CAPITULO XV
A pesar de la excitación que le poseía, Dayton pudo conciliar el sueño y dormir unas cuantas horas, en el alojamiento al que había sido conducido por Eryna, junto con el profesor. Habían llegado cerca de la medianoche, según el tiempo terrestre, y Eryna les había llevado a una casa que, según explicó, era el punto elegido para hospedaje de visitantes terrestres.
La muchacha les encomendó aguardasen su regreso a la mañana siguiente y les dejó solos, con comida y bebidas suficientes. Dayton despertó a una hora normal en él y, durante unos momentos, permaneció inmóvil en el lecho.
Todavía no podía creer que se hallaba en Marte, que había viajado en un tiempo increíblemente breve. Con cierta ironía, se dijo que había realizado el viaje al que siempre se había negado. Cuando se celebró la ceremonia del nombramiento de tripulantes, nunca habría sido capaz de imaginarse en aquel momento que viajaría al cuarto planeta antes que ninguno de los elegidos.
—Y por un sistema infinitamente más cómodo y que evita el hastío de pasar dos o tres meses encerrados en una nave —murmuró.
De pronto, oyó una voz conocida:
—¡Ah, qué maravilla! ¡Qué espectáculo tan grandioso! —exclamó Fahnenkutz—. Antiguamente, había un refrán que decía: «Ver Nápoles y después morir», como para expresar que el resto del planeta ya no tenía importancia. Ahora podríamos decir lo mismo...
—Sí, ver Marte y luego morir —rió el joven, a la vez que apartaba a un lado las ropas de la cama—. Pero a mí no me gustaría convertir ese dicho, en realidad, profesor.
—Hablaba en metáfora, muchacho. ¿Has visto jamás nada igual?
—Por supuesto que no, ya que nunca había estado antes en Marte —repuso Dayton de buen humor.
Eryna les había facilitado ropas. Envuelto en una bata, Dayton se acercó al amplio ventanal y contempló el paisaje.
La ciudad estaba formada por varias decenas de cúpulas, ninguna de las cuales medía menos de dos kilómetros de diámetro en la base. Su altura rozaba los quinientos metros y para Dayton era un admirable trabajo de ingeniería. Las cúpulas, transparentes, no sólo permitían ver el cielo marciano y recibir los débiles rayos del sol, situado en aquellos momentos a unos doscientos cincuenta millones de kilómetros, sino que mantenían una presión atmosférica suficiente para que la vida pudiera desarrollarse sin dificultades.
Dayton calculó que la presión de la atmósfera respirable equivalía a la de la Tierra, en un punto situado a unos dos mil quinientos metros sobre el nivel del mar. La habituación a dicha presión se producía sin daños.
En alguna parte, posiblemente bajo tierra, estaban los generadores que procuraban oxígeno a aquellas gigantescas cúpulas, además de purificar la atmósfera y mantenerla siempre en una temperatura de escasas oscilaciones. Cada cúpula estaba unida a otras por medio de túneles de gran amplitud, que permitían una fácil comunicación entre los distintos sectores de la capital.
Los túneles disponían de esclusas de cierre automático, caso de una pérdida de presión demasiado peligrosa. Eryna les había dicho que nunca se había dado un caso semejante.
Los espacios verdes abundaban por todas partes. Algunas de las cúpulas estaban destinadas exclusivamente a granjas donde se cultivan vegetales para la alimentación de los habitantes de Marte. No había animales domésticos.
Dayton conocía la razón; en Marte, por el momento, no había espacio para los animales, que, pese a que podían servir como alimento, también consumirían gran cantidad de vegetales. Sin embargo, se fabricaban artificialmente las proteínas y otras sustancias contenidas en la carne de los animales, con los que se suplía sin dificultad dicha carencia.
Ninguno de los edificios sobrepasaba las tres plantas y eran los menos. La inmensa mayoría eran casas unifamiliares, de una sola planta, de muy sencilla construcción, cosa que se comprendía sin dificultad, dado que no tenían que soportar las inclemencias del exterior, como sucedía en la Tierra.
Había también un sistema de comunicaciones, por cintas deslizantes. No se veían vehículos de ninguna clase, aunque los había en las granjas, para el transporte de las cosechas a los centros de distribución y elaboración de las comidas.
—Aprenderíamos mucho de los marcianos, si pudiéramos establecer relaciones satisfactorias —dijo el profesor, después de un largo rato de silencio.
—Todo el mundo tiene que aprender algo de los demás —contestó Dayton—. Pero después de lo que ha visto, ya no lamenta usted el fracaso de su expedición.
