CAPÍTULO VII

 

Bart Clausing se levantó precipitadamente de su asiento al ver entrar a una mujer a la que él conocía únicamente por las portadas de las revistas de sociedad. Aplastó el cigarrillo en el cenicero, y avanzohacia la muchacha.

— ¡Señorita Harrison! ¡Qué inesperado placer! Aunque no tenía el gusto de conocerla personalmente...

—Muchas gracias, señor Clausing — le atajó ella, firme, pero cortés—. Lo mismo me pasa a mí con respecto a usted. Pero el asunto que me trae es urgente, y no podemos despilfarrarlo en cumplidos.

—Muy bien — dijo el sorprendido piloto—. Siéntese, por favor. ¿Una copa? ¿Un cigarrillo?

Stella aceptó únicamente el tabaco y luego, al mismo tiempo que el humo, disparó una pregunta que hizo saltar en el asiento a Clausing.

—¿Cuánto tiempo le va a durar todo esto? — y al hablar hizo un amplio ademán con la mano, indicando el lujoso apartamento en que vivía su visitado.

—¿Queeé...? ¿Cómo dice usted, señorita Harrison? Francamente, no la entiendo. No sé a qué Viene...

—Yo sí, Clausing —repuso ella con una nota de dureza en sus ojos—. He tenido tiempo de informarme de usted, y conozco sus debilidades, una de las cuales y no es la menor, trata de los frecuentes viajes que hace usted a Reno y Las Vegas. Los casinos de esta ciudad no le atraen lo suficiente, ¿verdad?

Sonrió con suficiencia, como halagado, Clausing.

—Hombre, señorita Harrison. La verdad es...

—La verdad es que los cinco millones del premio le van a durar muy poco. El Gobierno se ha llevado un hermoso bocado en concepto de impuestos. El pagar a su tripulación no le ha salido gratis, que digamos. Y luego, su fortuna en el juego no ha sido tan próspera como en la carrera. ¿Acierto o me engaño? Pero Clausing no perdía la sonrisa.

—Da usted en el blanco, señorita. Sin embargo, no sé a qué viene todo esto.

—Lo sabrá usted ahora mismo. Antes de seis meses estará nuevamente buscando un empleo. Por todo esto, yo me anticipo a ofrecérselo.

—¿Un empleo? — ahora Clausing reía sonoramente —. Señorita Harrison, puede que tenga razón, pero por ahora no necesito el dinero.

—Usted lo ha dicho claramente. Por ahora. Pero el actual presente le va a durar a usted menos que un iceberg en el mar de las Antillas. Vengo a contratarle a usted, puesto que sé que su astronave está en perfectas condiciones de emprender el viaje en cualquier momento. Usted puede tener muchos defectos, pero no el de descuidar sus medios de vida, aunque de momento no los utilice. ¿Sigo acertando?

Ella lo miró, sonriendo burlonamente.

—Si en vez de palabras utilizara usted un "Winchester", podría darme por muerto. De acuerdo. Veamos su proposición.

—Se la haré en dos palabras. Medio millón de dólares para usted como gratificación. Y todos los gastos, incluidos víveres, combustible, y sueldo de la dotación, por mi cuenta. ¡Ah! Y armas y municiones.

—¿Armas? — inquirió extrañado —. ¿Es que vamos a la guerra?

—Pudiera ser —contestó ella enigmáticamente—. ¿Acepta?

—¡Hombre!—Clausing volvió a rascarse la cabeza.—Pero, ¿sólo medio millón? Luego vendrá el Tío Sam con la rebaja de los impuestos y...

—¡Un millón! —ofreció ella, cifra que hizo parpadear atónito ai piloto, que repitió incrédulo, con gran emoción:

—¿Un millón?

—Exacto. Y, si acepta, traigo aquí el contrato que puede leer, una vez firmado el cual, le daré un cheque por la mitad de su sueldo, o sea por quinientos mil dólares. Pero le aconsejo que lo lea bien — y esto diciendo, extrajo de su bolso un papel que entregó al aturdido Clausing, que no acababa de reaccionar del todo y que se sumió en la lectura del documento, para, a los diez minutos, alzar sus ojos hasta los de su interlocutora.

— ¡De acuerdo! Con una condición.

—Diga — replicó Stella simplemente.

—La tripulación a mi gusto. De lo contrario nocerraré el trato.

—Muy bien. Pero, si acepta, fíjese que hay una cláusula que le obliga a devolver todos los anticipos que se le hagan, más una fuerte indemnización, para el caso que no parta antes de una semana. La he hecho incluir sabiendo que su nave está lista, a falta de un ligero repaso.

Clausing miró a la muchacha con admiración.

—Creo que su padre es un águila para los negocios. Pero al lado de usted debe parecer un parvulillo. ¡Venga el cheque!

