CAPITULO PRIMERO
El tren rodaba velozmente en la noche.
Era un extraño convoy, compuesto solamente por la máquina, el ténder y un único vagón.
Pero el coche tenía de furgón sólo la apariencia. En lo externo, su carrocería era de madera, mientras que por dentro, incluido el suelo y el techo, estaba forrado de planchas de acero de centímetro y medio de grosor, capaces de resistir los proyectiles de calibre 50.
Ciertamente, el blindaje tenía las suficientes aberturas como para que sus ocupantes pudieran respirar sin agobios. También tenía aspilleras.
Dentro del vagón viajaban doce hombres, cada uno de ellos armado con un rifle y uno o dos revólveres.
En el centro, sobre el suelo, se divisaban dos cajas de hierro, reforzadas con flejes del mismo metal.
Cada caja contenía cien mil monedas de oro cada una. Un millón por caja, dos millones en total.
Heron Blawser formaba parte de la escolta. Era un hombre de unos veintiocho años, fuerte, de regular estatura, pelo claro y ojos grises. A Blawser no le gustaba en absoluto la publicidad que se había hecho de aquel viaje.
Su única esperanza residía en los doce rifles y en el blindaje. Por otra parte, ¿quién les iba a atacar?
Esa era su esperanza: la formidable fuerza que constituían los doce hombres, situados tras un parapeto intraspasable a las balas.
En la cabina de la locomotora, el maquinista y el fogonero atendían su trabajo.
El fogonero arrojaba continuamente paladas de carbón al hogar. La locomotora corría a más de noventa kilómetros por hora. Hasta el momento, el convoy se atenía al horario fijado de antemano.
Faltaba medio minuto escaso para llegar a la curva de Lennox Round.
Mike Pernell era hombre que conocía bien la línea. La curva próxima era de gran radio y apenas si era preciso reducir la velocidad.
Quitó un poco de vapor y aplicó ligeramente el freno.
Pero no se produjo el esperado chirrido de las pestañas al presionar contra los carriles, por efecto de la fuerza centrífuga. En lugar de acometer la curva... ¡el tren continuó su marcha en línea recta!
* * *
Pernell quitó más vapor. Acentuó la presión del freno y empezó a tirar de la cuerda del silbato repetidas veces. El fogonero le miró asombrado.
—¿Qué pasa? —preguntó.
—¡Esto no es la curva de Lennox Round! —chilló.
En el vagón, Heron Blawser se alarmó al oír los repetidos toques de silbato. Era el segundo jefe de la escolta y se puso en pie en el acto.
—¡Señor Corrigan, algo no va bien en la locomotora!
—¡Puede tratarse de un ataque! —exclamó Corrigan—. Que cada uno ocupe su puesto inmediatamente.
Doce hombres se situaron ante otras tantas aspilleras, con los rifles a punto.
—Atentos todos —dijo Corrigan—. No hagan fuego a menos que yo lo ordene... pero si lo hago, ¡tiren a matar!
—Pero, ¿adónde diablos hemos ido a aparar? —exclamó Pernell, completamente desconcertado.
Salvo por la popa, estaban rodeados de muros rocosos por todas partes.
Súbitamente, un gran resplandor disipó las tinieblas.
En los bordes de la trinchera se habían instalado numerosos faroles de petróleo, de gran tamaño, provistos de reflectores metálicos, cóncavos, que concentraban la luz al mismo tiempo que la enviaban a gran distancia. El convoy quedó así tan iluminado como si fuese de día.
De repente, estalló un disparo.
El fogonero se agarró el pecho con ambas manos y cayó sobre la plataforma. Pernell, espantado, quiso saltar de la locomotora, pero varios disparos acabaron con su vida en un instante.
—Hay que hacer retroceder al tren —gritó Corrigan—¿Alguno sabe manejar una locomotora?
—¡Yo! —exclamó uno de los guardas.
—Bien, yo abriré la puerta un poco —dijo Corrigan luego—. Cuando te lo indique, salta y procura escabullirte sin que te vean.
El jefe de la escolta se dirigió a los que ocupaban las aspilleras de aquel lado.
—Prepárense para abrir el fuego a mi orden.
Corrigan descorrió la puerta cosa de un metro.
—¡Ahora! ¡Fuego!
Los rifles detonaron estruendosamente. El voluntario se situó en el umbral, pero media docena de balas lo arrojaron adentro con terrible violencia.
Corrigan maldijo y cerró de nuevo.
* * *
Dos bandidos se acercaban cautelosamente al vagón por ambos lados de la locomotora. Los dos iban provisto de sendas escopetas de caza.
Alcanzaron la plataforma y treparon silenciosamente al ténder. Detrás de ellos, otros cuatro hombres les seguían, provistos de unos extraños artefactos, parecidos a grandes vejigas, que se prolongaban en unos tubos de goma.
