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SOLO CINCO LEYES
En esa época del año las carreteras eran seguras y los autobuses solían correr a grandes velocidades. El aire se filtraba por el resquicio de la ventanilla de aluminio causando un silbido tenue pero continuo. Me quité el suéter para colgarlo en el marco y evitar el furtivo oreo. Abrí la carpeta de epístolas personales del director y busqué algún apunte fechado en marzo de cuatro años atrás. El único que había. No se trataba precisamente de una carta para su esposa, aunque estaba dirigida a ella. Era algo así como un escrito para recordar experiencias personales.
Me imbuí en él con la atención y cautela con que se penetra en los aposentos íntimos de un verdadero amigo.
Eran las once de la mañana de un miércoles cualquiera. La diáfana claridad del cielo límpido se vislumbraba en el cénit y el agradable calor de marzo nos envolvía. Respiré hondo, embargado por la alegría de estar, en pleno día de trabajo, caminando con mi familia por el parque. Si tantas otras veces abandonaba la oficina para realizar engorrosos trámites y visitas, ¿por qué no habría de hacerlo para invitar a mi esposa y a mis hijos a deambular como si no hubiese nada más importante en el mundo?
Íbamos abrazados mientras los niños brincoteaban a nuestro alrededor. De pronto el pequeño Carlos tropezó raspándose las rodillas. Ivette y tú quisieron correr en su auxilio pero las detuve. Si compadeces al niño cada vez que se hiera, siempre andará buscando la condolencia de los demás, se volverá llorón y mentiroso. El hecho de que tropiece no es ningún acierto que amerite ensalzamiento.
—¿Se cayó? Pues que se levante.
El chiquillo, luego de girar la cabeza para ambos lados con gesto de mártir y ver que no llegaba el consuelo acostumbrado, se incorporó, sacudió su pantalón y siguió jugando.
—Eres un padre muy duro —dijiste mientras me volvías a abrazar.
Como contestación te ceñí por la cintura y te besé cariñosamente. Ivette corrió a proponer un juego a su hermanito y nosotros nos sentamos a la sombra de un enorme eucalipto.
—Cuando contemplo a los niños tan moldeables y receptivos me pregunto si estamos poniendo el énfasis adecuado al instruirlos.
¿Queremos que sean doctos en ciencias, artes, historia? ¿Y con qué fin? Tener cultura es como poseer una colección de pinturas caras: es algo muy apreciado pero que no sirve para nada…
—¿Hablas en serio?
Asentí.
—Lo que vale en la educación de los niños no son los conocimientos técnicos o históricos sino la habilidad mental que adquieran, el desarrollo de su capacidad para aprender cuanto puedan requerir en el futuro, la apertura intelectual conseguida que se traduzca en una vida plena, sin miedos ni estereotipos.
—¿Quieres decir que tantos años dedicados al estudio son inútiles?
—Helena, es un hecho que sólo una mínima parte de lo que te enseñan en las aulas es aplicable a tu vida posterior. Lo que vale de la escuela es aprenderá convivir, a solucionar problemas, a tener confianza en tu potencialidad de estudio y trabajo.
Lo importante no es adquirir una colección de pinturas sino saber que eres capaz de adquirir lo que necesites cuando lo necesites. Arrancaste una florecida silvestre para juguetear con ella y me miraste atenta como indicándome que deseabas escuchar más…
—En una ocasión, a la edad de quince años —continué cavilando—, tuve una experiencia que en el contexto de mi vida adulta me ha sido más útil que muchos años de estudio. Mi padre me invitó de vacaciones a una ciudad situada a mil doscientos kilómetros de distancia, pero antes de salir estableció reglas singulares: iríamos y volveríamos de «aventón», sin gastar un solo centavo; yo sería el guía y él se fingiría mudo todo el camino. Algunas veces, estando solos, me hacía preguntas para obligarme a pensar en lo que podíamos hacer. Con su enorme apoyo, pero sobre todo con mi actuación, conseguimos alimentos y transporte gratuito y después de tres días de recibir formación intensiva llegamos a nuestro destino. Me sentí tan fuerte y seguro de mí mismo que mi vida no volvió a ser igual.
