CAPITULO III

No era muy grande el barracón. Apenas mediría una docena de metros de largo, por la mitad de ancho, y aquello era todo cuanto constituía las edificaciones del astropuerto particular de Bill Shekels.

Con los brazos cruzados sobre el pecho, con la vista perdida en el infinito, se hallaba éste junto a una ventana, cuyos cristales apenas si dejaban ver el panorama, oculto tras la espesa cortina de la lluvia que caía mansamente, mezclada con una espesa neblina que difuminaba los objetos, alargando sus formas, haciéndolas fantasmales, convirtiéndolos en objetos irreales, no pertenecientes al planeta.

La expresión de Bill era sombría. Se hallaba en franca bancarrota. Perdida la carrera, había perdido todas sus esperanzas de rehacerse de los cuantiosos dispendios que tuviera que hacer para participar en ella. Aún recordaba, por no hablar de otras cosas, la serie de equilibrios que tuvo que hacer para reunir los cien mil dólares, necesarios como derechos de inscripción y que, al verse tan apurado para hallarlos, casi le habían hecho desistir de su empeño. Pero, a última hora, su elocuencia había convencido al reacio director del Banco y éste había accedido a concederle el préstamo. ¿Cómo se las iba a arreglar ahora para devolverlo?

Este era uno de los muchos problemas que le bullían en la mente, en tanto contemplaba melancólicamente la mole grisácea, semidifuminada por la lluvia y los celajes de las nubes que se arrastraban lentamente junto al suelo, de su amado "Luna Azul", ahora parado a un kilómetro del barracón, inmóvil, muerto prácticamente.

El cohete, sin reactores, sin depósitos de gas combustible, era ahora un cadáver metálico. Un montón de metal nada más. Y en aquella mole de centenares de toneladas, se hallaban enterradas todas las ilusiones y todas las esperanzas de Bill.

Oyó pasos al abrirse la puerta del barracón. Se volvió y vio media docena de rostros. Parte de sus propietarios eran de los que hicieron con él la carrera. Los restantes eran los que le habían quedado fieles y que pertenecían al personal de tierra, al cuidado del astropuerto.

Pero todos los recién llegados tenían una característica común. Su embarazo. Su dificultad para hablar. Murmuraban entre sí. Algunos de ellos nerviosos daban vueltas a las gorrillas de viseras que tenían entre las manos. Todos se daban codazos unos a otros, como empujándose para tomar la palabra,Bill se supuso instantáneamente lo que querían, pero deseo escucharlo de ellos mismos.

—¿Qué os ocurre, Tufts? — fue a su tercer piloto, que se hallaba en primera fila, al que se dirigió.

Y lo puso en un aprieto. Johnny Tufts carraspeó, miró a un lado y a otro, palideció, tosió, y al fin, un empujón de uno de los que se hallaban tras él lo lanzó al centro y a la oratoria, que más que oratoria fue un tartamudeo continuo, en medio del súbito enrojecimiento que tomó su rostro.

—Mira, Bill... Yo... Nosotros... Bueno, comprenderás que... En fin, tal como... como están las cosas... Verás, mi esposa me pide dinero... Si yo fuera soltero, no me importaría, pero por no escuchar a June... Hazte cargo, Bill... Yo...

—Entendido, Johnny — repuso Bill compasivamente. Comprendía perfectamente los problemas de aquellos hombres. No podía pagarlos y no podía alimentarlos a ellos y a sus esposas con ilusorias promesas de un más que remoto mejoramiento de la situación.

—Bien, chicos — se metió una mano en el bolsillo del pantalón y extrajo de él un no muy grueso fajo de billetes, que alargó a Tufts—: Toma. Es todo mi capital. Sé que os debo mucho más, pero no puedo hacer otra cosa. Repartidlo proporcionalmente entre todos y ¡buena suerte! De todo corazón os la deseo mejor que la mía. ¡Adiós! —y se volvió para no verlos.

No los despreciaba. En todo caso, compadecerlos, pero ni aun eso. Había que considerarlos como lo que eran: simples seres humanos, con todas sus ventajas y sus defectos; con todos sus problemas.

