CAPÍTULO VII

 

ROBUR giró en redondo. Cinco o seis jinetes cargaban sobre ellos con furia asesina, las lanzas enristradas y sus monturas disparadas a toda velocidad.

—¡Al suelo, Lyra! —gritó.

Robur tenía la ballesta en su mano. Tensó la cuerda y, casi sin apuntar, desde la cadera, dejó ir una saeta.

Uno de los jinetes recibió el proyectil en el estómago y se desplomó gritando. Los otros continuaron su frenético galope.

Robur se vio perdido.

Pudo usar la ballesta por segunda vez, pero aún quedaban cuatro enemigos. De súbito, dos nuevos combatientes aparecieron en escena.

Eran Gigantes, hombres descomunales, de una potencia física incalculable. Vestían un simple taparrabos y sólo parecían emplear las manos.

A Robur le llamó la atención el hecho de que aquellos seres gigantescos tuviesen una corpulencia adecuada a su tamaño. Había visto en la Tierra hombres de más de dos metros de altura, pero raramente había alguno fornido; todos eran muy delgados en general. Aquellos que tenía a la vista, sin embargo, eran auténticamente gigantes. Quizá, se dijo, pasaban holgadamente de los tres metros de estatura.

El ataque de los gigantes resultó devastador. Dos Superiores cayeron en sus manos y volaron a enorme distancia, lanzados como proyectiles por encima de las copas de los árboles. Sus monturas, espantadas, huyeron lanzando agudos ladridos de pánico.

Uno de los guerreros volvió grupas y salió a escape. El último bajó la lanza y cargó fieramente.

Los Gigantes le aguardaron a pie firme, separándose a los lados en el momento preciso. Dos manos se dispararon súbitamente y apresaron al jinete.

El Superior chilló desesperado al sentirse prisionero. Los dos Gigantes aunaron sus esfuerzos y lanzaron al Superior a más de cincuenta metros de altura, en vertical.

Lyra, todavía tendida en el suelo, volvió la cabeza a un lado para no ver la caída del desdichado guerrero. Pero no pudo evitar el estremecedor ruido de huesos rotos que se produjo en el momento del impacto.

Los Gigantes sonrieron satisfechos. Luego se volvieron hacia la pareja.

—Podéis sentiros satisfechos —dijo uno de ellos, con una impresionante voz de trueno.

—Os hemos salvado la vida —agregó el otro.

—No tenemos más remedio que daros las gracias —dijo Robur.

Uno de los Gigantes se le acercó y dio varias vueltas a su alrededor, examinándolo críticamente.

—Eres fuerte —comentó, pasados unos segundos—. Serás un buen servidor.

Robur se sobresaltó.

—¿Qué es lo que quieres decir? —preguntó.

—No irás a pensar que os hemos salvado solamente por haceros un favor, ¿verdad?

Lyra adivinó la verdad.

—¿Quieren hacernos sus prisioneros? —gritó.

—Exactamente —confirmó el otro Gigante.

—Pero ¿por qué? Nosotros no os hemos causado ningún mal…

La protesta de Robur fue cortada por una enorme mano que se apoyó ligeramente en su hombro, no obstante lo cual, se vio obligado a doblar las rodillas.

—Los Superiores tienen la maldita manía de capturar Gigantes para tenerlos como esclavos. Es hora ya de que algún Gigante tenga a un Superior como esclavo.

Robur se aterró ante aquella perspectiva. Inmediatamente, empezó a pensar en su multipistola, en dispositivo termosolar. «O destructor, será aún más eficaz», pensó.

El otro gigante se inclinó sobre la muchacha y la levantó a pulso con una sola mano.

—No te resistas, muñeca —dijo—. Resultaría lamentable verte partida en dos mitades.

La mano de Robur empezó a moverse cautelosamente hacia la funda de su pistola. Habían escapado a un peligro para caer en otro peor.

Pero no pudo hacer nada. De repente, se oyó un feroz aullido.

Los Gigantes, alarmados, se volvieron en redondo. Una nube de flechas voló hacia sus enormes torsos.

Lyra cayó por tierra, se dio un golpe en la cabeza y perdió el conocimiento. Los Gigantes emitían unos gritos horripilantes.

