CAPÍTULO X
El orador estaba situado sobre un pequeño montículo, desde el que dominaba la masa de mineros lunares que se habían reunido en aquel lugar, quienes le escuchaban con suma atención, percibiendo claramente sus palabras a través de sus receptores individuales.
Apoyado negligentemente en una roca, Quinton, junto a Wetzlar, permanecía silencioso, pero satisfecho. Aquella reunión no podía por menos de favorecer sus planes, y los ánimos de los mineros estaban tan excitados que la menor provocación podía hacer estallar la revuelta, cuyo principio, si podía preverse,no en cambio su final, que en todo caso no conduciría más que a un sangriento desastre.
¡Amigos!—gritaba el improvisado demagogo—: ¿Hemos de consentir que por el Gobierno se nos despoje del producto de nuestro honrado trabajo? Penalidades, aislamientos de nuestras familias, privaciones, sacrificio de nuestros modestos capitales, todo ello, ¿queréis decirme para qué nos servirá en lo sucesivo? No podremos introducir los diamantes en los Estados Unidos, y ¿por qué? ¿No lo sabéis? Yo os lo diré. Los que nos gobiernan, los miembros de la Cámara de Representantes, los senadores, todos ellos están influenciados, cuando no vendidos a las poderosas compañías diamantíferas del planeta que, día a día, ven decrecer constantemente sus ingresos al no poder competir con nuestros productos, infinitamente superiores a los suyos, tanto en calidad como en baratura.
A dos millas de aquel lugar, Bill, junto con Stella, Urdíales y Clausing, escuchaba perfectamente tan revolucionario discurso y no pudo por menos de evitar el irónico comentario:
—En vez de un agitador, parece un corredor de comercio.
—¿Qué es lo que podemos hacer? — continuaba el orador —. Yo os lo diré. Aquí, a poquísima distancia de nosotros, hay alguien íntimamente relacionado con la decisión del Gobierno. Alguien tan afectado como nosotros y que no es otro que la hija de Harrison. Para contrarrestar la medida, para lograr que la revoquen, tenemos el remedio a mano. — Bill se irguió, instintivamente alarmado—. Vayamos a su demarcación. Hagámosla prisionera y lancemos un ultimátum a su padre. Ello le convencerá de que debe hacer presión sobre los que han dictado la ley para que la revoquen. ¿No estamos en territorio americano? ¿No somos ciudadanos americanos? ¿Por qué, pues, hemos de sufrir este vergonzoso trato discriminatorio?
Una gritería enorme cerró las últimas frases del agitador, y centenares de puños se alzaron, en aprobación del discurso.
—Esto nos va a venir de perillas — dijo Quinton, en voz baja a Wetzlar, que sonrió satisfecho.
—Déjalos que griten y se desgañiten. Nos harán un gran favor sin costarnos un céntimo.
La masa de mineros gesticulante, enardecida, roto el ligero freno de civilización que hasta entonces la había contenido, volvió grupas y se dispuso, tal como había dicho su líder, a dirigirse hacia el campo minero de Stella Harrison, en el cual Bill estaba hablando en aquel momento:
—Antonio, ocúpate de ponerte en contacto con el coronel Radketz y dile lo que ocurre. Entretanto yo dispondré la defensa, : ¿Dónde tiene sus armas, Stella?
—Venga conmigo, Bill. Yo se lo indicaré.
—Vamos, muchachos — se dirigió el piloto a los empleados de la joven, pero la mayoría de ellos permanecieron inmóviles, sin atender al requerimiento de Shekels, que se volvió extrañado.
Solamente media docena de hombres iniciaron un movimiento para acompañarles, y Bill miró á los treinta o cuarenta restantes con infinito desprecio:
—Únicamente sois buenos para cobrar buenos sueldos. ¿Y tú, Clausing?
Éste miró el suelo, arañándolo con la punta de su pesada bota y, al mismo tiempo que enrojecía, balbució:
—Yo... Bill... Mira, no me gustan las complicaciones y...
—Está bien. Puedes largarte también. Siempre supuse que eras un fanfarrón, pero ahora acabo de verlo con mis propios ojos.
—Y no solamente un presumido, sino alguien que te ganó la carrera cegándote un tubo expulsor, ¿no es así, Bart? — gruñó Urdíales, habiendo terminado ya su conferencia con el coronel.
El impacto había sido certero y Clausing palideció. Urdíales continuó implacable:
—No hay como el alcohol para desatar las lenguas y tu segundo piloto no iba a ser una excepción. En cuanto regresemos a la Tierra te haré devolver hasta el último céntimo, sinvergüenza. Y ahora, como ha dicho Bill, ya te puedes marchar. No hay aire, por lo que podemos oler bien. Si lo hubiera, tu sola presencia lo infectaría,. ¡Fuera! — concluyó Urdíales, sentándose un segundo, con aire de fatiga, lo que hizo que Stella le preguntase, alarmada:
—¿Qué le ocurre, Antonio? ¿Está cansado?
