CAPÍTULO V
La puerta se abrió. Kenneth miró rencorosamente al hombre que tenía frente a sí.
—¿Es que no tuvo bastante? —preguntó, belicoso
—Aquí utiliza usted el nombre de Hustler —dijo Baxter—. Si me echa de nuevo a la calle, llamaré a la policía.
—¿Y qué? No es ningún crimen emplear otro nombre, mientras no se haga con propósitos delictivos. Simplemente, no quiero que la vecindad sepa que me llamo Kenneth.
—Porque no tiene la conciencia tranquila.
Los labios de Kenneth se contrajeron. Al fin, se apartó a un lado.
—Entre —dijo de mala gana—. Diga pronto lo que quiere y lárguese lo más rápidamente posible.
—Lo que quiero se puede expresar en cinco palabras: ¿dónde está Linda van Truden? Kenneth se hallaba junto a una mesita, con servicio de licores. Destapó un frasco de vidrio tallado, vertió una buena dosis de whisky en un vaso y bebió la mitad de un solo trago.
—No lo sé —dijo.
—Usted es un hombre guapo, atractivo, apuesto..., pero resultaría un mal actor. No sabe mentir convincentemente.
—Le digo que no...
—¡Oh, vamos, vamos!; no trate de engañarme. Suéltelo de una vez, Gerald. Ya me imagino que se siente furioso; según tengo entendido, Linda es muy guapa y, además, rica. ¿Le sabe mal haber perdido de vista ese bombón?
Kenneth soltó una maldición en voz baja.
—La última vez que la vi me dijo que se marchaba a las Bahamas, aunque no me dio más detalles; es todo cuanto puedo decirle —contestó malhumoradamente.
—¿Cuánto tiempo hace?
—Una semana, diez días, no recuerdo con exactitud.
—¿Sabe si pensaba utilizar alguno de los aviones de su padre?
—No me dio detalles ni yo le pregunté. Traté de hacerla desistir de su empeño, pero cuando ella quiere, es muy terca. Así que nos despedimos y no he vuelto a verla más.
Baxter se dio cuenta de que ya no obtendría más información. La fuente estaba seca, pensó.
—Gracias, Gerald —dijo.
Y ya se disponía a marcharse cuando, de pronto, sonó una voz femenina en el interior del apartamento:
—¡Jerry, querido! ¿No puedes hablar con tus amigos sin armar tanto escándalo?
Los dos hombres se quedaron rígidos. Luego, Baxter se dispuso a cruzar la sala, para entrar en el dormitorio, en donde se hallaba la mujer, pero Kenneth le cerró el paso.
—¡Quieto! —dijo, con ojos llameantes.
Por toda respuesta, Baxter adelantó la mano derecha, con los dedos tiesos, unidos como una tabla. El golpe alcanzó a Kenneth justo bajo el esternón, dejándolo sin aliento instantáneamente.
Luego, con la mano izquierda, apartó al sujeto, apoyándola simplemente en el lado izquierdo de su cabeza. Kenneth trastabilló y cayó al suelo inconsciente.
Un segundo más tarde, Baxter se asomaba a un vasto dormitorio. La cama se hallaba en una especie de plataforma, muy amplia, separada del resto de la pieza por dos escalones que corrían a todo lo largo del contorno.
Sobre la cama, sentada sobre sus talones y sin una sola prenda de ropa encima de su cuerpo, había una mujer que le contemplaba con los ojos muy abiertos, sin cuidarse en absoluto de su desnudez.
Era rubia y tenía una figura excepcional, con hermosos pechos y cintura muy delgada. Durante unos segundos, la rubia y Baxter se contemplaron en silencio.
Baxter fue el primero en hablar.
—¿Quién es usted? —preguntó.
—Kitty Knight —contestó la rubia.
—¡Oh, creí que...! ¿No se llama Linda van Truden?
—No conozco a esa mujer.
—Siento haber interrumpido su... coloquio con el señor Kenneth —se disculpó Baxter.
—No se preocupé.
De pronto, la rubia se puso en pie. Seguía sin preocuparse de la ausencia de ropa sobre su cuerpo bien formado.
—Espero que me diga los motivos de su visita, señor Baxter —manifestó heladamente.
—No creo que eso le importe, señorita Knight. Con su permiso...
Baxter empezaba ya a dar media vuelta, cuando sonó la voz de Kitty con acento seco, tajante:
—Menos prisa, por favor.
El joven volvió a girar sobre sus talones. Kitty le apuntaba con una pequeña pistola. Lentamente, atravesó la plataforma y descendió los escalones, hasta que la boca del arma quedó a menos de un palmo del estómago de Baxter.
