él iba a evitarlo a cualquier precio.
Ese precio era yo, naturalmente. Mi libertad, acaso mi vida. Tomé una repentina decisión nada fácil. Me incorporé y ni siquiera me preocupé de tomar mi maletín de la red.
—Disculpe, reverendo —farfullé—. Voy al lavabo un momento.
Le dejé allí, interrumpida su perorata, y miré a un lado y a otro del pasillo.
El no vislumbrar a Kurt por parte alguna no logró darme el menor alivio. Estaba en alguna parte de aquel vagón, eso era obvio. Tal vez en la plataforma, pensé. ¿Pero en cuál?
Era como una lotería al cincuenta por ciento de posibilidades. Tenía que decidirme por una u otra. Cualquier cosa sería mejor que permanecer en aquel tren hasta su estación de destino.
Me decidí. La plataforma más alejada. El riesgo era mayor, porque debía pasar entre más compartimentos, y en uno de ellos podía hallarse el doctor Ingram o su otro esbirro, Ralph.
Aun así, lo hice. Kurt había desaparecido demasiado de prisa. Eso podía indicar que se ocultaba en la plataforma más próxima. Avancé por el corredor rápidamente, vuelto el rostro al otro lado de las puertezuelas de los compartimentos. Intentaba ver reflejados en los cristales de las ventanillas, sobre el fondo oscuro de la noche y el blanco vapor de la locomotora, las imágenes de los distintos viajeros. No descubrí al doctor Ingram en ninguno. Tampoco a Ralph.
Llegué a la plataforma. Asomé, con el corazón desbocado en mi pecho. Respiré hondo. Había tenido suerte. Estaba vacía. Allá, tras la puertecilla de hierro, desfilaba la noche, la nieve fantasmal, el vapor del tren, el aire frío y cortante. Mis ropas y cabellos se agitaron, tuve que sujetar el sombrero para no perderlo. Guardé los lentes en mi bolsillo, y me dispuse a saltar. Pasé junto a la cerrada puerta del lavabo, alargué la mano para abrir la portezuela de la plataforma...
La puerta del lavabo se abrió. ¡Kurt saltó sobre mi con un rugido animal!
Sentí mi sangre helarse por el terror. Aquel ser parecía realmente una bestia y no un hombre, cuando emergió inesperadamente del servicio del vagón, arrojándose sobre mi persona como un poseso. Vi sus grandes zarpas crispadas, dirigiéndose hacia mi cuello mientras jadeaba con voz ronca, como un autómata«..
—No escaparás... No escaparás... No... no...
No sé cómo pude eludir aquellas manos que, de hacer presa en mi cuello, me lo hubieran roto sin lugar a dudas. Pero lo cierto es que lo hice, y me cal hacia la portezuela de hierro. El se irguió, rugiendo, buscándome de nuevo.
Salté por encima de la portezuela cerrada, a todo riesgo. Cualquier cosa, incluso ser arrollado por el convoy, era preferible a ser víctima de aquellas garras asesinas. El rostro crispado de Kurt era una máscara de odio, de crueldad, de muerte.
Tuve fortuna. Rodé por la ladera cubierta de blanca nieve, dando volteretas y desgarrando mis ropas en los arbustos, mientras mil arañazos cubrían mis manos y rostro. Kurt, en su exasperado afán por darme alcance, se había precipitado hacia la portezuela, saltando tras de mi como un simio feroz. Ver su figura rechoncha y brutal, recortándose contra la noche nevada al brincar al vacio, me causó pavor.
Pero él no tuvo suerte. Tal vez cayó torpemente o quizás el destino en esta ocasión jugo a mi favor. Lo cierto es que le vi desplomarse pegado al vagón, como absorbido por éste, y desaparecer entre las ruedas y la vía. Un alarido ronco, desgarrador, se mezcló con el trepidar sordo de las ruedas por encima de su cuerpo.
Luego el tren se perdió en la distancia, ajeno su maquinista y sus viajeros a la tragedia acaecida, y sus luces amarillentas se difuminaron en la noche, al doblar una curva. Sobre la vía, era posible vislumbrar, gracias al contraste con la nieve, un bulto oscuro e informe, que no se movía lo más mínimo.
—Dios mío... —jadeé, incorporándome al fondo de la zanja a donde había ido a parar, sobre un lecho de crujiente hielo—. Vale más que haya sido él y no yo...
Pero esto no resolvía definitivamente las cosas. Por el contrario, sólo eran el claro indicio de lo que me aguardaba. El cadáver de Kurt sería hallado en el lugar del suceso. Ingram se enteraría de lo ocurrido. Y su ira no tendría imites. Me buscaría como fuese, hasta el mismo centro de la Tierra.
