CAPÍTULO V

 

Nicholas Harrison se paseaba nerviosamente, cruzando la habitación alternativamente, fumando sin enterarse de que tenía el pitillo en la boca, mascullando a veces gruesas interjecciones, inconsciente de que su hija Stella, sentada en un amplio diván, lo contemplaba imperturbablemente.

—Papá —le recriminó la muchacha—, te estasportando como si fueras un chiquillo. No creo haberte visto así jamás.

—Cuando lo he estado eras demasiado pequeña para acordarte ahora —gruñó el impacienté Harrison—. Por otra parte, comprenderás que la cosa es para enfermar de los nervios al más templado.

—Eso es cierto, pero con tanto moverte lo único qué conseguirás es cansarte inútilmente, sin evitar nada de lo que debe suceder.

—¿Sin evitar nada? Desde luego que no podré hacerlo, si ese par de atontados no vienen... ¡Ahí ¡Ya están aquí! —y el amplío pecho del señor Harrison se dilató en un suspiro de alivio.

No aguardó a que Bates se los introdujera. Caminó vivamente hacia la puerta y pareció como sí los arrastrase hasta el centro de la habitación.

—Ya era hora. Gordon, O'Malloy, es algo muy importante lo que tengo que decirles.

Los recién llegados se fijaron en el preocupado rostro de su huésped y ello no dejó de impresionarles. Saludaron brevemente a Stella, que se levantó a ruego de su padre:

—Anda, hija. Sírvenos bebidas. Creo que lo necesitaremos.

Los tres hombres se sentaron en torno a una mesa, en tanto que la muchacha obedecía y vertía el licor en los "high-balls". Harrison aguardó a que su hija hubiera terminado y encendió, siempre muy nervioso, el pitillo que la muchacha le ofrecía, así como a los recién llegados, cuyo aspecto se diferenciaba muy poco del dueño de la casa.

—¿Y bien? — inquirió Gordon, después de haber tomado un sorbo.

—¿Y bien? — repitió mecánicamente O'Mallory.

—Señores, ustedes saben las condiciones en que fue establecida nuestra sociedad. Saben que uno de los principales motivos del éxito ha sido la estrecha unión y firme lealtad que siempre hemos mantenido los unos para con los otros. Lo que tengo que comunicarles ahora es tan grave que, aunque normalmente, en cosas de relativa poca importancia, obro sin consultarles, seguro de antemano que lo que he ordenado hacer será aprobado, en esta ocasión no me he atrevido.

—¿Tan grave es el asunto? — inquirió Gordon.

—No puede usted imaginárselo siquiera. Y si no hacemos frente a la situación con decisión y rapidez y todo hay que decirlo, con un poco de suerte podemos declararnos en bancarrota.

Pareció como si a Gordon y a O'Malloy les pinchasen. Tal fue el bote que dieron en su asiento. El primero, incluso derribó su vaso, cuyos restos fueron recogidos de inmediato por Stella, en tanto que le ayudaba a limpiarse. Una vez reparados los desperfectos, miró de hito en hito a Harrison.

—Si es tan grave el asunto, ¿por qué no ha convocado una reunión de accionistas, con carácter de urgencia?

—No es posible — replicó Harrison—. Serían demasiados oídos y demasiadas bocas, y no podríamos evitar alguna filtración que daría al traste con todo.

—Pero, bueno, ¿de qué se trata? — se impacientó O'Malloy.

—A ello voy. Antes les diré que les llamé únicamente a ustedes dos porque somos los principales accionistas y quienes, prácticamente, tenernos elcontrol de la sociedad. Y ahora les soltaré la bomba.

Gordon y O'Malloy miraron fijamente a Harrison. Aguardó éste un segundo, aumentando la tensión dramática que ya existía y preguntó:

—¿Qué les parecería si les dijera que se han descubierto nuevos yacimientos de diamantes, en fabulosas cantidades, de tal manera que prácticamente basta con arañar el suelo para llenarse las manos?

