CAPITULO II
La chica cantaba bien, pero no era una cosa del otro mundo. Ciertamente, tenía un hermoso cuerpo, aunque ello, pensó Main, no era suficiente para triunfar en el mundo de la canción. Se arrastraría, de escenario en escenario, hasta convencerse de que nunca pasaría de ser una cantante más, y entonces su vida tomaría otros derroteros. Lo mismo podía lanzarse a una desastrosa cuesta abajo, que buscarse un marido y vivir una existencia gris y vulgar.
Cuando terminó sonaron unos aplausos, tibios y corteses. La chica agradeció aquellas escasas muestras de afecto y se retiró por el foro. Luego un locutor anunció la actuación de un famoso ventrílocuo.
Main se aburría como una ostra. Se pregunto poiqué sus amigos le habían arrastrado a aquella infecta cueva, donde, le dijeron, podía oírse la música en su estado verdaderamente puro. De pronto, se puso de mal humor y, aprovechando que los componentes del grupo de que formaba parte bebían como cosacos, se levantó discretamente y marchó en busca de la salida.
Al hallarse en la calle, caminó unos pasos. De pronto, oyó voces destempladas que provenían del callejón en donde se hallaba la entrada de artistas.
—Anda, lárgate, Edith Flandryn —dijo un hombre—. Puede que seas guapa, pero tienes la voz con reuma. Vete y no asomes más la jeta por mi local, ¿entendido?
Main se quedó paralizado por el asombro, al oír aquel nombre. Oyó un ruido y vio un maletín que volaba por los aires, para caer a los pies de la chica.
—Ya te he liquidado y no te debo nada —dijo el hombre. Y cerró la puerta con tremenda violencia.
Ella, resignada, se inclinó, recogió la maleta y caminó hacia la salida del callejón.
Entonces, Main, pasmado, reconoció a !a cantante que había visto actuar poco antes.
—¡Usted! —exclamó. Edith, intrigada, le miró.
—¿Qué pasa? ¿Tengo algo raro en la cara?
—Usted cantaba hace un rato, bajo el nombre de Kelly Star... Pero se llama Edith Flandryn...
—Desde que nací —respondió ella—. ¿Acaso me conoce usted?
—A decir verdad, la he estado buscando, aunque no con demasiado empeño. Claro que no era mi misión, pero ya que nos hemos encontrado casualmente, me gustaría charlar un rato con usted. —Main se puso las manos en el pecho—. Por favor, le ruego no piense mal de mí; no ando buscando una aventura... Elija un sitio para conversar tranquilamente y yo la seguiré.
—Bien, pero ¿de qué se trata?
—De su abuelo, sir Arnold Flandryn.
—Ah, ese viejo carcamal. Parece deducirse de sus palabras que le conoce usted. Pues bien, cuando le vea, dígale de parte de su nieta que se vaya al diablo.
Y apenas pronunciadas estas palabras, Edith echó a andar orgullosamente, la maleta en la manó y la barbilla alta.
—No puedo decirle eso a su abuelo —dijo Main, emparejándose de nuevo con la muchacha.
—¿Qué pasa? ¿Tiene miedo de ese saco de piel repleto de oro? —preguntó ella, despectivamente—. Sir Arnold disfruta mucho humillando a los que estima de condición inferior a la suya.
—Sir Arnold murió hace cinco meses, señorita. Edith se paró en seco y volvió la cabeza.
—Me engaña —dijo.
—Hablo con toda sinceridad. Telefonee a Ballymore Hall. Pregunte al secretario personal de sir Arnold o al ama de llaves o a cualquier miembro de la servidumbre. Es más, yo asistí al entierro de su abuelo.
Ella frunció las cejas.
—Allí veo un bar abierto —dijo, de pronto.
—Tomaremos una copa juntos —sonrió él.
Y Edith no formuló ninguna objeción cuando Mam la alivió del peso de la maleta. Media hora más tarde, Edith estaba enterada de todo lo sucedido.
—Increíble —dijo—. Puedo conseguir doscientas mil libras.
—Kethrie me lo prometió. Y yo creo que debe tragarse su orgullo.
—Y aceptar esa limosna.
—Su abuelo la desheredó. Yo lo escuché de sus labios y, lo que es más, redacté el testamento.
Edith guardó silencio unos momentos.
—Sir Arnold tenía un genio endiablado y, lo que es peor, una falta de comprensión absoluta. Yo me ahogaba en aquel caserón. Vine a Londres para luchar, abrirme paso por mis propios medios... El quería tenerme en Ballymore Hall y casarme con algún hidalgo de la vecindad... Me gusta el campo, pero no para enterrarme allí, por vida.
—Su abuelo habló también de una revista.
El rostro de la joven se puso encarnado en el acto.
—Aquello fue una inmunda encerrona —protestó—. Oiga, yo no tengo nada contra las que se desnudan o hacen porno, de la clase que sea. Allá ellas y ellos y su conciencia o lo que la sustituya... No voy a ir por ahí con mi cruzada particular, contra esa clase de actos. Pero yo no quiero trabajar en ello, y conste que he recibido propuestas y me han ofrecido dinero. Sin embargo, nunca he aceptado. Me parece que es una forma de prostitución visual, ¿comprende?
—En cierto modo, así es —convino Main, sonriendo.