—¿Cansado? — rió el español—. ¿Le parece poco una parrafada tan larga? En mi vida había hablado tanto y tan seguido. Pero vamos por las armas. Hay que aguantar un poco el tipo hasta que llegue el coronel y sus hombres.
—No sé qué refuerzo puede constituirnos Radketz y sus doce técnicos y astrónomos — dijo Bill, en tanto comprobaba el buen funcionamiento de su rifle.
—Menos es nada, amigo — gruñó Urdíales —. Doce y seis que estamos aquí, somos dieciocho.
—Sí, contra mil o más fieras — y al decir esto miró cariñosamente hacia Stella, prosiguiendo—: Si sacamos de ésta el pellejo intacto, tendré mucho gusto en decirle algo.
—¿No puede ser ahora, Bill? — insinuó ella pícaramente.
Pero Shekels le indicó los hombres que tenía á su alrededor y que se ocupaban del material bélico.
—Demasiada gente — remedó, inconscientemente, al lacónico Urdíales y ella, a pesar de la gravedad de la situación, no pudo evitar una argentina carcajada que infundió nuevos bríos en el corazón del piloto.
Todavía no habían terminado de aprestarse para la defensa, cuando ya divisaron la nave del coronel, un aparato pequeño que le servia únicamente para sus exploraciones por el satélite, de la que desembarcaron rápidamente todos.
Radketz, con una ojeada al terreno, se dio cuenta inmediatamente de las pocas probabilidades de éxito que tenían:
—Lo pasaremos muy mal—dijo con brutal sinceridad—. Aquéllos son demasiados y nosotros muy pocos.
"Aquéllos" era la masa enfurecida que ya se les echaba encima, a menos de dos kilómetros de distancia, ocupando la mitad de dicho espacio de anchura, vociferando a través de sus micrófonos y amenazando con toda suerte de males para Stella Harrison y todos los que se atrevieran a defenderla.
Urdíales salió del interior del almacén con unpar de cajones en cada mano, objetos que en la Tierra hubieran pesado al menos cien kilos cada uno, pero que en la Luna manejaba como si fueran de liviana pluma y corrió hasta depositarlos, dando grandes saltos, a unos trescientos metros del lugar en que se hallaban, al resguardo de unas rocas, con objeto de que no pudieran ser alcanzados por los proyectiles de los revolucionarios, que se acercaban a cada momento.
Bill comprendió inmediatamente la idea de su mecánico y, gritando a los que se habían quedado con él, voluntariamente:
—¡Venid conmigo! — exclamó—. ¡Ayudadme!
¡Pronto!
También el coronel se percató de lo que aquellos hombres querían hacer y ayudó a distribuir los cajones, de modo que estuvieran separados entre sí por un par de centenares de metros, con lo que consiguieron llenar un espacio de un par de kilómetros, volviéndose precipitadamente a la entrada de la cueva, amplia, y que daba lugar para que todos pudieran disparar cómodamente.
La estampida de los mineros se hallaba ya a menos de quinientos metros del lugar en el que habían sido depositadas las cajas, que eran invisibles para ellos. Sus gritos, perfectamente transmitidos por los radios individuales se escuchaban con mayor claridad cada vez, y el coronel Radketz, creyendo llegado el momento, se puso en pie y gritó:
—¡Alto! ¡Alto todo el mundo! ¡Os ordeno que regreséis a vuestras demarcaciones y permanezcáis tranquilos! Con el empleo de la fuerza no conseguiréis otra cosa que empeorar la situación.
—¿Y quién es usted que se cree con autoridad suficiente para mandarnos volver? — inquirió alguien.
—¡No reconocemos aquí su poder! —gritó otro, y una tempestad de gritos y silbidos de burla acogió las palabras pronunciadas.
—¡ Queremos a la señorita Harrison!
—¡Sí! ¡Entregádnosla y no os pasará nada!
—¡Que salga! ¡La tendremos prisionera con nosotros, hasta que su padre haya accedido a conseguir del Gobierno la revocación de la sentencia!
—Lo que pedís es un imposible y reñido de todo punto con la lógica — contestó sensatamente Radketz, en un claro entre improperio e improperio—. Ella no tiene la culpa de la decisión gubernamental. Es un minero como vosotros y también sufrirá elevadas pérdidas.
Pero la jauría de vociferantes mineros ya no hizo caso a ninguna exhortación. El coronel quiso intentar un último esfuerzo.
—¡Quietos! ¡Quietos todos, o volaréis por los aires!