—Y ahora, dígame a qué ha venido aquí o le pegaré un tiro —amenazó la rubia.
—Acabo de mencionar un nombre. Su amigo Gerald, o Jerry, como lo llama usted íntimamente, podrá darle más detalles sobre el particular.
—Quiero que sea usted el que me dé esos detalles. ¿Entendido?
Baxter apretó los labios. De pronto, alzó la mano izquierda y puso la yema del dedo índice sobre el cañón de la pistola.
—Ahora ya no puede disparar —dijo alegremente. Kitty bajó la vista un instante y se echó a reír.
—Buen tapón —comentó.
Y, una fracción de segundo más tarde, la mano izquierda de Baxter desviaba el arma con violencia. Luego agarró el brazo de la rubia y la hizo girar con violencia, hasta que ella quedó dándole la espalda. Entonces, bajó la mano derecha con fuerza y palmeó sonoramente el atractivo trasero de Kitty, de cuyos labios brotó un grito de dolor y rabia.
La pistola había saltado lejos. Kitty se retiró unos metros, frotándose con la mano el lugar afectado por el golpe. Luego dijo:
—Si no le importa, voy a vestirme.
—¡Claro! —accedió Baxter, benevolente.
Kitty se puso el sujetador y unos breves pantaloncitos de encaje. Súbitamente, sin previo aviso, saltó hacia delante con tremendo impulso, a la vez que lanzaba un poderoso grito:
—¡Kiai!
* * *
Cualquier cosa hubiera esperado Baxter de la que parecía una muñeca de lujo, menos aquella insólita reacción. Apenas si tuvo tiempo de echarse desesperadamente hacia atrás, aunque no pudo evitar que el pie derecho de Kitty, quien se había elevado en el aire al mismo tiempo que saltaba, le golpease con dureza el hombro izquierdo.
Pillado a contrapié, Baxter giró en redondo. Durante una fracción de segundo dio la espalda a Kitty. El instinto, y el entrenamiento, le hicieron presentir lo que iba a suceder a continuación y, con un desesperado esfuerzo, se echó hacia delante, justo en el instante en que los dos pies de la rubia, muy juntos, buscaban venenosamente su región lumbar.
Aun así, el impacto en los riñones no resultó demasiado agradable. Baxter se dejó caer al suelo, parando el impacto con las manos a la vez que flexionaba los brazos. Inmediatamente, volteó sobre sí mismo.
El siguiente ataque de Kitty resultó fallido. La rubia había saltado a metro y medio de altura, encogiendo las piernas al mismo tiempo, a fin de aumentar la potencia del impacto cuando sus pies cayesen sobre el cuello de Baxter, pero el rapidísimo volteo de éste impidió que la acción se completase con éxito.
Baxter movió el brazo izquierdo en semicírculo y alcanzó una de las piernas de la rubia, que se tambaleó ligeramente. Durante un segundo, Kitty perdió la iniciativa, cosa que aprovechó Baxter para ponerse en pie. Cuando ella le disparó un maligno puntapié a la mandíbula, el objetivo ya no se hallaba en el sitio donde debía estar.
Ahora habían quedado los dos frente a frente, contemplándose recelosamente, como dos luchadores profesionales. Baxter se dijo que tenía enfrente a un enemigo de cuidado. Kitty se movía lentamente, agitando los brazos suavemente, como si buscase la ocasión propicia para desencadenar su ataque. Baxter, más que las manos de la mujer, miraba a sus ojos.
De súbito, se adelantó y saltó hacia ella, empleando la tercera Kata, De-ashi-barai, para realizar un volteo de tobillo y tener así a su merced a la hermosa contrincante. Al mismo tiempo que la agarraba por los hombros, empujó vigorosamente con su pierna derecha la izquierda de Kitty. Ella, sin embargo, pareció adivinar la intención y bloqueó con el abdomen, a la vez que flexionaba la pierna derecha, cargando el peso de su cuerpo sobre el pie del mismo lado. A continuación, giró un poco hacia su izquierda, para acentuar el desequilibrio de Baxter, levantándole con el esfuerzo combinado de las muñecas y los antebrazos. Con la pierna izquierda, barrió las dos del joven, hacia su propio frente. Acentuó la potencia y Baxter, desde el aire, cayó lateralmente al suelo, vencido por una mujer que parecía poseer una maestría inigualable.
Pero no se estuvo quieto, porque sabía podía representar su perdición. Apenas tocó el suelo, rodó dos veces sobre sí mismo. Kitty se le echaba encima y él la golpeó violentamente en el abdomen con su antebrazo izquierdo. Ella emitió un gruñido de protesta.
Durante una décima de segundo, quedó momentáneamente aturdida.
