CAPITULO XII
Pero no fue necesario traer más ladrillos. A los pocos minutos, entre blasfemias y juramentos, se mostró dispuesto a decir dónde estaba situado el escondite de la banda.
—Bájenme y lo diré...
—Habla primero —pidió Blawser.
Horgan se rindió incondicionalmente. Blawser anotó todas sus indicaciones y, cuando el forajido hubo concluido, hizo una señal con la mano.
El ayudante cortó las cuerdas y Horgan se desplomó de cara al suelo. Blawser lo agarró por los sobacos y lo arrojó sobre el camastro.
—Voy a ver si es cierto lo que has declarado —dijo—. Si me has engañado, volveré aquí y te desollaré vivo.
—Y yo le ayudaré con placer —afirmó Stone—. Blawser, ¿necesita ayuda? Todos los hombres de Slatter City estarían dispuestos a secundarle...
—No. Creo que reunir a veinte hombres para atacar la fortaleza que es Black Rocks Hole sólo serviría para producir otra nueva matanza. Iré yo solo primeramente, exploraré el lugar y luego, de acuerdo con lo que vea, tomaré una decisión al respecto.
—Muy bien, el asunto es suyo —accedió el sheriff.
—Yo me iré ahora mismo —manifestó Blawser—. Ahora le dejaré redactado un telegrama para mi jefe.
En aquel momento, entró otro de los ayudantes de Stone.
—Jefe, ya se ha identificado a la mujer que se llevaron los bandidos y que no trabajaban en la cantina. Se llama Carol Peters y llegó esta tarde, alojándose en el Metropole...
—¿Ha dicho Carol Peters? —gritó Blawser.
—Sí, señor. El jaleo le pilló por sorpresa. Acababa de salir de la tienda de la señora Malone y uno de los bandidos la vio junto a la cantina. Quizá la confundió con una de las saloon-girls y la raptó...
Blawser se pasó una mano por la cara.
—Voy a escribir el telegrama —dijo—. Despáchelo en seguida, señor Stone.
—Cuente con ello, Blawser —contestó el sheriff.
* * *
Los tres días que siguieron fueron para Peters y las demás mujeres raptadas un auténtico calvario.
En la primera parada, después de huir de Slatter City, algunos de los bandidos empezaron a merodear en torno a las mujeres. Morris cortó los conatos de devaneos con una seca orden:
—En el refugio. Hasta llegar allí, no quiero nada de nada. ¿Está claro?
La mayoría de los forajidos acató de buen grado la orden. Todos comprendían la necesidad de llegar cuanto antes a Black Rocks Hole y las pretensiones de algunos exaltados sólo hubieran servido para demorar y entorpecer el regreso.
—Guy, allí podemos montar un saloon —gritó Gulligan, el hombre que había protegido la retirada de sus compañeros.
La salida de Gulligan provocó numerosas carcajadas y alivió no poco la tensión surgida a raíz del incidente. Después de un breve descanso, más por los animales que por las personas, la comitiva reanudó su marcha.
Durante aquellos tres días, los bandidos se movieron por sendas ignoradas y parajes en un estado total de salvajismo.
Carol tenía la seguridad de que muchos de aquellos lugares permanecían aún completamente inexplorados.
Fueron unos días de auténtico infierno. Algunas mujeres empezaron a dar claras señales de agotamiento, poco acostumbradas a semejantes forma de viajar. Todas las saloon-girls, de un modo u otro, empezaban a habituarse ya a la idea de lo que se pretendía de ellas.
Morris, por otra parte, fue claro con las mujeres.
—No lo pasaréis tan mal como pensáis —les dijo en un descanso—. Todos nosotros tenemos dinero en abundancia. Si os portáis como esperamos, tendréis la ocasión de regresar vivas a vuestras casas con un buen capitalito en el bolsillo.
La víspera de su llegada a Black Rocks Hole, Morris se fijó en Carol.
—A ti te conozco yo —dijo de pronto—. ¿Dónde nos hemos visto antes?
—En ninguna parte —contestó Carol serenamente—. Usted y yo no nos hemos visto jamás.