Acomodada frente a mí me observabas con gran atención. Acaricié tu cabello y te volví a besar. ¿Sabes? Me fascina la forma en que sueles escucharme.
—Llevamos un año dirigiendo la escuela —continué— y siento que los jóvenes han perdido la brújula. Todo cuanto les dices lo aceptan sin chistar. No tienen curiosidad por nada. No leen, no perseveran por adquirir una disciplina mental. Viven livianamente sin preocuparse por cuestionar lo que se les impone. Eluden las responsabilidades y los problemas. Todo para ellos es motivo de Juegos obscenos y burlas ofensivas.
—¿A qué crees que se deba?
—Definitivamente no a los sistemas educativos. Los adultos suelen lavarse las manos argumentando que tal o cual hijo es la oveja negra de la casa o que las malas amistades lo han echado a perder, pero esas son evasivas ingenuas.
Mi existe la oveja negra ni los amigos son la causa directa de los males. Algún día he de reunir a los padres para tratar de aleccionarlos en lo que, a mi juicio, tan desesperadamente necesitan sus hijos.
—¿Y por qué no lo haces ya?
Tu pregunta flotó en el aire unos segundos… ¿Por qué no…?
—No es lo mismo hablar de «éxito» refiriéndose al trabajo o a los negocios que hacerlo refiriéndose a la familia. El material que he usado durante años con empresarios me parece parco al tratar de aplicarlo a los padres. Con los jóvenes ha resultado sencillo por lo receptivos que son, pero los padres es otro asunto. Necesito sintetizar principios claros, breves, fáciles de entender y de memorizar, para ofrecérselos como camino seguro hacia una mejor paternidad. Aún no estoy preparado.
—¿Tú crees que se requieran conceptos que puedan memorizarse?
—Sí. Para que una verdad penetre hasta las profundidades del entendimiento y se convierta en convicción activa, la persona precisa enzarzarse con ella en una contienda intelectual, repasando, sopesando, profundizando en las oquedades y remontando los altozanos de la idea, hasta llegar finalmente a memorizarla en la esencia de su mismísimo ser.
—¡Entonces es por eso que algunos libros de superación personal basados en la advertencia de que el lector debe leer y releer los conceptos durante decenas de cientos de días, han tenido tanto éxito!
—Claro. Son libros que funcionan si sigues la sugerencia de repasarlos continuamente hasta integrarlos a tu filosofía de vida, pero a la vez son altamente perjudiciales para quien los toma como un pasatiempo novelesco.
—¿Qué? ¿Cómo puede un libro de superación personal perjudicar a alguien?
—Leído superficialmente te da las ideas para creerte superior vanagloriarte de no necesitar consejo alguno; te convences de que ya lo sabes todo y tu intelecto comienza a decrecer convirtiéndote en un necio sabiondo.
El verdadero hombre de éxito aprende antes de enseñar, observa antes de actuar, escucha antes de hablar, y obedece las señales que Dios le brinda para entregara los demás lo que a él le ha sido dado. Yo espero esas señales con ansia, mi amor. Lo anhelo mucho; no te imaginas la forma en que estoy pendiente de cada eventualidad. Quiero tener en mis manos algún día el material adecuado para dárselo a tantos padres de ovejas blancas que, ante la inminencia de su fracaso tutelar, se han conformado con teñirlas de negro.
Me observaste con tus labios entreabiertos y el rostro ligeramente ladeado. Me incliné hacia ti para besarte. Perdimos el equilibrio y rodamos en el césped abrazados como solíamos hacerlo cuando éramos novios.
Un llanto dolorido nos interrumpió. Saltamos alarmados y vimos al pequeño Carlos que se había vuelto a lastimar con una piedra y esta vez sangraba. Te sujeté por la muñeca y me miraste de modo suplicante.
—Déjame intentarlo.
Asentí y te acercaste al crío, quien berreando te mostró el antebrazo herido.
—¿Qué te ocurrió, hijo? —Le preguntaste con voz neutra.
