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LA LEY DEL AMOR INCONDICIONAL
En el rotafolios se anunciaba con grandes letras el texto de la segunda ley:
«LA ÚNICA ENERGÍA QUE FORTALECE VERDADERAMENTE AL HOGAR YA CADA UNO DE SUS MIEMBROS ES EL AMOR SIN CONDICIONES».
(Esta fuerza vivificante debe emanar de la entidad conyugal).
Cuando Sahian y yo entramos al recinto, la explicación ya había comenzado. Sin embargo, no era aún de la ley de lo que se estaba hablando sino de la pequeña sentencia que figuraba bajo su enunciado.
—Lo esencial en la familia son los cónyuges —declaraba el expositor—. Arranquen de su mente a como dé lugar la idea simplista de que sus hijos son lo principal. Es mentira, es una trampa mortal. Aunque parezca contradictorio, los padres que navegan con el estandarte de «nuestros hijos son lo único y lo primero» están destinados a llevar a su familia al naufragio. Es el error más grave que suelen cometer incluso los adultos que se creen instruidos en educación infantil. Desatender a la pareja por atender a los niños es un veneno lento pero seguro que terminará por intoxicar a todos los miembros de ese hogar. ¡Entiendan esto muy bien! Ante la disyuntiva de tener que descuidar a su cónyuge o a sus hijos, no lo duden ni un segundo: ¡descuiden a sus hijos! Si ellos presencian el amor de sus padres no estarán descuidados, se acurrucarán como pollitos en el calor del nido. Señoras, señores, memoricen esto: cuando se cultiva el amor incondicional en el matrimonio, a los niños les va bien aunque no se hagan grandes esfuerzos para educarlos. La unión conyugal es la mejor educación. Los niños que la ven no tuercen su camino, se hacen juiciosos y sensibles, convirtiéndose a su vez en fuentes de amor y, más temprano que tarde, fundan con alegría su propia familia. Por el contrario, los hijos de parejas que están en constante riña se infectan de desconfianza e inseguridad y frecuentemente se vuelven promotores de deformaciones sociales tales como el amor libre y los vicios camales; buscan cariño en el engaño, calor en el placer y postergan el matrimonio todo cuanto les sea posible.
—Licenciado —interrumpió una mujer que había ido sola—, ¿cómo voy a preferir atender a mi esposo, que es adulto, antes que a mis hijos, que son niños? Eso no es lógico.
—Señora, quítese esa idea de la cabeza o su familia nunca será feliz, usted se unió a su marido antes de tener hijos y cuando sus hijos se vayan seguirá unida a él. La promesa que hizo ante el altar incluye el compromiso de defender y amar a su esposo ¡antes que a cualquier otra persona! El cariño prioritario en esta tierra, para todo adulto sano, es el de su pareja. Luche por ella antes que por nadie más. Protegerla, respetarla, aceptarla, amarla a pesar de cualquier defecto que tenga, es una fuerza motriz tan poderosa que salva del abismo a los hogares más conflictivos.
—Yo vivo separado —confesó un hombre extremadamente joven— porque mi esposa y mi mamá nunca se entendieron. Tuvieron diferencias tan serias que yo tuve que escoger. Madre sólo hay una y mujeres hay miles. No me va a decir que hice mal, ¿verdad?
Tadeo Yolza, antes de responder, miró al sujeto con gesto de sincero pesar.