—Es extraño —murmuró el bandido—. Tu cara me parece conocida... Pero no tienes aspecto de ser la clase de mujer que trabaja en una cantina.
—Yo no he trabajado nunca en una cantina —declaró la muchacha—. Uno de sus secuaces me raptó cuando asaltaron aquella cantina en Slatter City.
Morris parpadeó.
—Curioso —dijo—. ¿Cómo pudo ocurrir?
—Estaba en un portal contiguo a la cantina. Su amigo me confundió.
—Vaya —sonrió el bandido—. Lo siento de veras, preciosa. ¿Sabes que eres muy bonita?
—No me dirá eso delante de su mujer, ¿verdad? —exclamó Carol desenfadadamente.
El bandido respingó.
—¿Mi mujer? Pero ¿quién te ha dicho...?
—La hicieron prisionera en Freemont y se escapó después de asesinar al alguacil. —Carol sonrió—. Como sea un poco celosa y se entere de que yo le gusto, no le arriendo la ganancia.
Morris estaba atónito.
—¿Quién te ha dicho eso de mi...? Bueno, no es mi mujer, pero tampoco importa demasiado. Dime, ¿quién te lo ha dicho?
—Alguien con motivos suficientes para saberlo.
Hubo un momento de silencio. Morris se acarició la mandíbula.
—Tú debes de ser la mujer que estaba a la salida del desfiladero en Five Oaks Valley. ¿Me equivoco?
Carol mantuvo cerrada la boca.
—Te derribé de un disparo —siguió Morris—. Por lo visto te has curado, ¿verdad?
Ella continuaba silenciosa. Morris sonrió.
—Está bien, ya llegará el momento de que hables, preciosa. Tienes que contarme muchas cosas... sobre todo lo referente al tipo que nos atacó en el valle. Es un agente del Gobierno, ¿verdad?
Carol comprendió la necesidad de guardar silencio a toda costa. Por nada del mundo debía permitir que Blawser sufriese el menor daño.
—Ese tipo me ha dado unos cuantos disgustos —gruñó el bandido—. Bien, será cosa de idear el medio de acabar con él de una vez para poder vivir tranquilo en lo sucesivo.
Morris se alejó. Carol se quedó muy preocupada al comprender las intenciones del bandido.
Empezó a meditar sobre la conveniencia de idear un plan de fuga. Aparte de en sí misma, pensaba también en Blawser.
Al día siguiente, al atardecer, llegaron al escondite.
Carol comprendió, al ver el lugar, la justeza del nombre: Black Rocks Hole era, literalmente, un hoyo abierto en la ladera de una gigantesca montaña, cuyo acceso era imposible encontrar sin conocerlo de antemano.
La mayoría de las rocas era de color oscuro. Para entrar al refugio, era preciso recorrer, casi en fila india, un angostísimo desfiladero, que un solo hombre habría podido defender con un simple rifle. Tan estrecho era el paso, que algunas rocas caídas de las alturas quedaban atravesadas en sus bordes, formando techo en algunos trozos del mismo.
La longitud del paso era de unos ciento veinte metros. Luego se ensanchaba en una especie de pozo de tres o cuatrocientos metros de diámetro, con laderas muy empinadas y rocosas, cuyos bordes más próximos estaban situados a una distancia mínima de cuarenta metros del suelo.
Un pequeño manantial nacía entre unas peñas y permitía la formación de hierba y asimismo regaba unos cuantos álamos de precaria existencia. Adosados a uno de los paredones divisó un puñado de cabañas en hilera.
Una mujer salió de una de las cabañas al oír el ruido de los cascos de caballo y se puso la mano a modo de visera para contemplar a los recién llegados. Divisó a Morris y agitó la mano jubilosamente.
—¡Guy! ¡Guy! —exclamó con alegre tono de voz.
Carol escuchó los gritos de la mujer y se estremeció de pies a cabeza. Por unos momentos, olvidó no sólo el cansancio, sino también lo crítico de su propia situación.
¿Estaba soñando?, se preguntó.