En cada uno de los cuerpos había ya una docena de flechas. Y los proyectiles seguían llegando desde la espesura.

Una flecha se clavó en el ojo derecho de uno de los Gi-gantes. Dos más se le clavaron en la garganta. Las rodillas del enorme individuo se doblaron.

El otro recibió de golpe cinco flechas en medio de su colosal cintura. La sangre brotaba a torrentes de sus innumerables heridas.

Una última y densísima descarga, de más de treinta flechas, acabó con la resistencia de los Gigantes. Entre la espesura sonó, sorprendentemente, un femenino grito de triunfo.

 

* * *

 

Veinticinco o treinta figuras se hicieron repentinamente visibles en el claro. Robur creía estar soñando.

En el grupo de recién llegados había al menos diez o doce mujeres, todas ellas jóvenes y bien conformadas. Parecían capitaneados por una hermosa joven de frondosa cabellera negra y ojos vivaces.

La joven tenía el pelo sujeto por una cinta que parecía hecha de hilos de oro. Vestía una especie de peto metálico, de metal amarillo, que cubría sus senos, y una especie de falda-pantalón, muy corta y ajustada a sus esbeltas caderas, hecha en piel muy suave. A la espalda llevaba una aljaba con flechas de casi un metro de longitud y en la mano izquierda tenía un enorme arco, de gran potencia, imaginó Robur.

El armamento se completaba con un largo cuchillo, de hoja notablemente ancha. Los pies de aquel grupo de guerreros de ambos sexos estaban protegidos por unas blancas botas de piel, que les llegaban hasta más arriba de las rodillas.

—Creo que os hemos librado de un grave peligro —dijo la mujer, con la sonrisa en los labios.

Era muy fuerte, pero no por ello dejaba de poseer una silueta escultural, observó el terrestre.

—Te doy las gracias, señora —dijo Robur—. Sí, los Gigantes pretendían llevarnos a su ciudad como esclavos.

—Comprendo. ¿Ella… está muerta?

—No, simplemente, desmayada. Se llama Lyra. Yo soy Robur.

—Lyra —repitió la mujer—. Como la reina de Thanitzar.

—Así es. ¿Cuál es tu nombre?

—Shya. Soy el capitán de esta compañía de guerreros. Estamos en misión de descubierta. Tenemos noticias de que los Gigantes pretendían lanzarse a la guerra contra nosotros, los Selváticos.

Robur se pegó una palmada en la frente.

—Pero, ¿es que en este maldito planeta nadie piensa más que en matar al vecino? —gimió.

Shya se encogió de hombros.

—El que es atacado tiene derecho a defenderse —respondió fríamente. De pronto se acercó a él y palpó su brazo derecho—. Eres fuerte —sonrió de un modo extraño.

—Regular —contestó Robur.

Shya hizo un gesto con la cabeza.

—Volvemos a nuestra ciudad —manifestó—. Nos acompañaréis…

—Pero nosotros nos dirigíamos a Thanitzar —protestó el terrestre…

—Espero que no discutas mis órdenes —dijo Shya, mirándole de soslayo—. Podría resultarte perjudicial.

Robur paseó la vista por los rostros de los Selváticos. Salvo, quizá, por la piel más atezada, debido a una continua vida al aire libre, sus diferencias físicas con los Superiores, eran prácticamente nulas.

—Si no hay otro remedio… —se resignó.

—No, no lo hay —confirmó Shya.

Se volvió hacia sus acompañantes y dio una orden. Varios de los guerreros hicieron rápidamente unas angarillas, sobre las cuales tendieron el todavía inanimado cuerpo de Lyra. Robur pudo darse cuenta de que el desmayo se prolongaba más de la cuenta, debido a que, al caer, Lyra se había golpeado la cabeza contra una piedra.

Una vez listos para la marcha, Shya se volvió hacia él:

—Camina a mi lado, Robur.

En los negros y rasgados ojos de Shya había un brillo especial que no desagradó del todo al terrestre.

Cinco horas más tarde, alcanzaron el lindero de un espesísimo bosque, con árboles cuya altura media oscilaba entre los ciento cincuenta y doscientos metros.

Shya señaló el tocón de un árbol cortado hacía poco.

