CAPITULO X

Blawser abrió la puerta de la oficina y cruzó el umbral. Frank Woles, alguacil de Freemont, le miró fijamente.

—Nada, Blawser —dijo.

—Veinticuatro horas ya y sin despegar los labios —dijo el joven.

—Así es —confirmó Woles—. No ha hablado nada, absolutamente nada. Ni pide agua ni comida... Silencio total, Blawser.

—Es una mujer muy terca —observó él.

—Lo malo es eso: es una mujer —se lamentó el alguacil—. A un hombre se le puede intimidar de muchas maneras para que hable, pero a ella...

—Sí —convino Blawser pensativamente.

«Si hubiera sido un hombre —se dijo—, habría sido capaz de hacer cualquier cosa para obligarle a hablar.»

—¿Puedo verla? —inquirió al cabo de unos segundos.

—Naturalmente —accedió Woles.

Momentos después, Blawser estaba frente a frente de la prisionera.

—¿Qué tal se siente, señora Morris?

Jane dirigió una mirada de indiferencia al hombre y luego volvió la cabeza hacia la pared cercana.

—Su actitud no es útil para usted —continuó Blawser—. ¿Por qué no se decide a hablar? Estoy dispuesto a creer que no disparó un tiro contra los guardas del «tren de oro». Y seguramente no lo hizo, además, por lo que si coopera con la justicia su pena podría ser muy leve. De otro modo, el día en que la juzguen se la considerará culpable de asesinato y puede que acabe ahorcada.

Jane continuó callada.

—Sé que la banda se esconde en un lugar llamado Black Rocks Hole. Eso está hacia el sur, ¿verdad?

Blawser abandonó la cancela y volvió a la oficina.

—¿Nada? —preguntó Woles.

—Silencio absoluto —contestó Blawser.

—Ya se ablandará —opinó el alguacil.

—Eso espero. Buenas noches.

Tendida en su camastro, Jane meditaba sobre las causas de su captura.

Ella emprendería por sí sola el regreso a Black Rocks Hole, dando un gran rodeo, mientras Morris y sus compinches daban el asalto. Una de sus etapas había sido aquel villorrio denominado Freemont, donde había ido a tropezar estúpidamente con el único superviviente de Lennox Round.

Jane dejaba pasar las horas, meditando un plan de evasión. Por más que ideaba planes, no encontraba ninguno satisfactorio. Su situación, si llegaba a ser juzgada, no tendría nada de agradable. El agente tenía razón. Podía ser ahorcada.

En el mejor de los casos, nadie le salvaría de una sentencia de cadena perpetua.

De repente, se incorporó un poco en el camastro. Sus ojos emitieron un centelleo de triunfo.

¡Claro, cómo no lo había visto antes!

Tendióse de nuevo y emitió un lastimero gemido.

Momentos después Woles aparecía ante la cancela. Jane se retorció con violencia en el lecho.

—¿Qué le sucede, señora —preguntó.

Jane emitió un grito apagado.

—Aquí, aquí... —contestó casi ininteligiblemente, señalándose el vientre.

—¿Cómo? ¿Qué?

—Me... me duele mucho... Sí... si pudiera ponerme... una toalla mojada en agua caliente...

—Espere un momento, señora; dentro de un par de minutos se la traigo.

El alguacil se marchó. Jane ocultó el brillo de triunfo que había aparecido en sus ojos.

Tenía en la celda una jarra de barro llena de agua. Procuró dejarla al alcance de su mano y esperó.

Woles volvió cinco minutos después, con un paño humeante en las manos. Ella dijo:

—Ya... ya me ha ocurrido otras ocasiones... El calor me alivia mucho...

El alguacil, ingenuamente, abrió la puerta de la celda y cruzó el umbral. Dio unos pasos y se inclinó sobre la mujer.

Entonces, el jarro de agua le golpeó violentamente en el cuello. Se oyó un rugido de furia y Woles se tambaleó.

Jane saltó de la cama. Todavía conservaba en la mano el asa y arañó con fuerza la cara del alguacil.

Woles se tambaleó. Ella le golpeó varias veces con la toalla en pleno rostro, derribándole por fin al suelo. Pero Woles no había perdido todavía el conocimiento.

