CAPITULO XIV
En la guarida reinaba un silencio absoluto.
Un bandido salió de una de las cabañas y estiró los brazos voluptuosamente. Bostezó, pero el bostezo se heló en su boca cuando vio un objeto redondo y negro que caía misteriosamente de lo alto, dejando una estela de humo azulado.
La bomba chocó contra el suelo, rodó un par de pasos y estalló fuego fragosamente.
El hierro de la bomba se dividió en multitud de fragmentos. Uno de los trozos de hierro voló zumbando por los aires y rasgó el cuello del forajido.
Un violento caño de sangre brotó de la herida. El hombre echó a correr, aullando espantosamente, pero a los pocos pasos le fallaron las fuerzas y se desplomó de bruces.
Empezaron a oírse gritos de alarma y femeninos chillidos de pánico. De repente se oyó a lo lejos una sorda detonación.
Algo hendió los aires silbando agudamente. Dos o tres hombres habían salido ya al exterior de una cabaña y miraron hacia lo alto con aire estúpido.
La granada de artillería cruzó silbando el hoyo y fue a reventar contra el borde superior del muro opuesto a la entrada. Brotó una nube de humo y polvo y se oyó un tremendo estrépito.
El proyectil había seguido una trayectoria sensiblemente paralela al desfiladero de acceso. Blawser había dado instrucciones al teniente Robinson para que disparase altos sus tiros.
Tal vez la artillería no era algo nuevo para muchos de los forajidos quienes, seguramente, habían tomado parte en la guerra civil, pero el hecho tenía que hacer mella forzosamente en sus ánimos, al darse cuenta de que el ejército tomaba partido en su contra.
Robinson hizo otro disparo y la granada quedó un poco más corta que la anterior. Su explosión resonó atronadamente en aquel fenomenal embudo creado por la naturaleza.
Los bandidos salían presurosamente de las cabañas, empuñando sus armas. Blawser lanzó un agudo grito:
—¡Carol! ¡Carol!
Uno de los bandidos le vio y disparó su rifle.
Blawser hizo fuego con sus revólveres y le hizo esconderse más que a prisa. Lanzó otra bomba de mano, que explotó simultáneamente con un tercer proyectil de artillería. La confusión era espantosa.
—¡A los caballos! —gritó Río Ramos—. Olvidaos de las mujeres; nuestro pellejo es más importante.
Robinson seguía haciendo fuego con su pieza artillera, aunque tirando deliberadamente alto, a fin de no causar daños a víctimas inocentes. Blawser volvió a llamar a la muchacha.
Carol sonrió de la cabaña.
Blawser le hizo señas con la mano.
—¡Ven, pronto! —gritó.
La cuerda rozaba el suelo del hoyo. Carol la vio y comprendió las intenciones del joven.
—¡Eh, se escapa la chica! —gritó uno de los bandidos.
—¡Déjala! —contestó brutalmente Juan Plaza, mientras ensillaba a su caballo a toda prisa—. Nuestro pellejo es lo primero.
Carol alcanzó la base del muro y agarró la cuerda con ambas manos.
—Sujétate bien —recomendó Blawser.
La muchacha asintió. Blawser se llenó los pulmones de aire y tiró hacia arriba con todas sus fuerzas.
Carol ayudaba poniendo de vez en cuando los pies en el muro. Blawser no se daba un punto de respiro para izar a la muchacha cuanto antes.
De súbito, uno de los bandidos vio la escena y corrió a situarse en lugar propicio, armado con un rifle. Tomó puntería y se dispuso a hacer fuego.
Un revólver tronó varias veces. Asombrado, el bandido cayó de espaldas, viendo a Jane empuñar el arma humeante con la que le había disparado.
La mujer permanecía quieta, erguida, con la cara ensombrecida, convertida prácticamente en una estatua. Por encima de su cabeza, seguían aullando las granadas que rompían fragosamente en la parte alta del hoyo.
Carol alcanzó al fin el borde del muro.
—Esto es un sueño, Heron —dijo.
El joven sonrió.
—¿Dónde están las otras mujeres? —preguntó.
—Allí en aquella cabaña más grande...
—Ven conmigo —pidió él escuetamente.
Corrieron agachados a unos metros del borde.
Blawser estiró el cuello una vez y pudo ver a Jane parada en el centro de la hoya, sumida en una especie de mortal abstracción, sin hacer caso del desorden y el caos que remaban a su alrededor.
Pronto estuvieron sobre la cabaña señalada.
—Diles que no se muevan, que no salgan de ahí para nada —indicó Blawser—. Pero tiéndete en el suelo.
—Sí, Heron.
Carol obedeció. Luego, esforzándose por hacerse oír sobre el tumulto, gritó:
—¡Chicas, sigan quietas en la cabaña! ¡No salgan de ahí hasta que se lo ordenemos!
Un bandido disparó hacia lo alto. El disparo hizo reaccionar a Jane, quien hizo fuego contra el individuo.
