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LA ESCALA DE GENTE PRIORITARIA
—No estoy de acuerdo —proferí sin haber previsto lo que deseaba expresar—. Es decir, puede ser que nos falte eso que usted mencionó, porque yo me identifico con los ocho puntos… una carcajada colectiva, que diluyó la tensión y me produjo una sonrisa inesperada, interrumpió mi disertación. Yolza también sonrió.
—Esperen —levanté una mano tratando de recuperar el silencio— me refiero a que si ser aceptado por los demás es una necesidad tan importante, no creo que haya una sola persona capaz de satisfacerla. Siempre habrá alguien que nos desprecie. Un murmullo matizado aún de cierta hilaridad por mi reciente confesión se levantó como señal de acuerdo. Tomé asiento complacido.
—¿A qué te refieres, Gerardo? ¿A ser aceptado y querido por todos? —preguntó el licenciado poniendo un exagerado énfasis en la palabra todos—. Si es así, estás en lo correcto. No existe nadie en esta tierra que pueda conseguir eso, pero hay ocho características en el individuo que se siente rechazado y no todos las manifestamos, así que ¿dónde crees que está la clave?
Me quedé mudo percibiendo cómo se incrementaba nuevamente mi frecuencia cardiaca. ¿La clave? Recuerdo que recién esa noche juzgué la respuesta como algo evidente, pero en ese preciso momento no se me ocurrió nada.
—¿Una escala de valores? —dijo tímidamente la menuda pero inteligente compañera Avelina.
—¡Exactamente! —explotó Yolza—. ¡Eso es! Aunque no le llamaremos de «valores» porque tendríamos que mencionar consignas como procurar la honradez, adquirir cultura, defender la verdad y otras similares. Mejor le llamaremos «escala de gente prioritaria». Es preciso, o mejor diré «es urgente», que cada uno de ustedes haga una lista de las personas con quienes convive para después clasificarlas en orden de importancia: novia, amigos, compañeros de escuela, de trabajo, conocidos, vecinos, familiares lejanos, padres, hermanos, etcétera. Y una vez hecho esto, poner especial cuidado en cultivar no sólo la aceptación, sino el amor mismo de quienes ocupen los primeros sitios en su escala. ¡El resto de la gente no debe interesarles en este aspecto! ¿Entienden eso? Si algún compañero de poca jerarquía para vuestro sentido de aceptación les pide que hagan algo en lo que no están de acuerdo y ustedes se niegan, el rechazo, la burla o la agresión que obtengan por negarse no podrá afectarles. Tal vez les incomode, pero nada más. Cada uno de ustedes conoce sus prioridades. Son amados por la gente que les importa y listo. Ante ustedes mismos y ante los demás comenzarán a desplegar la imagen de personas maduras y firmes que no son títere de nadie. Dejarán de seguir el juego a los insolentes que alimentan su seudoseguridad llamando la atención y no participarán más en tertulias como la que se organizó aquí hace un rato.
Yolza terminó mirándome otra vez directamente. Tal vez por casualidad…, tal vez no.
—¿Qué piensas? —me preguntó—. ¿Cuál sería tu escala de gente importante?
Me negué a contestar. Si por haber tomado en «préstamo» su portafolios un par de días estaba decidido a acribillarme a preguntas, yo le demostraría lo tozudo que era capaz de ser. Además, el licenciado podía estar seguro de que no figuraba en mi lista de gente prioritaria, así que su rechazo me sería indiferente.
—¿Alguien desea participar? —preguntó al detectar mi poca disposición a hacerlo y señalando con el índice a Tomás, un compañero a quien descubrió distraído.
—Bueno —contestó éste para nuestra sorpresa—, yo diría que las personas importantes para mí son mi novia y dos, no más bien tres amigos; luego mi mamá y después todos los demás.
—Bien —asintió Yolza meditabundo—, ¿alguien más?
Aunque de momento no hubo quién se atreviera a hacer pública su escala, al poco rato las opiniones se sucedieron una tras otra. El licenciado moderaba la longitud de las intervenciones dando y quitando la palabra, en espera quizá de un juicio más organizado y maduro. Su naciente sonrisa de triunfo se asomaba para desvanecerse una y otra vez. Finalmente, cuando nadie más quiso opinar, se frotó la barbilla en gesto dubitativo y volvió a su carpeta azul para decir mientras la hojeaba.