—Lo han hecho los Gigantes —dijo—. Y no es éste el único que han cortado.

—¿Lo tomas como indicio de un próximo ataque, Shya?

—Pronto te lo demostraré —respondió ella.

El bosque era enorme y no podía recorrerse a pie en un solo día, por lo que la joven Selvática ordenó acampar una hora después.

Shya montó distintos puestos de vigilancia. Otros de sus guerreros encendieron fuegos.

Luego regresó junto a Robur.

—Has podido comprobar que nuestras aprensiones tienen un motivo justificado —dijo.

—Sí —contestó él—. He visto muchos árboles talados, formando como una especie de sendero de cien o más pasos de anchura. Pero no comprendo los motivos de esa tala, Shya.

La joven suspiró.

—Los Gigantes pueden caminar perfectamente por el interior del bosque —dijo—. Eso es lo que también nos preocupa a nosotros, porque no acabamos de comprender del todo sus Intenciones.

 

* * *

 

Alcanzaron la ciudad al mediodía siguiente.

Desde una pequeña elevación, Robur contempló fascinado el singular espectáculo de aquella aglomeración urbana, rodeada por un sólido cinturón de murallas. El contorno era de una forma aproximadamente oval y medía su diámetro mayor casi dos kilómetros. El menor tenía un kilómetro, aproximadamente.

Las murallas, apreció Robur, eran sumamente sólidas, construidas con grandes sillares. Su espesor alcanzaba una media de diez metros y su altura era de treinta o más.

Un anchuroso río atravesaba la ciudad, entrando y saliendo por sendos orificios practicados en la base de la muralla. Robur pensó que si él pretendiera expugnar aquella fortaleza, lo primero que haría sería desviar el río.

Era un tremendo fallo de los constructores de la urbe de los Selváticos. Naturalmente, podían disponer de cisternas con reservas de agua, pero, inevitablemente, si el río era desviado, la ciudad acabaría por sucumbir al arma de la sed.

Delante de las murallas había un espacio despejado de unos quinientos metros. Las puertas eran de tamaño adecuado y construidas con tablones de gran espesor, reforzadas con los herrajes suficientes para darles la adecuada consistencia.

La expedición atravesó una de las puertas, custodiada por un cuerpo de guardia bien armado. Lyra se había repuesto ya, a pesar de todo, seguían viajando en las angarillas.

El interior de la ciudad, a pesar de cierto desorden en el trazado, agradó bastante a Robur. Vio limpieza y pulcritud en las calles y también en las personas. La gente parecía atractiva y la buena salud general resultaba patente.

En el centro de la ciudad había una pequeña acrópolis, con varios edificios, sobre una ligera elevación.

—Allí está el palacio de nuestro rey Hegbrum —indicó Shya.

—Nos conduces a su presencia —sospechó Robur.

—Tú, no; serás mi huésped —decidió ella.

De pronto, al pasar por delante de una casa de madera, Shya alzó la mano y la comitiva se detuvo. Una mujer de cierta edad apareció en una de las ventanas del primer piso.

—Mava, atiende a Robur, mi huésped —ordenó Shya.

—Sí, señora —contestó la mujer.

Shya se volvió hacia el terrestre.

—Espérame en mi casa —dijo—. Confío en que no tratarás de escaparte. Me causarías un gran disgusto… y no podrías salir de la ciudad.

Robur asintió en silencio. Agitó una mano y se despidió de Lyra.

Luego entró en la casa.

Mava salió a recibirle.

—Ven, señor, te enseñaré el baño —dijo.

 

* * *

 

Habían transcurrido largas horas. Shya no daba señales de regresar.

La noche había llegado hacía rato. Un par de lámparas, alimentadas por alguna especie de grasa, daban luz a la habitación, que era un dormitorio, decorado con gran abundancia de pieles de vivo colorido y extremada suavidad.

Robur había cenado hacía rato. Mava le había servido una serie de alimentos apetitosos, a los cuales había hecho los debidos honores.

Ahora, tendido en un blando diván, jugueteaba con una copa llena de un vino de delicioso aroma. Su graduación alcohólica era más bien baja, pero Robur lo encontraba sumamente grato al paladar.