Los dos visitantes tuvieron que recurrir al licor para tranquilizarse, y Gordon, como no le había sido repuesto el vaso, echó mano de la botella, de la que bebió largamente, sin la menor educación. Harrison prosiguió:

—Todavía es un secreto el descubrimiento, pero, sí no obramos rápidamente, dejará de serlo y en consecuencia un diamante valdrá menos que ese trozo de vidrio que usted tiene en la mano, O'Malloy.

El aludido dejó el vaso frente a sí, como picado por una víbora.

—Pero ¡no puede ser! —declaró patéticamente—. El mercado diamantífero está controlado de tal manera que los precios no pueden bajar. En ninguna mina es posible sacar un solo quilate sin que los vigilantes lo noten al momento. Unos nuevos yacimientos serían nuestra ruina. Debemos comprarlos al precio que sea.

—¿A quién se los va a comprar, O'Malloy?

—¿A quién? — repitió ésta—. A su dueño, naturalmente.

— ¿Quiere usted decirme quién es el dueño de los terrenos?

—¿Quiere usted —era Gordon el que interpelaba ahora — dejarse de tantos rodeos y hablar de unavez? No me convienen las emociones demasiado fuertes y temo que mi corazón...

—Su corazón está en perfecto estado, Gordon. De no ser así, no hubiera soportado el trago que usted se echó antes.

Gordon enrojeció ante la alusión, y el financiero prosiguió:

—No podemos comprar la mina, por la sencilla razón de que no tiene dueño. Y no podemos comprarla, porque lo mismo puede ser nuestra que del primero que llegue.

—Habrá, en todo caso, un gobierno con el que tratar — adujo O'Malloy.

—¿Un gobierno? — repitió irónicamente Harríson—. Uno, diez, veinte. Todos ellos pueden alegar su derecho a tales terrenos. Es algo que todavía nadie ha discutido aún, porque la mina, o minas, se hallan en nuestro satélite.

Ahora sí que se pusieron en pie los visitantes. La noticia era demasiado gorda para que no reaccionaran de la forma en que lo hacían, y Gordon estuvo a punto, con un involuntario rodillazo, de llevarse por delante la mesita con el servicio, que se tambaleó alarmantemente. La pronta intervención de Stella, silenciosa hasta entonces, evitó el desastre.

—¿Qué podemos hacer? — lloriqueó O'Malloy—. Si no obramos prontamente, podemos considerarnos en la ruina. El precio del diamante bajará verticalmente. Ni siquiera los niños querrán jugar con ellos.

—Yo sí sé lo que hay que hacer. Contrataremos tripulaciones y hombres decididos, que se anticipen y exploren los lugares en los que puedan hallarse las piedras. Buenos pagas, sin regatear, les convencerán de la conveniencia de tener callada la boca.

—Pero nos costará una millonada — sugirió tímidamente Gordon, y Harrison lo miró con desdén.

— ¡Una millonada! — repitió despreciativo—. ¿Qué prefiere? ¿Pagar y conservar la supremacía del mercado diamantífero, o ahorrarse unos millones de dólares y encontrarse en la calle?

—Harrison tiene razón — coincidió O'Malloy—. Creo que podemos dejar en sus manos el asunto, con la absoluta seguridad de que procederá del modo más conveniente para nuestros intereses.

—Está bien — rezongó Gordon, todavía no muy convencido—. Lo primero que debemos hacer es enviar una buena tripulación. Compraremos, al precio que sea, una astronave, con un hábil piloto, y con el pretexto de una investigación científica, la enviaremos a la Luna. Una vez allí... ¡Bah! No nos será difícil demostrar unos derechos a unos terrenos que hasta ahora nadie ha ocupado, precisamente porque no hay nada de valor.

—Pero el Gobierno puede arrojarnos de ellos.

—¿Con qué derecho? ¿Hay alguna legislación que nos impida apropiarnos de unos cuantos kilómetros cuadrados de terreno lunar?.

—Están los otros gobiernos de la Tierra... — Gordon no hallaba más que dificultades — y querrán también su parte.

—El nuestro nos defenderá, una vez se haya convencido de que no puede hacer nada, legalmente, contra nuestra sociedad.

—Puede usar las tropas siderales.