—En estas páginas tengo transcritos parte de unos textos antiguos muy interesantes que versan sobre la moral y el éxito, uno de los primeros puntos que tratan es precisamente del que estamos ocupándonos ahora.
Detuvo su elocución para echar un largo vistazo a los rostros de sus jóvenes oyentes. «Escala de valores» y «gente prioritaria» eran asuntos sobre los que no solíamos meditar. La mayoría de los muchachos de mi generación vivíamos sin más complicaciones que simplemente vivir. Obviamente no era el camino más seguro. Tadeo Yolza comenzó a leer sus notas con la seguridad de quien pregona una ley infalible:
El hombre sano y triunfador exalta su corazón primeramente a Dios y nada más que a Dios. Y en segundo lugar a su familia. Después puede querer a cualquier otra persona, pero si los primeros dos sitios del espíritu se alteran, sobreviene el desequilibrio y con el desequilibrio el mal…
Un largo silencio nos envolvió. No hubo uno solo que manifestara ese orden en sus prioridades: primero Dios y luego la familia.
—El tema de «Dios» —retomó el director—, es delicado porque se trata de un concepto muy personal. Tiene que ver de algún modo con cierto tipo de crecimiento interno similar al físico y cuyo análisis nos llevaría horas. Por hoy pensemos simplemente en Dios amor. No en el dios de los fanáticos chiflados que matan y violan los derechos de otros por «inspiración divina».
Concéntrense en el Amor Infinito y llámenle como suelen llamarle. Es su Creador. De quien provienen y a quien se dirigen. Es la parte bella de ustedes, es la moral, la caridad, la esperanza; es su enorme deseo de bondad; es su razón trascendental de existir; es la persona de virtudes infinitas con la que de algún modo se relacionan; la persona que debe ocupar el primer lugar en su vida. Y nada más.
El director se detuvo como dudando si seguir o no hablando de esa prioridad.
Evidentemente decidió no hacerlo porque continuó de la siguiente forma:
—En segundo lugar deben tener en su corazón a su familia y después todo lo demás que deseen. No importa qué es lo que sea. Pero no se cambie nunca el orden de las prioridades básicas, porque sobrevendrá el desequilibrio y con éste el mal.
—¿A qué se refiere usted cuando dice «familia»? —preguntó irónicamente Tomás—. En la mía somos tantos que para las reuniones de Navidad tenemos que alquilar canchas deportivas. Un nuevo jolgorio se suscitó en festejo a la chanza de Tomás, pero pronto se apagó. Se había despertado un interés verdadero por la plática.
—De acuerdo —contestó Yolza—. La familia a quien debes reservar tan importante sitio en tu escala de prioridades está compuesta por tus hermanos y padres. Nada más. Pero ten cuidado: cuando te cases, la familia que formes con tu esposa, tengas hijos o no, ocupará la primera jerarquía desplazando irrevocablemente a la de tus padres. En este salón no hay nadie casado, así que al hablar de la familia nos referimos a los padres y hermanos de ustedes, a quienes deberán fijar en el primer sitio de importancia después de Dios.
El silencio que siguió no era de avidez ni de meditación: era de desacuerdo, de ira. Los que antes se habían adelantado al borde de su silla lo habían vuelto a hacer como dispuestos a saltar sobre el orador. El resto, incluso los distraídos habituales, ahora se hallaban atentos con gesto de contrariedad.
Sonia, una jovencita de largas trenzas, no destacada precisamente por su desenvoltura, comenzó a objetar con intensidad decreciente, de modo que hacia el final de su intervención nadie entendió lo que dijo:
—Eso es ilógico. Nuestros padres pertenecen a otra generación.
No nos entienden ni los entendemos, además… —Y aunque siguió moviendo la boca, su vocecilla se perdió por completo en el limbo.
—¿Puede explicarse mejor? —la invitó el licenciado, pero Sonia no quiso volver a hablar.
Al verme libre de presiones me puse de pie presa de una excitación indecible, dispuesto a refutar al adulto que tan interesado se había mostrado antes en mi discernimiento.