—Gracias, gracias — exclamó calurosamente Tufts—: Siempre lo dije. Tú has sido el mejor jefe que tuvimos, y no volveremos a encontrar otro como tú. Si algún día... ¡ejem!, si algún día mejoras de situación...

Se volvió Bill por última vez, sonriendo melancólicamente:

—Gracias, Tufts. Gracias a todos. Por lo que hicisteis por mí y, que pese a mis promesas, no he podido recompensar como quisiera.

Salieron los que ya eran sus ex empleados, murmurando las clásicas frases de despedida, y Bill se enfrascó de nuevo en la contemplación del monótono paisaje. Niebla, lluvia, mal tiempo. Así llevaba varios días, atormentándose, sin hallar una solucióna su problema.

De nuevo oyó pasos a su espalda, pero no giró la cabeza. ¿Para qué? ¿Qué podían pedirle más? ¿Dinero? Ya lo había entregado todo. Ni siquiera sabía dónde cenaría aquella noche.

—¡Hola! —dijo la voz de su mecánico jefe, Urdíales.

—¡Hola, Antonio!—repuso Bill—: ¿Qué haces aquí? Entregué todo mi dinero a Johnny para que lo repartiera entre los pocos que todavía os manteníais fieles y...

—Yo no lo quiero, Bill — repuso decidido el español, y las inesperadas palabras hicieron girar en redondo al piloto, que contemplo, con aire de asombro a su interlocutor.

Se fijó en el aspecto de Antonio Urdíales. Mediana estatura, fornido, ojos que denotaban vivísima inteligencia, aumentada la apariencia de sabiduríacon la plata de las sienes, y un rostro que expresaba decisión y lealtad hacia el amigo.

—Yo me quedo contigo, Bill — repitió Urdíales —. Sé que te has quedado sin un céntimo, pero también sé, y lo digo porque tengo una fe ciega en ti, que te reharás, participarás en la próxima carrera, dentro de un año, y te harás con el premio.

Bill no pudo por menos de soltar una amarga carcajada:

—¡Tú deliras, Antonio! ¿Quieres decirme de dónde voy a sacar todo el dinero que me hace falta para construirme otra nave? Lo primero hay que buscarlo. ¿Lo hallarás? ¿Quién lo sabe? Que es tanto como decir que no. Ni siquiera sé dónde comeré esta noche. Me he quedado sin un céntimo, Antonio. Esta es la realidad.

—Por ello no te preocupes. Aún me quedan a mí unos cuantos dólares. Creo que podremos resolver nuestra situación por unos días y...

—Esperemos que mientras tanto hallemos algún empleo adecuado a nuestras posibilidades en la sección de anuncios del periódico — sonrió Bill. Parte de la niebla que cubría su espíritu se había disipado. Todavía le quedaba un amigo fiel, y ello era un tesoro inapreciable.

Quiso reemprender la conversación, mas en aquel momento, un automóvil, surgiendo de la cortina de lluvia y nubes rastreras, frenó, resbalándole las ruedas en el cemento del astropuerto. Un hombre saltó de él y atravesó corriendo el espacio, contemplado con curiosidad por los compañeros en la desgracia.

El hombre penetró de un salto en la reducida habitación y se sacudió el agua que le goteaba por todas partes, como un perro recién salido de uncharco. Gruñó:

—¡Caray, con el tiempecito éste! —y luego murmuró a los dos ocupantes del barracón, que, a su vez, lo contemplaban con curiosidad—: ¿Bill Shekels?

El requerido dio un paso al frente:

—Yo soy — declaró—: ¿Qué es lo que quiere?

Del bolsillo del impermeable del recién llegado salió un papel alargado, doblado en dos o tres pliegues, que alargó al piloto:

—Un mandamiento de embargo judicial. El Banco que le hizo a usted el préstamo es el dueño ahora de todo esto. Usted no podrá sacar ni tocar nada del astropuerto, así sea un simple lapicero, sin permiso del juez. Les ruego no se enfaden conmigo. Yo soy simplemente un agente judicial y no obtendrán nada con insultarme. Dentro de cuarenta y ocho horas deberán personarse ante el Tribunal para alegar los motivos que tienen para no devolver el préstamo. También deberá declarar si posee algunos otros bienes susceptibles de ser embargados.