—No. La opinión pública se le echaría encima. Lo único que puede hacer es establecer unos impuestos, pero antes tiene que ser objeto de discusiones parlamentarias, y ello nos daría el tiempo suficiente para quedarnos con todo el mercado, sin lanzar una piedra preciosa más a la venta que aquellas que nos convinieran, y, claro está, si el Gobierno acepta nuestro establecimiento allá arriba, en el momento en que las otras naciones protesten, no tendrá otro remedio que defendernos.

Gordon y O'Malloy miraron con admiración a Harrison. Sonrieron. Se despejaron de su frente las nubes sombrías que hasta entonces las habían cubierto.

—Es usted un as — elogiaron al unísono.

—Gracias. Conocedor un poco de la psicología humana. Y ahora sólo queda ultimar el detalle de la expedición de vanguardia. Ya he pensado en el piloto. Es un hombre que tuvo mala suerte en la primera carrera espacial y que ahora se encuentra arruinado. Bill Shekels podría ser perfectamente nuestro hombre...

Stella había permanecido silenciosa hasta aquel momento, pero al escuchar el nombre del piloto que su padre proponía, exclamó, sorprendiendo al trío de financieros:

—¡No!

—¿Por qué, hija mía? — Harrison se volvió hacia la muchacha, atónito.

—Por la sencilla razón de que yo había previsto lo que iba a pasar y quise contratarle. Anoche le vi. Y, con buenas palabras, me envió a paseo. ¡Ah! Y, por si te interesa, papá, te diré que acto seguido se enfrascó en una interesante conversación con Thomas F. Quinton.

Harrison no pudo por menos de palidecer, al escuchar la inesperada revelación, y sus socios le notaron la demudación que experimentó su rostro.

—¿Quién es ese tal Quinton?

Y al padre de Stella no le quedó otro remedio que contar la conversación sostenida anteriormente con el personaje mencionado.

 

* * *

 

— ¡Bill! ¡Bill!

Shekels se asomó, agarrándose con una mano a un saliente y, a más de cien metros de profundidad, vio, remotísima, la figura de Urdíales. No le hubiera llegado su voz de no haber sido por la circunstancia de gritar desde el interior de la astronave, hueco en su totalidad, desprovisto de la mayoría de los aparatos impulsores, que se estaban terminando de fabricar y cuya colocación sería cuestión de una semana o dos, a lo sumo. Todo estaba ya dispuesto para recibirlos, y el hacer las conexiones necesarias apenas llevaría otro espacio idéntico de tiempo. Pero entretanto, Bill no dejaba de pasarse horas y más horas, revisando todos los complicados mecanismos de la nave, en especial los sistemas de comunicación y astronáutica. No quería sufrir el menor error, ya que un leve descuido bastaría para lanzarlos al espacio infinito, sin posibilidad alguna de retorno al planeta.

—¿Qué quieres, Antonio? —y su voz, rebotando por las paredes, llegó al plano inferior en el que se encontraba su mecánico, en el punto de unión de los reactores con las toberas, acompañado de otra persona, cuya fisonomía no pudo distinguir a causa de la distancia.

—Baja un momento. Pronto.

Bill sabía que su amigo no le apartaba de su trabajo si no era por alguna razón justificada, y no se molestó en inquirir las causas de la llamada. La supuso lógica, por lo que atrajo hacia sí el cable de la polea que servía para izar a aquellas alturas los instrumentos y metió un pie en el gancho. Urdíales lo vio e hizo funcionar el mecanismo de descenso, con lo que el piloto espacial se halló, un par de minutos después, en el mismo plano en que estaban los dos hombres, examinando con curiosidad al desconocido, a quien presentó el español.

—Bill, éste es el señor Wetzlar, IacobWetzlar. Dice que tiene que hablarte.

—Usted dirá —exclamó Shekels.

—Creo que van ustedes a la Luna, ¿no es así?

—Pudiera ser — exclamó Bill sin comprometerse a nada —. Hoy día es un viaje que lo realiza todo el mundo.

—Yo también quiero hacer ese viaje.