Fahnenkutz hizo un gesto negativo.
—Hubiera sido como viajar de París a Roma, a pie, cuando ya existían los ferrocarriles —respondió.
—A pesar de todo, los pies siguen siendo útiles, profesor —dijo el joven riendo—. Ningún sistema de transporte es desechable definitivamente. Su nave resultará muy útil el día en que se inicie el intercambio de mercancías pesadas, se lo aseguro.
—Casi no me importa ya lo que le pueda pasar a ese aparato. Dusty, hijo, ¿no hay algo de comer por esta casa? Empiezo a sentir hambre...
—Claro que si, profesor.
Había una pequeña dispensadora de alimentos y Dayton preparó un poco de sopa vegetal en pocos minutos, así como un par de filetes que parecían de vaca auténtica. La máquina les sirvió igualmente una cerveza, sin apenas alcohol, unas galletas y algo de fruta natural, unas uvas con granos tan grandes como las ciruelas terrestres y de un sabor realmente exquisito.
Al terminar, se vistieron. El alojamiento disponía también de un guardarropa, aunque la indumentaria más bien parecía un uniforme, una especie de traje de una sola pieza, con el calzado incorporado, de color gris claro, pero muy cómodo de llevar.
Poco después llegó Eryna. La muchacha vestía de una forma muy parecida, pero sólo en la parte superior del cuerpo. A partir de la cintura, usaba una falda corta, que dejaba la mayor parte de sus piernas al descubierto. «Está realmente encantadora», pensó Dayton.
—Habrán descansado bien, supongo —dijo.
—No podemos quejarnos —sonrió el joven.
—Siempre estaremos reconocidos a la hospitalidad marciana —añadió Fahnenkutz.
—También tienen motivos contra algunos de nosotros —suspiró ella—. En fin, creo que ha llegado ya la hora de pasar definitivamente a la acción. El presidente Tribbouth les aguarda. Quiere conversar un poco con ustedes, antes de entregarles el nombramiento de embajadores del pueblo de Marte ante el gobierno de la Tierra.
* * *
El viaje se realizó por medio de una cinta deslizante, que sólo se interrumpía en los túneles de contacto entre las cúpulas. Mientras viajaban, los dos terrestres no se cansaban de contemplar el panorama que se desarrollaba constantemente a su alrededor.
—No parece que haya gente ociosa —comentó Dayton, al cabo de unos momentos.
—Nadie, en Marte, está mano sobre mano, aunque bien es cierto que el trabajo tampoco nos agobia y que los ratos de ocio superan largamente a los primeros. Sin embargo, nuestros antepasados sí trabajaron muy duramente para construir esta ciudad. Nosotros disfrutamos ahora de las ventajas de sus sacrificios.
—Pero queréis estableceros en la Tierra.
—Para eso emigramos a Marte, Dusty.
—Sí, merecía la pena —convino el joven.
Poco después, entraban en la cúpula que se hallaba la residencia del presidente Tribbouth, un edificio algo más lujoso que el resto de las construcciones, aunque en modo alguno comparable con cualquiera de los palacios terrestres. Dayton pensó que, al lado de la residencia de Roberta Greenville, la de Tribbouth casi parecía una choza.
Sin embargo, había extensos jardines y hasta unos cuantos surtidores, que ponían una nota agradable al ambiente. Para sorpresa de los terrestres, el presidente les recibió en el jardín de su residencia.
—El protocolo en Marte es casi inexistente —dijo Eryna,
Tribbouth era un hombre alto, fornido, de exuberante cabellera blanca y expresión amistosa. Dijo unas palabras de bienvenida y luego ofreció asiento a los visitantes en unos bancos situados en una agradable glorieta, en cuyo centro se veía una hermosa fuente, de la que, manaban constantemente media docena de finos chorros de agua.
El espectáculo del agua, cayendo son cierta lentitud, debido a la menor gravedad de Marte, resultaba sorprendente en un principio. Dayton se notaba mucho más ágil y ligero y hasta con la mente más despejada. «Pero en Marte —pensó—, es preciso vivir siempre bajo una cúpula protectora». No se podía salir fuera y disfrutar del color de los campos y del rumor de las corrientes de agua o de las olas del mar a] batir las playas y los acantilados. En aquel instante, comprendió a los marcianos, a sus deseos y se prometió a sí mismo ayudarlos hasta el máximo de sus fuerzas.
