CAPÍTULO VIII
Baxter removió el azúcar de su taza y tomó un par de sorbos.
—¿Cómo lo ha sabido? —preguntó al cabo.
—Buscando aquí, y allá... Yo también hago cursos de pilotaje en el mismo campo de aviación que usted. Alguien vio a Shepherd con un paracaídas en la mano y le preguntó adónde lo llevaba. Shepherd mencionó la avioneta que Kraunn lanzó contra el «DC-3» en que volaba usted. Al preguntón le extrañó el hecho, pero Shepherd se defendió, diciendo que cumplía órdenes, aunque no dijo quién se las había dado.
Edna tomó también un sorbo de café y continuó:
—Aún le diré más. Cuando se produjo el accidente, y puedo demostrarlo, hacía un par de minutos que yo había abandonado el campo de aviación. Para llegar al sitio donde estaba apostada la rubia con el coche amarillo, es preciso dar un gran rodeo, en el que se invierten no menos de seis o siete minutos, ya que no hay camino directo.
—Lo cual la descarta a usted, por completo, de toda complicidad en el caso.
—Nunca he temido que me acusaran de nada en relación con ese desagradable asunto, pero me encuentro mucho más satisfecha sabiendo que las cosas están completamente aclaradas. Hubo un malentendido, debido a las apariencias, pero eso es todo.
—Lo celebro, Edna.
—A usted le querían liquidar, está visto. La rubia se apostó allí para contemplar el accidente. Sabía que Kraunn iba a morir.
—¿Y Shepherd?
—Si preparó el paracaídas, bloqueando el sistema de cierre, se condenó a sí mismo a muerte, aunque la sentencia la ejecutase otro cualquiera.
—Muy cierto —admitió Baxter—. Pero ¿quién?
Edna se sentó en el diván y escondió las piernas bajo el cuerpo.
—Eso es cosa que le compete averiguar a usted... —dijo.
—¿De veras?
—Tiene interés en el asunto, ¿no?
—¿Cómo lo sabe?
—Usted hizo preguntas sobre mí y yo llegué a enterarme por gentes adictas a mi persona.
Baxter se reclinó en el butacón en que se hallaba frente a la hermosa dueña de la casa.
—Tengo la impresión de que sabe algo más —dijo. Edna sonreía maliciosamente.
—Sí, sé más cosas —admitió.
—Bien, ¿por qué no habla?
—¿Le interesa a usted Linda van Truden?
Baxter se puso en pie y llenó su taza nuevamente.
—Hace usted un café delicioso —dijo.
—Eludiendo respuestas, parece usted D'Artagnan esquivando las estocadas de los guardias del cardenal —rió Edna.
—Antes de contestar a su pregunta, me interesaría saber cómo ha llegado usted a enterarse de mi supuesto interés por la hija de Van Truden.
—Budd, usted debiera de saber bien que un campo de aviación, dedicado al transporte ligero y a la instrucción de pilotos, es un continuo hervidero de rumores. Allí se conoce bien a Linda y se ha hablado muchísimo de algunos de los escándalos que ha organizado en más de una ocasión. Ahora, Linda no da señales de vida.
—Su padre le habrá prohibido aparecer por el aeródromo.
—No, no es eso. La vieron no hará más allá de diez, quince días, todo lo más. Tomó una de las avionetas de su padre y se marchó a las Bahamas.
—¿Ella tiene título de piloto?
—No. Fue con un piloto profesional, Sol Philip. Ella no sabe manejar aviones.
—Comprendo. ¿Qué más?
—En el avión viajaba otro pasajero, que se inscribió con el vulgarísimo nombre de Ted
Jones. Algunos dicen que era el fulano de Linda.
—Yo tenía entendido que era otro —murmuró Baxter.
—En todo caso, lo dejó plantado por Jones. Una cosa es segura: viajaban muy amartelados, como si fuesen recién casados.
—Y volaron...
—A Nassau, en las Bahamas. Con las escalas técnicas necesarias, dada la autonomía del avión.
—Comprendo. Su padre dice que está secuestrada o poco menos... Edna se encogió de hombros.
—Sobre eso ya no puedo garantizar nada —declaró—. ¿Quién sabe?, a lo mejor, el secuestrador la forzó a desempeñar el papel de mujer enamorada... Pero que viajó a Nassau es algo incontrovertible, porque me lo ha dicho el propio Philips.
