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UN GRITO DESESPERADO

Todos los asistentes al curso nos acompañaron en el velatorio.

Han pasado tantos años desde entonces que he olvidado por completo los nombres y rostros de quienes estuvieron con nosotros esa noche. Además no me fijé mucho en ellos.

A los pies del féretro de mi hermano, la bomba mental que se había ido elaborando en mi entendimiento los últimos días estalló definitivamente y a través de los escombros de lo que antes fue mi ideología, penetraron hasta el centro mismo de mi ser los conceptos que había recibido del director, y lloré con la certeza de que, de haberse conocido en mi casa ese material de superación familiar un tiempo antes, la prematura muerte de mi hermano no hubiese ocurrido. Incluso posiblemente el tercer hijo de Yolza viviría.

Sentado en los elegantes sillones de la estancia para deudos, percibí la presencia de mi hermano conmigo y, a la sombra de su cuerpo etéreo, tomé decisiones radicales: terminaría la preparatoria e ingresaría a la facultad de filosofía y letras para convertirme escritor. Tenía que relatar lo que nos sucedió; era un deber más que imperioso. Era una misión que se me había encomendado a mí. Lo sabía porque durante el velorio no dejaron de afluir a mi cabeza algunos de los primeros párrafos que leí del portafolios robado.

Hay miles de seres que mueren a diario física o psicológicamente sin saber cómo ni cuándo se hundieron en ese pantano de depresión. Pero todo se origina en el seno familiar. Si la familia se corrompe, la sociedad, el país, el mundo entero se corrompe. Ya es hora de escuchar ese llamado de urgencia lanzado constantemente desde lo más íntimo de cada congregación humana. ¿De qué nos sirve tanto avance tecnológico si estamos olvidando lo fundamental? No podemos seguir fingiéndonos sordos ante el grito desesperado de un mundo que se halla en plena decadencia por nuestra falta de interés en la familia.

No fue sino hasta entonces que comprendí cabalmente el título de la conferencia «MENSAJE URGENTE PARA LA SUPERACIÓN FAMILIAR».… Era urgente, pero a mi casa llegó demasiado tarde. Publicando la historia de mi hermano y los apuntes del director tal vez le diera al destino la oportunidad de regalarle a otras familias «a tiempo» lo que a la mía se le regaló tan a destiempo.

Debo confesar que durante meses he postergado la redacción de este capítulo. Temo no saber relatar cómo acaeció la muerte de Saúl. Creo que cualquier ligera desviación a la verdad de los hechos en que haya incurrido en las páginas precedentes no afecta el mensaje; antes bien pudiera enriquecerlo. Pero en lo referente a la forma en que mi hermano se despidió de este mundo, por respeto a su memoria (y a la de mi padre, que falleció hace poco), no puedo permitirme ser inexacto.

De cualquier modo, me he prometido no eludir el reto un día más.

Tal vez después de escribir lo ocurrido pueda decirle a mi hermano —aunque tarde—, con el cariño de quien le desea lo mejor a su más grande amigo: adiós Saúl y gracias.

Cuando Saúl decidió regresar habían transcurrido seis días de exilio inútil y perjudicial. Lejos de madurar con la experiencia, tuvo una regresión. En su mente se fijaron las escenas que habían echado a perder su vida: el accidente involuntario (porque eso fue exactamente) de su maestra de inglés, las desavenencias con la autoridad paterna, la dificultad de relacionarse afectivamente con las muchachas, la imposibilidad de hallar a su «amor ideal», su confusión sexual… Su terrible, ingente, pavorosa soledad. Todo ello lo fue hundiendo en el pantano de la degradación y totalmente auto humillado y desmoralizado, aún viéndose zozobrar, no tuvo fuerzas para salvarse. Cuántas cosas debieron pasar por su mente en esos días, cuántas lágrimas habrá derramado, cuánto desconsuelo, cuánto frío físico… pero, sobre todo, cuánto frío emocional. Por lo que se sabe, sólo dos de las cinco noches que pasó fuera de casa durmió sobre una cama. Es verdad que pidió posada a un ex-compañero escolar que radicaba en provincia, pero ¿cómo viajó? ¿Dónde pernoctó el resto de las veces? Nadie puede asegurarlo. Lo cierto es que finalmente un chispazo de esperanza brilló en su mente y decidió regresar; pidió ayuda económica a la familia que lo alojaba y ésta, más por quitarse la molestia de hospedarlo que por favorecerlo, le pagó su boleto de autobús; y él volvió con la idea de que su padre lo recibiría con los brazos abiertos.

