CAPÍTULO VII
Baxter parpadeó.
—Harry Fall —murmuró—, ¿Tienes la dirección?
—Sí.
Sanders le entregó un papelito, que Baxter guardó en uno de sus bolsillos.
—¿Cuándo tienes que informar a la rubia? —preguntó.
—Mañana, a estas horas.
—Dile que lo hiciste, eso es todo
—Está bien, pero... Bat quizá quiera cumplir...
—Convéncele de que no le toque.
—Lo intentaré.
—A propósito, ¿qué le habéis dicho de lo que os ordenó hace tres noches? Sanders torció el gesto.
—Parece que no ha quedado muy convencida de nuestras excusas —rezongó—. Y a Bat no le gustaba mucho, pero logré persuadirle...
—¿Sabes su nombre?
—No.
Baxter sí lo sabía. Únicamente había hecho la pregunta al objeto de conocer si la rubia usaba otra identidad al relacionarse con los dos hampones.
—Está bien.
De pronto, Sanders lanzó una exclamación:
—¡Eh, mire, ese tipo va a llevarse el coche de la rubia!
Baxter volvió la cabeza. Un individuo se había sentado tras el volante del descapotable, con la intención nada oculta de apoderarse del vehículo. La dueña, por lo visto, se había dejado puesta la llave del contacto.
El ladrón hizo girar la llave. En el mismo instante, algo parecido a un chorro de fuego brotó de debajo del salpicadero y abrazó instantáneamente al individuo.
Baxter y Sanders se agacharon instintivamente al oír la explosión. El capó del automóvil saltó por los aires, dio un par de vueltas y cayó sobre el asfalto con rechinante ruido de chapa. En el asiento delantero, un hombre, inconsciente o ya muerto, se había convertido en una antorcha.
Las llamas empezaron a propagarse a todo lo largo del vehículo. Algunos curiosos corrieron hacia el lugar del suceso. Baxter lanzó un penetrante grito de advertencia:
—¡Aléjense! ¡El tanque de combustible va a estallar de un momento a otro!
El gentío se dispersó desordenadamente. Segundos después, grandes chorros de gasolina inflamada se dispersaron en todas direcciones. Uno de los coches situados en las inmediaciones empezó a arder, también. La confusión era indescriptible. Ya se escuchaban los alaridos de las sirenas policiales.
Al cabo de un buen rato, Baxter, ya separado de Sanders, decidió entrar de nuevo en el Comet. Con gran decepción, vio que May Stone había desaparecido, sin duda para no tener que dar explicaciones a la policía sobre el hecho, en apariencia incomprensible, de la colocación de una bomba en su automóvil. Por fortuna, conocía su dirección.
Pero antes, se dijo, quería hablar con Harry Fall, el hombre a quien Sanders y su compinche debían partir un brazo.
* * *
Fall debía de haberse acostado no hacía mucho, porque apareció vestido con una bata y los ojos cargados de sueño.
—Si quiere contratarme para un vuelo, la respuesta es no. Ya tengo más trabajo del que puedo desear —dijo, sin más preámbulos.
Baxter parpadeó.
—¿Es usted piloto?
—Sí…Oiga, ¿qué diablos quiere, a estas horas, en mi casa? —preguntó Fall, malhumoradamente.
—Hablar con usted.
—Estas no son horas...
—Señor Fall, el asunto que me ha traído es muy importante. Se lo ruego, déjeme pasar. Fall dudó un instante. Al fin, se echó a un lado.
—Me llamo Baxter, Budd Baxter —dijo el visitante, una vez traspasado el umbral de la casa—. Si quiere referencias mías, llame a Jim Bow, el piloto instructor de la Shawbury Aircraft. Supongo que le sonará el nombre de esa compañía, señor Fall.
—Por supuesto, y también conozco a Bow. Pero ¿qué diablos pasa? —exclamó Fall, muy intrigado.
—Han pagado a dos rufianes para que le partan un brazo —declaró Baxter—. En un principio me extrañó el asunto, pero ahora, después de conocer su opinión, empiezo a ver con más claridad. Señor Fall, ¿tiene usted que volar a alguna parte en los próximos días?
—Pues... ¿Ha dicho que me iban a partir un brazo?