Baxter no dejó pasar la ocasión. Antes de que Kitty pudiera rehacerse, estaba ya tras ella, haciéndole una presa de estrangulación. Kitty intentó librarse, tirando de su brazo derecho, pero había perdido la iniciativa. Baxter apretó de firme y la rubia golpeó el suelo con la palma de la mano izquierda, dándose cuenta de que ya no tenía posibilidades.
—¿Te rindes? —preguntó Baxter.
—Sí... —jadeó ella.
—¿Por qué has querido matarme? —Todavía seguían en la misma posición; Baxter no confiaba demasiado en aquella belicosa rubia, y aunque ya la había derrotado, no sentía el menor deseo de enzarzarse en un segundo round.
—¿Quién, yo? ¿Matarte? Tú estás loco...
—Kitty, me has tirado una doble patada a los riñones que, si me pillas bien, me partes la columna vertebral. Y tú lo sabes muy bien.
—Bueno, he oído cómo te peleabas con Jerry... ¿Le has atontado, verdad?
—No se le oye rechistar, de modo que la deducción es absoluta. Yo quería entrar aquí, cuando oí tu voz, y él se negó. Pero, además, vine a verle y dio otro nombre, negando ser Gerald Kenneth. No me hizo demasiada gracia, a decir verdad.
—Aunque sea así, tú no tenías por qué entrar en una habitación privada. Ciertamente, no tenemos nada que esconder, pero ¿qué te importaba a ti?
—Aparentemente, tienes razón; pero es que ando buscando a una linda damisela y me pareció que podías ser tú.
—¿Otra mujer? —se irritó Kitty.
—Sí. Linda van Truden.
—No la he visto y, además, no la conozco. Pero ¿es que ese cerdo me engaña con otra?
—Ahora, por lo visto, se trata de algo más serio que un simple engaño amoroso. Un secuestro, para que lo veas más claro.
Kitty lanzó un resoplido.
—¡Un secuestro!
—Sí.
—Budd, te juro que no sé nada de ese secuestro. Y si es cierto que Jerry anda mezclado en el asunto, puedes contar con que hoy es el último día que le veo, ¿Quieres soltarme, por favor?
Baxter dudó un instante.
—¿No intentarás jugarme una mala pasada?
—Te lo prometo. —Kitty alzó la mano derecha como si fuese a prestar juramento—. Soy sincera, Budd.
—Está bien.
Baxter se levantó de un salto, separándose dos o tres pasos de la rubia. Ella se incorporó igualmente y giró en redondo, para quedar frente a su vencedor, vestida solamente con el sostén y las braguitas, prendas ambas de tejido finísimo y casi transparente. Erguida como una walkyria, miró sonriente a Baxter, conscientemente orgullosa de su hermosura.
—¿Te gusto? —preguntó.
—Jerry ha debido refocilarse a gusto —sonrió él.
—¡Psé...! Tiene mucha fachada, pero debajo hay muy poco.
—Puede que físicamente sea así, pero en otros aspectos debe de ser más listo. Linda van Truden vale millones.
Kitty silbó.
—Un secuestro —repitió—. La verdad, nunca se me había ocurrido pensar que Jerry pudiese estar mezclado en esta clase de asuntos.
—Aún no es seguro, pero quizá él pueda darme algunas pistas... —De pronto, Baxter miró oblicuamente a la rubia—. ¡Oye!..., ¿de qué color es tu coche? —preguntó.
—Azul claro y blanco... ¿Por qué lo dices?
—Nada, mera curiosidad. ¿Cuál es el color del coche de Jerry?
—Amarillo.
—¿Te lo ha prestado en alguna ocasión?
—No; ni se me ha ocurrido pedírselo. No me gustan los coches descapotables. En un accidente, aunque vayas a poca velocidad, es el medio más sencillo de perder la cabeza y no lo digo metafóricamente. Prefiero el mío, un coupé con techo duro...
Baxter se mordió los labios. Kitty parecía sincera, pero si ella no era la conductora del coche amarillo que había visto tras el ataque de la avioneta... ¿quién era?
De pronto, Kitty exclamó:
—¡Oye, le has dado bien a Jerry! Ni siquiera ha rechistado...
Baxter reaccionó y abandonó el dormitorio. A un paso de la puerta, se detuvo en seco. Como notase que Kitty le seguía, extendió una mano para cortarle el paso.
—¡Quieta!
Kitty se metió un puño en la boca, para no lanzar un chillido de espanto. Kenneth estaba en el suelo, arrodillado, encogido sobre sí mismo, como si orase a la manera árabe, pero a su alrededor y especialmente bajo la cabeza, había un enorme charco de sangre.
Todavía caían algunas gotas de la horrible herida que le seccionaba la garganta, de oreja a oreja.