CAPÍTULO X
Durante unos segundos, Robur permaneció como anonadado. Lyra le miró y pudo apreciar la contracción de sus facciones.
Un terrible alarido se oyó de repente frente a la muralla. Después de la descarga, que había causado algunas bajas entre los asaltantes, los sitiadores reanudaban de nuevo su marcha a todo correr.
Al mismo tiempo, los arietes rodaban de nuevo. Súbitamente, el suelo se abrió bajo los pies de los Gigantes.
Centenares de guerreros se hundieron en el foso excavado previamente y disimulado con gran habilidad. Muchos de los que venían detrás no pudieron refrenarse a tiempo y cayeron igualmente en aquella colosal zanja que medía seis metros de anchura por otro tanto de profundidad.
La confusión resultó espantosa. Unos trescientos Gigantes habían quedado en terreno firme, pero una terrible lluvia de flechas se abatió sobre ellos, derribando a la mitad en contados segundos.
Hegbrum exultaba de alegría.
—¿Por qué no se nos ocurriría antes esa idea de construir flechas de mayor tamaño?
Las nuevas flechas, aparte de su mayor longitud, poseían un peso superior. Eran flechas destinadas a un blanco adecuado y, a veces, bastaba una sola para fulminar a uno de los atacantes.
Al mismo tiempo, cuatro de los arietes se habían fundido parcialmente en el foso, quedando ya completamente inutilizados. Los dos restantes al no poder aproximarse a la muralla, resultaban igualmente inservibles.
Los soldados caídos en el foso intentaron salir, utilizando las escalas que no se habían roto. Cada vez que un gigante asomaba la cabeza, varios arqueros lo tomaban como blanco. Sus cráneos eran durísimos, pero si antiguamente habían resistido con impunidad los proyectiles de sus adversarios, ya no sucedía lo mismo.
Gridor bramaba de cólera. El primer ataque, en el que tantas esperanzas había puesto, estaba fracasando miserablemente.
A fin de apoyar a los caídos en el foso, que ya no se atrevían a salir, despachó al resto de los castilletes. Sus ocupantes debían batir las murallas desde doscientos pasos. La potencia de sus arcos y la mayor elevación sobre los defensores debía hacer fácil la tarea.
Pero entonces actuaron nuevamente las ballestas. Cuando otras cuatro torres resultaron derribadas y aplastados los hombres que las empujaban, los restantes servidores se negaron a dar un paso más.
Mientras tanto, más de mil quinientos gigantes permanecían prisioneros en el foso.
Entonces, en lo alto de la muralla se oyó una voz estentórea, cuyas palabras llegaban claramente a todas partes:
—¡Gridor! ¡Estás derrotado! ¡Te ofrezco la paz! —propuso Hegbrum, a través del enorme megáfono que Robur había hecho construir.
Gridor se adelantó unos pasos y blandió el puño:
—¡No! ¡Seguiremos adelante, hasta exterminar a todo el que no se rinda como esclavo nuestro! —contestó.
Hegbrum miró a Robur. El joven contestó con una señal afirmativa.
Las ballestas dispararon de nuevo. Pero ahora su carga era muy distinta.
Cuatro enormes cilindros de cuero, cada uno de ellos cargado con varios millares de menudos guijarros, salieron disparados hacia adelante. La boca anterior de cada cilindro era una tapa que saltaba fácilmente, cuando el recipiente, al llegar al final de su recorrido, quedaba detenido por una fuerte soga unida al retén de la ballesta. De este modo, las piedras salían disparadas como una tempestad de metralla, en la que no se empleaban el plomo ni la pólvora.
Decenas de Gigantes resultaron alcanzados por aquella lluvia de piedras. Pocos de ellos murieron, pero las heridas recibidas por los demás, resultaban molestísimas.
Dos guijarros alcanzaron a Gridor en el pecho y un muslo, haciéndole tambalearse. La sangre corrió a raudales por su piel.