El hombre saltó a un lado, asombrado por el gesto de la mujer. Maquinalmente, disparó contra Jane y la hizo arrodillarse en el suelo.
—¡Mi hermana! —chilló Carol.
—¿Qué? —exclamó Blawser.
Jane se inclinaba poco a poco hacia adelante. Apoyó primero una mano en el suelo y luego, muy despacio, giró sobre sí misma y quedó boca arriba, completamente inmóvil.
El teniente Robinson continuaba haciendo fuego a intervalos regulares. Las granadas explotaban ruidosamente, aunque sin causar ningún daño.
—Voy a bajar... —dijo Carol de pronto.
Blawser la agarró por un brazo.
—Quédate aquí y no te muevas —dijo, con ojos centelleantes—. Todavía no ha ocurrido lo peor, ¿entiendes?
Ella le miró y en la expresión del joven vio algo que la convenció sin necesidad de más palabras.
—Anda, avisa de nuevo a las chicas.
Carol gritó otra vez. Por una de las ventanas posteriores salió una mano que hacía ondear un trapo blanco, en la señal de haber comprendido la indicación.
—¡Vamos ya! —gritó Río Ramos.
Veintitantos bandidos montaron a caballo.
—¡Adelante! —gritó Gulligan.
Los jinetes se lanzaron hacia adelante a todo galope. Blawser agarró el brazo de la muchacha.
—¡Mira, Carol!
Ella obedeció. El tropel de jinete corría desaforadamente hacia el desfiladero.
A cincuenta metros, el sargento Timmins dio una orden:
—¡Fuego!
Un huracán de metralla brotó de la boca del cañón, oculto por una lona hasta unos segundos antes. El vendaval de hierro derribó a caballos y jinetes en una espantosa mezcolanza, de la que partían horribles alaridos, junto con estrepitosos relinchos de los animales heridos.
Los bandidos se aterraron.
A ninguno de ellos se le había ocurrido la posibilidad de que el paso estuviese cerrado y menos aún de una forma tan terrible.
Los hombres de Timmins estaban bien instruidos y en menos de medio minuto tuvieron la pieza lista de nuevo, cargado con otros botes de metralla.
—¡Fuego!
Dos centenares de diminutos proyectiles hendieron el aire con sonido casi musical. Media docena de sillas quedaron vacías en el acto.
—¡A las cabañas! —gritó Ramos—. ¡Allí podremos defendernos!
La mitad de los bandidos había caído con las dos primeras descargas de metralla. Plaza se acercó a sus compatriotas.
—Tenemos un medio para que nos dejen salir de aquí —dijo.
—¿Cuál? —preguntó Ritmos, cuyo brazo izquierdo sangraba profusamente.
—Las mujeres.
—Sí. Tomémoslas como rehenes. Esos malditos artilleros tendrán que dejarnos salir...
Desde la altura, Blawser observó el conciliábulo y presintió lo que iba a suceder.
Entregó a Carol uno de sus revólveres y dijo:
—Dispara cuando te lo indique.
—Sí, Heron.
Los ojos de Carol estaban llenos de lágrimas.
Desde su posición podía ver el inerte cuerpo de su hermana, cuyo pecho aparecía manchado de rojo. La posición de Jane no dejaba lugar a dudas sobre la suerte que había corrido.
Los bandidos corrieron hacia la cabaña ocupada por las chicas de la cantina. Un objeto redondo voló de repente por los aires.
—¡Atrás, atrás! —chilló Ramos.
La bomba explotó fragosamente a treinta pasos por delante del pelotón de bandidos. Uno de ellos cayó instantáneamente.
Blawser tiró otra bomba que dispersó a los forajidos. Luego, haciendo portavoz con las manos, gritó:
—¡Están rodeados y no tiene escapatoria alguna! ¡Ríndanse o continuaremos haciendo fuego hasta que hayan muerto todos!
Plaza, furioso, hizo fuego con su rifle. La bala pasó alta.
Carol le disparó tres tiros. El bandido corrió a esconderse en el interior de una cabaña, con la mayoría de sus compinches.
Blawser tocó la bolsa de lona y halló que aún le quedaban dos bombas. Se deslizó cautelosamente unos metros a su derecha y luego encendió la mecha de una bomba.
Esperó unos segundos. Luego la dejó caer casi verticalmente, tirándose al suelo apenas abrió los dedos.
La granada cayó sobre el techo de la cabaña y explotó en el mismo instante. El techo se abrió, derrumbándose en gran parte.
—¡Salgan todos con las manos en alto o continuaré tirando bombas! —gritó Blawser.
Un rifle, con un pañuelo atado junto a la boca del cañón, apareció por una de las ventanas de la cabaña. Blawser se puso en pie y agitó el sombrero.
Con las carabinas terciadas, el sargento Timmins y sus hombres avanzaron fuera del desfiladero, mientras los bandidos supervivientes aparecían en el exterior de la cabaña, levantando las manos en señal de rendición.