—Sí.
—Eso me hubiera impedido volar durante una temporada.
—Es de presumir —sonrió Baxter.
—Sin embargo, no veo qué interés puede haber en ciertas personas para impedirme volar —alegó Fall.
—Tal vez deba realizar usted un vuelo importante en los próximos días sugirió el visitante.
Fall se acarició el mentón con aíre perplejo.
—La verdad, no me parece que mi próximo vuelo sea de importancia —dijo—. Tengo que ir a Nassau, en las Bahamas... Un viaje de vacío para traer, de vuelta, tres toneladas de una cerámica...
Baxter levantó las cejas.
—¿Cerámica? —exclamó, atónito—. Pero si en las Bahamas no...
—Por lo visto, es decir, por lo que me han dicho, hay un artesano que se instaló allí hace algún tiempo y que ha resultado ser un artista sensacional. Yo no he visto ninguna de sus obras, pero creo que son maravillosas...
—Y usted tiene que traer un cargamento de cerámica.
—Sí, tres toneladas. Bien embaladas las piezas, por supuesto.
—Ya —dijo Baxter—. La cosa resulta complicadilla, aunque creo que acabaremos por conseguir una explicación congruente. ¿Cuándo tiene que partir para Nassau?
—Aún no sé la fecha fija. Creo que dos o tres días, como máximo.
Baxter meditó durante unos segundos. El vuelo a Nassau, para transportar tres toneladas de cerámica, ni aunque se importasen de contrabando, resultaba muy extraño, sobre todo teniendo en cuenta que el avión volaría de vacío a la ida. Claro que si era un flete especial, al fletador no le importaría la pérdida que representaba la circunstancia. El fletador pagaría por el vuelo completo, llevase o no carga el avión.
—Está bien, señor Fall —dijo, al cabo—. Vamos a hacer como quiere cierta persona.
—¡Eh, no irá a romperme usted el brazo!...
Baxter se echó a reír ante la alarma que se pintaba en el rostro del piloto.
—No —contestó—, pero le pagaré con mucho gusto las molestias que le supondrá llevar el brazo enyesado durante algunos días.
Fall sonrió maliciosamente.
—Debo simular una auténtica fractura —adivinó.
—Exactamente. Y ahora mismo nos iremos a ver un médico que es buen amigo mío... De pronto, llamaron a la puerta. Fall se dispuso a abrir, pero Baxter extendió su brazo.
—Deje —pidió en voz baja.
Baxter abrió la puerta y se dio de manos a boca con Bat Clay. El sujeto llevaba algo envuelto en papel de periódico. Seguramente era una barra de hierro, pero Clay estaba tan sorprendido de ver a alguien que no era el dueño de la casa, que no tuvo tiempo de reaccionar. Por su parte, Baxter no perdió el tiempo en consideraciones: disparó secamente el puño derecho y lo estrelló contra el mentón del sujeto. Clay se desplomó como un fardo.
Baxter lo entró en el piso, arrastrándolo por los pies. Fall se sentía estupefacto. Cuando se disponía a cerrar, oyó ruido.
Sanders corría hacia él.
—Escuche, ese tipo está loco... No quiso hacerme caso... Baxter movió la mano.
—¡Entra! —ordenó.
—He tratado de disuadirle de lo que nos ordenó May Stone, pero no me hizo caso... —jadeó Sanders.
—Escucha un momento —dijo Baxter—. El señor Fall y yo nos vamos a marchar ahora mismo. Cuando despierte tu amigo, le dirás que fue el señor Fall el que le golpeó, dejándole sin sentido.
—Pero él sabrá que fue usted...
—No estará tan seguro... Cuando se recibe un golpe semejante, la memoria flaquea. Y puesto que no me verá, no podrá afirmar nada en contrario. Además, le dirás que tú entraste a Continuación y que hiciste la faena que os han encomendado. ¿Lo vas comprendiendo?
Sanders asintió. Baxter metió la mano en el bolsillo y sacó unos cuantos billetes, que entregó al sujeto.
—Para ti solamente —añadió. Se inclinó y desenvolvió en parte la barra de hierro—. Así resultará la cosa más verídica —añadió—. Si Clay te pregunta por el señor Fall, dile que salió corriendo en busca de un médico y le das prisa para abandonar la casa antes de que venga la policía.
