CAPITULO VII
El hombre que estaba sentado tras la mesa de despacho miró críticamente a su visitante. Main le había hecho unas cuantas preguntas y Evans K. Wyler meditaba sobre las respuestas que debía dar.
—¿Por qué quiere saber eso? —preguntó el director de Sex-Typhoon.
—Tengo un interés particular en conocer la historia a fondo —declaró el joven—. Por si le interesa, le diré que todo cuanto se hable en este despacho será considerado, al menos por mi parte, como absolutamente confidencial.
Wyler contempló unos instantes la tarjeta de visita que su secretaria le había pasado, al anunciarle la visita de Main. El joven, pensó, era consejero asesor de una empresa de notoria importancia. Quizá la chica a la que se refería tenía algo que ver con un pez gordo de la empresa, se dijo.
Carraspeó.
—Bien... no negaré que hay muchas personas que consideran mi negocio como algo repulsivo, que debería ser raído de la faz de la Tierra, pero mientras haya tontos que compren esta clase de revistas...
—Sí, claro, el viejo refrán de: «Si no lo hago yo, otro lo hará», ¿no es cierto? —observó Main con sorna.
—Rigurosamente cierto —confirmó Wyler. Se cambió el puro de sitio en la boca y continuó—: Y otra cosa es verdad: la composición fotográfica está muy bien lograda y, de no habérmelo advertido usted, a mí no se me hubiera ocurrido siquiera que se trata de un engaño.
—A costa de la honorabilidad de una persona.
—Le aseguro que soy inocente por completo, al menos, en lo que a este caso se refiere. Se encargó la serie de fotografías, las tomaron en el estudio... y yo las envié a la imprenta, eso es todo.
—Alguien tomó las placas y luego hizo la composición fotográfica, ¿no es cierto? Wyler asintió.
—Le daré su dirección —manifestó—. Y, óigame, puede contar que ese individuo ya no va a trabajar más para mí, porque también edito otra clase de revistas y ese sujeto me hacía muchas fotografías. Mire, si una chica quiere trabajar en la pornografía, es cuenta suya; aquí nunca se fuerza a nadie a que no haga lo que le gusta. Los que lo hacen saben perfectamente de qué se trata y no pueden, por tanto, llamarse a engaño. Pero si la señorita Flandryn no es de ésas... entonces, no, no está bien, ¡qué diablos!
A Main le sonaban un poco falsas las exculpatorias frases de Wyler, pero no quiso hacer ningún comentario al respecto.
—De todas formas, antes de decirle que está despedido, deje, al menos, que hable con él —solicitó.
—Oh, sí, desde luego, no hay ningún inconveniente.
Wyler escribió unas líneas en una hoja del cuaderno de notas que tenía al alcance de la mano y, tras arrancarla, se la entregó al visitante.
—Ahora estará en su estudio —indicó.
—Gracias, señor Wyler. Puedo contar con su discreción —dijo Main.
—Por supuesto. Esta clase de asuntos me perjudican mucho. No toleraré que se repita, puede creerme.
Main asintió y abandonó el despacho. Treinta minutos más tarde, entraba en lo que parecía un gran garaje, con techo de cristal translúcido en su mayor^ parte y dividido por varios mamparos prefabricados. Al otro lado de uno de los mamparos se veían brillar unos focos y se oían risitas.
En el lado izquierdo del cobertizo divisó un muro con varias puertas cada una de las cuales tenía un rótulo: Vestuarios, Aseos, Laboratorio... También había una cuarta puerta señalada con el indicativo de «Privado».
De pronto, una mujer, todavía joven y de buen ver, apareció ante sus ojos.
—Hola —saludó, desenvuelta—. ¿Vienes por lo del anuncio?
—¿Cómo? —dijo Main.
Ella le contempló con ojos escrutadores.
—Tienes un buen tipo. Además, eres nuevo y eso siempre tiene alicientes. Siéntate un momento y espera a que termine. Luego haremos un par de pruebas privadas, tú y yo solos.
Main frunció el ceño y miró el papel que le había dado Wyler.
—Busco a un tal F. Beems —dijo.
—Soy yo —contestó ella—. Frances, o Fanny, como prefieras. Pero aguarda...
Ella se marchó. Main se sentía desconcertado. Wyler no había mencionado para nada que el autor de la composición fotográfica fuese una mujer.
