CAPÍTULO X
El automóvil se detuvo ante un bungalow blanco y rojo, situado entre palmeras, buganvilias y otras especies tropicales. Con las manos en el volante, Van Truden adelantó su poderoso mentón.
—Ahí es —dijo.
Baxter encendió un cigarrillo.
—¿Cree que ella...?
—Estoy seguro de que usted sabrá hacerlo mejor que yo. ¡Inténtelo, se lo ruego!
—Con una condición,
—¿Sí?
—No quiero violencias. No me gustaría verle apaleando a Ted Jones.
—Le doy mi palabra.
—Gracias.
Baxter abrió la portezuela, salió del coche y caminó a lo largo del sendero enlosado que conducía a la puerta del bungalow. Tocó el timbre y esperó unos momentos.
La puerta se abrió, al fin. Una joven, que vestía bata casera, puesta descuidadamente, de tal modo que, al estar abierta, permitía ver la escasa ropa interior que había debajo, apareció ante los ojos del visitante. Baxter apreció en el acto el desaliño indumentario de la muchacha, de cuyos labios pendía un cigarrillo humeante, de un olor peculiar.
—¿Qué desea? —preguntó la chica desabridamente.
Entre la bata y los senos de la muchacha no había nada. Los pantaloncitos, en realidad un triángulo de tela blanca y unas cintas, constituían el resto de su atuendo. El pelo era castaño oscuro, lacio, no demasiado bien cuidado.
—Me llamo Baxter —dijo el visitante—. ¿Es usted Linda van Truden?
—Séee —contestó ella, con cierto desgarro—. ¿Qué se le ofrece, forastero?
—Hablar con usted. ¿Puedo...? Linda se encogió de hombros.
—Entre.
Baxter cruzó el umbral. En el interior del bungalow había una atmósfera apestosa.
—Le gusta la hierba... —dijo significativamente.
—Eso no es cosa suya, amigo. ¿Qué quiere?
—Su padre está inquieto por su ausencia.
—El viejo burgués...
—Gracias al cual, usted consiguió el dinero que le permitió traerse a un compañero de cama y marihuana aquí.
Linda se envaró.
—Oiga, no le permito que se meta en mis asuntos... Dentro de la casa sonó una voz ronca:
—Linda, preciosa, ¿con quién estás hablando?
—No te preocupes, Ted; sólo se trata de un degenerado representante del capitalismo. Parece ser que quiere llevarme con el tipo que me engendró.
—¡Tu padre!
—Sí, eso.
Un hombre apareció en el umbral del dormitorio. Era joven y usaba barba de collar, y su única indumentaria era un slip floreado.
—¿Quieres que lo eche, Linda?
—¿Es Ted Jones? —preguntó Baxter.
—Así me llaman —contestó el aludido.
—Desde que lo engendraron, claro —dijo Baxter, sarcásticamente—, Linda, será mejor que se vista.
—¿Por qué?
—Voy a llevarla con su padre.
Jones avanzó un paso, en actitud belicosa.
—Voy a echarlo de aquí —anunció.
Linda cruzó los brazos sobre el pecho y sonrió burlonamente.
—Será divertido —dijo.
Jones dio otro paso. Baxter cerró los puños.
De súbito, Jones disparó el puño derecho. Baxter paró el golpe con la palma de la mano izquierda. A continuación, golpeó los músculos del antebrazo de su atacante con el filo de la mano derecha.
Fue un golpe suave, lo justo para entumecer el brazo de Jones; de haberlo asestado con más potencia, podría haberle fracturado los huesos. Jones gruñó, se tambaleó, y Baxter remató su obra con un golpe de antebrazo al barbado mentón.
Jones se desplomó como un fardo. Linda silbó.
—Pareces un maniquí, pero sabes pelear —comentó, admirada.
Baxter se acercó a ella. Linda tenía ahora el cigarrillo de marihuana en la mano y él se lo quitó de un manotazo, arrojándolo sobre un cenicero. Luego la empujó sin consideraciones hacia el dormitorio.
