CAPITULO PRIMERO

Se la encontró casi inesperadamente, o al menos pensó que ella podría creerlo así, y entonces decidió intentar la prueba. Paula Pryce era muy guapa, pero algo tonta, rubia, de carnes abundantes, como una matrona de Rubens y, según creía él, bastante interesada en sus atractivos personales. Paula caminaba en sentido contrario y él se detuvo en seco, cerrándole el paso.

—Hace bastante tiempo que no nos vemos, Paula —dijo él.

Y ella sonrió.

—Bastante, Dusty. ¿Cómo te encuentras?

—Tengo un problema —respondió Fred Dayton, más conocido por Dusty entre sus amistades.

—¿Puedo ayudarte a solucionarlo?

—Depende. ¿Me permites tu tarjeta de identificación?

—Hombre, Dusty, te vas a enterar de mi edad...

—Aún no has llegado a los cien años y has pasado de los quince —rió él—. Anda, déjamela un instante.

—Está bien.

Paula vestía un audaz modelito que, por delante, apenas si cubría sus rotundos senos y dejaba la espalda al descubierto hasta' más abajo de la cintura. La falda apenas merecía el nombre de tal y, en cuanto a los zapatos, eran unos horrorosos zancos, con suela de diez centímetros y tacones de veinte. Pero era el «dernier cri» de la moda en el siglo XXII y Paula no era de las menos reacias a aceptar los dictados de los que mandaban en la indumentaria femenina. El vestido iba ceñido por un cinturón de cuero, del que pendía una especie de cartuchera que contenía sus efectos personales. Paula la abrió y extrajo una tarjeta, que puso en manos de su interlocutor.

—¡Pero si eres jovencísima, prácticamente una niña! —exclamó él, halagador—. Naciste en el treinta y nueve y estamos en el cincuenta y siete...

—Lo cual hacen veintiocho años, si no he calculado mal. Ya ves que no soy una niña...

—En comparación con mi abuelita, que ya tiene ciento veintisiete, estás recién salida del cascarón. ¡Qué casualidad, qué maravillosa coincidencia! —dijo Dayton, fingiendo un enorme asombro que estaba muy lejos de sentir.

—¿Qué sucede, Dusty? —preguntó Paula, terriblemente intrigada.

—Eres el complemento perfecto. Precisamente acabo de salir del CMR y tengo la orden de... Bueno, no sé cómo decirlo. Aunque de sobra me imagino que eres una mujer moderna, hay cosas que a uno le cuesta expresar...

—Viniendo del CMR, sospecho qué es lo que te han dicho allí.

—Sí —suspiró él—. Yo voy a cumplir los treinta años y mi obligación es reproducirme, buscando para ello la pareja ideal. Según los datos psicofísicos de tu tarjeta, eres el complemento adecuado para mí.

—Eso significa que debo tener un hijo contigo —se alarmó Paula.

—Si a los treinta años no has tenido uno al menos, te llevarán a un CIAO. Tú verás qué es lo que más te conviene —dijo Dayton muy serio.

Paula se mordió los labios.

—La verdad es que, entre tener un hijo tuyo o tenerlo de Dios sabe quién... Y, ¿cuándo empezaríamos los «trámites» necesarios, Dusty?

—Por mi parte, ahora mismo, si tú quieres. A menos que tengas otro compromiso, naturalmente.

—Bueno..., pero a veces no... Quiero decir que en los primeros intentos es posible que no..., que no resulte...

—Al menos, lo habremos intentado y nadie, ni en el CMR ni en el CIAO, podrán hacernos el menor reproche. Nosotros hemos cumplido con nuestro deber para con el planeta y eso es lo que importa, independientemente del resultado.

Ella suspiró.

—¡Qué mundo este del siglo XXII! ¡Leyes y reglamentos por todas partes..., haz esto, haz lo otro, ve aquí, vuelve allá...! ¿Crees que esto es vida, Dusty?

Dayton agarró a la joven por un brazo y la empujó suavemente.

—Al menos, procuraremos pasarla lo mejor posible —contestó—. ¿En tu casa o en la mía? —consultó.

—La tuya está más cerca —respondió ella.

Dayton se sentía la mar de contento. Ni había estado en el Centro Mundial de Repoblación ni en el Centro de Inseminación Artificial Obligatoria había nada referente a Paula Pryce, sobre todo porque la calificación de obligatorio era algo que había surgido de la mente del joven. Si Paula llegaba a saber la verdad...

«Pero no iba a ser tanto como para decírsela», pensó.

Un cuarto de hora más tarde, empezó a besar a Paula, a la vez que sus manos recorrían codiciosamente las rotundas curvas de su figura. Ella gimió de placer.

