CAPÍTULO IV

 

Robur vigilaba, mientras Lyra conversaba con el agonizante. La pistola estaba preparada a todo evento.

El moribundo dijo:

—Formábamos parte… de una patrulla de exploración… Teníamos orden de rehuir el combate en lo posible, pero no creíamos que los hombres-rayo estaban tan cerca de nosotros.

—Sin embargo, pelearon con ellos —dijo Lyra.

—Queríamos capturar un par de prisioneros para interrogarles… Esas eran nuestras órdenes…

—No me explico cómo, sabiendo lo rápidos que son los hombres de Tubabai, admitieron trabar combate —intervino Robur.

—Resultó inevitable, ¿no es así? —dijo Lyra.

El herido asintió.

—Pero enfrentarse con lanzas a unos hombres que les aventajan en velocidad…

—Los portadores de las redes cayeron en primer lugar —explicó el herido.

—¡Ah, redes! —murmuró Robur—. Quizá sea el único medio para vencer a esas gacelas con figura humana.

—¿No puedes decirme más? —preguntó Lyra—. ¿Sabes dónde está nuestro ejército?

—En… en el valle de Ohjtar… en el lado opuesto a la catarata… Parece que allí será la batalla definitiva…

Lyra se aterró.

—¡Están perdidos! ¡Djuttus no podía haber elegido un terreno peor para combatir! —exclamó.

—¿Conoces tú ese valle, Lyra? —preguntó Robur.

—Sí. Está en…

El moribundo levantó repentinamente una mano.

—Tú… te pareces mucho a nuestra reina… —jadeó.

—Soy tu reina —protestó ella.

—No… no puede ser. Esta mañana… la vimos, con su corte… dirigiéndose al valle de…

La cabeza del soldado se dobló bruscamente. Su cuerpo sufrió un fuerte estremecimiento y luego se aquietó lentamente.

Lyra se levantó, atónita.

—Robur, ¿has oído? —exclamó.

—Sí, perfectamente. Extraño, ¿no?

—Pero no puede ser… La reina soy yo…

Robur hizo un gesto ambiguo.

—Debo creer en tu palabra, puesto que tú lo dices. Pero también he de creer a ese desdichado —contestó.

—Deliraba en la agonía…

—No. Estaba seguro de lo que decía, Lyra.

—Entonces, ¿tú no crees que yo…?

—Lyra, soy extranjero en este planeta —respondió él gravemente—. Por principio y conveniencia, debo mantenerme neutral, lo que no significa que no te ayude en cuanto pueda. ¿Por qué no vamos a tu capital para ver realmente lo que sucede?

—Quiero esperar —decidió ella—. Muy pronto se producirá una batalla. Tendrá resultados funestos para mi ejército, créeme.

—¿Tan mal ha elegido Djuttus el terreno?

—Quiere aplastar a los hombres-rayo y conozco de sobra sus intenciones al respecto, pero si fuese un traidor a los Superiores, no obraría de peor manera.

Robur movió la cabeza.

—Esas son las consecuencias de poner al frente de un ejército a un estratega de salón —murmuró—. Bien, ¿nos vamos?

—Lo que tú digas, Robur.

La voz de Lyra era tensa. Su rostro mostraba una fuerte agitación.

Alguien nos está mirando desde aquellos arbustos cercanos dijo, señalándolos con un simple movimiento de ojos.

No te muevas aconsejó el en voz baja. Quieta hasta que yo te lo ordene.

Si, Robur.

El pulgar del terrestre accionó uno de los dispositivos de su multipistola. No eran animales con los que tenía que enfrentarse, sino seres humanos.

De repente, se oyeron unos atroces chillidos. Dos hombres-rayo abandonaron el escondite y cargaron con increíble rapidez contra la pareja.

Robur observó que no llevaban arcos. Empuñaban unas largas y delgadas espadas, que oscilaban como látigos de metal plateado.

¡Al suelo, Lyra!

La muchacha obedeció en el acto. Robur hizo fuego una vez.

El proyectil perforante del 45 hizo blanco en un cráneo piriforme, que estalló como una bomba. Un cuerpo humano, prácticamente decapitado, corrió todavía una docena de pasos, antes de derrumbarse por tierra, convertido en una masa inerte.

El otro atacante se desconcertó, tanto por la muerte de su compañero como por el estruendo del disparo. Vaciló, refrenó su carrera y ello resultó un error que ya no pudo corregir.

Robur disparó de nuevo. El hombre-rayo se elevó casi un metro del terreno, en un salto convulsivo, antes de caer muerto sobre la hierba.

Lyra se sentía estupefacta. Robur no le permitió hacer preguntas sobre lo ocurrido.

Larguémonos, antes de que vengan más súbditos de Tubabai dijo.

 

* * *

 

Pasaron la noche en la copa de un árbol. Habían entrevisto patrullas de uno y otro bando, recorriendo el terreno, y Robur juzgó que las alturas eran el mejor lugar para refugiarse.