Y Bart Clausing, sin la menor vacilación, firmóuna copia del contrato, que alargó a la muchacha, quedándose el con la otra y con el cheque.

 

* * *

 

—¡Doble sueldo a todo el que me ayude a liquidar a esos asaltantes! —repitió Quinton, y los hombres que ya se dispersaban, se volvieron al escuchar la voz de su jefe.

—¿Qué? ¿Os parece poco?

—¿Qué garantía nos da? — inquirió uno de ellos.

—Los diamantes, naturalmente.

—Y, ¿cómo los vamos a echar de aquí? ¿A pedradas?— preguntó otro.

—Regan — Quinton se dirigió al último que había hablado —, usted no me conoce a mí. De lo contrario, ya sabría que yo tenia previstos incidentes de este tipo. Si quiere ganarse su nueva paga, venga conmigo a la astronave. Allí le proporcionaré un hermoso rifle con abundantes municiones.

—Es poco ese sueldo doble — observó el primero que había hablado, llamado Mueller.

Quinton no era tonto y apreció que sus hombres vacilaban de nuevo, por lo que no lo dudó un segundo más:

—Triple, y no se hable más. ¡Vamos todos! ¡Hay que convencer a esos recién llegados de que lo mejor que pueden hacer es abandonar el campo!

La oferta del jefe acabó por convencer a los más reacios. Desde luego, sus sueldos normales ya eran considerablemente más elevados que los de cualquier otro empleo terrestre y el triplicar sus ingresos les pondría en posesión de una fortuna nada despreciable. Así, pues, aullando ferozmente, y prometiendo toda suerte de males a los ocupantes de aquella astronave que ya casi se apreciaba a simple vista, se dirigieron; en manada, hacia la que se encontraba a menos de medio kilómetro de distancia, aguardando abajo a que Quinton les entregara las armas para luchar.

Bill se volvió al advertir un codazo en uno de sus costados. Urdíales le interpeló:

—¿Qué piensas hacer tú, Bill?

—Lo mismo que tú, Antonio. Buscar un sitio bien resguardado y procurar hacer lo que se dice en tu país: ver los toros desde la barrera. No olvides que aquí las balas tienen un alcance infinitamente superior al que poseen en la Tierra, y no me haría ninguna gracia el que me agujereasen el traje. Seríasuficiente con ello.

—Estoy de acuerdo contigo. Morirán muchos.

—Menos todavía de los que no saben siquiera que han de venir a este satélite atraídos por el brillo de los diamantes y que se dejarán sus huesos aquí — repuso pensativamente Bill, contemplando cómo ya Quinton, ayudado por Regan y McMurdo, también cegado por el brillo de la recompensa, cargaba los rifles en el montacargas auxiliar, enviándolos hacia abajo, en donde fueron rápidamente distribuidos por aquellos hombres ansiosos, más que de la sangre de los que llegaban, del dinero que se les habla prometido y cuya posesión peligraría si no conseguían rechazarlos.

En menos de un cuarto de hora, todos los miembros de la expedición, filosóficamente contemplados por Bill y su mecánico, estuvieron equipados. Y nofue el propio Quinton quien se quedó más rezagado cuando cada hombre fue dueño de un arma.

Sus voces llegaban claramente hasta el lugar en que se hallaban los dos amigos, y por ello percibieron la del jefe, que exclamó:

— ¡A ellos, muchachos! ¡Que no quede uno solo con vida!

Entretanto, la astronave ya se había detenido, muy cerca de allí. Apenas a mil metros de distancia, y la compuerta superior se había abierto, dejando ver dos o tres hombres en el negro hueco de su rectángulo.

Quinton fue el primero en disparar. Su vista pasó a través de la mira telescópica, encuadrando en ella a uno de los recién llegados y, apenas estuvo seguro de que el tiro no le fallaría, oprimió el gatillo del arma.

El hombre se llevó las manos al pecho, apenas sintió el dolor de la herida. En circunstancias normales hubiera tenido salvación, pero se le conjugaban dos cosas para hacerle morir sin remedio: el escape de aire por los dos orificios, el de entrada y el de salida en su traje de vacío, y la subsiguiente caída, que, aunque era desde unos cien metros y con menos atracción gravitacional que en el planeta, no por ello dejaba de ser equivalente a una que sufriera en la Tierra desde quince metros, bastante para terminar con su vida. Y, apenas había tocado el muerto el suelo, cuando los hombres de Quinton comenzaron un fuego graneado contra los otros dos que se hallaban en la puerta, los que, dándose cuenta del hostil recibimiento se apresuraron a retirarse al interior, al recibir el chaparrón de balas que,dirigidas con más precipitación que puntería, no les alcanzaron. La compuerta se cerró al instante.

Quinton rio satisfecho y utilizó su transmisor de radio.