Por otro lado, para mi padre lo que Saúl estaba haciendo carecía de toda lógica: era un berrinche infantil, un desplante arrogante de amenaza y desafío. En su ausencia papá se sumió en un tremendo estado de ansiedad, indignación e ira. No se cruzó de brazos aguardando el voluntario retomo del desquiciado vástago: lo buscó —aunque únicamente durante dos días y una noche— por todos los medios a su alcance: acudió a la policía, centros de ayuda juvenil, hospitales, delegaciones, familiares y amigos, pero fue inútil. Y con el paso de interminables horas sin noticias fue acumulando una peligrosa mezcla de tristeza y rencor. No era justo que Saúl hiciera eso. Se le había dado todo cuanto un joven de su edad pudiera pedir. La angustia y desesperación de tener un hijo díscolo se tomaron lentamente en corolarios prácticos: la calle le daría lecciones duras y tarde o temprano valoraría su hogar, justipreciaría a la familia que abandonó y regresaría cambiado.

Ambos se equivocaron. Ni mi hermano retomó cambiado ni mi padre lo recibió con los brazos abiertos.

Por esas cuestiones del destino que nadie puede explicar.

Sólo papá estaba en casa cuando Saúl llegó. Mi madre y Laura, aunque no solían hacerlo, esa noche habían ido a casa de tía Lucy huyendo, a decir verdad, de las maldiciones y protestas del señor de la casa, quien se mostraba renuente a aceptar (¡de ningún modo!) la insistente invitación que le hacían para asistir al curso de superación familiar del día siguiente.

El timbre sonó tres veces.

—¿Quién rayos podrá ser a esta hora? —masculló papá sabiendo que las mujeres traían llave.

Dejó el cómodo sofá de la sala de televisión y se dirigió a la puerta con peor malhumor que el normal.

Tardó unos segundos en reconocer a su hijo.

—¿Saúl?

Su rostro pálido le daba a todas luces aspecto enfermo y demacrado. Aunque cabía la posibilidad de que se hubiese aseado últimamente, era evidente que no se había rasurado ni cambiado de ropa desde que se fue.

Mi padre lo contempló sin saber qué hacer. La inesperada aparición le produjo más miedo que gusto. Se volvió de espaldas y dio unos pasos sin invitar a mi hermano a entrar.

La parte emotiva de su ser le suplicaba que permitiera a su hijo pasar, ofreciéndole calor, tranquilidad, descanso. Pero el lado cerebral de su persona, que siempre lo dominó, se lo impedía. En ningún tiempo se había dejado llevar por sus emociones y esa vez no iba a ser la excepción. Su raciocinio, aunque en ese trance era un poco turbio, le indicaba que como padre agraviado no podía mostrarse consecuente con lo que el joven hizo. ¿Había regresado? Bien. ¡Era de esperarse! Pero que no se le ocurriera pensar que con su teatrito de huir y volver ganaba concesiones en esa casa.

(¿Por qué diablos no estaban las mujeres?).

Saúl entró al recibidor con pasos lentos e inseguros. Necesitaba desesperadamente ver un gesto de aceptación, pero tampoco habló. Siempre se le inculcó que los hombres son fuertes, fríos y formales y por ende los sentimentalismos bobadas femeninas.

—Perdóname, papá —articuló al fin.

—¿Perdóname?, un hombre de bien no puede ser capaz de largarse sin importarle cuántas mortificaciones cause para después simplemente pedir perdón y pretender que nada ocurrió.

Saúl calló con la cabeza hundida en el tronco y la vista en el piso. —¿No crees que ya has hecho demasiado daño a la gente? Tus imprudencias no pueden solucionarse con pedir perdón. ¡Lo que cuenta son los hechos! Es hora de que entiendas eso y cambies. ¿Tú supones, por ejemplo, que con pedirle disculpas a tu maestra de inglés resucitarás a su hijo?

—¡Eso fue un accidente!