El agente del Juzgado disparó su retahíla, de un solo tirón, sin detenerse, demostrando con ello su larga práctica en tales menesteres. Dio media vuelta y ya tenía el pomo de la puerta en la mano, cuando una voz de Bill lo detuvo:

—¡Eh, amigo! ¡No tan de prisa! ¿Puede contestarme a una pregunta?

El hombre los miró, arrugando sus párpados, consuspicacia:

—Dispare pronto, tengo mucha prisa — mascullo.

Bill se fue hacia la percha tomando dos sombreros y dos impermeables. Arrojó una pareja dedichas prendas a Urdíales, encasquetándose las restantes, notando las inquisitivas miradas del agente:

—Supongo que las ropas de vestir no estarán incluidas en el embargo, ¿verdad? — y antes de que el asombrado satélite del juez tuviera tiempo de responder, cogió de un brazo a su mecánico, pasando por delante de él—: Vamos, Antonio. ¡Ah! —le entregó el mandamiento—: Aquí tiene usted. Puede quedarse con todo lo que hay en el astropuerto.

Media hora más tarde, cuando las luces ciudadanas pugnaban ferozmente por horadar, además de la niebla, la noche, Urdíales dijo algo sensacional, sin concederle la menor importancia:

—Bill, la avería del cohete no fue ocasional, sino intencionada.

Y Antonio Urdíales no supo si el bote que dio su amigo en el asiento fue causado por el asombro que le había producido la inesperada revelación, o por un bache imprevisto que el conductor del taxi no había sabido evitar.

* * *

Stella Harrison era tan testaruda como su padre, y cuando se le metía una idea en la cabeza, era dificilísimo, por no decir imposible, hacerla desistir de su empeño. Por ello, a las pocas semanas del final de las Primeras Quinientas Mil Millas del Espacio, ganadas limpiamente por Bart Clausing, quien, justo es decirlo, resultó enormemente favorecido por el impensado y del todo forzoso abandono de Bill Shekels, Stella, después de haber ordenado, a espaldas de su progenitor, una serie de cuidadosas investigaciones se lanzo a la calle.

No quiso tomar ningún coche. Utilizó los medios corrientes y vulgares de locomoción, como el subterráneo, y luego, cruzando unas cuantas calles, azotadas intensamente por la lluvia que persistía sin descanso, se encaminó a cierto lugar en el que esperaba hallar a la persona buscada.

Al mismo tiempo, Bill, acompañado de su fiel e inseparable Antonio, abría la puerta del "Halcón de las Estrellas", título demasiado pomposo para el establecimiento.

Bill empujó la puerta, murmurando irónicamente:

—¡Oh, pasados tiempos de opulencia! ¿Dónde estáis? ¿Dónde se fue aquel nadar en la abundancia? ¿Dónde...?

—Aquí nos servirán un filete y un par de huevos por cuatro cuartos — masculló Urdíales, cortándole la inspiración—. Lo demás, ya pasó. Olvídalo.

—Si, tienes razón, mi buen Sancho. — Bill no perdía el humor, aunque los primeros días después de su regreso del satélite hubiera andado como gallina recién mojada. Pero procuró no dejarse abatir más.

Así, pues, atacó con brío la cena, ofrecida por el que le estaba socorriendo en aquellos días de franciscana pobreza, y ya estaba en su epílogo, tomándose una taza de café, cuando sintió la presencia de una persona frente a él.

De momento no vio otra cosa que un impermeable, de discretos tonos, completamente inmóvil. Luego, al llevarse la taza a los labios, divisó al propietario de la prenda contra el agua y respingó.