Al cabo de un rato, notó que se apagaban los focos. Dos hombres jóvenes y dos chicas corrieron a los vestuarios. Fanny se asomó.
—Cuando se vayan ésos —sonrió—. Por cierto, ¿cómo te llamas?
—Bud —contestó el joven.
Veinte minutos más tarde, se marcharon las dos parejas. Fanny llamó por encima de uno de los mamparos:
—¡Bud, ya puedes venir!
Main se puso en pie. Dio la vuelta a uno de aquellos frágiles tabiques y se encontró en una habitación con numerosos cojines y un enorme diván, encima del cual estaba Fanny completamente desnuda.
—Anda, ven —dijo ella, insinuante—. Haremos una prueba en «vivo»; siempre lo hago con los nuevos...
—Fanny, temo mucho que te has equivocado conmigo —respondió Main tranquilamente—. Eres muy hermosa, pero yo no he venido aquí para dejarme fotografiar.
Ella se sentó bruscamente en el diván.
—¿No vienes por lo del anuncio? —exclamó.
—Ni siquiera sé de qué se trata. —De pronto, Main desplegó el ejemplar de la revista que tanto había comprometido a Edith—. ¿Quién tomó estas fotografías?
Fanny se puso en pie y buscó una bata. Después de ponérsela, agarró la revista y la examinó atentamente.
—Son mías —declaró al cabo.
—El cuerpo de la mujer no corresponde a su cabeza.
—¿Eres policía?
—No, pero la policía podría intervenir. Ella se mordió los labios.
—Fue hace un año, quizá algo más —dijo—, Mi... estudio no marchaba todavía demasiado bien. Vino un hombre con otra revista y me enseñó a la chica. Estaba en el campo, con blusita y pantalones cortos. Anunciaba no sé qué... Dijo que me pagaría dos mil libras por una composición... Ya sé que no es ético, pero... ¿No te has visto alguna vez en un apuro de los gordos, expuesto a quedarte en la calle por falta de pago en el alquiler de la casa y sin los muebles y todas tus cosas, que se las queda el dueño para resarcirse de la deuda?
—No me he visto todavía en un caso semejante, pero me imagino fácilmente lo que debiste sentir.
—Gracias por tu comprensión. Esas dos mil libras me sirvieron para pagar algunas deudas y comprar más material para mi estudio. Cuando el tipo vino a visitarme, créeme, estaba con el agua, al cuello.
—¿Qué nombre dio? Fanny se echó a reír.
—Smith, ¿qué te creías? Bueno, hice la composición... y envié las fotografías a Wyler, eso es todo.
—¿Qué aspecto tenía Smith?
—Era alto, como tú, aproximadamente, más delgado...
—¿Le viste la cara? Fanny rió amargamente.
—No le vi más que la punta de la nariz. Llevaba puestas unas grandes gafas de color y una bufanda le tapaba la boca. Desde luego, hacía frío; era en noviembre. Debía estar muy constipado, poique tenía la voz ronca...
—O disfrazaba también su tono de voz.
—Es posible.
—¿Te explicó los motivos de su petición?
—No, ni se me ocurrió preguntarle siquiera. Oye, no irás a denunciarme ahora a la policía —se alarmó Fanny.
—Descuida, esto es un asunto muy privado y lo que menos tengo son ganas de que la policía meta la nariz. Supongo que Smith no te daría su dirección.
—No. Me pagó, se marchó... y de acuerdo con el trato que hicimos, yo envié las fotografías trucadas a Wyler, eso es todo.
Main recobró la revista y la rompió en mil pedazos.
—Gracias, Fanny.
Ella se le acercó, suplicante.
—Quédate un poco... Ya sé que hice mal, pero entonces estaba desesperada... Main recordó algo que había comentado en el despacho de Wyler.
—No te preocupes. Si no lo hubieras hecho tú, Smith habría buscado otro fotógrafo.
Adiós, Fanny.
—Adiós, Bud.
Al salir, Main se quedó muy preocupado, pensando en que, a pesar de todo, Wyler no había sido completamente sincero con él, al darle a entender que el autor de la composición fotográfica era un hombre y no una mujer. Quizá, se dijo, Wyler esperaba que Fanny le «ablandase» con sus innegables encantos físicos.