—¿Y también fue un accidente que te encerraras con esa chiquilla en el baño para manosearla? ¿O dirás que te sedujo? ¿Y tu borrachera de hace un mes? ¿Y tu indiferencia en la casa? ¿Y tu rebeldía para obedecer lo que se te ordena? ¿Y tu deserción escolar? ¿Y tu paseíto por la calle estos días? ¿Todo ha sido un accidente? ¿Todo se soluciona pidiendo perdón?

La reprimenda resultaba aún más cruel e hiriente por lo que tenía de verdadera. De haber sido injusta, Saúl hubiese podido alegar en su defensa. Pero era cierta. Y ante el dolor de comprobar cómo la vergüenza producida por la voz de su conciencia era reforzada por las recriminaciones de su padre, guardó absoluto silencio.

Pero no se quedó quieto. Aún aplastado por la denigración, tomó una decisión rápida. Dio la media vuelta dispuesto a salir.

—¿A dónde vas?

—Me largo. Nunca más volveré a venir a esta casa.

—Eso crees —y caminó tras él para detenerlo por el brazo—. Lo que tú necesitas no es largarte sino recibir una buena paliza. Y la tendrás, te lo aseguro. ¿Acaso sientes que ya no perteneces a este lugar? ¡Es lógico! Con tus imbecilidades has perdido todo. Hasta el cariño de tus padres… ¡Caray, apestas como un cerdo! Sube a tu cuarto inmediatamente y cámbiate.

Saúl levantó la mirada con altivez y masculló:

—¡Ya no me asustas, papá!

—¿Qué?

—Que eres detestable y te odio.

Entonces papá perdió los estribos. Levantó la mano con toda la energía posible y le dio a Saúl tan terrible bofetón que éste cayó al suelo como un muñeco de trapo.

—¡Y tú eres un engendro maldito! No debiste haber nacido. Seguramente ni siquiera eres hijo mío. —Lo tomó de los cabellos y lo jaló hacia adentro nuevamente, obligándolo a entrar gateando—: ¡Sube inmediatamente y aséate!

Saúl se puso a llorar como un niño. Podía haber devuelto la agresión con bastante éxito, podía haberse liberado de los puños que le tiraban del pelo para defenderse e irse sin que mi padre tuviese la posibilidad de detenerlo. Pero a cambio de eso se puso a llorar. Después de un rato se incorporó y obedeció la última orden como una tétrica caricatura humana, como un desgraciado muerto andante.

Al llegar a la escalera volteó para ver a papá. Y su mirada fue un llamado de auxilio que no halló palabras para dejarse oír, un grito desesperado desde el último asidero del precipicio. Pero papá no volvió la cara. Y si lo hizo, estaba demasiado encolerizado para sentir el dolor, la tortura, el tétrico lamento de ese último alarido que emiten con la mirada los seres humanos antes de renunciar a vivir.

Mi padre apagó el televisor y se sirvió un vaso de whisky. Sabía que no estaba bien lo que acababa de hacer. Pero, ¿cómo rectificarlo? Las circunstancias lo habían obligado. Además tenía que tratar a su hijo con mano dura si quería ayudarlo a reivindicarse. Se sirvió otro trago y trató de controlar sus pensamientos para dejar de atormentarse. La llegada de su hijo había acaecido de modo lamentable, pero tenía mucho tiempo por delante para ayudarlo a salir del hoyo. Y lo haría. Al decidir esto se sirvió un tercer vaso de whisky.

Las mujeres todavía tardaron cerca de una hora en regresar. Finalmente la puerta se abrió con sigilo.

—Ya llegamos, mi amor.

—Tengo algo que decirles —anunció papá con voz tajante y seria. Mi madre y mi hermana se le acercaron un poco atemorizadas—: Saúl acaba de llegar. Lo mandé a su cuarto. No quiero que nadie vaya a verlo hasta mañana. Debe darse cuenta de que estamos disgustados por lo que hizo. Ya hablaremos largamente con él.

—¿Y cómo llegó? ¿Está bien? ¿Ya cenó? ¡Debe estar muerto de hambre!

Mamá se encaminó decidida hacia el cuarto de su hijo con el gesto encendido de alegre excitación, pero papá la alcanzó y la sujetó por el brazo.

—¿No fui claro en lo que acabo de decir? Tú y yo le brindaremos todo el apoyo que requiere, pero no hoy.

—¿Por qué no? ¡Él nos necesita ahora!

—No hay nada que discutir. No vamos a hacerle un homenaje de salutación.