—Voy a dejar la elección en tus manos —dijo—. O te vistes tú o te visto yo. Linda le miró desvergonzadamente, por encima del hombro.
—¡Vísteme, querido! —pidió.
Baxter le asestó una fuerte palmada en el trasero. Ella gritó y saltó hacia adelante, añadiendo al grito una procaz interjección.
A los pocos minutos, Linda apareció de nuevo, vestida con chaqueta y pantalones, y con una bolsa de viaje en la mano derecha. El bolso con los objetos personales pendía de su hombro izquierdo. Parecía avergonzada.
—Estoy lista —murmuró.
Jones continuaba en el suelo, la boca entreabierta y los brazos en cruz.
—¿No te despides de él?
Linda hizo una mueca de desprecio.
—Es un tipo flojo —contestó—. Estaba desengañada con él.
—Celebro que sepas reconocerlo. ¿Vamos?
—Sí.
Salieron de la casa. A los pocos pasos, Linda se detuvo.
Van Truden estaba en pie, fuera del coche, fumando un cigarro. Padre e hija se contemplaron fijos durante algunos segundos... Luego, de súbito, Linda soltó la bolsa de viaje y echó a correr hacia su padre, llorando como una Magdalena. Van Truden tiró el cigarro y acogió a la joven en sus robustos brazos.
Baxter se inclinó y recogió la bolsa que Linda había dejado abandonada. Avanzó lentamente a lo largo del sendero, dejó la bolsa en el asiento posterior del coche y se sentó tras el volante.
Al cabo de unos segundos, padre e hija se separaron. Linda buscó un pañuelo y se sonó con fuerza, Van Truden miró al joven con fijeza.
—Tendrá su recompensa —dijo. Baxter sonrió.
—Será mejor que volvamos al hotel —indicó.
* * *
Sol Philips miró con sorpresa al hombre que acababa de colarse en su habitación.
—¿Qué sucede, Budd? —preguntó.
Baxter se puso un dedo sobre los labios. A continuación, empezó a registrar el dormitorio cuidadosamente, mientras Philips le contemplaba con enorme curiosidad.
Minutos más tarde, Baxter se volvió hacia el piloto.
—No, no hay ninguna bomba —dijo. Philips dio un salto.
—¡Demonios, una bomba! Pero ¿por qué?...
—A Fall tenían que romperle un brazo.
—Y se lo han roto... Está en el hospital...
—Es una ficción. Pude evitarlo.
Philips se pasó una mano por la frente.
—Budd, por favor, explíquese de una vez. No me gusta lo que está pasando.
—Aún no puedo hablar del todo, porque no tengo completos los hilos de la trama. Pero abrigo la sospecha de que hay alguien que no quiere que usted vaya en el vuelo de regreso.
—¿Piensan matarme? —preguntó Philips, con los pelos de punta.
—Tanto como eso, no; resultaría demasiado arriesgado... —De súbito, Baxter se fijó en una botella que había sobre una mesita, junto con un par de vasos y un recipiente para hielo—. ¿Ha pedido usted el whisky?...
—No, estaba ya aquí. Supongo que será cortesía del hotel.
Baxter cogió la botella, quitó el tapón, olisqueó el licor y luego vertió unas gotas en la palma de la mano, para probarlo con la punta de la lengua. Al terminar las operaciones, se volvió hacia Philips.
—A usted le gusta el whisky, Sol —dijo. El piloto sonrió de mala gana.
—Como a cada hijo de vecino —contestó.
—Y pensaba tomarse un par de tragos antes de irse a la cama.
—Sí, puesto que ya lo tenía tan a mano... —Philips señaló un libro que había encima de la mesilla de noche—. Tengo una novela policíaca y me hubiera entretenido leyéndola, con un traguito de cuando en cuando —explicó.
—Claro, así se hubiera dormido mejor..., sólo que alguien quería que durmiese lo suficiente para no llegar a tiempo al aeropuerto.
Philips extendió las manos.
—¡Por el amor de Dios, Budd! ¿Quiere explicarme, de una vez, qué es lo que sucede?
—Sol, mañana no va a volar usted de vuelta a Nueva York. Philips parpadeó,
—Pero...