—Bien, ¿y qué me cuenta usted a mi de sus intenciones? ¿Por qué no se las explica a una agencia de viajes? Ellas le resolverán el problema.

—No —replicó firmemente Wetzlar—. Ha de ser usted.

—¿Yo? — Bill no pudo contener la risa —. Amigo, ¿por quién me ha tomado usted? Yo no soy el dueño de la astronave. Soy un simple asalariado. Busque al dueño. Es un tal Quinton.

—No. —Wetzlar parecía terco—. Quiero que me lleve usted a bordo, como si fuera un miembro másde la tripulación. Usted es el capitán de la nave, ¿no?

—Así parece — la contestación de Bill quiso ser cauta.

—La tradición exige que todo capitán contrate la tripulación a su gusto. Por lo tanto...

—Amigo mío — Bill empezaba a cansarse ya —, la tradición es una cosa y el dueño de la astronave otra. Ambas distintas por completo. Y el dueño es el que me proporcionará la dotación. Así figura en las cláusulas del contrato. Lo único que puedo hacer es poner las objeciones que me parezcan, si algún tripulante no me convence.

Parecía como si Wetzlar estuviera muy empeñado en viajar hasta el satélite, porque, con pausados movimientos se metió una mano en el bolsillo y extrajo de él un grueso rollo de billetes. No se molestó siquiera en contarlos, y sonrió con aire de suficiencia, cuando, tomando con la otra mano una de las de Bill, le depositó en la palma aquel ingente montón de dinero, al mismo tiempo que le decía:

—Es una llave que no me ha fallado nunca, señor Shekels.

—Puede que la llave sea buena — repuso Bill, con una chispa de buen humor en los ojos, que desmentía el hervidero interior de sus sentimientos—, pero la cerradura está completamente oxidada — y, diciendo esto, metió de nuevo el rollo de billetes en el bolsillo de la americana de Wetzlar, quien abrió mucho los ojos, y la boca también, como si no creyera en lo que acababa de presenciar.

Pero no tuvo tiempo de replicar siquiera. Apenas el piloto espacial había terminado su ademán de devolver el dinero, cuando, sin previo aviso, su puñose disparó, chocando sordamente contra el mentón de IacobWetzlar, que se desplomó hacia atrás, como un saco vacío de su contenido, sin lanzar siquiera un gemido.

Diez minutos después, un abochornado aspirante a viajero sideral dejaba a sus espaldas la mole inmensa del cohete, seguido por la irónica voz de Bill,

—¡Otra vez que quiera abrir una cerradura, compruebe primero si sirve la llave!

Al defraudado visitante sólo le quedaba un recurso: el del pataleo, por lo que se volvió agitando el puño amenazadoramente hacia Bill, mascullando algo que éste no supo entender, y que le hizo encogerse de hombros. Luego se volvió, con severa expresión en su rostro hacia Antonio:

—La próxima vez que me admitas un tipo de esta calaña, el puñetazo será para ti, no para él. Recuérdalo, Antonio. No me gusta mucho el amigo Quinton, pero ya que hemos hecho un trato con él, hay que ser leales hasta el final.

— ¡Pero, Bill...!

Más éste ya no le escuchaba. Había puesto en marcha el mecanismo de ascenso y su figura se perdía en las alturas.

Diez días más tarde, todo el cohete era un frenesí de ajetreo y trabajo, dirigido hábilmente por Bill. Los motores ya estaban colocados, y solamente faltaba encajar, en sus alvéolos respectivos, los grandes depósitos de combustible, comprimido a elevadísimas presiones, operación que vigilaba Bill en persona, cuando de repente sonó una voz a sus espaldas:

—¡Buenos días, señor piloto!

Se volvió como picado por un áspid.

—¡Ah! ¡Hola, señorita Harrison! ¿Qué le trae por aquí?

—¿No es usted capaz de suponérselo? — sonrió ella encantadoramente.

Bill la miró con suspicacia, y luego, aun sin dejar de hablar con ella, continuó atento a la grúa que estaba izando un pesado cilindro de combustible para ser colocado en el cohete.