El megáfono tronó de nuevo:
—¡Gridor! ¡Tengo una compuerta preparada junto al río! ¡Si no te avienes a pactar, daré orden de que la levanten! ¡El foso quedará inundado en pocos minutos y todos los que están ahí perecerán ahogados irremisiblemente!
Atroces chillidos de pavor se elevaron de los atrapados en el foso.
Robur sonrió, satisfecho.
A su lado, Lyra dijo:
—Me pregunto por qué los gigantes no aprendieron jamás a nadar.
—Tiene una explicación muy sencilla. ¿Para qué quiere aprender a nadar un sujeto cuya estatura le permite vadear a pie la mayor parte de las corrientes de agua? Y si se encuentra con alguna en exceso caudalosa, busca un sitio en mejores condiciones para pasar al otro lado… pero la misma constitución física de los gigantes les hace vivir lejos de los lugares donde hay aguas demasiado profundas.
Lyra asintió. Sí, era un enigma aclarado con la mayor sencillez.
De pronto, se oyó un clamor en la muralla.
—¡Gridor ha levantado la mano izquierda! —se oyó de muchas bocas.
—Es el signo inconfundible de todo el que quiere pactar —dijo Lyra.
Robur suspiró, aliviado.
La batalla, estimaba, se había concluido con demasiadas bajas por ambas partes. En todo caso, los perdedores eran los atacantes, pero los defensores les habían enseñado unos dientes de harto poder contundente.
Esperaba que los caídos en combate no enturbiaran las negociaciones que sobrevendrían a continuación.
Luego volvió la cabeza. Shya continuaba en el suelo. Alguien, piadosamente, había arrancado de su cuerpo la flecha causante de su muerte.
Hegbrum le puso una mano en el hombro.
—Los muertos en combate son incinerados en un gran montón de leña. Es la costumbre entre nosotros, y así les rendimos homenaje a su valor. El más valiente de los vivos recibe el honor de prender fuego a la hoguera, Robur. ¿Entiendes lo que quiero decirte?
Robur hizo un gesto de asentimiento.
—Ve a parlamentar con Gridor —indicó—. Ya sabes lo que tienes que tratar.
Aquella misma noche, Robur acercó una tea encendida al ingente montón de leña, en cuya cúspide, rodeada por los cuerpos de otros guerreros se hallaba el de Shya.
—Que tu muerte sirva para traer la paz definitiva a este planeta —deseó, cuando vio que las primeras llamas empezaban a oscilar ante sus ojos, en medio del respetuoso silencio de cuantos contemplaban la fúnebre ceremonia.
* * *
—Gridor se aviene al pacto, con una sola condición —dijo Hegbrum a la mañana siguiente—. Es decir dos condiciones, una de las cuales ya está expuesta por ti mismo, Robur.
—Confío en que Tubabai me escuche —respondió el joven—. ¿Cuál es la otra condición?
—Lyra debe probar, incuestionablemente, que es la reina de Thanitzar. Gridor, y encuentro muy lógica su actitud, no quiere cerrar un pacto, con un conflicto sin resolver entre dos personas que alegan ambas tener derecho al reino de los Superiores.
Lyra estaba presente en la entrevista.
Las palabras de Hegbrum la abrumaron.
—No conseguiré probar nunca mi verdadera personalidad —dijo—. Y Djuttus no se avendrá al pacto.
—Aún no se ha perdido todo —exclamó Robur—. Hegbrum, iré a negociar con Tubabai. Espero que tú y Gridor sepáis mantener vuestra palabra.
—¿Cuándo piensas partir? —consultó Hegbrum.
—Ahora mismo. No podemos perder un minuto; si bien conocemos las intenciones de Djuttus, en cambio ignoramos por completo sus planes. El pacto debe quedar concluido antes de que se lance a una ofensiva.
—Está bien. Daré orden de que te faciliten cuanto estimes necesario.