—Me temo que sí se lo voy a decir… Si usted quiere y defiende a su madre no está haciendo ninguna proeza. Es lo más normal. Hasta los peores individuos de la sociedad harían eso. El amor hacia nuestra madre se siente de modo natural y es poderosísimo, es cierto; usted la querrá a ella le pese a quien le pese; pero un hombre cabal no se limita a sentir lo que su instinto le dicta, sino que usa el cerebro y enfrenta el reto de aprender a amar a su esposa. Porque el amor conyugal no se da de modo innato, como el filial. Para llevar al éxito un matrimonio hay que esforzarse a brazo partido, hay que estar dispuesto a un verdadero esfuerzo, a una entrega crucial, a un sacrificio enorme, a luchar contra viento y marea. El amor conyugal no se da por sí solo. Se aprende con lágrimas, se cultiva entre dudas, se ve crecer a un precio muy caro. Pero la recompensa es la mayor bendición que un hombre puede recibir. De modo que si su esposa y su madre se separan, usted deberá permanecer al lado de su pareja; y si ellas discuten, usted apoyará a su mujer. No es fácil, pero escúcheme muy bien: solamente cuando logre hacerlo habrá dejado de ser niño.
El hombre se acarició el mentón con aire más de molestia que de meditación. Lo habían catalogado, límpidamente, de infantil.
—¿Quiere decir que nuestros padres ya no podrán damos consejos sólo porque nos hemos casado? —insistió.
—Consejos sí, pero órdenes no. Una vez casado usted ya no tiene obligación de obedecerles y ellos ya no tienen derecho de mandarle, y mucho menos si con eso afectan su vida matrimonial. La sentencia que dice: «El hombre dejará a su padre y a su madre para unirse a su esposa» se refiere no a dejarlos física ni emocionalmente, sino a independizarse radicalmente de ellos en actos y decisiones.
—Yo tengo una duda —declaró nuevamente, entre opinando y discrepando, la señora solitaria con aire de insatisfacción continua—. Mi marido es gruñón, vulgar, necio y se preocupa muy poco por mí. Ayer en la noche nuestro hijo menor se sentía enfermo, así que consideré mi deber estar con él aunque mi esposo tuviera que prepararse su cena solo. ¿Estuvo bien?
—Estuvo perfectamente mal. En primer lugar usted está haciendo su pregunta aclarando de paso lo gruñón y vulgar que es su compañero. Debe evitar hablar mal de él, esté o no presente. Hágase a la idea de que al denigrarlo se denigra usted misma; de una mujer que se queja del marido todos piensan en secreto: «pobre tonta, tiene lo que se merece». Si le desagradan los defectos de él, ayúdelo en privado, pero nunca lo deje mal ante otros. En segundo lugar, los niños son egoístas y con frecuencia exageran sus dolencias para que se les preste atención, de modo que, aunque el pequeño comediante hubiese estado diciendo la verdad respecto a lo mal que se sentía, si su vida no peligraba usted debió atender primero al papá. A la larga a los chicos les hace mayor bien ver que sus padres se abracen que los abracen a ellos. El mejor regalo qué podrán darles jamás será la contemplación y vivencia de su mutuo amor in-con-di-cio-nal.
—Un momento —se defendió la señora con la agresividad de una fiera herida—, aunque diga que no debo hablar mal de él, ¿cómo voy a quererlo del modo que usted dice si siempre me trata con indiferencia, si es desatento y cuando le pido cosas ni siquiera me hace caso?
—¿Sabe cuál es la clave para que comience a llevar un buen matrimonio?
Yolza respiraba aguadamente con apariencia de enfado.
—Se la diré —y habló con la vista bien fija y con gesto de absoluta convicción—. Deje de reclamar como un derecho lo que puede pedir como un favor[19].
La señora soltó una sonora carcajada poniéndose de pie teatralmente.
—¿De veras? Dígale eso a mi esposo. A mí me lo enseñaron de chiquita… A él no.
Tadeo Yolza arqueó las cejas asombrado, más por la risa fingida que por la irónica respuesta. Dejó lentamente sobre el escritorio sus papeles y comenzó a caminar directamente hacia la mujer.