La capucha calada no conseguía ocultar toda la fascinadora belleza del rostro de la mujer que teníafrente a sí. Vio unos ojos pardos, un delicado ovalo, en el que los labios, sin apenas retoque, ponían un delicioso tono rojo, y una nariz lo suficientemente apartada, muy poco, de las proporciones clásicas, para aumentar la hermosura del rostro, evitándole así una expresión demasiado hierática. Por la lozanía del cutis calculó la esbeltez del resto del cuerpo, harto disimulado por la gabardina, y pensó que la estatura de la mujer que le miraba fijamente sobre-pasaba ligeramente lo normal.

—¿Y bien? — preguntó Bill, dejando la taza sobre el platillo. Urdíales aún habló menos.

—¿Les molesta que me siente junto a ustedes? — la voz era suavemente pastosa.

—Por nuestra parte, encantados. Así como así hacía tiempo que no gozábamos de una compañía tan selecta. Pero mucho me temo que la invitación no esté de acuerdo con su categoría, señorita...

—Harrison, Stella Harrison — repuso ella—: Quizá hayan oído hablar de mi padre.

—¿Harrison? — Bill miró, como consultándole, a Urdíales, y éste bajó y alzó la cabeza sucesivamente, diciendo tres únicas palabras, demasiado certeras, pese a su laconismo:

—Dinero. Mucho dinero.

Un ligero carmín subió hasta las mejillas de la muchacha, para desaparecer en seguida. Stella continuó:

—Le necesito, señor Bill Shekels.

—¿A mi? —se encogió de hombros—: Antonio, dame un cigarrillo.

—No —el español derrochaba el aliento.

Bill aceptó sin él menor empacho el paquete queella le ofrecía. Encendieron los tres sendos pitillos,

—Bien, usted dirá qué es lo que ha visto en mí, que precisa de los servicios que pueda ofrecerle. ¿Se ha dado ya cuenta del estado de nuestras finanzas?

—Sé todo lo concerniente a usted, señor Shekels. Sé que su aparato tuvo una avería inesperada...

—Sabotaje — cortó Urdíales, quemando medio cigarro de una sola inhalación.

—¿Sabotaje? — repitió ella, incrédula; pero Bill

desvió la cuestión.

—Fantasías de mi mecánico. Tiene un espía en cada bolsillo de su traje. Pero prosiga, por favor.

—También sé — continuó Stella—, que le han embargado todo su caudal, por no pagar el préstamo del Banco, y que ahora se encuentra sin empleo y sin un céntimo. ¿Acierto?

—Diana. Diez puntos — gruñó Urdíales, tirando el cigarrillo ya consumido y encendiendo otro.

—Todo lo que usted ha dicho es verdad, señorita Harrison. Sin embargo, no veo la relación que pueda tener...

—Aguarde un momento y déjeme terminar. He de hacerle una proposición y luego resuelva lo que mejor le parezca. Necesito un piloto para una astronave. Buen sueldo y una indemnización para caso de accidente o fallecimiento. Si no tiene bastante con los emolumentos que le ofrezco, señale usted mismo la cifra.

—¿Piloto espacial? Y, ¿puede saberse a dónde quiere viajar usted, señorita Harrison?

—A la Luna — contestó ella simplemente.

—¿A la luna? — Bill se echó a reír sonoramente—: No me diga que contrata a un piloto solamente para que la lleve al satélite. ¿Es que no puede hacer el viaje por una agencia, con toda clase de comodidades, a cubierto de todos los riesgos?

—Todo eso lo sé de antemano. Pero odio lo gregario, no tengo espíritu de rebaño, como los turistas que viajaban como sardinas en lata dentro de la astronave de turismo.

—¡Ah!—exclamó Bill—: Usted lo que desea es una especie de chófer particular, que la lleve donde usted le parezca. Vamos al Mar de las Crisis, Shekels. Y ahora lléveme al cráter de Copérnico. ¿Damos una vuelta por la cara obscura? — El amargado piloto hizo una parodia de millonaria aburrida, sin la menor compasión, sin reparar que la sangre afluía al hermosísimo rostro de su interlocutora, en cuyo pecho comenzaba a hervir la indignación—: No, señorita Harrison. No cuente conmigo para desempeñar tal papel. Estoy muy bien como estoy. Y, ahora, lárguese. Deseo acabar en paz mi cena

—¡Pero, Bill!—intercedió Urdíales—: Piensa en el sueldo. Piensa...