Los dos primeros reptaron por la pila de carbón del ténder. Avistaron las aspilleras delanteras e hicieron fuego al mismo tiempo.
Dentro del vagón se oyeron unos horribles chillidos. Blawser volvió la cabeza y vio a dos de los guardas, tambaleándose espantosamente, con sus caras llenas de sangre, acribilladas por los perdigones entrados a través de la abertura.
Libre el paso, los otros cuatro bandidos corrieron por el ténder y saltaron al techo del vagón. Cada uno se situó, arrodillado, junto a uno de los conductos de ventilación.
Cuatro tubos de goma penetraron en los conductos. Un segundos después, se abrieron cuatro llaves y cada bandido oprimió con fuerza su respectiva vejiga de piel.
Cuatro chorros de humo penetraron instantáneamente en el vagón. Blawser levantó la vista, alarmado.
En el borde del desfiladero, tras la batería de reflectores, Guy Morris sonreía satisfecho, mientras rodeaba con su brazo el talle de una opulenta rubia.
—¿Qué te parece, Jane? —preguntó.
—Eres un tipo único —dijo la mujer, complacida.
—El espectáculo merecía la pena, ¿verdad? Nena, ahí, en ese vagón, hay cien mil monedas de oro de veinte dólares. Dos millones, ¿te das cuenta?
Dentro del vagón, los hombres empezaron a toser. El humo, además de denso, tenía un olor acre y apestoso. Los pulmones se resintieron bien pronto de hallarse en aquella atmósfera irrespirable.
—¡No podemos seguir así!
—¡Hagamos una salida!
—¡Cualquier cosa antes que morir como conejos! —gritó un tercero.
Corrigan estaba lívido. Consultó con la vista a su segundo.
Blawser hizo un gesto de asentimiento. Les gustase o no, tenían que abandonar el vagón.
O morirían asfixiados.
Los guardas cegados por los perdigones gemían sordamente. Blawser lamentó su tragedia. Aunque sobreviviesen, ya no verían más la luz del sol.
—Está bien —dijo Corrigan al cabo—. La mitad por cada lado. Uno abrirá la puerta y los otros saldrán disparando. Buena suerte, muchachos.
Dos hombres se situaron junto a la puerta. Blawser dejó el rifle a un lado.
La distancia era corta. Usaría sus dos pistolas.
—Yo saldré el primero —dijo.
Amartilló los revólveres.
—¡Abre!
La puerta se descorrió bruscamente. Blawser inspiró con fuerza y saltó a través del hueco.
Disparó mientras saltaba. Pero frente a él, no los veían porque los reflectores le deslumbraban por completo, también disparaban.
Oyó estampidos, silbidos de balas, gritos de dolor, alaridos de rabia... Algo le golpeó en el pecho.
Cayó de rodillas. Disparó. Se levantó. Corrió unos pasos. Otra bala le alcanzó en una pierna y rodó por el suelo.
Se oían disparos por todas partes. Blawser se sintió invadido por una terrible debilidad.
Hombres armados y enmascarados bajaban corriendo por las laderas, haciendo fuego sin cesar. Blawser se incorporó un poco y disparó sus dos revolverse.
Un bandido rodó por el suelo. Otro disparó varias veces contra Blawser, tirándole de espaldas.
Blawser se quedó inmóvil. Estaba seguro de que iba a morir.
Oyó una voz dura, despiadada, inhumana:
—¡Nadie debe quedar con vida!
Sonaron varios estampidos más. Como si vinieran de muy lejos, Blawser oyó voces que pedían piedad. Eran los guardas cegados. Dentro del vagón sonaron dos estampidos. Blawser sintió pasos que se le acercaban.
Tenía la cara apoyada contra la tierra. Estaba con los ojos muy abiertos y su boca quedaba igualmente abierta, torcida en una trágica mueca. En la mejilla derecha había una gran mancha de sangre.
Dos piernas entraron en su campo visual. Alguien se agachó y alargó la mano hacia él. Blawser divisó un dorso acuchillado en cruz.
La mano le hizo girar. Quedó boca arriba, inmóvil, sin variar la expresión de su rostro.
Un pie le golpeó el costado desdeñosamente.
—No vale la pena gastar un cartucho en este tipo —comentó el forajido.
Y se alejó.
En el borde de la trinchera, Guy Morris sacó su reloj.
—Tenemos más de dos horas de tiempo —dijo—. Suficiente para alejarnos de aquí antes de que se den cuenta siquiera de lo que ha pasado.
Miró a la mujer y sonrió.
—Ahí abajo hay dos millones —agregó—. ¿Te gustaría verlos?
—Con muchísimo placer —contestó Jane Devon.
Cogidos de la mano, emprendieron el descenso. Ninguno de ellos sentía el menor remordimiento por las catorce vidas que habían sido segadas en pocos minutos.