Jane le pateó salvajemente en la cara. Woles cayó a un lado. Ella se inclinó y le desposeyó de su revólver, con el que le golpeó dos veces en el cráneo. Se oyó un horrible ronquido y Woles dejó de moverse.

Jane contuvo un grito de alegría. Sin ocuparse más de su víctima, empuñando el revólver que no pensaba abandonar, se lanzó hacia la puerta en pos de su libertad.

 

* * *

Carol Peters llegó al atardecer a Slatter City y se hospedó en uno de los hoteles de la población. Tras asearse convenientemente, halló que estaba necesitaba de ropa y decidió que debía comprar algunas prendas para sustituir a las que llevaba, más que viejas y usadas, poco conformes con sus gustos personales.

Salió a la calle cuando empezaban a encenderse las primeras luces. De repente, lanzó un grito de alegría.

—¡Heron!

Blawser caminaba con paso rápido por la calle y se volvió al oír la voz de la muchacha.

—Carol —dijo, esbozando una sonrisa.

Ella corrió hacia Blawser.

—Me alegro de encontrarle aquí —dijo, tendiéndole la mano efusivamente—. ¿Qué hace en Slatter City?

—Busco a una fugitiva —contestó él con grave acento.

—¿Cómo?

—La mujer de Morris. Conseguí capturarla, pero se evadió de la cárcel en Freemont, después de asesinar al alguacil.

Los ojos de la muchacha se llenaron de horror.

—Esa mujer no tiene entrañas —calificó.

Blawser hizo un gesto de asentimiento.

—Así es —convino—. Carol, la veré más tarde; ahora tengo prisa.

—Sí, Heron, como quiera. Me alojo en el Metropole.

—Lo tendré en cuenta. Voy a la oficina de telégrafos, tengo que despachar unos mensajes.

Ella le dirigió una sonrisa de simpatía.

—Ojalá tenga éxito, Heron —se despidió de él.

Blawser continuó su camino. Carol, sumamente preocupada, le miró un momento y luego siguió andando. La tienda de la modista que le habían recomendado en el hotel estaba ya muy cerca.

Momentos después empezaba a elegir sus compras. Como la mayoría de los habitantes de Slatter City, Carol ignoraba que había en aquellos momentos un carro parado en la parte posterior de una cantina llamada The Silver Cup.

A la entrada de Slatter City, Morris dio sus últimas instrucciones.

—Keyle está ya con el carro en la trasera de la cantina —dijo—. Los cuatro nombrados se ocuparán de cargarlo de cajas de licores, sin tomar en cuenta nada más. Una vez lo hayan conseguido, saldrán a todo correr en la dirección convenida.

Morris fijó sus ojos en un sujeto llamado Minne.

—Tú, con dos más, asalta la tienda de la modista. Carga todo lo que puedas; las chicas necesitarán ropas.

Minne sonrió.

—Tendrás ropas —aseguró.

—Gulligan, tú cubrirás la retirada en la forma acordada. Ya puedes ir a situarte en tu puesto.

—Conforme.

El llamado Gulligan hizo un gesto y cuatro hombres se le unieron y galoparon en la oscuridad, iniciando un amplio rodeo que les iba a llevar al lado opuesto de la ciudad.

Morris sacó su reloj y consultó la hora.

—Nosotros entraremos dentro de treinta minutos. Ya lo sabéis: diez a la cantina; los otros, en la calle, espantando a la gente a tiros.

La operación estaba minuciosamente planeada. Los que iban a cargar el licor partieron hacia su objetivo.

Media hora más tarde Morris dio la orden de marcha. Quince jinetes picaron espuelas al mismo tiempo. Cabalgaban torvos, ceñudos, en completo silencio.

Sólo se oía el batir de los cascos de su caballo. Las luces de la ciudad se acercaron rápidamente.

Morris confiaba en el efecto de la sorpresa. En pocos minutos, antes de que la gente de Slatter City hubiera tenido tiempo de rehacerse, ellos habrían conseguido su objetivo y estarían saliendo a todo galope de la ciudad.