Dayton recorrió con sus labios el cuello de Paula, haciéndola estremecerse de los pies a la cabeza. Hasta aquel momento, habían estado en un diván. Dayton se levantó, agarró a Paula por las dos manos y la atrajo hacia sí.

—Vamos, querida, vamos..., cumplamos como buenos ciudadanos terrestres...

Ella se colgó de su cuello. Iba a besarle una vez más, cuando, de repente, se puso rígida como una tabla.

Dayton notó la sacudida del cuerpo que estaba estrechamente pegado al suyo. Miró a la joven y vio que ella tenía los ojos desmesuradamente abiertos, fijos en algún punto situado a sus espaldas.

Intrigado, se volvió y entonces pudo contemplar un espectáculo totalmente inesperado.

Había una hermosa muchacha, de largos cabellos oscuros, aunque no negros del todo, parada en un ángulo de la estancia, mirándoles con la sonrisa en los labios. Era alta, muy bien formada y más esbelta que Paula.

Pero aquella joven, a la que Dayton no conocía en absoluto, ofrecía una extraña peculiaridad: se hallaba completamente desnuda.

—¡Oh, perdonen —dijo la desconocida cortésmente—; no quería molestar...!..

Dayton se quedó con la boca abierta. En el centro del pecho de la joven, vio un enorme medallón dorado, colgado de su cuello por una fina Dayton se quedó con la boca abierta. En el centro del pecho de la joven, vio un enorme medallón dorado, colgado de su cuello por una fina cadenita de oro. Aparte de la joya, ella no llevaba encima la más mínima prenda de ropa.

De súbito, Paula lanzó un aullido:

—Pero... ¿Qué hace esta individua aquí? Dusty, tu casa es un antro de perdición... ¿Es que acaso querías organizar una orgía con nosotras dos? ¿No tenías bastante con una sola? ¿O acaso tienes más furcias en el dormitorio?

Dayton se sentía absolutamente desconcertado, porque no comprendía en absoluto nada de lo que estaba sucediendo. Bruscamente, la desconocida pareció reparar en su estado y se cubrió los senos con un brazo, a la vez que ponía el otro en el regazo.

—Oh, perdonen... No me había dado cuenta... —dijo, colorada hasta la raíz de los cabellos—. No sé cómo ha podido suceder una cosa semejante; ha debido de ser algún error... Adiós, sigan, sigan, por favor.,.

La desconocida hizo un gesto raro con el brazo derecho y desapareció tan Súbitamente como había aparecido. Dayton se pasó una mano por la cara.

—No lo entiendo —murmuró—. Nunca había visto a esa mujer... No entiendo cómo pudo entrar en mi casa...

—¡Yo sí lo entiendo! —vociferó Paula, terriblemente encolerizada—. Entró de la misma forma que he entrado yo: por la puerta... ¡Por la misma puerta que voy a usar para largarme ahora mismo! Ah, pero no me iré sin hacerte saber físicamente lo que pienso de ti...

¡Plash! ¡Plash!

Estallaron dos sonoros chasquidos, correspondientes a otras tantas bofetadas, propinadas con una fuerza que Dayton hubiera juzgado imposible en su hermosa invitada. El joven, sorprendido, quedó sentado en el suelo, sin saber muy bien lo que había sucedido.

Paula se marchó, taconeando ruidosamente sobre sus zancos. Al salir, dio un portazo que hizo retemblar las paredes.

—Me gustaría saber qué ha pasado aquí —dijo Dayton, todavía sentado en el suelo—. ¿Habremos visto un fantasma y ella se ha creído que era un ser de carne y hueso?

Y luego se dijo que si todos los fantasmas, en el siglo XXII eran como aquélla hermosa muchacha, valía la pena tener uno en casa.

* * *

Ante el silencioso auditorio que le escuchaba con inmensa expectación, el profesor Hermann Fahnenkurt, tras unos ligeros carraspeos, dijo:

—Amigos, míos, colegas de esta Universidad, alumnos todos... Hoy es el día más grande de la historia del planeta Tierra, el día en que, por fin, los humanos, tras largas centurias de incultura y oscurantismo, van a iniciar la época de la claridad absoluta: la auténtica era especial, la verdadera! época de los viajes a los planetas de nuestro sistema.