—¡En! ¡Vosotros, los de la astronave! ¡Largaos de aquí! ¡Estos terrenos son míos y no tenéis nada que hacer aquí!

Hubo una pausa y luego se oyó una voz que a Bill le pareció vagamente conocida:

—No hay ninguna ley que nos impida a nosotros buscar también diamantes. Por lo tanto, lo mismo os guste que os desagrade, bajaremos y cogeremos nuestra ración de piedras.

—¿Sí, eh? —aulló Quinton—. ¿A qué esperáis,pues?

Sin duda el jefe de los recién llegados debía ser tan precavido o más que el propio Quinton, porque de repente, y antes de que, tanto éste como sus hombres tuvieran tiempo de apercibirse de lo que sus contrarios pensaban hacer, la compuerta de la astronave se abrió un poco, no mucho, lo suficiente para que asomase algo de largo y ancho cañón, que escupió una llamarada, sin que, a consecuencia de la falta de atmósfera, pudiera escucharse la detonación de la combustión de los gases de la cordita inflamada.

Apenas se había visto el fogonazo del disparo, cuando otra segunda llama, como una roja flor de muerte, se abrió en el centro del desprevenido grupo. Una nube de piedras desmenuzadas y polvillo del suelo lunar, en invertido cono, se elevó a lo alto, al mismo tiempo que dos o tres hombres, cogidos en el centro de la explosión eran arrojados, comosacos vacíos, a los lados, en tanto que tres o cuatro más, se desplomaban instantáneamente al suelo.

Bill sintió la leve trepidación del reventón de la granada transmitida a través del suelo del satélite, pero antes de que tuviera tiempo de traducir su estupefacción en palabras, aquel extraño cañón volvió a hacer fuego de nuevo, esta vez con más comodidad, pues los hombres de Quinton se habían quedado paralizados por el asombro, y otros tantos volaron despedazados, cuando no muertos casi instantáneamente, al serles perforados los trajes por los cascos de metralla y los trozos de roca levantados por la explosión.

Una docena de cuerpos quedaron tendidos en el suelo, en tanto que los restantes se dispersaban rápidamente, de modo que el tercer disparo no alcanzó más que a uno, estallándole entre los pies y levantándole en el vacío, agitando brazos y piernas como si fuera un pelele, para luego caer al suelo y quedar absolutamente inmóvil.

—¡Canastos! ¡Bazooka!—gruñó Urdíales.

— ¡Un bazooka! —exclamó estupefacto Bill, para añadir a continuación—: Pues sí que va a ser una delicia la vida en este lugar.

— ¡Ojo! ¡Otro!—gritó Urdíales, agachándose al suelo.

Sin darse cuenta, estupefactos por lo que estaban presenciando, se habían puesto en pie, dejando la mitad del cuerpo al descubierto, fuera del amontonamiento de rocas que hasta entonces los había protegido, pero el tirador del lanzagranadas había captado sus imágenes en su mira, y les había soltado una.

El proyectil, con un alcance anormal, pegó con toda su fuerza en el frontis del parapeto, haciendo trepidar aquel trozo de suelo lunar, y arrojando enorme cantidad de rocas al suelo, que cayeron encimade ambos compañeros, golpeándoles con dureza, no disimulada totalmente por el acolchamiento de los trajes. Y apenas había recibido la lluvia de pedruscos cuando Bill sintió de repente un frío intensísimo:

—¡Tengo perforada la escafandra! —gritó, alarmadísimo.

Antonio se puso de un salto a su lado:

—¡Échate!—rugió, y Bill, comprendiendo la intención de su amigo le obedeció al momento, extendiendo brazos y piernas.

Urdíales revisó rápidamente la parte anterior del cuerpo de Bill, sin hallar nada de particular.

—¡Vuelta!—ordenó, y el piloto hizo lo que le mandaban, sintiendo al instante la presión de la mano de Urdíales.

— ¡Ya está! ¡Aguanta un par de segundos!

El español había visto rápidamente el orificio por el que se escapaba el aire. Afortunadamente era muy pequeño. De haber tenido siquiera el diámetro del causado por una bala, no hubiera habido remedio para Bill, pero se había reducido al agujero causado por la aguda punta de un trozo de roca, apenas mayor que la cabeza de un alfiler, por el que había visto salir una columna de blanquecino humo, el vapor de agua congelado instantáneamente en su contacto con el vacío. Puso allí el pulgar, en tanto buscaba algo en uno de los bolsillos exteriores de su propio traje.

—Aumenta presión — gruño, y Bill, haciendo siempre caso a las indicaciones de su amigo, abrió la espita del gas, en cuyo momento Urdiales, quitando su dedo, echó sobre el orificio, que había vuelto a humear de nuevo, unas cuantas gotas de un producto pastoso, de gran densidad y cualidades coagulantes, que se solidificó al momento, cerrando el escape de aire.