—¿Puedo acompañarte? —preguntó Lyra con avidez.
—Lo siento. Debo ir solo, es mucho mejor así —Contestó Robur.
—Por lo menos, hasta la puerta…
Robur sonrió.
—Vamos —dijo.
Fuera del palacio, ella se detuvo y le miró fijamente.
—Sólo quería hacerte una pregunta a solas, Robur —manifestó.
—Bien, habla, Lyra.
—¿Amabas a Shya?
Robur calló un momento.
—No lo sé —respondió—. En todo caso, la estimaba muchísimo y me cuesta acostumbrarme a la idea de su ausencia definitiva. Ella ya no está aquí y… Bien, Lyra, es todo cuanto puedo decirte.
—Has olvidado añadir una cosa, Robur.
—¿Si, Lyra?
—Todo lo que haces, lo haces por mí. Incluso aunque yo no vuelva jamás a Thanitzar, nunca lo olvidaré, te lo aseguro.
—La suerte me trajo a este planeta. Creo que puedo hacer una buena labor, simplemente.
La mano de Lyra se apoyó sobre su brazo.
—Regresa pronto con buenas noticias —rogó—. Estaré esperándote… te esperaremos con mucha impaciencia.
Robur sonrió, pero ya no dijo nada más. Una hora más tarde, partía a galope tendido en dirección al reino de Tubabai.
Los gigantes continuaban acampados todavía en las inmediaciones de la ciudad. Ninguno de ellos hizo el menor gesto hostil.
Gridor, advertido a tiempo, salió a su encuentro.
—Sé cuál es la misión que vas a realizar —dijo—. ¿Necesitas escolta?
—Gracias, pero creo que es mejor que vaya solo —respondió el terrestre.
—Eres un hombre no sólo valeroso, si no inteligente. Nos has traído nuevas ideas y nos has obligado a meditar sobre cosas en las que jamás habíamos pensado. Recordaremos tu nombre mientras vivamos, y nuestros hijos lo mencionarán a sus descendientes con orgullo y admiración.
Robur sonrió.
—Si no aprietas demasiado, me gustaría darte la mano, Gridor —dijo.
El gigante se echó a reír. Alargó su manaza y contestó:
—Aprieta a tu gusto, Robur.
* * *
El centinela lanzó un hiriente chillido:
—¡Quieto o te atravieso!
Robur se detuvo, impasible.
—Soy Khisthur —declaró—. Anúnciame a tu rey. El me conoce bien.
El hombre-rayo vaciló.
—Aguarda un momento —pidió.
Se llevó dos dedos a la boca y lanzó un atroz silbido, con ligeras variantes sonoras. A los pocos momentos, acudió a la carrera un pelotón de veloces soldados.
—Este Selvático quiere hablar con nuestro rey —anunció el centinela—. Dice que Tubabai lo conoce.
—Acompáñame —indicó el hombre-rayo que mandaba el pelotón—. Si no es cierto lo que dices, no saldrás vivo de nuestra ciudad.
—¿Estaría aquí si hubiese venido dispuesto a mentir? —replicó Robur.
El sujeto pareció sentirse impresionado por la respuesta. Hizo un gesto con la mano y Robur, apeado de su montura, lo siguió sin vacilar.
Los edificios de los hombres-rayo eran sencillos y livianos, construidos con troncos muy delgados, semejantes a los bambúes terrestres. Pero no se les podía negar cierta gracia exótica, que hacía agradable la contemplación de aquella aglomeración de cabañas.
Además, la ciudad de los hombres-rayo estaba asentada en una extensísima ladera de suave pendiente, al pie de la cual se extendía un anchuroso lago. Robur observó que los componentes de aquella extraña raza habían tenido también un notable gusto al edificar su ciudad, con amplios espacios abiertos y abundancia de arbolado, lo que quitaba toda idea de monotonía en el conjunto total.