—Usted puede burlarse del modo que quiera, pero estoy seguro de que su marido tendrá buenas razones para portarse como lo hace. La mujer altiva y autoritaria es peor que una serpiente en el hogar. Sólo una señora que no ha aprendido las reglas elementales del matrimonio puede decir que su esposo no le concede lo que ella le pide. La compañera inteligente siempre se sale con la suya usando el único método efectivo: la seducción, el amor, las caricias… ¿Por qué cree que muchos hombres acaban por serle infieles a sus mujeres? ¿Porque son unos monstruos lascivos degenerados? No señora, un hombre muy rara vez busca «sexo» fuera de la casa; lo que busca es comprensión, cariño, paz. ¿Entiende? Algo que si usted realmente se lo propone puede darle a raudales[20].
Yolza terminó de hablar a sólo unos centímetros de la mujer, quien se había vuelto a sentar con los ojos muy abiertos. Sonreí al acordarme de mí mismo en una situación similar cuando se trató el tema de los padres en el salón de clases.
Al tranquilizarse un poco, el maestro se dio la vuelta y regresó a su sitio, desde donde continuó habiéndole a esa señora:
—Si ha de convencer, dirigir o disponer, no lo haga jamás exigiendo. En la familia debe cultivarse el amor incondicional, empezando por la pareja, y no hay más que discutir al respecto.
—¿Qué es exactamente lo que significa eso de «sin condiciones»? —preguntó un señor corpulento y de voz grave.
—Existen tres niveles de afecto. El primero es el más corriente y elemental, se le denomina «amor si…»: te amo SI eres bueno, si te portas bien conmigo, si cumples mis exigencias, si haces lo que me agrada, etc. El segundo nivel, al que más comúnmente se llega, es el llamado «amor porque…»: te amo porque tienes buenos sentimientos, porque te esfuerzas, porque has obtenido notas aceptables, porque eres honrado, etcétera. Pero ninguna de estas dos formas de amar es verdadera.
Ambas están basadas en condiciones, y las condiciones emanan un mensaje muy claro que es: «debes ganarte mi cariño con actitudes que me satisfagan, no olvides nunca que te querré más mientras más te parezcas a mí…». Eso no es amor sino un intercambio egoísta en el que siempre queremos salir ganando. El único y verdadero amor es el del tercer nivel y que debe practicarse entre los miembros de una familia, es decir: te amo a pesar de tus errores y tus carencias. No con esto quiero significar que los desatinos sean bienvenidos. Odiamos al mal aunque amemos a quien cometió ese mal.
—Eso que dice es utópico. ¿Cómo hemos de amar igual al hijo delincuente que al responsable?
—Perdóneme, señor, pero si usted tiene un muchacho delincuente es precisamente porque sólo le dio amor condicionado. Y créame, ese «amor» a la larga resulta tan despreciable, que finalmente a los muchachos no les interesa perderlo y se vuelven ingratos y bribones.
—De acuerdo —convino una señora—, pero ¿no será más perjudicial demostrar a los hijos siempre afecto, permitiéndoles hacer lo que les venga en gana?
—Nadie dijo «permitir». El amor incondicional precisa ser sobre todo un amor inteligente, usted debe prohibir las malas actitudes; debe incluso repudiar los errores, enojarse y demostrar toda su animadversión contra el mal; pero cuando se enfade por algún hecho reprobable, no se enfade tanto con su hijo sino con el «hecho». Debe aprender a separar a sus hijos de sus actos, usted puede fingir muchas cosas, pero ¿daría la espalda realmente, de corazón, a una persona amada sólo porque cometió un error? Si lo hace no vale nada. Es clásico el ejemplo del padre que humilla, hiere y le retira la palabra por años a su hija que, seducida por un vivales, resulta embarazada antes de casarse. No hay actitud más antinatural y absurda. El padre sufre más o igual que ella. Los yerros de nuestros hijos nos duelen mucho precisamente porque los queremos mucho. Si no los amáramos no nos sentiríamos tan mal cuando se equivocan, así que, ¿por qué no decírselo así? ¿Por qué fingimos agraviados cuando el único perjudicado por los errores es el muchacho mismo? Sean sinceros y manifiesten su cariño abiertamente evitando la sobreprotección. Ustedes no deben vivir por ellos. Hay que aplicar la inteligencia para demostrarles amor y a la vez dejarlos sufrir por sus malos actos; jamás consentirlos o evitarles las experiencias amargas porque eso sería aplicar tontamente el amor que les tenemos. Los muchachos deben saber que desaprobamos sus faltas, pero que los queremos a pesar de sus tropiezos. Deben estar perfectamente conscientes de que cada persona segará SOLA la cosecha de sus actos, y tendrá que comerse los frutos que sembró. El amor entre cónyuges y entre padres e hijos no debe medirse por los tinos o desatinos. Vamos a ayudar a nuestros allegados, a motivarlos a superarse, a levantarse después de las caídas; a darles apoyo, abrazarlos y hacerles saber que los queremos como son y que los pecados que cometan los perjudicarán sólo a ellos. Esto es el amor incondicional.