—Está bien —respondió Sanders.
—¿Tienes que llamar a algún teléfono a la señorita Stone?
—Ella dijo que nos vería mañana por la noche, en el Comet, pero después de que le pusieron una bomba en el coche, no sé si acudirá...
—May Stone escapó sin duda por la puerta trasera.
Irá mañana —afirmó Baxter rotundamente. Se volvió hacia Fall—. Vámonos —dijo.
Fall no se hizo de rogar. Cuando cerraban la puerta, Clay empezaba a rebullir y a quejarse sordamente.
Media hora más tarde, se detenían ante la puerta de una casa, en la que se veía la placa indicadora de la profesión de su dueño.
—Aquí es —dijo Baxter—. Ahora haremos la pantomima y luego mi amigo le acompañará al hospital. Es preciso que esté allí unos cuantos días, para completar la ficción y que no haya motivos de sospecha.
En la acera, Fall se volvió hacia su acompañante.
—Señor Baxter, ¿qué diablos pasa aquí? —preguntó. El joven suspiró.
—A mí también me gustaría saber todo lo que se esconde detrás de este turbio asunto —respondió.
* * *
Al día siguiente, a media mañana, Baxter recibió una llamada telefónica.
—¿Se ha olvidado ya de mí? —preguntó Edna Spain.
—¡Imposible! Su rostro se ha grabado en mi mente de modo indeleble. Edna rió argentinamente.
—Es usted un maravilloso embustero —dijo—. Ande, venga a verme, si no tiene ocupaciones más graves.
—Por fortuna, no soy médico —contestó Baxter.
—¿Qué tiene que ver eso con nuestra entrevista?
—Es que si fuese médico y tuviese un paciente gravísimo en el quirófano... el paciente se me moriría, porque dejaría todo para ir a verla.
—Es la mentira más bonita que me han dicho nunca —declaró Edna. Dio su dirección y añadió—: Suelo hacer un buen café, Budd.
—De usted lo bebería aunque le añadiese vitriolo concentrado.
Nuevamente sonó la risa de Edna. Baxter colgó el teléfono y empezó a vestirse.
Una hora más tarde, y armado con un monumental ramo de flores, llamaba a la puerta del apartamento de Edna. Ella abrió y le miró maliciosamente.
—No me ha defraudado —dijo.
—¿Por qué habla así?
—Tenía que traerme flores... —Edna se apoderó del ramo y aspiró durante un instante el aroma de las rosas rojas—. Y además, ha adivinado que son las que más me gustan.
Edna vestía un conjunto negro, de raso, chaqueta y pantalones, que le prestaban un singular atractivo. Baxter apreció en la joven un gusto exquisito por la decoración de su vivienda, en la que apreció sus suficientes toques de clasicismo para hacerla acogedora, sin que pareciese anticuada o pasada de moda.
Durante unos momentos, Edna se dedicó a la tarea de colocar las flores en un precioso jarrón de porcelana. Luego se volvió hacia su invitado.
—Le hablé antes de café, pero tenga la seguridad de que no hay vitriolo en la alacena —dijo.
—Ni cianuro, ni arsénico, ni vidrio molido revuelto con el azúcar.
—No me gustan los métodos tan sofisticados para asesinar a la gente. Prefiero el puñal, o la soga... ó el paracaídas «arreglado».
Baxter se puso rígido en el acto.
—¿Qué sabe de ese asunto? —preguntó. Edna sonrió.
—Espere a que haya tomado el café —repuso.
Y se alejó hacia el interior del apartamento. Cinco minutos más tarde volvió con la bandeja en las manos.
Después de llenar las tazas, dijo:
—He estado investigando por mi cuenta. No me hacía gracia que me confundieran con la mujer que estuvo contemplando el accidente desde su coche amarillo.
—Lógico —convino Baxter—, ¿Y...? Edna le miró intensamente.
—Le dije que fuese a ver a Shepherd.
—Y lo encontré, pero con una cuerda al cuello.
—Fue el pago que le dieron por «arreglar» el paracaídas de Kraunn —aseguró Edna, con rotundo acento.