El niño respondió balbuceando ininteligiblemente.
—Yo te diré lo que pasó. Venías corriendo. No te diste cuenta del bordo y caíste de frente sobre el filo de esta piedra.
Y al explicarle, lo condujiste como un muñeco repitiendo la escena en cámara lenta; el pilluelo, interesado en la explicación, comenzó gradualmente a olvidar su berrinche; hiciste que su mano herida tocara ligeramente la roca sobre la que cayó y finalmente dejó de llorar para poner atención a la mecánica de la arista incrustándose en la piel.
—Pero sale sangre, mamá.
—No le hagas caso. Imagina que es salsa de tomate.
Y el llanto de Carlitos se tornó en alegres risas. Vino corriendo hacia mí enseñándome su cortada.
—¡Mira papá, mira! ¡Me está saliendo salsa de tomate!
Te observé con una sonrisa enorme y tú te encogiste de hombros en un gesto de franca coquetería. No pude evitar echarme a reír. Mi cielo: hace mucho que no te lo digo y todo este relato no tenía otra intención: después de tantos años me siento verdaderamente enamorado de ti.
Fue un viaje infructuoso pues aun cuando logré arribar al sitio en el que mi hermano se refugió los últimos dos días, no pude verlo. Salió a recibirme la madre de mi ex-compañero escolar con alharaca de franco hastío y luego de ponerme al tanto de que efectivamente Saúl había estado durmiendo y comiendo ahí, me notificó que finalmente decidió regresar a su casa. Me despedí cortésmente y no pareciéndome sano dar más molestias, me retiré en busca de un hotel. Era curioso enterarse que yo salía de mi casa cuando él volvía. Quizá nos habíamos cruzado en el camino…
Pasé la noche en un cuartucho de paso y al día siguiente emprendí el regreso. Conseguí autobús a medio día. En el camino leí la carta. Después cerré la carpeta de argollas y miré el reloj. Iban a dar las tres de la tarde. Estaba ansioso de llegar a la ciudad. A esas horas Saúl debía estar ya en la casa y, si el drama de recibirlo no se había alargado perniciosamente, cabía la remota posibilidad de que mis padres hubieran asistido a la conferencia para familias que daba inicio a las cuatro, como tan encarecidamente se los supliqué.
Hojeé nuevamente los apuntes del maestro cavilando en lo plausible que resulta el hecho de que cuatro años después de su incipiente inquietud de convocar a los padres, ya hubiera logrado reunir el material con las características que tan definidamente afanaba. Repasé los borradores de las traducciones de aquellos textos antiguos y comprendí la frase obedecer las señales que Dios le brindará para entregar a los demás, lo que a él le ha sido dado.
Yo debía estar en esa plática.
En cuanto el autobús se detuvo en la central bajé como centella a la caza de transporte urbano. No quise pagar taxi para ahorrarme el dinero sobrante, así que me encaramé en la primera camioneta colectiva que pasó. Gracias a mi tacañería llegué media hora más tarde de lo que hubiera llegado de haber alquilado un carro.
La conferencia seguramente ya habría comenzado.
Pasé corriendo frente a la escuela y crucé los mil metros que la separaban de mi casa en tiempo récord. Por cuidarme de llevar la carpetas con las notas de Yolza había olvidado cargar mis llaves, así que toqué el timbre pero nadie me abrió; aporreé la puerta usando tal energía que los vecinos se asomaron a curiosear. ¡No había nadie en la casa! Sonreí. Tal vez estaban en la escuela asistiendo a la conferencia. ¿Dónde si no? Crispé los puños emocionado y me volví sobre mis pasos brincando y cantando, ignorante de que, dadas las sorpresa que me deparaba el destino, era la última vez que brincaría y cantaría en mucho tiempo.
Entré a la escuela jadeando. La recepcionista me detuvo para preguntar mi nombre. Se lo di y ella lo cotejó con los que tenía anotados.