No hubo quién se atreviera a profanar el silencio de la pausa, un ligero flujo de emociones intensas comenzó a esparcirse entre los asistentes. Era fácil adivinar lo hermoso que sería tener ese tipo de relación en el hogar, pero además de hermoso ¿existía alguna otra razón más práctica?
El maestro era tan perceptivo que contestó la pregunta antes de que nadie la formulara.
—Y, concretamente, esta forma de vivir eleva la autovaloración de los hijos a niveles extraordinarios. La autovaloración es la causa directa del éxito o el fracaso de una persona. Es aquello que sus hijos han llegado a creer que son y que, tarde o temprano, serán. Si con frecuencia se los llama tontos, ineptos, flojos, feos, chaparros, gordos y demás, ellos darán forma a su autovaloración con esos elementos. Un triunfador no tiene el físico distinto al que pueda tener un pordiosero. Eso sí, tiene distinta la mirada, la postura, el paso, el tono de voz… Cada quien de acuerdo a su autovaloración. Si escuchan a los hijos hacer comentarios denigrantes respecto a su posición social, sus capacidades físicas o intelectuales, su mala suerte, etcétera, será una muestra clara de que la información que han recibido de ustedes ha sido producto de amor condicionado. Ellos han grabado todo lo malos que son y todo por lo cual no merecen ser amados.
Hizo una pausa para moderar la fuerza de su elocución y en forma menos efervescente continuó:
—Se ha descubierto en grupos de jóvenes huérfanos que una parte de ellos tienen franca predisposición a la droga y la delincuencia, mientras otra parte no. Después de minuciosos estudios se ha llegado a la conclusión de que invariablemente los pillos carecieron de amor y aceptación en su niñez, mientras que los huérfanos buenos y mentalmente sanos, aunque igualmente estaban faltos de un hogar, anteriormente habían recibido ciertas dosis de aceptación y amor incondicional. Por mínimas que éstas hayan sido, fueron suficientes para darles la autovaloración que los salvó de caer en la perdición.
Nuevamente se había despertado un hálito de reflexión en los presentes. En la medida que el tiempo transcurría yo mismo me había sentido más atraído por la disertación. Yolza era un buen orador.
Repentinamente, y sin que pudiera controlarlo, me vino a la mente una gran preocupación por mi familia. ¿Por qué las circunstancias se habían dado de tal modo que sólo yo, el jamón del emparedado, me hallaba presente en esa plática? ¿Debería transmitirles a mis padres lo que estaba aprendiendo? Moví la cabeza negativamente. ¿Cómo iba a decirles que con el ejemplo de sus actos nos estaban marcando un camino involuntariamente malo y que sus regaños y consejos no servían para casi nada? ¿Cómo explicarles que nos sentíamos poco amados y a veces hasta despreciados por ellos cuando hacíamos las cosas mal? ¿Cómo hablarles de la necesidad de aprender a damos mutuamente amor sin condiciones? ¿Cómo expresarles que para que los ingredientes de este nuevo guiso pudieran mezclarse, era indispensable que se cocieran al calor del homo de su mutuo amor hombre-mujer? No… No iba a ser capaz de explicárselos… Y aunque pudiera, ellos seguramente no me tomarían en serio.