Baxter volvió a coger la botella y vertió unas gotas en uno de los vasos, que dejó sobre la mesilla de noche, añadiendo un par de cubitos de hielo para que se fundieran en el interior del recipiente. A continuación, fue al baño y vertió en el lavabo un cuarto del contenido de la botella, haciendo que el agua corriera seguidamente, en abundancia, a fin de disipar el olor del whisky. Finalmente, regresó al dormitorio.
—Sol, usted debe actuar como si realmente hubiese tomado unos buenos tragos. Repito que no quieren matarlo; no les conviene el escándalo de un asesinato. Para ellos, resultará más útil un piloto borracho que no puede llegar a tiempo a su avión. ¿Lo ha comprendido?
—Sólo en parte, aunque sé que debo fiarme de usted. Me lo dijo la señorita Spain...
—¡Ah, Edna le ha hablado de mí! —se sorprendió Baxter. El piloto sonrió.
—Ella me dijo que, en caso necesario, hiciese todo lo que usted me ordeñase — contestó—. Pero no me dio más explicaciones...
—Por ahora, no puedo decirle nada más, excepto que haga puntualmente todo lo que le he dicho. Es más, seguramente, dentro de un par de horas, alguien se asomará a este dormitorio. Usted tiene que aparentar muy bien que está profundamente dormido. Alguien dirá, mañana, que se emborrachó, cuando lo cierto es que esperan que la droga contenida en el licor le haya causado un profundo sueño.
—Y el avión despegará sin mí. ¡Pero se necesita un copiloto! —exclamó Philips.
—Supongo que tendrán preparado uno de reserva —contestó Baxter—. Sin embargo, eso no es cosa que le preocupe a usted. Siga el consejo de la señorita Spain.
—¡Muy bien! —suspiró Philips—. Espero que un día pueda contármelo todo, Budd.
—Un día lo sabrá todo —aseguró.
Abrió la puerta y salió de la habitación. Minutos más tarde, se hallaba en el comedor, cenando con los Van Truden.
Linda se había puesto un vestido largo.
—Lo he comprado en la boutique del hotel —declaró.
—Le está muy bien —sonrió Baxter—. Bien, señor Van Truden, ¿satisfecho?
—Por completo. —Van Truden sacó un sobre y se lo entregó al joven—. Siempre cumplo mis promesas —añadió.
Baxter hizo asomar el cheque por valor de cien mil dólares. Sonrió ligeramente y lo guardó en el interior de la chaqueta.
—Gracias —murmuró.
—Linda vendrá con nosotros, mañana —dijo Van Truden—. He pensado que es lo mejor.
—¡Claro! Ella no tendrá inconveniente, supongo.
—Ninguno —contestó la aludida.
La cena prosiguió animadamente. Después, incluso, Baxter y Linda bailaron un poco, ante la complacida mirada de Van Truden. Finalmente, y puesto que al día siguiente debían madrugar, se retiraron a sus respectivas habitaciones.
Van Truden llegó a su cuarto y se quitó la chaqueta, en primer Tugar. Luego se soltó el lazo negro y empezó a desabotonarse la camisa. A continuación, con los tirantes colgando de los pantalones, entró en el cuarto de baño y empezó a lavarse las manos.
De pronto, oyó un ruidito sospechoso. Alzó la cabeza y, a través del espejo, vio a una persona que le apuntaba con un revólver provisto de silenciador.
—¿Qué diablos...?
El arma hizo plop. Van Truden se estremeció convulsivamente. Agarrado con manos convulsas al lavabo, Van Truden intentó mantenerse en pie, pero el asesino disparó por segunda vez y entonces se derrumbó lentamente. Su pie izquierdo se agitó un par de veces. Luego, todo el cuerpo se quedó quieto.
El asesino cerró cuidadosamente la puerta del cuarto de baño. Tenía las manos enguantadas, de modo que no había preocupación alguna en dejar sus huellas dactilares. Se retiró tan silenciosamente como había venido y nadie se dio cuenta de lo que acababa de suceder.