La comitiva continuó su marcha hasta llegar a las inmediaciones de las cabañas. Allí, las mujeres fueron obligadas a bajarse de los caballos.
—El golpe tuvo éxito —dijo Jane, satisfecha.
—No podemos quejarnos —sonrió Morris—. Sólo perdimos un hombre. Recibió un balazo en la cabeza.
Jane paseó la vista por las mujeres que estaban en hilera frente a ella. De pronto, vio algo que la hizo palidecer espantosamente.
—¡Carol! ¿Tú... aquí? —exclamó.
La muchacha asintió con lentos movimientos de cabeza.
—Sí, querida hermana —contestó—. Estoy aquí, gracias a la bondad y amabilidad de Guy Morris, tu... lo que sea, no importa ya demasiado. Realmente, después de saber que eres la asesina del alguacil de Freemont, ¿qué puede importar ya, Jane?
* * *
—De modo que ya conoce el escondite de la banda —dijo Ray Frecq.
—Sí —confirmó Blawser—. Estuve en las inmediaciones y lo exploré de lejos con los prismáticos. Mal asunto para ir allí con demasiada fuerza, jefe.
—He traído todo lo que me pidió —manifestó Frecq—. Ahora, dígame, ¿cuánta gente cree que será necesaria?
Blawser dio su respuesta. Frecq parpadeó.
—¿He oído bien? —preguntó.
—Sí, señor —contestó Blawser—. No estoy loco ni delirio. Estimo que el mejor plan para destruir la banda es el que le he dicho.
—Pero están las mujeres. Morris y los suyos pueden emplearlas como rehenes.
—Lo harían si fuesen atacados de una forma regular y con armas corrientes. Tal como yo digo, apenas suene el primer estampido, se producirá una gran confusión y los bandidos no tendrán tiempo más que de preocuparse de sí mismos.
Frecq dudaba todavía.
—No estoy muy convencido...
—Es la única forma, señor. Si no provocamos confusión entre los bandidos, Morris dominará la situación, recobrarán la serenidad y tomarán a las mujeres como rehenes. Son capaces de asesinarlas si no les dejamos escapar, créame.
—Muy bien, pero lo que usted me pide, retrasará notablemente el ataque a Black Rocks Hole —alegó Frecq.
Blawser hizo un gesto de resignación.
—Unos días más o menos, después de lo que ha sucedido ya a estas horas, poca importancia puede tener. Pero en cambio —añadió con firme acento— ello puede significar la destrucción absoluta de la banda.
—De acuerdo —accedió Frecq finalmente—. Telegrafiaré a Fort Huachuca de inmediato. ¿No teme usted por la suerte de Carol Peters? —preguntó después.
—Yo me adelantaré de todas formas, una vez haya hablado con mis acompañantes y les haga conocer mi plan. Si puedo, la rescataré a ella en primer lugar. —Blawser se mordió los labios—. En otro caso, tendrá que correr la suerte de las demás mujeres.
—Una suerte muy arriesgada, Heron.
—¿Peor de lo que han pasado ya?
Blawser meneó la cabeza.
—Mi plan es bueno —insistió—. Los bandidos verán que las cabañas no les sirven para nada como refugio y tratarán de escapar. Cuando lo hagan, les esperaremos a la salida. Se despreocuparán de las mujeres, créame.
—No se hable más —dijo Frecq. Miró al joven y sonrió—. Le deseo toda la suerte del mundo, muchacho.
—Falta me hará —suspiró el joven.
Frecq se marchó a la oficina de Telégrafos. Blawser sacó un cigarro y se dispuso a encenderlo, pero no llegó a sacar un fósforo.
Con ojos un tanto aprensivos, contempló aquellas bolas de hierro forjado, de unos diez centímetros de diámetro, rematadas en una especie de gollete, del que sobresalía una mecha de dos centímetros. Pero no sería suficiente del todo.
El éxito de su misión dependía, en gran parte, de la respuesta del comandante de Fort Huachuca.
Blawser esperaba que tal respuesta fuese afirmativa.