—Fracasó el primer intento, y ahora lanza por segunda vez su anzuelo. ¿No es así? ¡Eh, vosotros, los de la grúa! Ese balón al alvéolo número doce. ¿Qué es lo que va a ensayar ahora, señorita Harrison? ¿La seducción personal?

Ella se atusó levemente el corto cabello.

—Pudiera ser. No soy tan fea. En opinión de mis amigos del sexo opuesto, claro.

—Sí. Me supongo que sus amistades femeninas dirán que es usted una presuntuosa y un adefesio. ¡Vamos, de prisa! ¡Abajo el gancho de la grúa!

—Y bien, ¿qué me contesta usted, señor Shekels?

—No... ¡Ojo! Ahora es el balón número catorce al que le toca el turno.

—¿Es firme su negativa, piloto? — parecía como si la voz de la muchacha temblara levemente.

—Tan firme como el suelo que está pisando, señorita. ¡Así! Ahora, ¡arriba con él!

Se encogió ella de hombros, suspirando:

—En fin he de confesar que ya me esperaba la decepción. No sé por qué he venido. Pero si una adecuada compensación económica pudiera convencerle, siempre estaría a tiempo, señor Shekels.

Los azules ojos del piloto la miraron fijamente.

—Lo siento. No he nacido para ser chofer de niñas ricas y consentidas. Y no es otro el papel que me correspondería, si entrase a su servicio.

—¿Y si no fuera precisamente tal trabajo el que le encomendara? Yo no tengo interés alguno por pasearme por la Luna.

Bill se cruzó de brazos delante de Stella.

—Escúcheme, señorita. Ya le dije que no. Y ahora, aun cuando me ofrezca usted todo el oro del mundo, no entraría a su servicio por la sencilla razón de que Bill Shekels no tiene más que una sola palabra, en lo relativo al asunto éste, y se la di a Quinton. Le sepa bien o le sepa mal, señorita.

—¿Ya sabe usted los rumores que corren acerca, de la solvencia, no precisamente económica, sino moral, de su patrón?

—Eso me importa un bledo... — iba a continuar Bill, pero en aquel momento un grito le llegó desde cincuenta metros de distancia.

—¡Eh! ¡Los de abajo...!

El piloto espacial miró en la dirección de la voz, hacia la parte en que estaban colocando los balones de combustible en sus alvéolos, y la sangre se le heló en las venas.

¡Un enorme cilindro, pesado de más de diez toneladas, se había desprendido del gancho de la grúa y caía sobre ellos!

Bill actuó. No pensó, no reflexionó, no miró nada. El impulso que dio a todos sus músculos fue absolutamente simultáneo a la consciencia del peligro y así, tomando por el talle a la muchacha, se apartó de un salto de aquel lugar.

Lo hizo en el momento preciso. Sintió junto a sí el desplazamiento del aire producido por la inmensamole, y el brutal choque de ésta contra el metálico suelo, con espantoso ruido, choque que conmovió la astronave desde la afilada punta hasta el extremo de las aletas. Y luego, rebotando todavía, rodando lentamente sobre sí misma, giró hasta llegar a la compuerta de carga, por la que desapareció al caer al suelo, una decena de metros más abajo, amortiguándose el choque con la blanda tierra del astropuerto.

Durante unos segundos, Bill sintió junto al suyo, el cálido contacto del bien formado cuerpo de la muchacha que, espantada, se le había abrazado sin el menor empacho. Por su gusto se hubiera estado en tal posición durante el resto del día, ya que ella, aterrorizada aún, no acertaba a despegar sus brazos del cuello del piloto, pero lo hizo cuando Bill habló:

—El peligro ha pasado ya, señorita. Y yo tengo trabajo.

—¡Oh! Dispénseme, señor Shekels. De no ser por usted... ¡Ha sido espantoso!

—La doy toda la razón. Y ahora, si me lo permite...

Se sonrojó ella, al darse cuenta de que todavía estaban abrazados, y se separó rápidamente. Urdíales se le acercó en aquel momento, murmurando lúgubremente:

—Sabotaje número dos, Bill. No lo olvides.