Miré el reloj: si lograba localizarlos aún era factible que acudieran a la conferencia y aprovecharan lo que faltaba de ella. Las edecanes comenzaron a ofrecer café dado que la explicación de la segunda ley había terminado y el maestro ordenaba su material para la tercera.
Me puse de pie olvidando esta vez de llevar mi carpeta conmigo y caminé hacia el lugar de Sahian.
—¿Me acompañas otra vez a hablar por teléfono?
—Claro…
Bajamos. Y mientras yo sostenía la bocina, ella marcó.
Era inútil. A mi casa no había llegado nadie. Con poca delicadeza le quité el auricular y comencé a discar el número del hospital de papá, pero me detuve y colgué.
—Tengo que irme —sentencié.
—¿Vas a regresar?
Una intuición negativa sobrecogió mi corazón, así que, mientras hablábamos, comenzamos a salir de la escuela.
—No lo sé.
—¿Te espero aquí?
—No. Mejor vuelve al salón.
—¿Estarás bien?
—Sí, no te preocupes.
El intercambio de palabras anterior lo sostuvimos yo caminando por la acera rumbo a mi casa y ella siguiéndome. De pronto, dejándola sola y sin despedirme, corrí desesperado, presa de un incomprensible temor. Había recorrido ese camino miles de veces, pero nunca me pareció tan largo.
Muchos años después de aquello Sahian me confesó que esa tarde, al verme alejar corriendo tan preocupado por mi familia, sintió por primera vez que me amaba.
Llegué a mi casa jadeando. Todas las luces estaban apagadas, así que no me detuve a tocar. Salté la verja, crucé el patio y escalé la comisa del baño principal; allí había un domo roto por el que podía entrar como lo hacía en otras ocasiones, cuando me demoraba en mis vagancias, para burlar a mi padre.
Ya antes de deslizar mi cuerpo por la hendidura del tragaluz pude sentir una fuerte carga de vibraciones negativas. Caí ágilmente junto a la tina y me pareció percibir cierto olor rancio y un aire frío. La piel se me erizó y las palmas de las manos me sudaban inmoderadamente.
Encendí la luz del baño y revisé las instalaciones detalladamente. Ahí todo estaba bien. Me costó trabajo abrir la puerta. Lo hice muy sigilosamente temiendo estar a punto de hallarme con algo desagradable. No me equivoqué. Apenas puse un pie en la sala casi me fui de espaldas: había un desorden descomunal. En el estudio los enormes libreros parecían haber sido arrojados violentamente al piso, los libros estaban tirados por todos lados, había vidrios rotos. ¡Dios mío! Lo ocurrido ahí no había sido una simple discusión. ¿Acaso una pelea? Tal vez un robo… Tal vez un encuentro furioso entre mi hermano y mi padre.
Caminé entre los restos de figurillas de porcelana, papeles, discos… Me agaché a recoger un pedazo de vidrio de la ventana rota y detecté rastros evidentes de sangre.
Sentí que perdía el equilibrio. Me llevé las manos a la cabeza y comencé a llorar. ¿Qué había pasado? ¡Dios mío!
Tenía que hacer algo, pero ¿qué? Quise levantar un librero en el que solía guardarse la libreta de teléfonos para buscar la dirección de algún conocido y luego llamarle para preguntarle, pero no pude: era demasiado pesado. Además, ¿qué conocido? Mi tía Lucy era la única opción.
Me incorporé de un salto. ¡La escuela! Mi tía me había dicho que no me moviera de ahí. No podía darme el lujo de no estar si mis padres acudieran allí a buscarme.
Controlé mi aflicción y con la presteza de un ladrón escalé el lavabo y la regadera para salir por donde había entrado.
El perro de los vecinos aulló y giró sobre sí mismo como desquiciado al verme descolgar por la comisa de la casa.
La pesadilla había comenzado.