Baxter sonrió, a la vez que meneaba la cabeza.
—No hay cómo ser mujer y, además, joven y guapa, para que los pilotos descarguen sus confidencias —dijo.
—Es que también hay otra circunstancia favorable en este caso —manifestó la joven.
—¿Puedo saberla?
—Puede —respondió Edna—. Poseo el cincuenta y uno por ciento de la Shawbury Aircraft. Van Truden ha intentado comprarme el paquete de acciones en más de una ocasión, pero yo me he negado siempre. Debo confesarle que es un negocio heredado, del que nunca me había preocupado gran cosa. Pero un día, se me ocurrió que podía probar qué tal se me daba pilotar un avión... y empecé a aficionarme a las cosas de la aviación y me di cuenta de que no podía consentir que alguien tomase el negocio para ciertos manejos nada agradables.
—Reñidos con la ley, por supuesto.
—Sí. He saneado un poco aquello y hemos despedido a unos cuantos pilotos venales, pero por lo visto en los casos de Kraunn y Shepherd no supimos actuar con la debida energía.
Baxter se acercó a la mesa, en donde había una valiosa cigarrera de ónice verde y oro.
—Jim Bow no me dijo para nada que es usted, prácticamente, la dueña del campo de aviación —murmuró, mientras se acercaba un pitillo a los labios.
—Eso es algo que tengo prohibido tajantemente. Cierto, algunos pudieron confundirme con la rubia del coche amarillo, cosa lógica, pero no tuve nada que ver con el asunto. Sin embargo, Van Truden posee un par de aviones propios, aunque si necesita otro, paga religiosamente el importe del alquiler, como lo hago yo cuando se presenta la ocasión o cuando vuelo en prácticas.
—Ahora Van Truden sólo tiene un avión —dijo Baxter—, El que pilotaba Kraunn era suyo, también.
—Sí.
Hubo un momento de silencio. Baxter miraba a la hermosa joven a través de las nubes de humo de su cigarrillo.
—Edna, dígame: ¿cree que Van Truden puede estar mezclado en algún asunto sucio? Ella hizo un gesto con las manos.
—Los pilotos corrompidos que despedimos, actuaban por su cuenta. De momento, es todo lo que puedo decirle, Budd.
Baxter se inclinó para aplastar el cigarrillo contra el cenicero.
—Edna, ha sido una entrevista muy fructífera —sonrió. La joven abandonó el diván de un salto.
—¿Se marcha ya? —preguntó.
—A menos que tenga algo que decirme...
Edna avanzó un par de pasos, hasta quedar situada frente a su invitado. Bajo la tela negra se advertía el leve temblor de sus senos. Baxter pensó que aquella especie de pijama era lo único que
Edna llevaba puesto en aquellos momentos.
—Hay otros temas de qué tratar —dijo Edna, intencionadamente.
—¿Por ejemplo?
Edna emitió una leve risita.
—¿No eres capaz de adivinarlo?
—Para tratar cierta clase de temas, se necesitan muy pocas palabras... y otro sitio más adecuado.
—Bueno, vamos a buscar ese sitio —dijo ella.
* * *
Edna encendió dos cigarrillos y pasó uno a su acompañante. Tendido de espaldas sobre la cama, con las manos bajo la nuca, Baxter aspiró ligeramente un par de bocanadas de humo. El cigarrillo se movió en sus labios cuando empezó a hablar:
—Tendré que visitar a Van Truden, preciosa.
—¿Lo consideras interesante?
—Por supuesto.
—Pero no le digas que sabes mi vinculación con la Shawbury Aircraft.
—Descuida, no le diré nada; ni siquiera mencionaré tu nombre.
—Quiero que mi negocio sea limpio, Budd. Antes de que me ocupara personalmente de él, las cosas no marchaban bien. El campo de aviación estaba marcado, ¿comprendes?
—Sí, desde luego.
—Y no me gusta que alguien se haya hecho pasar por mí.
—Lo comprendo.
—Budd, ¿es cierto que piensas comprarte un birreactor ligero? Baxter hizo un gesto ambiguo.
—Antes de que tome una decisión, tengo que aprender bien su manejo. Quizá no llegue a comprarlo, pero, como dijo aquél, el saber no ocupa lugar...
Baxter se interrumpió de repente. Edna le miró con interés.