Su amigo lo miró con ironía:

—No te conozco, Antonio. Hablas demasiado.

Stella procuró dominar su rabia. Se puso en pie, tomó el bolso, lo cerró de golpe y miró con ojos llameantes a Bill:

—.¡Es usted un...! ¡Oh! ¡Estúpido pretencioso...!

Bill meneó la cabeza de derecha a izquierda, como lamentándose:

—Señorita Harrison, la cólera no es el mejor de los sentimientos. ¿No lo sabía usted?

Stella lo miró una vez más. Movió los labios como si quisiera soltarle una andanada, pero la oportunallegada de otra persona la contuvo. Instintivamente dio un paso atrás al reconocer al recién llegado, que, ceremoniosamente, como si se encontrara en los salones de la Corte de España, y no en un tabuco neoyorquino, se inclinó ante ella, doblando casi en ángulo recto el espinazo, mientras murmuraba:

—¡Señorita Harrison! Celebro infinito el poder contemplar de nuevo su adorable rostro.

Ella no intentó evitar la ironía que le afloró instantáneamente a los hermosos labios:

—Yo no puedo decir lo mismo. Me supongo a lo que viene usted, y le deseo mejor suerte que la mía.

La sonrisa de Quinton, aunque cortés, era deliberadamente desafiadora:

—Mi querida señorita, para ciertos... negocios, digámoslo así, los hombres nos entendemos con los hombres mucho mejor que las mujeres, aunque una de éstas sea la competente hija del financiero Harrison. Allí donde ha fracasado usted, yo triunfaré.

Pero ella no le contestaba. Dio media vuelta y ya empezaba a marcharse, cuando una voz la hizo detenerse:

—¡Eh! Que se deja usted el tabaco — sonrió Bill, sin procurar disimular su sarcasmo.

Entonces ella hizo algo extraño. Cogió el paquete de encima de la mesa y lo arrojó al rostro del piloto sideral, quien no pudo evitar una sonora carcajada, que hizo enrojecer más todavía, si ello era posible, el rostro de Stella, que se dirigió resueltamente hacia la puerta.

Bill miró al recién llegado y no le dio tiempo a hablar:

—¿Usted también necesita un piloto?

Quinton sonrió mefistofélicamente. Se sentó a horcajadas en la silla que acababa de abandonar la hija de Harrison, y dijo una sola palabra:

—Sí.

—¿Cree que yo aceptaré ese empleo?

—Sí.

El tono de Quinton, quien, por otra parte, aún no había declarado su identidad, era firme, como si ya tuviera la cosa decidida de antemano.

—Parece usted muy optimista, amigo — entornó los ojos Bill.

—Lo soy... cuando hay motivos como ahora. Sé que usted es el mejor piloto del espacio y lo necesito.

—¿Tiene usted dinero bastante para pagarme? — Shekels no pudo evitar la fanfarronada.

Pero Quinton lo miró con desdén, con infinito desdén, que hizo que en el interior de Bill una voz se levantara súbitamente, advirtiéndole de un peligro inmanente en la persona que tenía enfrente.

—¿Dinero? — rio en tono bajo Quinton, y se metió la mano en el bolsillo, extrayendo de él una bolsita de gamuza, anudada, con una correa que deslizó con deliberada premiosidad. Abrió bien la boca del saquete y luego, con teatral gesto, de un solo golpe, la vació sobre el nada limpio mantel.

Poca luz había en aquel rincón, pero de repente brotaron de aquellos pedruscos que, no obstante, no estar aún tallados, mostraban una pureza y una limpidez de aguas inimaginables.

Urdíales resumió, con una sola palabra, al ver aquellas enormes piedras, el asombro de Bill y el suyo propio:

¡ DIAMANTES!