Nadie le hizo el menor caso y continuaron andando. Mas Bill se dio cuenta de repente de que la muchacha echaba a correr hacia el numerosísimo grupo de hombres, por lo que la imitó, alcanzándola antes de que tuviera tiempo de dar media docena de pasos, que en aquellas circunstancias eran inacabables saltos.
—¿Qué va a hacer usted, Stella?
—Entregarme — contestó ella resueltamente, clavando en el rostro del hombre la maravilla de su límpida mirada—. No puedo consentir...
—¿Qué es lo que usted no puede consentir? ¿Que no se derrame más sangre? La fiera que hay en cada uno de los mineros se ha desatado ya y, si no es con el látigo, no se podrá detenerla. Venga conmigo, antes de que sea demasiado tarde.
Ella intentó resistirse, insistiendo en sus nobles propósitos, pero Bill no le hizo caso. Cargó con Stella, que pataleaba desesperadamente, sin comprender que sus nueve kilos de peso lunar eran bien poca cosa para los poderosos músculos del hombre, quien corrió hasta hallarse en lugar seguro, en el mismo instante en que una granizada de balas comenzaba a levantar esquirlas de roca y nubecillas de polvo.
Todavía sujetando a la muchacha, Bill ordenó:
—Antonio, hazles una demostración a esos cafres.
La "demostración" consistió en un disparo del español hacia uno de los cajones. La bala impactó contra los cartuchos de dinamita que contenían, explosivo usado para desmenuzar las rocas y abrir galerías, y una cárdena llamarada, en medio de un huracán de tierra y rocas, se elevó a grandísima altura.
Una docena de cuerpos de los mineros más cercanos fueron arrojados violentísimamente hacia atrás, convertidos en pulpas sangrientas, acribillados por la metralla rocosa, machacados por las piedras, aplastadas por la onda de choque, y ante el inesperado contratiempo, las filas vociferantes callaron y las piernas se detuvieron.
Durante unos momentos, el silencio más absoluto reinó en aquel paraje. El polvo levantado por la explosión ibase posando lentamente, y los cadáveres de los muertos, así como el enorme cráter, se divisaban perfectamente. La indecisión parecía haberse adueñado del ánimo de los levantiscos, pero duró muy pocos momentos. Alguien gritó:
— ¡A ellos, muchachos! ¡Hagámosles pagar cara la muerte de nuestros compañeros!
Primero fue una descarga cerrada la que soltaron las armas de los que se hallaban situados en primera fila. Decenas y decenas de llamitas chisporrotearon durante unos segundos, y los sitiados hubieron de encogerse para no ser alcanzados por las balas. Sin embargo, Bill se volvió rápidamente al escuchar a sus espaldas un gemido de agonía. Un rebote había perforado la esfera transparente de uno de los hombres de Stella. Se debatió espasmódicamente unos instantes, para inmovilizarse casi repentinamente cuando su cuerpo se congeló totalmente.
—¡Coronel!—gritó Bill—. Mucho me temo que hayamos de reventar las cajas que faltan.
Radketz no contestó. Miró al negro cielo, apretando los puños, como si del telón estrellado dependiera su salvación y luego, mordiendo las sílabas, exclamó:
—¡Fuego!
Después de la primera descarga, los mineros habían echado a correr furiosamente, animándose al ver que aquellos a quienes querían matar no contestaban, pero apenas si tuvieron tiempo de escuchar la voz de Radketz.
Una docena de volcanes de fuego se encendieron casi simultáneamente, cuando los asediados oprimieron los gatillos de sus respectivas armas. Tembló el suelo del satélite, como si una honda sacudida sísmica se hubiera producido en sus entrañas.
Cuando se disipó la humareda, los gases absorbidos por el vacío, el polvo regresando al lugar de donde había salido, un cuadro horroroso pudo ofrecerse a todas las miradas.
El suelo aparecía literalmente sembrado de cuerpos tendidos, que punteaban de negro el color pardo-rojizo de la Luna. Ni uno solo se movía ya, a excepción de los vivos, que todavía restaban en número más que suficiente para aplastar a aquella docena y media de seres que se obstinaban en vivir.
Esto es el fin — dijo entre dientes Bill, y no pudo evitar el mirar hacia Stella, sonriéndola como para darle ánimos, pero íntimamente convencido de que allí se acababa todo ya. Apretó la mano de la muchacha y notó claramente cómo ella le devolvía la caricia. Luego, substrayéndose al encanto del momento, se echó el rifle al hombro, encarándolo hacia la masa que caía ya sobre ellos, sin ninguna barrera de explosivos que la contuviera. Los mineros pisotearon los cadáveres de sus propios compañeros y cargaron en el embate final.
Pero Bill no tuvo tiempo de oprimir siquiera el gatillo. Antes de que lo hiciera, convencido de que era un gesto totalmente inútil, un grito de Radketz le hizo desviar su atención.
El coronel señalaba con un dedo hacia un punto determinado del espacio, en el que se veían unas cuantas llamitas rojas.
—¡Allí! ¡Allí! ¡Ya vienen!
* * *
AaronWetzlar, de Wetzlar, Wetzlar&Wetzlar,Tallistas, Amsterdam, Holanda, tenía un aneurisma, por cuya razón tenía recomendada muy especialmente que huyera de todo cuanto pudiera constituirle una emoción demasiado fuerte. Pero no podía evitar el recrearse en la contemplación de aquel enorme diamante, de más de seiscientos quilates, y al mismo tiempo lamentar profundamente que la abundancia de tales piedras hiciera que su valor fuera solamente de unos pocos miles de dólares, cuando de haber sido extraído en la Tierra, todos los tesoros de Golconda no hubieran bastado para comprarlo.
Sin embargo, procuró consolarse filosóficamente, pensando en que si bien aquello era de una baratura enorme, la misma abundancia de piedras, que las ponía prácticamente al alcance de todos los bolsillos, hacía que el tallado y la venta continuara siendo una profesión altamente remunerativa. Y no solamente tenía allí aquel colosal diamante, sino centenares de ellos, algo más pequeños quizá, pero que sumaban un valor total de varios centenares de miles de dólares.
Recreándose una vez más en su contemplación, lo sopesó con ojo crítico y feliz sonrisa. Pero de repente la sonrisa se le congeló en sus labios, sintió que un ahogo súbito le subía por la garganta arriba, y notó que el corazón, al presenciar algo imprevisto, que jamás hubiera creído posible, le estallaba con un dolor agudísimo, que pronto dejó de percibir porque se derrumbó muerto, cayendo de la silla al suelo.
Cuando la policía holandesa, al día siguiente, comenzó sus primeras investigaciones, dictaminó que la muerte de AaronWetzlar se debía a la impresiónque le había producido el ladrón o ladrones que habían arramblado con todas las piedras, sin dejar absolutamente ninguna.
¡Ni un solo quilate quedaba en toda la casa delos Wetzlar!
* * *
—¿Cómo no nos dijo usted que esperaba refuerzos, coronel?
La recriminación partía de Bill, cuando las tropas desembarcadas de las espacionaves, con su sola presencia, lograron reducir a los levantiscos mineros.
—No quise infundirles falsas esperanzas. En realidad ya estaba previendo que un día u otro esto se convertiría en un infierno, y quería precaverme. Llegaron muy justo.
Bill, con Urdíales a su izquierda, caminaba llevando del brazo a Stella, cruzando por aquel lugar cubierto de destrozados cadáveres. El español se detuvo de repente al reconocer a tres de los muertos: Clausing, Quinton y Wetzlar. Empujó con el pie alúltimo de los tres.
— ¡El muy granuja! Él fue quien sobornó al que se dejó caer el balón de combustible, con objeto de liquidarte. Total, para luego concluir asociándose con otro tan granuja como él. ¿Quieres decirme de qué les ha servido?
—Antonio, has hablado demasiado — rio Bill, feliz. Sin habérselo dicho, se sabía amado por Stella y él, a su vez, la amaba intensamente.
Pero, cuando llegaron a la Tierra, la sorpresa más enorme les esperaba. Después de lo ocurrido, la muchacha no había querido quedarse ni un momento más en el satélite, y rogó a Bill que pilotase su nave, a lo que éste accedió con infinito placer. Y la sorpresa fue el no encontrar los acostumbrados periodistas que solían acoger toda expedición diamantífera del satélite. Abstraídos en su amor, no se habían ocupado de lo que ocurría fuera de su ámbito.
Se lo explicó Nicholas Harrison, satisfecho en el fondo. Las cosas volverían muy pronto a su cauce.
—No se sabe la causa, pero al cabo del año, los diamantes lunares desaparecen misteriosamente. Un ligero chasquido y ¡plaf! tres o cuatrocientos quilates que se volatilizan, sin dejar otro rastro que un poquitín de polvillo obscuro. Los técnicos dicen que la atmósfera terrestre influye notablemente en tan repentina alteración molecular, pero el caso es que ya nadie quiere un diamante lunar ni regalado.
Stella se volvió feliz hacia Bill. Se sentía infinitamente dichosa.
—¿Qué me importan a mí todos los diamantes del mundo? Tengo aquí algo que es más precioso que las mismas gemas, ¿verdad, cariño?
—Verdad — replicó el piloto, inclinándose sobre el sonriente rostro de la muchacha, y besándola sin el menor empacho, sin preocuparse de que delante de los dos estuvieran su propio padre y el español.
Antonio Urdíales carraspeó, miró al señor Harrison y, finalmente, dijo, volviendo a su laconismo:
—Estorbamos.
FIN