También habían presenciado otro choque entre dos patrullas enemigas. Esta vez, sin embargo, los Superiores no se dejaron sorprender y usaron sus redes con sorprendente eficacia, aun a costa de sufrir varias bajas.

Pero una docena de hombres-rayo quedaron enredados en las mallas de las redes. En vano lucharon por escapar.

Sus enemigos los acribillaron a lanzazos sin piedad. Los chillidos de los hombres-rayo herían los oídos espeluznantemente.

Si mi ejército dispusiera de muchas armas como la tuya suspiró Lyra, a salvo ya en una cómoda horquilla de árbol, situada a quince metros del suelo.

Mi multipistola se convertirá muy pronto en un trasto inútil contestó Robur con amargura . Sólo me quedan diecisiete cargas termosolares, otras tantas destructoras y dieciséis proyectiles perforantes. No me importaría demasiado si pudiera reponer las municiones consumidas, pero eso es algo en lo que no debo soñar siquiera.

Lyra asintió. Robur había acomodado un poco las horquillas respectivas, colocando algunas ramas transversales, atadas con fibras vegetales, y cubriéndolas después con abundancia de hojas.

—Ahora parecemos Selváticos —comentó, Robur con una sonrisa.

—¿Lo dices porque vamos a pasar la noche en un árbol? No lo creas; les llamamos Selváticos porque viven preferentemente en las zonas con abundancia de bosque, pero su capital es muy grande y, aunque los edificios, en su mayoría, están construidos, con troncos, tablas y otras cosas, pero, sobre todo, las murallas, están hechas de gruesas piedras y permiten resistir un asedio en toda regla.

Robur lanzó un bufido.

—Por lo que se ve, en este planeta, todo el mundo vive para la guerra —dijo en tono disgustado.

La noche transcurrió con tranquilidad. Después de amanecer, reanudaron su marcha.

A media mañana, alcanzaron una colina, desde la cual se divisaban en toda su extensión el valle de Ohjtar.

Y      los dos ejércitos, situados frente a frente, parecían prepararse ya para la batalla inminente.

 

* * *

 

Robur se acordó de pronto de los prismáticos que llevaba en su mochila. Con ayuda del aparato óptico pudo apreciar con todo detalle las dos formaciones enemigas.

Sufrió una ligera decepción. Había pensado encontrarse con sendos ejércitos compuestos cada uno por cien o doscientos mil hombres y, en lugar de ello, veía dos grupos de contendientes, ninguno de los cuales alcanzaba los diez o doce mil soldados.

Los Superiores se encontraban en una colina situada casi en el centro de la planicie del valle, a unos doscientos metros de altura sobre los terrenos circundantes. La colina era larga, formando una especie de caballón de más de mil metros de largo por unos trescientos de ancho.

Sin embargo, sus pendientes eran muy suaves.

—¿Lo ves, Robur? —dijo Lyra—. El ejército de Tubabai atacará al de Djuttus y lo atravesará una y otra vez, como si fuese un cuchillo caliente en un taco de grasa animal. Ni las redes lograrán contenerlos siquiera.

Los hombres-rayo se hallaban a unos mil metros de distancia. Sobre sus cabezas, a unos cincuenta o sesenta metros de altura, se veía la espejante superficie de un extenso lago, que desaguaba por el borde de un precipicio casi vertical. Sin embargo, la catarata así formada no tenía demasiado caudal.

Ambos ejércitos parecían expectantes, relativamente tranquilos, sus soldados. De repente, en la colina ocupada por lo Superiores, se oyó un sonoro trompeteo.

Unos enormes artefactos hicieron su aparición en la cumbre. Robur, que tenía los prismáticos en las manos, se quedó estupefacto al ver aquellos colosales cañones, cuyo calibre no era inferior a un metro.

Las piezas eran de un tamaño gigantesco y estaban montadas sobre cureñas de dimensiones adecuadas. Para situarlas en posición, se necesitaba el esfuerzo conjunto de centenares de soldados.

En el campamento enemigo se notó un movimiento de inquietud. De súbito, se oyó en la colina un sonoro trompetazo.

Diez o doce mil hombres se tendieron instantáneamente en el suelo. Unos segundos después, las cuatro piezas hicieron fuego en rápida sucesión.

La velocidad inicial de los gigantescos obuses no era demasiado grande. Cuatro masas oscuras, fácilmente perceptibles a simple vista, hendieron el aire con horribles zumbos, de tonos tétricamente oscuros.

Aquellos obuses más bien parecían torpedos, debido a su desmesurada longitud, más de cinco metros, calculó Robur. En cuanto al medio de impulsión, debido a la casi total ausencia de estampido en los cañones, supuso debía de haberse empleado un gas comprimido a altísima presión.

Los proyectiles chocaron contra el muro de contención del lago y rompieron con espantoso fragor, uno tras otro. Miles de cabezas de hombres-rayo se encogieron instintivamente al ver pasar aquellos objetos por encima de ellos. Pero casi fue todo lo que pudieron, hacer.