Mientras trataba de localizarme en su lista, no pude evitar observar una cartulina con elegante letra manuscrita pegada en el pizarrón de avisos. El título de la plática me llamó la atención por alarmista y enigmático. No decía mucho y a la vez lo decía todo.
«MENSAJE URGENTE DE SUPERACIÓN FAMILIAR».
Conferencia para padres.
AULA OCHO.
—El director sólo dio autorización para permitir la entrada a dos jóvenes… Y sí… Tú eres uno de ellos.
—¿Quién es el otro?
—Una señorita llamada Sahian.
No pude evitar que una sonrisa se dibujara en mi rostro. Ella debió enterarse del evento y seguramente perseveró, al igual que yo, para que se le permitiera asistir. Fantástico. ¡Necesitaba mucho verla! ¡Tenía tantas cosas que contarle! Al subir la escalera las manos me sudaban copiosamente. Entré al aula sin tocar y nadie volteó la cabeza. Los invitados estaban atentos escuchando al director, que se paseaba de un lado a otro mientras hablaba. En el sitio había una enorme mesa rectangular cubierta con un paño verde, alrededor de la cual se hallaban sentados los oyentes. Tomé asiento en un pupitre alejado de la mesa y busqué con la vista a mi familia. Nada: no estaban. Mi preciosa amiga ocupaba una butaca del centro; el resto de los asistentes eran padres de familia. Conté quince damas y diez caballeros, lo que indicaba que no todos eran matrimonios completos.
Me rasqué la cabeza desconcertado: ¿dónde podrían estar mis familiares? Tal vez salieron juntos a festejar el regreso del hijo pródigo, aunque mi padre distaba mucho de pensar como el progenitor que describe Lucas en el capítulo 15 de su Evangelio. Todo podía haber pasado en el reencuentro, desde lo mejor hasta lo peor. Por lo pronto no debía preocuparme pues, fuese lo que fuese, ya había pasado. La edecán se acercó a mí para darme papel y lápiz y el expositor, sin dejar de hablar, me saludó con un ligero movimiento de cabeza.
—No es el mundo el que está en decadencia —declaraba—. Ni la corrupción, ni la delincuencia, ni la prostitución, ni la droga se han sembrado en la calle. Todo aquello a lo que temes tiene su origen en el seno de una familia. Son las familias las que decaen y cuando pierdan su esencia, el hombre se autodestruirá irremediablemente.
»Toda la creación —explicaba el maestro—, se rige a base de leyes. Nadie puede desafiar a las leyes. El que lo haga sufrirá las consecuencias de la transgresión. Es muy simple. Si sales por la ventana de un edificio tratando de caminar por los aires, la ley de gravedad te matará. Las leyes se cumplen siempre, la sabiduría se mide en función de las leyes que se comprenden. Para dirigir un hogar es preciso entender y respetar estas cinco leyes.
- Ley de la ejemplaridad.
- Ley del amor incondicional.
- Ley de la disciplina.
- Ley de la comunicación profunda.
- Ley de la fuerza espiritual.
Siempre supuse que los preceptos para alcanzar la felicidad se contarían por centenas, ¡y este hombre cuya sapiencia era digna de encomio, anunciaba únicamente cinco!
Miré el rotafolios y copié los titulares que se desplegaban apoyándome sobre la carpeta de argollas que atesoraba las copias de los apuntes personales del expositor. Sus pastas duras sobre mis piernas podían hacer las veces de pupitre si deseaba evitar incorporarme a una mesa en la que, a excepción de Sahian, todos eran adultos.
El expositor hizo una pausa al cambiar el texto del rotafolios y me sentí tan repentinamente interesado por lo que estaba a punto de escuchar, que finalmente decidí acercarme a la mesa.
Al percibir que aproximaba mi silla, los adultos me hicieron espacio sin reparar en mi corta edad. Sólo Sahian giró la cabeza para mirarme. Su rostro se iluminó con una hermosa sonrisa mientras el mío se opacaba con un intenso rubor.
Ambos, sin embargo, muy pronto retomamos la atención a lo que se exponía al frente. Presentíamos que estábamos a punto de escuchar algo verdaderamente importante.