La puerta de la estancia se abrió de pronto. Shya apareció en el umbral.

Robur la contempló con ojos de asombro. Shya se había despojado de su uniforme y ahora estaba cubierta solamente con una especie de bata de tejido muy fino y color rojizo, que le llegaba hasta los pies. Los labios de la joven estaban distendidos en una hechicera sonrisa.

—¿Has sido bien atendido? —preguntó.

—No puedo quejarme, Shya. Estoy muy agradecido a tu hospitalidad —contestó, a la vez que se levantaba.

Shya se acercó a la mesa y llenó una copa con el vino contenido en el ánfora, que parecía ser el recipiente más común de los Selváticos.

—Lo celebro infinito —dijo—. Ah, tu amiga está perfectamente atendida. Es huésped de Hegbrum y de su esposa.

—Me alegro por ella, Shya.

—Dice ser la auténtica reina de Thanitzar. ¿Qué opinas tú, Robur?

—Por sus palabras, podría creerse que dice la verdad. Cierto es que Djuttus quiere matarla, yo mismo he podido comprobarlo… pero tal vez ello se debe a su extraordinario parecido con la reina Lyra, cuyo nombre también utiliza.

—Una impostora podría crear graves problemas en Thanitzar, en efecto —convino Shya pensativamente—. Sobre todo, si es tan pacífica como dice.

—Eso no le conviene a Djuttus. Por lo visto, piensa lanzar una campaña para erigirse en rey de todas las naciones de este planeta. Los hombres-rayo están prácticamente fuera de combate…

—Pero nuestras fuerzas se hallan intactas, Robur.

—¿Podrás decir lo mismo si os atacan los Gigantes?

Shya tomó un sorbo de vino con actitud pensativa. De pronto, dejó la copa a un lado y avanzó hacia el joven.

—¿Por qué no abandonamos el tema y empezamos a preocuparnos de nosotros mismos? —dijo, con la más encantadora de sus sonrisas.

Robur sonrió también.

—Eres muy hermosa —murmuró.

—Creí que no sabrías verlo.

—Lo aprecié desde el primer momento, pero me creí amenazado de un grave peligro. En estas circunstancias, apreciar la hermosura de una mujer de la que se sospecha puede dar una orden fatal, es muy secundario.

—No matamos a los prisioneros por capricho, ni somos tan crueles como, probablemente, te ha informado Lyra. Nos gusta vivir en paz con todo el mundo, pero nos defendemos hasta la muerte si somos atacados.

—¿Te defenderías de mí, Shya? —preguntó Robur.

Ella exhaló un profundo suspiro.

—Me siento derrotada de antemano —contestó, sin formular la menor protesta por sentir en torno a su cintura los brazos del terrestre.

Ambas bocas se confundieron en una ardiente caricia. Luego, en silencio, Robur se separó de ella y, una tras otra, apagó las dos lámparas.

Buscar a Shya en la oscuridad no resultó difícil; ella permanecía todavía en el mismo sitio.

 

* * *

 

—De modo que sospecháis un ataque por parte de los Gigantes, pero no sabéis cómo ni cuándo lo llevarán a cabo.

Shya meneó la cabeza.

—No —contestó—. Nos preocupa la tala de árboles, pero no acabamos de comprender su utilidad.

—¿Está muy lejos el pueblo de los Gigantes, Shya?

—Ocho jornadas, a pie. Si se emplean cabalgaduras, el tiempo puede reducirse a una sola jornada.

—¿Puede resistir un octópodo la fatiga de ese viaje tan largo? —se asombró Robur.

—Bien entrenado, por supuesto. Claro que en todo caso, se puede, por lo menos, alargar en otra jornada el viaje de ida, por si a la vuelta se precisa velocidad. Pero no entiendo por qué me dices…

Robur la miró fijamente. Ambos estaban sentados frente a frente, tomando un sustancioso desayuno, bien entrada la mañana.

—¿Se os ha ocurrido enviar exploradores, a fin de averiguar sus intenciones? —preguntó.

—No, no lo hemos hecho —contestó Shya.

—¿Por qué?