Minutos más tarde, era introducido en una cabaña de mayor tamaño que las restantes, sostenida a dos metros del suelo por varias hileras de sólidos pilotes. Tubabai le recibió en una especie de trono, adornado con numerosas pieles de vistosos colores.
—Te reconozco, Robur —saludó—. Sin embargo, he de decir que no esperaba tu visita.
—Las circunstancias me han obligado a ello —contestó el terrestre—. Sólo he venido a pedirte que recuerdes la conversación que sostuvimos el día en que te liberé de tus captores.
—No lo he olvidado. ¿Vienes a decirme que Lyra ha demostrado ser la auténtica reina de Thanitzar?
—Aún no lo ha conseguido —declaró Robur—. Pero quiero conocer tu opinión, para el momento en que se produzca ese caso favorable que todos deseamos.
—¿Qué dicen Hegbrum y Gridor? Mis exploradores me informaron de que Gridor se disponía a asaltar la capital de los Selváticos. ¿Es que no lo consiguieron?
—Lo intentaron, pero fracasaron. Entonces, yo conseguí persuadir a Gridor de la conveniencia de pactar. Hegbrum ya lo había aceptado de antemano.
—Entonces, ambos están de acuerdo en el pacto.
—Sí, Tubabai.
El rey de los hombres-rayo hizo un gesto de asentimiento.
—En tal caso, yo también pactaré —respondió.
Robur se sintió poseído por un infinito sentimiento de satisfacción al oír aquella respuesta.
—Los progresos serán evidentes apenas se haya establecido una paz total en Egh-Un —aseguró—. Cada pueblo puede vivir en su territorio, pero siempre en paz con el vecino. Y el nuevo gobierno, estoy convencido de ello, no traerá sino beneficios al planeta.
—Así lo espero —contestó Tubabai.
El hombre-rayo se levantó y alargó su mano hacia la de Robur.
—A partir de ahora, serás considerado como uno más de nosotros —dijo.
—Acepto reconocido tan insigne honor —sonrió Robur, a la vez que hacía una profunda reverencia. La cortesía no era servilismo, sino gratitud.
Tubabai dio un par de palmadas. Una mujer entró con una bandeja en las manos, sobre la que se veían dos cuencos de barro, llenos de un líquido amarillento, muy transparente, de olor sumamente agradable.
—Beberemos para celebrarlo —dijo Tubabai.
El vino era fuerte y algo áspero, pero tenía buen sabor. Después de un par de tragos, Tubabai inquirió:
—¿Vuelves ahora a informar a Gridor y Hegbrum de nuestra entrevista?
—No. Quiero ir a la capital de los Superiores. Estimo que es necesario antes de regresar a informar a tus colegas de tu aquiescencia al pacto propuesto.
—Puede resultar peligroso para ti —advirtió Tubabai.
—Ya he pensado en ello, pero tengo la ventaja de que nadie me conoce. Lo único que te pido es un guía que me indique el camino. No necesito que entre conmigo en la ciudad; basta con que me deje en un punto donde no pueda perderme.
—Tendrás el guía —prometió Tubabai—. ¿Algo más, Robur?
—No, eso es todo, muchas gracias.
—Dime, ¿qué esperas ver en la ciudad de los Superiores? ¿Acaso confías en probar la autenticidad de la mujer que dice llamarse Lyra?
—Ése es el motivo de mi viaje —contestó Robur.
—¿Y si ella resultase ser, efectivamente, una impostora?
—Estoy persuadido de que es la auténtica Lyra. Sólo necesito pruebas, aunque, a decir verdad, no sé cómo podré conseguirlas. Pero si no voy a Thanitzar, no las conseguiré de ningún modo.
—Una respuesta muy razonable —aprobó Tubabai—. No puedo hacer sino desearte el mayor de los éxitos, Robur.
El terrestre se inclinó de nuevo.
—Mi éxito, si lo alcanzo, será el tuyo y el de todos los habitantes de Egh-Un —contestó.