»La primera astronave que irá a Marte está, como todos sabéis, sin duda, en su fase final de alistamiento. Nada, prácticamente, falta ya, salvo algunos detalles que no son esenciales y que se están revisando en aras de una absoluta seguridad para la tripulación que viajará al cuarto planeta del sistema solar. Dentro de dos semanas, tres, como máximo, la Esplendorosa abandonará la superficie terrestre y se lanzará a la conquista del Marte, el planeta en donde vamos a instalar la primera colonia terrestre, el embrión de lo que algún día será una gran ciudad y más adelante, en años venideros, el centro de población de aquel mundo ahora inhóspito y desierto y que en siglos venideros será una segunda Tierra, fértil, cubierta de verdor, con ríos y lagos y mares tan auténticos como los que disfrutamos en la actualidad.

»Hemos de mirar por las generaciones futuras —continuó el profesor—, pero eso ya lo sabíais todos. Un día, el número de habitantes de ese planeta se hará tan grande como los que había a finales del siglo XX, es decir, más de seis mil millones de almas. Ya empezaban a sentir agobios de espacio, falta de tierra y de alimentos para todos, y entonces fue cuando sobrevino aquella espantosa guerra, que redujo la población de la Tierra a menos de una centésima parte. Por fortuna, se descubrió muy pronto el medio de limpiar el planeta de la contaminación... pero entonces, si no hubiera habido guerra, no habrían podido viajar a Marte, como lo haremos ahora, a fin de dar los primeros pasos para evitar otra catástrofe semejante en el futuro por exceso de población.

»Pero de todo esto os hemos hablado extensamente durante los años precedentes, mientras se alistaba la Esplendorosa. Ahora, pues, sólo nos queda un punto importante para poner en práctica: nombrar a los hombres y mujeres que formarán la tripulación de esa nave, la primera que llegará a Marte. Escuchad todos con atención...

Fahnenkutz sacó un papel y empezó a leer una serie de nombres, sin hacer distinciones de sexos. Dayton asistía a la conferencia y pudo darse cuenta de que todos los nombrados eran gentes de muy alta calificación en sus respectivas profesiones.

De súbito, Dayton pegó un salto en su asiento.

El profesor acababa de citar su nombre:

—Frederick Rystler Dayton, físico y matemático...

El joven se quedó con la boca abierta.

—¡Cómo! ¿Tengo yo que viajar a Marte? —se dijo.

Fahnenkutz pareció impacientarse.

—¡Dayton! ¿Está aquí? ¡Conteste inmediatamente!

El joven levantó una mano.

—Sí, aquí estoy, profesor. Pero yo no...

—Gracias, señor Dayton. Celebro su nombramiento como miembro de la tripulación que viajará a Marte.

—Pero, profesor, es que yo no...

De pronto, sonó una risita.

—Mira, tú, dicen que van a ir a Marte...

—¿A Marte? ¿A qué?

—A pescar ranas marcianas, quizá.

—Están locos. Marte ya ha sido ocupado.

—Ya hay marcianos en Marte y estos locos quieren ir allí...

Todos los ojos se volvieron hacia los dos individuos que hablaban en voz alta, sin preocuparse de que les escucharan, haciendo atroces comentarios acerca de aquel trascendental viaje, a la vez que emitían sonoras carcajadas de burla. Dayton los vio a poca distancia y pudo darse cuenta de que tenían bastantes copas de más encima.

—¡A Marte! —volvió a reír uno de los sujetos.

—¡Están locos! —dijo el otro, muerto de risa también.

—Si van a Marte, los echaremos a patadas...

—No, a patadas, no; bastará con un insecticida...

—O a escobazos.

El rostro de Fahnenkutz, ordinariamente pálido, estaba rojo como un tomate maduro. El profesor parecía a punto de estallar.

—¡Arrojen a esos borrachos de esta sala! —bramó.

Los dos individuos se pusieron en pie. Uno de ellos levantó una botella más bien mediada.

—Ya nos vamos, viejo cocodrilo...

—Y nos vamos a Marte, para avisar de vuestra tontería —dijo el otro.

—Sí, para que estén preparados y os echen a patadas...

El profesor Fahnenkurt estaba a punto de saltar de su estrado, para arrojarse contra aquellos desvergonzados sujetos, que no respetaban en absoluto la solemnidad de la ocasión, cuando, de repente, ocurrió algo totalmente inesperado.

—¡Nosotros somos los auténticos marcianos! —aulló uno de los beodos.

Y, acto seguido, aquella extraña pareja desapareció de la sala, como si no hubieran existido jamás.

Nadie conseguía explicarse lo sucedido. Únicamente, entre todos, Dayton había podido captar un detalle que le preocupó sobremanera.

Cada uno de aquellos dos sujetos llevaba pendiente del cuello un medallón análogo al que había visto sobre el desnudo pecho de la joven que había irrumpido tan espectacularmente en su apartamento.