CAPITULO X

Casi once años habían transcurrido desde que la viera aquella tarde de primavera en una Filadelfia casi normal, bullente todavía con los ecos de los primeros disparos de la guerra civil. Ella estaba contemplando el brillante desfile de una división de voluntarios que marchaba, fanfarrona, con sus uniformes nuevos y entre músicas y flores, sin imaginarse que semanas más tarde sería completamente destrozada en la segunda batalla de Bull Run. