CAPÍTULO II

 

Al abrir Bill Shekels los ojos, sintió un intenso dolor de cabeza y un molestísimo zumbido en los oídos. Durante unos momentos permaneció como atontado, sin recordar nada de lo que le ocurriera, hasta que, de repente, sus ojos se posaron casualmente en las palancas de ignición.

¡Estaban cerradas! ¡Los motores no funcionaban y la astronave vagaba por los espacios con rumbo indeterminado!

Los recuerdos afloraron a su mente de súbito. Algo había pasado en el aparato que había provocado, ¿una simple avería?, ¿una catástrofe? Le costaba recordar.

¡Ah! Ahora lo recordaba. Uno de los tubos propulsores se había cegado. Los gritos de su mecánico jefe pidiéndole cortara todos los gases. Su mano había volado por encima del tablero de instrumentos, no tan veloz que uno de los tubos laterales no despidiera un chorro que les hiciera perder el rumbo. Le pareció también hacer oído gritos antes de desmayarse, pero no estaba muy seguro de ello. Aquella sensación auditiva se había confundido en su cerebro con las nieblas de la inconsciencia.

Debía salir de dudas. No podía continuar un momento más en aquella situación y para salir del paso, tomó el micrófono:

—¡Antonio! ¡Antonio!

Le pareció que su mecánico tardaba un siglo encontestarle. La voz era floja, débil, como si hubiera sufrido algún percance.

—¡Hola, Bill! ¿Cómo te encuentras?

—Yo, bien. Un poco atontado aún, pero me estoy reponiendo. ¿Y tú?

Molido, chico. Como si me hubieran dado una paliza.

—¿Qué es lo que ha ocurrido, Antonio? Me pediste que cortara los gases, el aparato empezó a bailar una conga y... bueno, ya no sé nada más.

—Uno de los tubos se cegó. Afortunadamente los gases pasaron, antes de que cerraras la ignición a un escape lateral, lo que evitó una explosión segura, Pero nos hizo desviarnos notablemente de nuestra ruta. Al menos eso calculo yo.

Un sudor frío cubrió la frente del piloto. ¡Era cierto! Ocupado con la avería, no se le había ocurrido siquiera echar un vistazo al exterior. Y no le hacían falta ninguno de los aparatos de control para ver que no se hallaban ya en su órbita, en la órbita que les llevaría al codiciadísimo premio de los cinco millones de dólares. El satélite tendría que verse redondo completamente y con un tamaño mucho menor que el que poseía actualmente. Apenas se hallarían a ocho mil kilómetros de la superficie de la Luna, cuando debían estar a veinte mil kilómetros al menos. Pero, entonces, ¿cuánto tiempo había durado su pérdida de conocimiento?

—¡Antonio! —volvió a llamar.

—¿Qué hay?

—Tú estás bien, pero, ¿y los demás? ¿Sabes algo de ellos?

—No. Yo también me desmayé. La cosa ocurriócuando empezaba a soltarme las correas de seguridad. Menos mal que sólo había aflojado una. Aún así tengo en la cabeza un respetable chichón que no he podido evitar.

—Está bien. Quédate ahí mismo y averigua lo que puedas acerca del estropicio. Yo voy a ver qué ha sido de la tripulación.

Desprendióse de sus ligaduras. Con esfuerzo pudo ponerse en pie y estuvo a punto de caer al suelo, presa de repentino mareo. Pero, haciendo un par de profundas inspiraciones, se recobró y, aunque no tenía todavía muy seguros los pies, caminó hacia la salida de la cabina.

Pasó al cuarto de navegación. Tufts se hallaba allí sentado, pálido, con la cabeza inclinada sobre el pecho. A Bill le bastó ponerle una mano en la carótida para convencerse de que su pulso era completamente normal. Quedó tranquilo, pues, por esa parte. "Ya se recuperaría", pensó. Ahora lo que interesaba era ver al resto.

Quedaban Perkins, Sandeyron y McKay. Mejor dicho, solamente los dos primeros. Del último no quedaba nada. Perkins lo explicó.

—No sé cómo ocurrió la cosa. Oímos primero los alaridos de Urdíales. Luego todo empezó a bailar. McKay ya se había puesto en pie, rebasada la curva. Decía que tenía ganas de fumar y que se le había olvidado el paquete de cigarrillos. No lo llevaba encima,

Perkins calló un momento. Aún siendo un hombre avezado, aún habiendo visto mucho en el transcurso de su azarosa carrera de tripulante de naves espaciales, lo que había presenciado era demasiadohorrible para que no estuviera todavía harto impresionado.

—Yo empezaba a quitarme las correas. Sandeyron, no sé lo que estaba haciendo. Sin que, al parecer, hubiera el menor motivo, McKay comenzó a volar. No iba muy aprisa, al menos eso creía yo. Pero de repente, tocando la pared con suavidad, empezó a convertirse en una plancha sangrienta. Abrió mucho los ojos. Debió darse cuenta, aunque sólo fuera durante una décima de segundo, de lo que le estaba pasando, mas ya no tenía remedio la cosa. No sé siquiera si gritó, porque apenas debió tener tiempo para ello. Yo perdí el conocimiento, Sandeyron también, supongo. Cuando abrí los ojos... Bueno, ya lo está viendo, jefe.

Las manchas se extendían por todas partes, en trágico esparcimiento, que indicaba de sobra el horroroso fin que había tenido el infeliz McKay.

Tragó saliva Bill. Estremecido de espanto, apartó sus ojos de aquella ruina humana, que unos momentos antes había sido uno de sus mejores, no sólo amigo, sino colaborador, y al fin tartamudeó:

—Habrá... habrá... que recoger los... los restos...

Perkins se adelantó:

—Ya lo haré yo, Bill —dijo—. Tú ocúpate del gobierno del aparato. Con Urdíales podéis averiguar de qué se trata la avería.

Salió Bill de aquella estancia, angustiado, desmoralizado. Pero trató de reponerse. Se encontraban flotando en el espacio y habían de averiguar cuál era su posición.

La supo en seguida, apenas consultó los aparatos. Y aunque no lo hubiera hecho, también se hubiera enterado, porque súbitamente, la luz del sol que penetraba por una de las lucernas, se apagó, y la visión del satélite desapareció.

Comprendió rápidamente de qué se trataba. Perdido el rumbo, estropeados los mecanismos impulsores, habían caído sobre la influencia de la Luna. ¡Estaban describiendo una órbita circular alrededor de ella! No hacía falta ser un lince en astronáutica para darse cuenta del aprieto en que se hallaban metidos.

—¡Tufts! — llamó .

—¿Qué hay, Bill? — inquirió éste.

—Dame comunicación con el Control Lunar de Carrera. Tenemos que hacer algo para salir del atasco.

—Ahora mismo lo intentaré, Bill. Descuida.

Pero no fue el Control de Carreras el que surgió en la transmisión, sino un vozarrón irónico, que llenó con los ecos de sus estentóreas frases todo el ámbito del navío sideral.

—¡Hola, Bill Shekels! ¿Qué te ha ocurrido?

Shekels soltó un enérgico reniego.

Clausing continuó con sus carcajadas, haciéndole a Bill el efecto de que resonaban en todo el ámbito espacial.

—¡Vamos, vamos, Bill Shekels! No hay para ponerse así. ¡Ah! Y, a propósito, ¿dónde están tus chorros? Antes tú veías los míos, pero ahora no conseguiría ver los de tu astrocacharro ni aunque tuviera aquí el telescopio de Monte Palomar.

—¡He tenido una avería! —masculló furioso Bill.

—¿Una avería? ¿No habíamos quedado en que esa lata de conservas llamada, por ti, naturalmente,con toda pomposidad espacionave, era el prototipo de la perfección.

—¡Déjate de sandeces, Bart! He tenido un muerto a bordo y no estoy para bromas.

Hubo un breve instante de silencio, y luego Clausing murmuró:

—Chico, lo siento de veras. Ignoraba...

—Está bien. Y ahora, por favor, déjame la comunicación libre. Tengo que hallar el Control de Carrera.

—Adiós, Bill. Que encuentres pronto el remedio — se despidió Clausing y, apenas lo habla hecho, cuando Tufts anunció:

—Control de Carrera al habla, Bill.

—¿Qué le ocurre, Shekels? — le preguntaron.

—He tenido una avería. Un tubo propulsor cegado y un hombre muerto. Estoy sin gobierno, describiendo una órbita circular alrededor de ustedes. No me atrevo a utilizar los motores de nuevo, no sea que me revienten.

—Muy bien, Shekels. Le enviaremos un remolque en el momento en que se halle a nuestra vista.

—Gracias. Estaremos al tanto.

Cortó la comunicación externa, utilizando al momento el micrófono de la red interior.

—Voy a ponerme el traje de vacío — dijo—. He de estar preparado para cuando nos llegue el remolque, a fin de enlazar el cabo. No nos faltaba más que esto.

—Sí — repuso lúgubremente Tufts —. Me veo vendiendo manzanas en el Parque Central.

Una hora más tarde, Bill se hallaba sobre la superficie de la nave. Al pasar, despegándose fuertemente cuando tenía que alzar cada pie, levantando las suelas imantadas, que impedían su escape de la nave, por junto a uno de los tubos laterales de impulsión, vio algo muy feo. Bordes quemados, retorcidos, agrietados, planchas levantadas, todo ello le hizo estremecerse por segunda vez aquel día. No quiso ni acercarse a los tubos de popa. Debían ofrecer un aspecto desconsolador y ya tendría tiempo de verlos más adelante. Ahora le importaba más el remolque, que ya se veía en la misma órbita, a cortísima distancia.

La nave de salvamento era pequeña, pero de gran potencia impulsora. Se colocó a cien metros de distancia, decelerando hasta adquirir la misma velocidad que la siniestrada, y por su receptor portátil, adosado a la escafandra, Bill escuchó la voz del piloto del remolque:

—¡Shekels, atención! ¡Le largo el cabo!

—¡Está bien! Le aguardo.

No onduló siquiera. Como sí una mano invisible trazara una brillante recta en el negrísimo encerado del espacio, el cable, tenso, tirante, se desenrolló velozmente, tocando con el costado de la astronave con ruido metálico, que Bill percibió a través del contacto de sus píes con el metal. Tomó aquel extremo y lo llevó hasta el punto donde, desde el interior, se había proyectado el electroimán y le bastó dejarlo allí para que, inmediatamente, el remolcador sideral iniciara su marcha, rumbo al satélite.

No pudo por menos de sonreír Bill al presenciar el espectáculo. En la posición en que se hallaba, se encontraba cabeza abajo y parecía como si la Luna estuviera encima de él, ascendiendo las dos naveshacia el satélite. Curiosos efectos que desaparecerían apenas estuvieran a escasos kilómetros de la superficie de aquel plateado globo, que derrochaba la luz recibida del sol, iluminando vívidamente todos cuantos objetos tocaba con sus rayos.

El color plata del satélite se fue transformando lentamente a medida que se acercaban.

* * *

El locutor continuaba desgranando sus noticias acerca de la carrera. Millones y millones de personas, no sólo en los Estados Unidos, sino en todo el resto del mundo, donde la primera competición sideral había despertado inusitado interés, casi tanto como el primer viaje de un ingenio habitado por seres humanos al satélite, estaban pendientes de las palabras del invisible personaje, traducidas inmediatamente a los distintos idiomas de aquellos países a los que era retransmitida la carrera, por medio de estaciones espaciales, girando a diversas alturas sobre el globo.

—"..."Luna Azul" ha terminado ya su viraje alrededor de su homónima, y enfila la línea recta que, a no dudarlo le llevará al triunfo indiscutido ahora, aun cuando antes le haya sido discutido por los más incrédulos que no tendrán otro remedio que inclinar su cerviz.,. y manejar su pluma sobre el talonario de cheques. ¡Véanlo, véanlo, señores televidentes! En la parte inferior de la pantalla, el puntito luminoso de mayor tamaño. ¡Ese es Bill Shekels, todo un piloto del espacio! No hay nadie como.,. ¡Caramba! ¿Qué le ocurre a Bill? ¡Vamos,chico, no te desanimes! Algo pasa, no lo duden. Algo le ocurre en su fantástico cohete. Titubea, vacila. Parece como si hubiera perdido el rumbo... Se desvía... ¡Bill!... ¡Oh!—exclamó decepcionado el locutor—. El "Luna Azul" se ha salido de su órbita y está describiendo una circular alrededor del satélite. Es una lástima, señores. Tenía ya la carrera ganada y los cinco millones en el bolsillo. No sabemos qué es lo que le ha podido ocurrir, aunque intentaremos ponernos en contacto lo antes posible con el Control Lunar de Carrera, para que nos informe sobre la más sensacional derrota que acaba de tener lugar. Nada ni nadie puede impedir ya el triunfo de Clausing, cuyo "Rayo del Espacio", no puede tener ya competidores y..."

Stella Harrison se encontraba sentada, en el suelo, con las piernas cruzadas a la usanza árabe, frente la pantalla y escorzó el busto, para estirar un brazo y alcanzar el interruptor del televisor. La imagen se esfumó inmediatamente, en medio de una sonora carcajada de su padre, que no había podido contener la hilaridad al ver el gesto de malhumor de la muchacha.

—Ya te lo decía yo, querida — continuó riendo el señor Harrison.

—¡Ha debido sufrir una avería!—contestó ella enfurruñada —. De lo contrario, ese zoquete de Clausing no le hubiera pasado en la vida. Shekels es cien veces mejor piloto que él.

—¡Oye, oye, niña! ¿Cómo estás tú tan enterada de las cualidades astronáuticas de uno y otro? Ne te suponía tanta afición a las cosas de la navegación sideral.

De momento Stella no repuso. Simplemente se limitó a enrojecer, y luego abrió la boca.

—Es que antes de apostar quise enterarme — murmuró a modo de disculpa.

—¿Si?

Al señor Harrison le gustaba hacer rabiar a su hija, siempre que podía, en cosas de poca monta. Disfrutaba con que Stella hubiera perdido la apuesta, mucho más que con el dinero que él mismo se embolsaría una vez Clausing cruzara la imaginaria línea de meta, situada a dos mil kilómetros del planeta.

—Pues si te enteraste — siguió el padre de la muchacha—, el que te dio los informes, o no sabía lo que te decía, o te tomó el pelo de mala manera.— y, al decir esto, zarandeó cariñosamente la cabeza de su hija.

—Es la primera vez que una corazonada me falla— frunció ella la adorable boquita.

—Por eso yo aposté sobre seguro, como te dije antes. En mis negocios hago siempre lo mismo. De lo contrario, tú y yo andaríamos ahora pidiendo, limosna— sonrió el padre, que concluyó—: ¡Ea! No hablemos más del asunto.

Conectó de nuevo el televisor, en el mismo momento en que la voz del locutor exclamaba:

—"...Nos comunican que el aparato número 10, "Lanza Negra", pilotado por Perry Mollison, ha estallado, desintegrándose instantáneamente, sin dejar el menor rastro. Control Lunar de Carrera informa que las causas de la explosión son desconocidas, aunque se supone que quizá una elevada presión en la conducción del reactor a las toberas..."

Les interrumpió la entrada de un ceremonioso mayordomo, cuyos pasos amortiguados por la espesa alfombra no habían percibido. A pesar de vivir en los finales del siglo, en algunas cosas, como en aquel detalle el señor Harrison, se sentía ligeramente anticuado.

— ¡Ah! ¿Es usted, Bates? — murmuró el financiero—. ¿De qué se trata?

—Un caballero desea verle, señor. Dice llamarse Thomas F. Quinton, y el asunto que le trae de sumo interés para ustedes dos.

—¿Thomas F. Quinton? — monologó para sí Harrison—. Es la primera vez que escucho ese nombre. ¿Y tú, hija? ¿Te dice algo?

Stella, todavía sentada en el suelo, se limitó a hacer un simple movimiento, encogiendo los hombros, harto significativo por demás. Bates, el mayordomo, desvió su mirada de la muchacha y aguardó la decisión del señor Harrison.

—Muy bien — dijo éste—. Hágalo pasar. Veamos en qué consiste ese asunto que no admite la menor demora.

—Al momento, señor — y Bates se volvió, para, diez segundos más tarde, abrir la puerta a un caballero, que avanzó decidido hasta el centro del amplio "living".

—El señor Harrison, supongo, ¿no?

—El mismo. La señorita en una postura tan poco correcta es mi hija Stella. Habremos de disculparla. Está enfadada, porque su favorito ha perdido la carrera.

—A una mujer tan bella se le pueden disculparmuchas cosas —elogió versallescamente el recién llegado al mismo tiempo que rendía una inclinación de cabeza hacia la muchacha, que replicó con otra, apenas notada, sin contestar palabra.

—Su mayordomo — continuó Quinton—, ya les ha dicho mi nombre. También les ha dicho que se trata de un negocio urgente.

Harrison frunció el ceño levemente ante las palabras de Quinton, y Stella dejó que sus ojos despidieran una leve chispa de interés. El primero habló:

—Mi hija, aquí presente, será un día la directora de mi firma. Es lógico, pues, que ella esté enterada de todos mis asuntos financieros, por lo que le ruego hable en su presencia sin el menor embarazo. No tengo, ni he tenido nunca, que ocultarle nada de mis negocios.

—Todo el mundo conoce su honradez, señor Harrison. Y, puesto que usted lo quiere...— suspiró y se lanzó por el camino de la exposición del asunto que le traía allí, para, diez minutos más tarde, encontrarse en la puerta del "living", conducido hasta allí por un encolerizado Nick Harrison.

—Dé gracias a la presencia de mi hija. De otra forma no saldría usted tan bien librado.

Quinton sonrió desdeñosamente:

—Es de lamentar su obcecada actitud, señor Harrison. Muy de lamentar. Confiaba en usted, pero me defraudó.

—¡Basta ya! ¡Largo de aquí! — rugió el padre de Stella, cuyo rostro se congestionaba por momentos.

Aparentemente, los ojos de Thomas F. Quinton eran tranquilos y hasta apropiados para confiar en él solamente por una mirada, pero en esta ocasióndespedían chispas, a pesar de que su educada sonrisa indicaba todo lo contrario:

—Tendrá noticias mías, señor Harrison. Y antes de lo que usted se figura.

Aún tuvo tiempo Quínton de hacer una inclinación de cabeza en dirección al lugar en que se encontraba la muchacha, todavía sin variar de posición. Pero ella fijó los ojos en el techo, estudiándolo cuidadosamente, a pesar de que hacía veintitrés años que lo conocía. Y el visitante, sin pronunciar ya ninguna palabra más, volvió a sonreír desafiadoramente a Harrison. Luego, dio medía vuelta y salió de la habitación.