—Sigue —pidió.
El joven se llevó un dedo a los labios.
—Silencio —susurró.
Dejó el cigarrillo en un cenicero próximo y apartó a un lado las ropas de la cama.
—No te muevas —aconsejó en voz baja.
Completamente desnudo, Baxter abandonó el territorio. Desde la puerta, vio que el pomo se movía levemente.
De puntillas, aunque era más bien un gesto instintivo, ya que estaba descalzo y, además, el pavimento era una espesa alfombra de moqueta, se acercó a la puerta, situándose junto a la pared, justo en el momento en que el intruso conseguía abrirla.
El individuo pasó al interior del apartamento y cerró sin molestarse en mirar a sus espaldas. Baxter vio que se trataba de un hombre de mediana estatura, pero tremendamente fornido: la anchura de sus hombros era casi igual a su estatura.
El hombre sacó algo de su bolsillo. Baxter vio un delgado pero resistente cordón de seda y se estremeció.
¿Era aquél el asesino de Shepherd?
Recordó que el lazo que había causado la muerte del piloto estaba profundamente hundido en la carne de su cuello, lo cual indicaba una fuerza descomunal. Sí, podía ser el asesino.
Y ahora venía a hacer lo mismo con Edna.
Avanzó silenciosamente detrás del sujeto. De pronto, le tocó en el hombro.
El asesino, sobresaltado, se volvió. Baxter levantó fulminantemente el brazo derecho y le golpeó con el codo en la garganta.
Se oyó un sordo gruñido. El asesino se tambaleó, pero no perdió el equilibrio. Tampoco soltó el lazo que, de súbito, disparó contra su adversario, consiguiendo incluso pasar por detrás de la cabeza de su inesperado atacante.
Baxter se dio cuenta del gravísimo peligro en que se hallaba. Si el asesino conseguía sus propósitos, podía darse por perdido. Dos manos se juntarían con relampagueante rapidez y enorme potencia y, aunque la muerte no sería instantánea, sí quedaría fuera de combate en un par de segundos. El golpe que había propinado al asesino le había restado iniciativa, tal vez le impedía hablar, pero no le había quitado un ápice de sus fuerzas.
Inmediatamente recurrió a un truco que, le pareció, era el único que podía librarle de tan crítica situación. Haciendo incluso presión con los pies en el suelo, se echó hacia atrás, desequilibrando al estrangulador. Al mismo tiempo, le agarró con ambas manos por las solapas del traje, atrayéndole hacia él. El otro se resistió un poco, pero había sido pillado a contrapié y empezó a caer, al mismo tiempo que gruñía palabras inarticuladas. Cuando ya estaba casi horizontal y Baxter tenía la espalda apoyada en el suelo, un par de pies se apoyaron en su estómago y presionaron con indescriptible violencia hacia arriba.
La acción del segundo impulso, combinada con el movimiento de caída, hicieron que el estrangulador diera una voltereta completa en el aire, pasando por encima de Baxter, para caer de espaldas sobre la alfombra, con un golpe que hizo vibrar sordamente el suelo. Baxter se había levantado ya con la agilidad de un felino y, cuando el otro empezaba a sentarse, le aplicó dos golpes de filo, simultáneamente con ambas manos y bajo las orejas. El estrangulador gritó, alzó sus manos hacia el punto donde había recibido los golpes, pero no pudo completar su gesto. Se relajó laciamente, inclinó el torso a un lado y quedó inmóvil en el suelo.
Desde la puerta del dormitorio, Edna, envuelto el bello cuerpo en una sábana, contemplaba la escena con ojos fascinados.
—Jamás había visto nada semejante —declaró. Baxter se echó a reír.
—He estado a punto de morir estrangulado, aunque no lo creas —dijo. De pronto, se fijó en la indumentaria del asesino y vio que era hombre de gustos caros. Atravesado sobre la corbata, llevaba un alfiler de oro con rubíes. Debía de haber sustituido el que usaba el día en que asesinó a Shepherd, pensó—. Edna... ¿tienes un arma en casa?
—Pues... sí, una pistolita calibre veinticinco..., pero no la uso nunca —respondió ella.
—Tráela, y trae también algunas joyas: un collar, un par de anillos o algo por el estilo, con tal de que sea de valor.
—Pero no entiendo...
—¡Anda, haz lo que te digo! —insistió Baxter.