—Me perdonas, amor, pero aunque no le hagamos una fiesta, sin importar lo que tú opines yo voy a subir a darle un buen recibimiento.

—¿Recibimiento? Esta noche Saúl deberá estar a solas en su cuarto para que asimile todo lo que vale su casa.

—Saúl ya asimiló cuanto tenía que asimilar y te aseguro que ha estado solo más tiempo del saludable.

—¿Por qué siempre has de llevarme la contraria en todo? Si yo digo blanco tú dices negro. ¿Qué es lo que te pasa últimamente?

—¿Qué es lo que te pasa a ti? Yo te obedezco más de lo que por tu estrecho criterio te mereces.

—¿Qué has dicho? Repite lo que has dicho.

—Que eres un necio intransigente. Que toda tu familia te tiene miedo, ¡no respeto sino miedo!, el miedo que se siente ante un verdugo injusto. Lo siento mucho pero voy a ver a Saúl.

Papá la apretó de la muñeca con la fuerza de alguien descontrolado por la ira.

—Si lo haces te arrepentirás toda la vida. No me desafíes, te lo advierto.

—Pero mi amor…

Y mi madre soltó a llorar. Le faltó el empujón final para salvar a su hijo. Perdió el aire en pleno embalaje, desertó cuando un último esfuerzo hubiese sido suficiente. Pero, ¿suficiente para qué? Ni ella ni nadie sospechaba cuan deteriorada estaba la autoestima de mi hermano. Y en cambio era fácil percibir el peligro latente de dañar, como no lo había hecho antes, su relación matrimonial. Perseverar en rebelarse hubiese significado llegar a extremos inusitados. ¿Cómo superar los gritos del marido?: gritando aún más fuerte. ¿Y cómo quitarse la opresión de la mano que la sujetaba por la muñeca?: empujando, mordiendo, abofeteando a su esposo. Todo frente a Laura. Y luego, ¿qué? Lo que pasaría después podía llegar a menoscabar irremediablemente una relación conyugal que había defendido tantos años con no pocos sacrificios.

Se sentó en la escalera tapándose el rostro con ambas manos. Laura, no pudiendo soportar la escena, subió a encerrarse en su habitación. No hubo necesidad de advertirle que tampoco ella tenía permiso de saludar a su hermano.

La discusión había sido tan vehemente que seguramente Saúl la escuchó desde su cuarto entendiendo que su presencia causaba enconadas e innecesarias riñas. Tal vez esto fue la gota que derramó el vaso, tal vez el vaso se derramó desde antes. ¿Quién lo sabe?

Nadie cenó esa noche. Por primera vez en su vida mamá se atrevió a hacer lo que más deseaba: ignorar y tratar con aspereza a papá. Evitó cruzar con él una sola palabra y durante horas lloró en su cama antes de conciliar el sueño.

Papá no durmió. No podía darse el lujo de seguir fallando en su dirección tutelar. No con Saúl.

Sin embargo, algo en su fuero interno le decía que lo que había hecho estaba mal.

A las tres de la mañana, procurando hacer el menor ruido posible, se levantó con intenciones de ver a su hijo. Necesitaba al menos cerciorarse de que no había vuelto a huir. Cruzó sigilosamente el corredor que unía su habitación con la de los varones y entró cuidadosamente. Encendió la luz y su rostro se crispó en un gesto de asombro e ira. No estaba. ¡Maldición! Ni siquiera había destendido la cama. ¡Maldición, maldición, maldición! ¡Se había vuelto a ir! Dio un puñetazo de rabia a la pared y giró la cabeza con la respiración alterada buscando algún rastro. La sangre se le heló en las venas al notar un resquicio de luz encendida en la bodega de herramientas. ¿Saúl se habría escondido allí? O había tratado de entrar un ladrón… Lo primero era absurdo puesto que el lugar era frío y sucio; lo segundo lo era aún más porque los rateros no suelen interesarse en sierras de cortar, polipastos colgados de la viga que sostiene un techo falso, llantas usadas y cajas de clavos y tornillos, que era lo único que ahí había.