—Yo no sé nada de Dios —dije con voz fuerte aunque extrañamente aguda—. Si existe, creo que es un ser injusto e indiferente, pero como ya se mencionó, eso sería tema largo. Yo quiero hablar de lo que, según usted, debe ser nuestra segunda prioridad: la familia. Pues bien, yo no aguanto a la mía, o mejor dicho no aguanto a mis padres, así que les hablo lo menos que puedo, los ignoro porque no se merecen otro trato, parecen de palo cuando reclamo, por lo tanto no me dirijo a ellos más que para lo necesario. Ellos se lo han buscado. No han sabido ser mis amigos. Claro que los obedezco cuando me ordenan algo. Siempre lo hacen gritando y de mala gana y yo ejecuto sus mandatos sin objeción, pero los maldigo por dentro. A veces pienso en darles una buena lección. Se lo merecen. Pero no lo hago. Quiero mantener mi conciencia limpia.
Risas, aplausos, felicitaciones y protestas fueron todo uno. No pude seguir porque Adrián, un compañero de los que llamábamos «fresas» por sus alusiones continuas a la opulencia, tomó la palabra:
—Todos los adultos son iguales. A los muchachos nos odian porque somos diferentes. Ya se les olvidó que ellos también fueron rechazados por sus padres. Es una ley natural. Yo no me llevo bien con mis papas porque es lo natural.
—¿Natural? —contestó violentamente el licenciado con la quijada extrañamente desacomodada de su lugar—. Yo sí te voy a decir lo que no es natural: que un joven neófito e improductivo venga en coche a una escuela de paga, cargando su teléfono celular en la mochila.
—El dinero no lo es todo —se defendió Adrián.
—No lo es todo, pero vienes en carro, ¿no? Y tienes para ponerle gasolina, vistes bien y, al igual que tus compañeros presentes, tienes una casa a donde ir cuando sales de aquí… Y en esa casa hay una recámara donde duermes. No lo es todo, es cierto, pero ¿qué tal lo disfrutas? ¿Qué tal lo disfrutan todos ustedes?
No fui el único que quiso rebatir. El descontento era general, pero el maestro alzó aún más la voz para evitar ser interrumpido.
—Sus padres no son malos, reconózcanlo. ¡No tienen en lo absoluto malas intenciones para con ustedes! ¡La vida de ellos gira alrededor del trabajo y la imponente responsabilidad de dirigir un hogar en el que no quieren que falte nada! ¡Con gran esfuerzo han ganado lo que tienen, para regalárselo a ustedes! ¡Entiendan eso!
Si ellos son tan despreciables y no merecen su amistad, ¿por qué ustedes reciben sus regalos? ¿Cómo pueden ser ustedes tan viles para zamparse lo que les dan sin protestar y a cambio, por lo bajo, aborrecerlos? ¿No les parece una bajeza? Si tan razonablemente argumentan que no quieren saber nada de ellos, ¿qué hacen allí viviendo a su lado? ¿Por conveniencia? Tomando la casa como un hotel, ingiriendo a diario comida que no tienen idea de cómo se consiguió ni preparó, listos siempre para exigir bienestar sin estar de ningún modo dispuestos a corresponder. Y no me vengan con que es obligación de ellos darles dinero, comida y casa porque hay muchos, muchísimos padres que no lo hacen. —Bajó un poco el tono de su elocución para proseguir con el aire de quien confiesa un gran temor—. Yo tengo dos hijos y vivo por ellos. Todo lo que hago, de una u otra forma, es en pos de su bienestar y —bajó la cabeza consternado—, ¡qué injusto y triste sería para mí que dentro de poco decidan ignorarme sólo porque a su juicio no he sido el padre ideal! Y lo peor es que seguramente será verdad; no lo habré sido, pero Dios sabrá cuánto habré luchado por serlo. Si mis hijos y yo llegamos a sentir un antagonismo como el que se ha referido aquí, más honesto será que vivamos lejos. ¿Entienden esto? ¿Qué hacen ustedes en la casa de sus padres si ellos no merecen su amistad? ¿Extraerles lo que ellos producen como verdaderos parásitos?
—Basta —protesté no pudiendo soportar tan enconado ataque—. Mi hermano se fue de la casa —anuncié con cierto aire de presunción— y ¿sabe una cosa? Yo también estoy pensando hacerlo muy pronto.
—¡Pues adelante! No es sano que vivas con gente a la que detestas tanto. Lárgate de ese lugar igual que Saúl y dales un poco de paz a tus padres.
Tomé mis cosas enfurecido y traté de salir por la puerta, pero el director se interpuso.