—Aparte de los árboles talados, cosa que no hemos podido evitar, porque, en campo abierto y en igualdad de número, ellos nos derrotan fácilmente, nuestro rey Hegbrum envió dos parlamentarios. Nos devolvieron sus cabezas, Robur.

—Ya entiendo, los Gigantes no quieren ni oír hablar de negociaciones para la paz.

—Justamente. Detrás de nuestras murallas somos invencibles, pero, repito, en campo abierto, nos aplastarían.

—¿Qué armas usan?

—A veces, arcos enormes, que disparan flechas de dos metros de longitud. Pero cuando se llega al cuerpo a cuerpo… ¿qué mejores armas que su propia fortaleza física?

—Sí, tienes razón. Shya me gustaría hacer algo para ayudaros.

Los ojos de la joven brillaron excitadamente.

—¿Cuál es tu idea? —preguntó.

Con mucha diplomacia, Robur contestó:

—Imagino que tendrás que pedir permiso a tu rey. Si te lo concede, tú y yo nos convertiremos en espías y trataremos de averiguar cuál es el plan de los Gigantes. Es decir, si te atreves a venir sola conmigo.

—No tengo ningún inconveniente —Shya se puso en pie de un salto—. ¿Por qué no vienes tú mismo a palacio y expones en persona tu plan a Hegbrum?

—¿Querrá recibirme? —dudó Robur.

—Las puertas del palacio de Hegbrum están siempre abiertas para cualquiera de sus súbditos —contestó ella enfáticamente.

 

* * *

 

Hegbrum era un sujeto macizo, de gran corpulencia y abundante barba negra. Su salón del trono era de una extremada simplicidad y no se mostraba en absoluto afectado o reticente con sus visitantes.

—Es una buena idea, en efecto —convino, una vez Robur hubo expuesto su plan—. Pero convendría que más guerreros…

—Perdón, señor —rechazó Robur—. Más guerreros formarían una tropa que podría ser descubierta con facilidad por los Gigantes. Dos personas son suficientes para adquirir la información que se necesita.

—Tú y la capitán Shya.

—Sí, señor —dijo la aludida.

—Podéis perder la vida en el empeño —advirtió Hegbrum.

—Con el debido respeto, señor, si se realiza la operación con un mínimo de discreción y algo de astucia podremos llevarla a cabo sin dificultades y obtener un éxito completo.

—Mucho confías en ti, Robur —dijo Hegbrum—. ¿Qué opinas tú, Shya?

—Confío en él plenamente, señor. Le he visto pelear, es valiente y decidido, además de inteligente —respondió la joven.

Hegbrum sonrió ladinamente.

—Es tu huésped, porque tú lo has solicitado —dijo—. Seguro que, además, tiene otras excelentes cualidades.

Shya se ruborizó.

—Señor…

—Bueno, bueno —rió Hegbrum—, no te lo reprocho en absoluto. Si yo no estuviera tan enamorado de mi esposa, ésa que se llama reina Lyra… Por cierto, Robur, ¿crees que Lyra es la reina de Thanitzar?

—Me inclino a creer en sus afirmaciones, señor. Sin embargo, no es fácil que pueda probarlas.

—Este es un asunto que puede esperar. Shya, ¿qué tiempo piensas emplear en la exploración?

Shya se volvió hacia el terrestre:

—¿Robur? —consultó.

—Saldremos mañana al amanecer —respondió el interpelado—. Dos días para el viaje de ¡da, a fin de no fatigar excesivamente a nuestras monturas; uno, quizá, para descanso y obtención de informaciones y otro para el regreso. Acaso empleemos un día más en la vuelta… pero el total, estimo, no excederá de cinco días, señor —aseguró Robur.

—Tenéis mis bendiciones —dijo Hegbrum—. Shya, ocúpate del equipo necesario. Que te faciliten cuanto pidas.

—Gracias, señor —contestó la muchacha.

—Señor —dijo Robur—, te ruego saludes a Lyra y le digas que me encuentro perfectamente. La veré a mi vuelta, con tu permiso, por supuesto.

—Así se lo diré —contestó Hegbrum.

 

* * *

 

Robur se acostumbró bien pronto al veloz ritmo de marcha que la nativa impuso a las monturas. Cabalgar sobre un perro-octópodo, dotado, además de una cómoda silla, resultaba fácil además de descansado.