Yo, ahora, estaba peor que antes. En plena noche, a una temperatura glacial, en la campiña solo, tejos de todo lugar habitado, y perdido el último tren de la jornada con destino a Londres. Tendría que volver a caminar y buscar un refugio donde pasar la noche, para intentar al otro día, lo más pronto posible, buscar refugio en la gran ciudad, único punto donde, pese a todos los riesgos, me seria más factible eludir su persecución y la de la policía. Un pueblo, un lugar pequeño, con la publicidad que los diarios habían dado al rostro de Duncan Evans, era como un suicidio seguro. No tardarían en reconocerme como me había reconocido un buen posadero. Y no todo el mundo en Inglaterra sentiría tanto rencor contra las prostitutas como aquel hombre. La persona de Duncan Evans debía de ser odiada y temida por mucha gente, especialmente por las mujeres. Y ahora yo era Duncan Evans a todos los efectos.
Me incorporé, sacudiendo de nieve mis ropas y alegrándome ahora de llevar el sobre repleto de billetes de cien guineas en mi bolsillo y no en el equipaje perdido con el tren. Caminé cosa de un par de millas antes de encontrar un viejo cobertizo abandonado, cerca de un caserío en ruinas. Me metí allí, ahuyentando un par de asustadas liebres que se perdieron en la nieve a todo correr, y me cubrí como pude con montones de paja seca, para protegerme del intenso frío.
Estaba tan agotado que me dormí muy pronto, pese a todas las emociones vividas aquel día, desde mi despertar en la mansión siniestra del doctor Ingram hasta este momento. La primera luz del día, aunque nublada y triste, me despertó realmente aterido y con un fuerte dolor de cabeza.
Tuve que caminar otras dos o tres millas, hasta encontrar un indicador de caminos que señalaba la distancia de una milla a Witnam, una pequeña población del Condado de Essex, en el camino hacia Londres. Me detuve, desalentado. Era demasiada distancia aún hasta la capital. Todavía quedaban en el camino algunas poblaciones importantes, como Chelmsford y Brentwood. Pero si lograba llegar a Witman sin que se me congelaran pies y manos, podría alquilar o adquirir un carruaje de caballos para llegar a Londres lo antes posible.
Me decidí, y poco después entraba a Witnam, pequeño pueblo cuyas calles aparecían desiertas a mi llegada. Deseando y confiando en no ser reconocido, me dirigí a una taberna para tomar algo caliente y preguntar dónde se podía adquirir un coche de caballos, ya que el tren no se detenía nunca en aquel lugar.
No me faltó la fortuna una vez más. El cantinero no pareció identificarme, me señaló el sitio donde podía alquilarme un carruaje, y allá me dirigí. El hombre en cuestión se mostró reacio a alquilarlo sin conducirlo él, y pretender comprarlo, estando a tan corta distancia de Londres, hubiera resultado sospechoso, de modo que acepté ese nuevo riesgo y decidí hacer el viaje con él.
Cuando alcancé Londres aquella mañana, me sentí infinitamente mejor, pese a que sabía que, en cierto modo, era como meterse en la misma boca del lobo, con Scotland Yard detrás mío, con el doctor Ingram tras mi pista... y tal vez con el auténtico Duncan Evans, ahora con mi propio físico, buscando al hombre que le había dado, a cambio de su saludable y envidiable persona, un cuerpo enfermo y un rostro vulgar.
Me despedí de mi cochero accidental al llegar a las proximidades de Spitalfields, y me confundí con la gente que cargaba y descargaba mercancías en los carruajes detenidos en los alrededores del mercado. Para mí, aquella zona era tan buena como cualquier otra para buscar alojamiento, lejos del centro urbano, donde podía ser más peligroso aventurarse, y encontré una fonda para mineros y gente por el estilo, en Hanbury, no lejos de Whitechapel, barriada que, al decir de los periódicos, había sido teatro favorito de los crímenes de Duncan Evans. Después de todo, Whitechapel es la zona de Londres donde mujerzuelas deambulan por las noches en el oficio más viejo del mundo, y no había duda de que el asesino había sabido elegir bien su escenario de operaciones.
Sabía que el alojarme cerca de Whitechapel comportaba un riesgo, por si alguien en aquella zona de la ciudad recordaba el rostro del verdugo de mujeres, cosa bastante factible. Pero a estas alturas todo era arriesgado, y no valía la pena seguir intentando sobrevivir si no era corriendo algún riesgo.
Pasaron varios interminables días antes de que mi barba comenzara a crecer lo suficiente, y ello unido a mis lentes de cristales sin graduación, y a unas ropas que no fuesen las elegantes y pulcras a que estaba habituado el original Duncan Evans, lograron darme un aspecto bastante diferente al que tenía yo durante mis últimos das en casa del doctor Ingram. Tal vez un buen fisonomista podría reconocerme, pero no todo el mundo lo es, por fortuna para quienes necesitan ocultarse del prójima como es mi caso.
Los periódicos, que yo devoraba día a día, encerrado en mi fonducho de mala muerte, aunque saliendo por las noches para fingir que trabajaba en algo y no despertar las sospechas de mi patrón, no cesaban de hablar de Duncan Evans, el asesino de rameras de Whitechapel. La policía seguía sin dar con su paradero. Pero confiaban en cerrar pronto el cerco en tomo suyo. Era lo que siempre se decía para contentar a la opinión pública. Yo estaba seguro de que por el momento distaban mucho de tener pista alguna sobre mi paradero. Y menos aún sobre el del verdadero asesino, cuyo cerebro tenía por envoltura un físico totalmente opuesto al que todos conocían.