—Antes terminarás de oírme, Gerardo. ¿Ya pensaste dónde puede estar tu hermano? Él regresará pronto, terriblemente arrepentido de haberse ido. Y si no regresa, jamás logrará enderezar su vida. Piénsalo un poco. No hay nada como nuestro hogar, por más defectos que tenga. Si huyes tendrás que buscar refugio en casa de algún amigo o familiar para convertirte, ahora sí públicamente, en un arrimado mantenido, y eso mientras te aguanten. ¿Buscarás trabajo? ¿Y de qué? Si no sabes hacer nada. No estás capacitado. Andarás rodando de un lado a otro como vagabundo y dejarás de estudiar. Tal vez consigas empleo de mozo y te hables de «tú» con las escobas y los desinfectantes para baños; serás tratado como un borrico por la gente y aprenderás a odiar cada día más a tus progenitores, a la par que recordarás tu cama suave, tu hogar limpio, tu sopa caliente, luchando por salir del fango y hundiéndote en él cada día más.
Conocerás muy de cerca la droga, la prostitución, la delincuencia y todo porque eres un necio que se cree injustamente tratado por sus padres, cuando seguramente has sido tú quien los ha calificado con injusticia.
Sin darme cuenta había ido retrocediendo paso a paso hasta volver a mi lugar. Sentí una terrible presión en mi pecho a punto de estallar. Me desplomé en la banca y bajé la cabeza. Tadeo Yolza continuó habiéndome con voz más pausada y suave.
—No seas tonto. Tienes una familia. ¡La tienes! ¿Cuánto vale lo que tienes? Si te dieran cien millones de pesos por la vida de tu madre, ¿permitirías que se muriera? Si te pagaran doscientos por tu papá, ¿lo dejarías morir? Tú posees lo que muchos jóvenes quisieran: unos padres que, es cierto, no son perfectos, pero a su manera sólo viven para darte lo mejor. No te corresponde juzgarlos ni criticarlos; te corresponde amarlos, perdonarlos. Con tus actitudes rebeldes lo único que consigues es que ellos te traten con energía, confundidos y temerosos porque quieren educarte y tienen muchas dudas sobre cómo hacerlo. Nadie les enseñó a ser padres. Pero puedes estar seguro de que sus intenciones son las mejores y anhelan proceder con bondad. Dices que no saben escucharte, pero ¿por qué han de hacerlo si tú tampoco los escuchas? Y no me refiero al acto de callar cuando te hablan; me refiero al hecho de interesarte en sus sentimientos (¡porque ellos también tienen sentimientos y sufren y temen igual que tú!), de preguntarles sobre sus tensiones y problemas, de darles una opinión sincera al respecto, de adentrarte realmente en sus vidas con el interés y agrado de alguien que los ama de verdad, una lágrima cayó sobre la paleta de mi banca y mi visión nublada se aclaró un poco. Cuando éramos más chicos, mi padre solía comentarnos las cosas que le ocurrían en el hospital y todos opinábamos. Poco a poco él se fue percatando de que sus asuntos ya no nos interesaban y dejó de platicar. Todo se combinaba en esa repentina tribulación: la comprensión de lo que seguramente estaba sufriendo mi hermano prófugo, la reflexión de lo mucho que mis padres debían quererme y el severo autojuicio de ser un vástago asaz ingrato.
—A ellos les fue mucho peor en su infancia —continuó el licenciado, ahora con el tono sereno y consolador que le caracterizaba—. Tú conoces su historia. Tus padres arrastran frustraciones y complejos que les fueron inculcados en lo más profundo de su ser hace muchos años. Neurosis inconscientes que les impiden actuar como a ti te gustaría, pero se han superado mucho, tú lo sabes. No los condenes por lo que no han logrado hacer. No los juzgues, ¡ámalos! ¡Así como son! Aprende a acercarte e ellos, hazlos partícipes de tu vida, cuéntales tus cosas y enséñales a escucharte, y si lo hacen mal perdónalos. No intentes expiarlos. Tus padres pagarán sus errores porque la vida no perdona los errores de nadie; pero evita convertirte en el verdugo ejecutor, puesto que tú, como hijo, también pagarás, y muy caro, los errores que cometas con ellos…
Apreté los puños tratando de controlarme, pero fue inútil. Comencé a llorar en silencio y con la cabeza baja. De cualquier modo todos mis compañeros se dieron cuenta.
Me dolió mucho cruzar el puente de la humildad por primera ocasión en mi corta existencia. Sobre todo porque ocurrió en público. Únicamente recuerdo haber llorado con tanta aflicción dos veces en la vida. Ésa fue la primera.