—Eryna y Shukkol me han hablado mucho de vosotros —empezó diciendo el presidente—. Por dicha razón, autoricé vuestro viaje a Marte, a fin de conoceros personalmente y poder discutir ciertos aspectos del asunto que tanto nos preocupa a todos.
—Para mí, ese asunto está resuelto, señor —contestó Fahnenkutz con gran vehemencia—. Tengo en gran honor mantener una excelente amistad con el presidente de la Tierra y, no lo dudo, aceptará de inmediato el establecimiento de relaciones plenas entre ambos planetas.
—Sin embargo, existen ciertos inconvenientes. Nosotros queremos establecernos en la Tierra. Aunque hay algunos que abrigan ciertos propósitos contra vuestro planeta, son una ínfima minoría y no lograrán frustrar lo que promete ser una nueva era para la humanidad. Pero creo que hay otro inconveniente mayor.
—¿Cuál, excelencia? —preguntó Dayton.
—Precisamente se trata de nuestra emigración. En el primer momento, resultará lógico que queramos vivir juntos en una zona determinada; es algo instintivo en el ser humano, cuando pertenece a una misma comunidad. Más adelante, también es lógico, y al intensificarse las relaciones, los marcianos abandonarán su residencia terrestre y se establecerán en otros lugares. Asimismo, los terrestres se acercarán a nosotros, habrá intercambio de personas y se efectuarán matrimonios entre personas de los dos mundos, con la consiguiente descendencia mixta, sólo de origen, claro, no de raza. Pero esta segunda etapa de nuestra llegada a la Tierra tardará años en producirse, quizá decenios enteros. Es la primera época la que me preocupa realmente, profesor.
—Por mi parte, creo que no habrá inconveniente en que se les asigne un área determinada. En la Tierra hay ahora unos sesenta millones de habitantes. Cuatrocientos mil más, no causarán graves problemas por el aumento de población. Lo que sobran ahora son zonas deshabitadas en el planeta, señor.
—Convendría que se estableciesen en una zona templada —sugirió Dayton—. No se les puede enviar al trópico ni tampoco a las regiones inmediatas a los polos. Algún día, quizá, marcianos o sus descendientes se establecerán en esas zonas, pero, a fin de terminar satisfactoriamente el proceso de aclimatación, convendría, insisto, que el establecimiento se realice en una zona templada.
Tribbouth consultó al profesor con la mirada. Fahnenkutz asintió.
—Estoy completamente de acuerdo con lo que ha dicho este joven, excelencia —manifestó—. Y creo hallarme en situación de asegurarle que por parte del gobierno de la Tierra no habrá inconveniente en aceptarles a ustedes como unos habitantes más del planeta.
—Algunos miembros del gobierno eran enemigos de sus proyectos, profesor —recordó Tribbouth.
—En realidad, se oponían al viaje más por razones económicas que por su hostilidad al progreso de la ciencia. Pero cuando se sepa que se puede viajar a Marte en un santiamén y viceversa, esa hostilidad desaparecerá.
—Me parece que pronto podremos decir: «¡Bien venido a la Tierra, marciano!» —exclamó Dayton jovialmente.
—Ojalá sea como dice —deseó Tribbouth—. Bien, en tal caso, y aunque todavía tendremos que discutir algunos detalles menores, debo considerarles como mis embajadores ante su gobierno. Hoy mismo les entregaremos el nombramiento oficial y... ¿cómo lo llaman ustedes?
—Cartas credenciales, señor —dijo el joven.
—Habrá que redactarlas en idioma terrestre, por lo menos, una traducción —intervino Eryna.
—Yo puedo encargarme de la traducción escrita, si tú me la dictas —manifestó Dayton.
—De todas formas, creo que pueden tomarse un día entero de descanso —sugirió Tribbouth—. Eryna, tú puedes servir de guía a nuestros invitados y enseñarles nuestra ciudad y satisfacer su curiosidad.
—Sí, señor, lo haré con mucho gusto —accedió la muchacha.
—Las cosas no se van a poner peor por un día más o menos —dijo Fahnenkutz.
Repentinamente, Dayton observó un movimiento en unos arbustos cercanos.
Alguien separó con las manos parte del ramaje. Durante una fracción de segundo, Dayton pudo ver el rostro de un hombre que parecía espiarles desde el otro lado del arbusto.
—¡Rorgo! —gritó.
El sujeto oyó su nombre y, en el acto, dio media vuelta y trató de escapar.
Todos los demás se sobresaltaron. Dayton, sin embargo, no perdió tiempo en pasar a la acción y saltó hacia, adelante.