* * *
—De todas formas, no podemos hacer nada —dijo aquella noche, antes de la cena—. Sí, se podría intentar una demanda contra la revista, pero el escándalo sería peor. En lo que a mí se refiere, sé que es inocente y eso me basta. Además, estas revistas proliferan como hongos. Ha pasado más de un año y el que la vio la ha olvidado por completo.
—No es una cosa demasiado consoladora, pero menos es nada —suspiró Edith—. De todas formas, eso indica algo.
—¿Sí?
—La culpabilidad de Kethrie. Presiento que fue él quien organizó este asunto, para enfurecer a mi abuelo y conseguir que me desheredase.
—Es posible, aunque a esa hipótesis se le puede formular una seria objeción.
—¿Cuál, Bud?
—La revista se publicó hace más de un año. La modificación del testamento fue hecha poco antes de la muerte de sir Arnold, es decir, hace unos cinco meses...
—Quizá Kethrie aguardó a que empeorase su salud. Supo aguardar el momento oportuno, de modo que mi abuelo se encontrase ya muy enfermo, aunque con las fuerzas suficientes para escribir a Hannill y pedirle que redactase un nuevo testamento.
—Si es así, demostró mucha sangre fría, Edith.
—¿Por qué?
—Sir Arnold firmó la víspera de su muerte. Era correr demasiado riesgo. ¿Qué hubiera pasado si hubiese muerto antes de la firma?
—Estaba la carta...
—No era suficiente. Usted podría haberla impugnado, basándose en incapacidad física o mental. Pero al firmar, delante de cuatro personas que lo conocían bien, las dudas se disipan.
—Menos las de Tracy.
Main hizo un signo de asentimiento.
—Ella no le sirvió las comidas en su última enfermedad... y luego oyó una frase que no era corriente.
—¿Lo ve? —dijo Edith.
—No son evidencias que nos permitan iniciar una investigación oficial —objetó él—. Créame, si Hannill hubiera sospechado algo, habría solicitado inmediatamente que la policía tomase cartas en el asunto.
—Bud, ¿cuántos años tenía Hannill?
—Setenta y siete, me parece.
—Una edad muy avanzada, ¿no cree?
—Bien, sí...
—¿Qué tal su vista? Main frunció el ceño.
—Edith, ¿adónde quiere ir a parar?
—Supongamos, nada más que supongamos, ¿eh?, que mi abuelo hubiese muerto ya y que alguien, hábilmente disfrazado, tomase su puesto. ¿Qué se podría decir entonces?
—Es muy difícil, por no decir imposible...
—No es imposible. Hay muy pocas cosas imposibles, cuando se trata de una herencia de casi un millón de libras, sin contar Ballymore Hall y las tierras circundantes. Algunos harían cualquier cosa, con tal de conseguir una fortuna semejante.
—Sí, puede que tenga razón...
—Bud, la mejor forma de averiguar si tengo o no razón es comparando la escritura y las firmas de mi abuelo, en la carta y en el testamento, con otras firmas anteriores, de las cuales no podemos tener ninguna duda. Y esa carta y el testamento estarán en la oficina de Hannill, supongo.
—Desde luego.
—Ya sabemos que me complicaron en unas fotografías inexistentes, que enfurecieron al abuelo. El que pagó dos mil libras por ese trabajo, ¿no pudo pagar otro tanto a un cómplice que imitase la letra de mi abuelo y supiese disfrazarse también como él?
—En teoría, pudo ser...
—Y en la realidad también —dijo ella con gran vehemencia—. Es más, yo sospecho que fue el propio Kethrie quien desempeñó el papel de sir Arnold. Cuando Kethrie, disfrazado como mi abuelo, firmó el testamento, mi abuelo ya estaba muerto.
—Mujer, eso no puede ser... Su abuelo apareció muerto en su habitación y yo vi a Kethrie y a sir Arnold ya fallecido. El secretario no podía hacerse también el muerto.
—Es que, si hizo lo que yo pienso, mi abuelo había muerto ya hacía dos semanas. Main se pasó una mano por la frente.
—Es demasiado complicado —dijo—. Lo mejor que podemos hacer es aguardar al examen caligráfico del testamento. Mientras no estemos absolutamente convencidos de que la firma de sir Arnold es falsa, no podremos dar un solo paso.
—¿Irá usted a la oficina de Hannill?
—Sí, iré mañana mismo —respondió el joven, pensando que, tal vez, la hipótesis de Edith, cuya sola base era la intuición femenina, podía convertirse en amarga realidad.