El terreno, en ocasiones, resultaba accidentado. Cruzaron una gran cadena de montañas y se adentraron en una extensísima llanura, que se perdía de vista en el horizonte.

Mientras atravesaban la cordillera, Robur se percató de un detalle que llamó su atención extraordinariamente. Una o dos veces se apeó de la montura y examinó el suelo y los alrededores con todo detenimiento.

Shya le contemplaba intrigada. Por el momento, Robur se negó a darle explicaciones.

Al atardecer del segundo día, Shya señaló algo en el horizonte.

—La capital de los Gigantes, Robur.

La distancia era grande, incluso para los prismáticos. Robur pudo captar la figura de unas elevadas torres, que sobresalían del conjunto general de toscos edificios de piedra y techo de ramas y paja.

Pero la noche se les echó encima con rapidez. Durmieron unas horas y, mucho antes de que llegase el nuevo día, se dispusieron a completar la parte más importante de la operación.

Los octópodos quedaron atados a sendos árboles. Robur y Shya iniciaron a pie una marcha de aproximación a la ciudad de los Gigantes.

Antes de amanecer, se hallaban en la cresta de una pequeña loma, situada a unos mil pasos de las primeras casas. Tendidos entre unos arbustos, Robur sacó los prismáticos y empezó a hacer acopio de informaciones.

Las torres eran enormes, más de sesenta metros de altura, y tenían unos veinticinco metros de lado. La sorpresa del joven llegó a su colmo al apreciar que cada torre estaba montada sobre ocho pares de ruedas tan altas como una casa de dos pisos.

Estaban construidas con troncos de más de medio metro de grosor. Algunas de ellas eran de paredes lisas, aunque con infinidad de aspilleras. Otras, en cambio, eran un simple armazón que sostenía un ariete de tamaño realmente descomunal.

El ariete era un tronco de dos metros de grueso, por casi cuarenta de longitud y rematado, además, en una gran punta de piedra, sólidamente encastrada en uno de los extremos. Robur adivinó de inmediato la utilidad de aquellos artilugios.

—Nunca he visto nada semejante —confesó Shya.

—Son torres de combate. Unas servirán para que los soldados batan a sus enemigos desde puntos más elevados, con lo que los parapetos superiores quedarán así anulados. Los arietes abrirán brecha en vuestras murallas.

—¡Imposible! —exclamó ella.

—Si consiguen emplazar sus torres, ya verás si es posible o no —contestó Robur—. Y ya ahora tienes una explicación de la tala de los árboles y de lo que observé ayer en el desfiladero. ¿No te diste cuenta de que tanto el suelo como las paredes han sido alisados, para permitir un mejor desplazamiento a las torres?

Shya hizo un gesto de asentimiento.

—Pero son de madera. Podrán quemarse…

—He visto recubrimientos de pieles. Antes de entrar en combate, los mojarán. Vuestras flechas incendiarias no darán resultado.

La joven pareció sentirse muy abatida al escuchar aquellas palabras.

—Entonces, asaltarán la ciudad y nos exterminarán —vaticinó lúgubremente.

—No se ha perdido nada todavía —dijo él—. A juzgar por lo que veo, hay todavía varias torres en construcción. Además no pueden rodar con gran rapidez. En el peor de los casos, tenemos dos o tres semanas de tiempo. Es suficiente para que podamos construir nuestra contraarma.

—¿Se te ha ocurrido alguna idea? —preguntó Shya, con ojos muy brillantes.

Robur no contestó directamente. Dos gigantescas figuras acababan de entrar en su campo visual.

—Parece ser que dos Gigantes salen en misión de exploración —dijo—.Trataré de capturar a uno de ellos, por lo menos. Me interesa darle un mensaje para su rey Gridor.

Gridor no tiene categoría de rey, es sólo un jefe de tribu calificó Shya despectivamente

Robur se encogió de hombros.

Rey o jefe de tribu, tanto da; es el que manda en los demás y su decisión puede evitar la guerra… o conducir a su pueblo a la catástrofe respondió tranquilamente.

 

* * *

 

Los dos Gigantes caminaban sin demasiadas precauciones. Uno de ellos pisó algo de pronto.