—Bueno, lo que sucedió es que vino un conocido y dijo que me necesitaba para unas fotografías publicitarias. Debía actuar con un muchacho, en un estudio con fondos, que simulaban el campo. Se tomaron treinta o cuarenta placas, para elegir la mejor, yo completamente vestida, aunque enseñando mucho las piernas... y luego me vi en aquella revista, en las posturas más obscenas que usted se pueda imaginar. Habían sustituido mi figura por el cuerpo desnudo de otra mujer. O habían puesto este cuerpo desnudo, agregándole luego mi cabeza.
—Creo que entiendo. Pero, por lo que sospecho, su abuelo no era muy aficionado a esta clase de revistas. ¿Cómo llegó a sus manos?
—Oh, se la entregaría el secretario... o se la enviaría algún tipo de perversas intenciones. No lo sé, ni me importa.
Edith apretó los labios.
—Siento que haya muerto el abuelo —añadió a media voz—. Hizo mucho por mí, desde que murieron mis padres, hará unos doce años..., pero también podía comprender que yo debía levantar el vuelo algún día
—Sir Arnold estaba todavía en el siglo pasado, al menos, para algunas cosas —sonrió Main—. ¿Irá a Ballymore Hall?
—Puesto que usted me ha dado esa noticia, me parecería una tontería no viajar hasta allí —dijo Edith, sonriendo también, aunque con los ojos muy húmedos—. Creo que he tenido mucha suerte al encontrarme con usted.
—Lo mismo digo. Yo la estaba buscando, para comunicarle la noticia, pero... ¿cómo iba a suponer que se escondía tras un seudónimo? Ah, señorita Flandryn...
—Déjese de ceremonias, hombre, llámeme Edith —pidió ella, vivazmente.
—Está bien, pero usted tiene que llamarme Bud —contestó él—. Lo que quiero decirle es que tenga cuidado con la habitación número tres, contando desde el final de la escalera y hacia la derecha.
—¿Qué sucede con esa habitación? —preguntó la muchacha. Main se lo explicó. Edith se quedó muy extrañada.
—Es curioso, tantos años viviendo allí y nunca me enteré... Claro que yo ocupaba la última habitación del lado opuesto, y la chimenea está adosada al muro del edificio, no a un tabique, y por lo tanto, es independiente de las demás. Pero lo tendré en cuenta, gracias.
—Bien, y ahora dígame: ¿necesita dinero para el viaje? Sea sincera, por favor. Ella remoloneó un poco.
—Hombre, al menos para ir hasta allí. Main sacó un cheque.
—Le prestaré cien libras —dijo—. Ya me devolverá el dinero cuando esté en condiciones de hacerlo.
—Pero me dejará su dirección, Bud.
—Claro, mujer.
Momentos después, Main pagaba el gasto. Luego, en su coche, acompañó a la muchacha hasta su alojamiento. Tras despedirse de ella, y sumamente contento del encuentro, regresó a su casa.
* * *
Sonaron unos nudillos en la puerta. Vince Kethrie estaba escribiendo algo en un papel y levantó la cabeza.
—Pase —invitó.
La puerta se abrió. Ned Parr avanzó hasta la mesa
—Hola —elijo—. He venido a pedirle un aumento de sueldo. Mil libras al mes. Kethrie sonrió.
—¿No quiere también un «Rolls» con chófer? —preguntó, mordaz. Parr simuló contemplarse las uñas.
—Conozco el truco —dijo.
—¿Qué truco?
—Ya sabe a qué me refiero. Sir Arnold no murió de un ataque al corazón. Usted lo asesinó.
—Ah, ya.
—De modo que si no me paga ese sueldo, me iré con el cuento a la policía.
—Ha tardado mucho en venir a decirme eso, Ned.
—Es que no lo sabía.
—Comprendo. De modo que mil libras mensuales...
—Ni un penique menos, señor Kethrie.
Hubo un momento de silencio. El nuevo propietario de Ballymore Hall parecía reflexionar profundamente.
—De acuerdo —dijo al fin—. Mil libras mensuales. Mañana le entregaré...
—Mañana, no; hoy —dijo Parr, con firmeza.
—No tengo aquí efectivo suficiente. Y si fuese al Banco con un cheque mío en la mano, la gente podría sospechar, ¿no le parece?
—Eso sí es cierto —admitió el jardinero.
—Escuche, ahora iré a Clyhaun. A la noche venga a verme.
—De acuerdo. Oiga, ¿cómo lo hizo? Porque a mí no se me hubiera ocurrido.
—Soy un tío astuto, Ned —rió Kethrie.
—Pero no quiere explicarme el truco.
—Quizá a la noche.
—De acuerdo, a la noche.
Parr dio media vuelta y se encaminó hacia la salida. De pronto, Kethrie alzó una mano.
—Ned.
El jardinero se volvió a medias.
—¿Sí?
—¿Cómo se ha enterado...? Parr le guiñó un ojo.
—Algunos secretitos se rompen en la cama —contestó, malicioso.
—Sí, ya me imagino. Gracias, Ned.
—A usted, señor.
La puerta se cerró. Kethrie tenía en las manos un lápiz y, de súbito, presa de un acceso de cólera, lo partió en dos trozos.
—Estúpida, condenada estúpida... —apostrofó a media voz a la culpable de aquella situación.