Bajó cuidadosamente por la estrecha escalera sin poder controlar un repentino temblor en las rodillas, sintiendo la boca seca y la saliva acidificada. Al llegar a la puerta dudó unos segundos: estaba entreabierta cuando siempre se la mantenía cerrada. Quizá había sido demasiado temerario al bajar desarmado, pero tenía el presentimiento de que aunque en ese sitio hubiera una gran amenaza, no era para él…

Abrió la puerta que, como de costumbre, emitió un leve rechinido. El cuadro con el que se encontró lo hizo levantar las manos y abrir la boca con todas sus fuerzas sintiendo que el alma misma se le escapaba en un grito.

Saúl estaba ahí, frente a él, colgado de la viga de los polipastos, ahorcado con su propio cinturón.

Una daga helada penetró en ese instante hasta lo más profundo de las entrañas de mi padre, paralizándolo. Con sus dedos crispados trató de arrancarse los cabellos, pero sólo consiguió rasguñarse cruelmente el rostro pasmado, atónito.

—¡NOOOO! ¡NO! ¡NO! ¡NO! No, no… no… —clamó mientras el cuerpo de su hijo giraba levemente en el aire suspendido por el cuello con su ceñidor de piel.

Papá venció el agarrotamiento producido por la enajenación y corrió a descolgar a Saúl, chillando, jadeando, ahogándose de dolor… Al depositarlo en el suelo quiso revivirlo, pero estaba inerte y ya había comenzado a enfriarse.

La última vez que papá lloró fue cuando apenas contaba diez años de edad. Nunca más volvió a hacerlo… hasta esa noche. Derramó sobre su hijo muerto las lágrimas contenidas durante toda una vida de fingirse fuerte. Sus plañidos fueron tan terribles que creyó que se ahogaría con su propio llanto, pero no le importaba. Cuando levantó la cabeza pudo distinguir a mamá parada en la entrada de la bodega, contemplándolo. No vio a Laura, que también estaba ahí.

A mamá no se le oyó gritar. Su reacción fue contraria porque quizá la resquebrajadura de su espíritu era tan profunda y dolorosa que superaba todo el suplicio que un ser humano consciente es capaz de soportar, y por ende manifestar. Había quedado como idiotizada, con un rictus de dolor en el rostro, pero sin moverse. Entonces papá se incorporó presa de una rabia enloquecedora. Subió la escalera dando tumbos. Comenzó a destruir los muebles. Derribó libreros, vitrinas, espejos; rompió vidrios con el puño y se golpeó la cabeza contra la pared una y otra vez hasta que perdió el conocimiento y cayó sangrando sobre la alfombra.

Desde ese momento y hasta mucho después de lo acontecido, Laurita no dejó de llorar ni un minuto. Mamá, definitivamente afectada de la razón, no pudo decir una sola palabra; sin embargo, es de notar que al día siguiente del sepelio tuvo la lucidez necesaria para empacar sus cosas y mudarse a la casa de su hermana Lucy dispuesta a separarse para siempre de papá.

Muy temprano se llevaron el cuerpo de Saúl para practicarle la autopsia, la cual, por más que se le suplicó a las autoridades, no le fue dispensada. El forense nos informó de algo más que, por grotesco y desagradable, he estado tentado de omitir en estas memorias. A mi hermano se le descubrieron rastros de una infección venérea adquirida recientemente. Al saberlo, mi padre se puso tan mal que por un momento todos temimos que fuese a seguir los pasos de su hijo cometiendo la misma atrocidad.

Papá salió de la agencia en que velaban los restos de mi hermano para ir a buscarme. Cuando llegó a la conferencia creyó hallar en ella un posible bálsamo para su dolor, pero fue peor. Escuchó casi todo respecto a la ley de las normas de disciplina y lo referente a la ley de comunicación profunda. En la plática se dio cuenta de lo fácil que hubiese sido darle la bienvenida a Saúl con un fuerte abrazo, acariciarle el cabello y manifestarle el gusto que le daba volver a verlo. Pero también en la plática se percató de que nunca le había sido fácil demostrar sus sentimientos y mucho menos comunicarse a nivel profundo.

Ninguno de los asistentes a la conferencia se imaginó que la sesión de ese día terminaría con las frases más desgarradoras y duras que el padre de un joven muerto pudiera decir jamás. Frases que al transcribirlas, aún muchos años después, arrancan de mis ojos amargas lágrimas de tristeza y frustración:

Mi hijo se suicidó anoche… No dejó ni un recado… Él tampoco aprendió a comunicarse…