Se oyó un chasquido. Casi en el mismo acto, la trampa quedó liberada. Un árbol se distendió súbitamente y uno de los exploradores ascendió a lo alto, colgado de uno de sus tobillos.

El otro, sorprendido, se volvió, a la vez, que descolgaba un descomunal arco de su hombro. En el mismo momento, Robur cargó por la espalda contra él.

Como arma de ataque, Robur llevaba una gruesa y recta rama, de casi tres metros de largo por unos veinte centímetros de diámetro. El extremo de su improvisado ariete golpeó los riñones del gigante, lanzándolo al suelo.

El enorme individuo lanzó un rugido de furia. Ágil, a pesar de todo, empezó a levantarse casi en el acto, sólo para recibir en pleno rostro el impacto de otra rama manejada por Shya.

Se oyó un terrible aullido. El explorador volvió a caer, con la cara bañada en sangre.

No obstante, su resistencia era prodigiosa. Robur y Shya tuvieron que asestarle varios golpes más, hasta dejarle sin conocimiento.

El otro explorador, suspendido en el aire, braceaba furiosamente para librarse de la cuerda que lo mantenía a un metro del suelo. Robur tenía preparada otra rama más pequeña y le golpeó despiadadamente en los nudillos.

—¡Quieto! —dijo imperativamente.

El gigante se quedó inmóvil, incapaz de resistirse a la orden.

—Tu compañero no morirá, pero os hemos demostrado que no sois invencibles —continuó Robur—. Díselo así a Gridor, cuando vuelvas a la ciudad.

—¿Eres selvático? —preguntó el cautivo.

—Sí —mintió Robur—. Estáis preparando una guerra contra nosotros. Dile a tu rey que los Gigantes dejarán de existir como nación, si insisten en atacarnos.

—No podréis resistir…

—Un hombre y una mujer han sido suficientes para derrotaros a vosotros dos. ¿Es que no sabes ver las cosas con claridad?

El gigante calló un momento.

—Suéltame —pidió al cabo.

—Todavía no —denegó Robur—. No eres de fiar.

—¿Cuántas torres de combate tenéis preparadas? —inquirió Shya.

—Veinticinco. Faltan cinco más. Entonces, iremos al asalto de vuestra ciudad.

Robur soltó una risita irónica.

—Obtener información aquí es la cosa más sencilla que he visto —comentó—. Tengo la sensación de que habéis estado trabajando en balde. Esas torres no servirán de nada.

—Son indestructibles…

—Aún no conoces nuestras armas, pedazo de tonto. Pero basta ya de discusión. Repite el mensaje de nuestro jefe; eso es todo lo que queremos de ti.

—¿Me soltaréis ahora? —solicitó el gigante con avidez.

—Aguarda un momento.

Robur recogió los arcos y las flechas. Probó uno de los primeros, pero apenas si pudo estirar un poco la cuerda.

—Se necesita una fuerza colosal, en efecto —murmuró.

Las flechas eran pesadísimas. Parecían lanzas, provistas de plumas en su parte posterior. En cuanto a la punta, era de una piedra semejante a la obsidiana, convenientemente encajada en el ástil, muy afilada en la punta y cortante como una navaja de afeitar en los lados.

Probó a romper una, pero el esfuerzo era demasiado. En vista de su semifracaso, reunió arcos y flechas en un montón, acumuló sobre ellos unas ramas secas y prendió fuego a todo.

Luego hizo una seña a la joven. Shya cortó la cuerda con un tajo de su cuchillo.

El gigante cayó de cabeza, rodó por el suelo y se levantó de un salto, bramando amenazadoramente, pero Robur ya estaba prevenido. Su ariete golpeó con fuerza al estómago del tremendo individuo, quien cayó sentado, sin respiración, incapaz de reaccionar.

—Vuelve a tu ciudad y dile mi mensaje a Gridor —se despidió Robur—. Dile también lo que os ha sucedido; quizás eso le haga pensar un poco a tu rey.

Un instante más tarde, Shya y Robur echaban a correr en busca de sus monturas. Galoparon fieramente toda la jornada, con los naturales altos hechos periódicamente, pero, antes de la media noche del mismo día, entraban en el palacio de Hegbrum.