—¿Bien? — inquirió, y Shekels, todavía pálido por el susto recibido, asintió.

—¡Uf! Creí que ya todo había terminado para mí. Gracias, Antonio. Te debo la vida. Nunca lo olvidaré.

Éste gruñó algo ininteligible, al mismo tiempo que agitaba la mano desdeñosamente, y luego señaló hacia la segunda astronave, diciendo:

—¡Mira!

Bill hizo lo que le indicaban. Pudo presenciar una curiosa escena.

En tanto que el tirador del bazooka seguía haciendo uso constante del arma, protegiendo el desembarco de sus compañeros, un grupo de éstos se había instalado en el montacargas que le descendía hacia el suelo del satélite a toda la velocidad posible. Dispersos los hombres de Quinton, reducido notablemente su número, no podían ofrecer una resistencia muy eficaz y así, los recién llegados, aun sufriendo bajas en sus efectivos, que habían disminuido en una mitad aproximadamente, se arrojaron del aparato, apenas estuvieron a distancia suficiente, que fue cuando quedó, entre la plataforma y el suelo, una docena de metros, separándose apenas sus pies habían entrado en contacto con tierra firme, y comenzaron a disparar como energúmenos cuando estuvieron en condiciones de hacerlo.

—¡Fuego contra la compuerta! — aulló Quinton: — No dejéis bajar ninguno más.

Pero el del lanzagranadas, impertérrito, tumbado en el suelo de la esclusa, continuaba disparando impertérrito hacia todo lugar en el que veía aparecer un chispazo indicador que alguien había hecho uso de su rifle, y con ello dificultaba enormemente la puntería de los hombres de Quinton, permitiendo que, aunque la siguiente oleada también perdiera algunos de sus elementos, que al ser alcanzados se estrellaron cien metros más abajo, alcanzara su objetivo, aumentando así sus fuerzas y empezando a poner en un aprieto a la cuadrilla de Quinton.

—Esto se pone divertido — masculló Bill.

—Y a nosotros, ¿qué? — rezongó Urdiales—: No hemos tomado parte en la lucha, de modo que nada nos puede pasar. Si resulta perdedor Quinton verán que no tenemos ningún arma.

—La teoría es perfecta, Antonio — repuso Bill, sin dejar de contemplar el combate que continuaba más encarnizado que nunca—: Me gustaría saber qué resulta en la práctica.

Durante un buen rato ambos bandos se tirotearon a gusto. No se oían las detonaciones, pero, en cambio, los fogonazos de los disparos y los impactos de las balas, levantando nubecillas de polvo, que luego se depositaba con exasperante lentitud, se percibían con toda claridad, indicando que ninguno de los que pertenecían a ambos bandos contendientes estaba dispuesto a hacer un alto en el fuego, sí no era exterminando antes al contrario. Pero la cosa, igualada ya, parecía no tener término, y fue Quinton quien, obligado por las circunstancias, llamó:

—¡Eh, vosotros! ¿Dónde está vuestro jefe?

—¿Qué es lo que quieres?

—Podemos hacer un pacto. Una especie de armisticio. En este lugar hay diamantes para abastecer todo el planeta y hacernos los dos millonarios.

Bill pensó que si él fuera el jefe de los recién llegados no confiaría ni un pelo en las promesas de Quinton, pero, como ello no le afectaba, se limitó a escuchar.

—Está bien — contestó el propietario de aquella voz que le resultaba conocida a Bill—: ¿Qué trato propones?

—Tirar primeramente las armas. Luego establecer campos, delimitándolos claramente.

—Me parece muy bien. Alzaremos los dos los brazos a un tiempo. ¿De acuerdo?

—¿De acuerdo...? ¿Ahora...? — Bill hubo de admirar la sangre fría de Quinton que se puso en pie, con el fusil sostenido por ambas manos, arrojándolo luego de modo bien visible, para que no se dudara de sus intenciones.

—Por mi parte ya estoy. Y mis hombres lo mismo. ¡Arrojad las armas!

Los movimientos de ambas partes fueron simultáneamente, pero apenas se habían puesto en pie, unos y otros, con las manos bien abiertas para que pudiera apreciarse que ninguno sostenía un arma, cuando Urdíales tocó en el hombro a Bill:

—¡Astronave número tres!

Bill miró en la dirección que le indicaba el español y se quedó estupefacto. Pues, allá arriba, a unoscuantos miles de metros de distancia, se divisaba el punto rojo que eran los chorros de gases de otro aparato sideral que deceleraba para tomar tierra en el mismo cráter de Vitrubio.

—Pues, Señor —dijo —esto se pone más concurrido que Times Square el día de Año Nuevo.