Una noche, sin embargo, cuando ya creí tener suficiente barba para pasar inadvertido incluso para quien hubiera podido ver alguna vez a Duncan Evans, cometí mi primer error grave. Un error que habría de tener, andando el tiempo, enormes e imprevisibles consecuencias para mí y para otras personas.
Yo había leído repetidas veces la historia de Duncan Evans y sus crímenes. Me los conocía todos detalle a detalle, así como el nombre de sus víctimas, circunstancias de cada sangriento hecho, siempre de noche, con niebla y en zonas particularmente solitarias de Whitechapel. A través de los relatos, un nombre se repetía con relativa frecuencia: El Cuervo Rojo.
Se trataba de una de tantas tabernas del East End londinense, cuyos dueños han sido siempre tan inclinados a bautizar con nombres de animales a los que añadían algún color, por absurda que resultara la combinación. Junto a leones verdes, zorros escarlata, águilas doradas y alces azules, existía un Cuervo Rojo en Saint Mary Street, en el mismo corazón de Whitechapel. Cerca de aquel local, casualmente o no, había matado Duncan Evans a tres mujeres. Sus cuerpos, acribillados a cortes de tijera y con la brutal herida de la misma arma clavada hasta el fondo entre ambos pechos, habían aparecido en callejones o patios de aquella sórdida vecindad, en medio de espantosos charcos de sangre. No sé qué fue, si una morbosa curiosidad o el afán de conocer algo más de la siniestra personalidad del hombre que, pese a mi voluntad, me había donado un cuerpo a cambio del mío condenado a morir en breve plazo, lo que me empujó aquella noche a visitar El Cuervo Rojo y tomar un trago en él.
Llevaba una documentación, obtenida a cambio de un buen dinero entre hampones falsificadores de los bajos fondos de Londres, que me acreditaba como marinero yanqui, embarcado en Nueva York y con residencia temporal en Inglaterra. Esperaba que si surgía algún inspector del Yard y me pedía identificarme, resultase convincente todo aquello. Incluso había aprendido en los últimos días a copiar el gangoso y horrible inglés de los americanos, escuchando a unos marineros alojados en mi pensión.
Lo cierto es que llegué a El Cuervo Rojo a eso de las diez de la noche. Había una espesísima niebla en torno al pub, algo que parecía algodón, envolviendo las callejuelas húmedas y mal alumbradas del East End. Una noche ideal para Duncan Evans y sus crímenes, pensé al empujar la puerta vidriera del pub, con un escalofrío.
Porque podía suceder que en estos precisos momentos, un hombre con el físico de Derek Barnes, químico, estuviera clavando unas tijeras a una ramera en el pecho, o cuando menos acechando en la sombra el momento oportuno de añadir una séptima víctima a su macabra lista.
El ambiente en el local era casi irrespirable. Humo, olor a sudor y perfume barato, mezclados con un fuerte hedor de cerveza agria, convertían al pub en un lugar pestilente y pesado. Prostitutas muy pintarrajeadas, exhibiendo sus grandes descotes y luciendo atavíos de vivo colorido, alternaban con mozos de los mercados, marineros, chulos y truhanes de toda laya.
Me senté en una mesa arrinconada, tras recoger una jarra de cerveza del mostrador, y me senté en ella, tomando un trago. La vidriera del local aparecía empañada por el vaho y era imposible ver algo en el exterior. Cuando limpié un poco el vidrio el resultado era el mismo. La niebla en el exterior se apelmazaba, pegada al ventanal, impidiendo ver nada.
Sólo un momento más tarde, una sombra recortada en la vidriera me hizo echar atrás, con sobresalto. La inconfundible silueta de un policeman, con su casco peculiar, se perfiló en el cristal, envuelta en la niebla. Se detuvo un momento, pareciendo a punto de entrar en el local. Luego, bruscamente, se alejó hundiéndose en la bruma.
Respiré aliviado, tomándome otro trago de cerveza. Me disponía a ponerme en pie para llenarme de nuevo la jarra en el mostrador, cuando alguien puso sobre la mesa dos grandes jarras, una delante de mi y otra enfrente. Alguien se sentó frente a mi. Una voz fría me saludó:
—Buenas noches, amigo. ¿Le apetece un trago? Yo invito.
Alcé la cabeza, sobresaltado. Creí reconocer muy bien aquella voz. Lo que vi me llenó de horror y provocó en mí un escalofrío.
—Usted... —susurré, sintiendo que la sangre se congelaba en mis venas.
—Si, yo —sonrió el hombre sentado frente a mí—. Curioso encuentro, ¿verdad, señor Duncan Evans?
El que estaba frente a mí era yo misma
Yo, antes de serme trasplantado el cerebro a otro cuerpo. Aquél era mi rostro, mi físico. Pero estaba en otra persona.
De modo que supe que estaba frente a frente con el verdadero Duncan Evans. Con el asesino de Whitechapel.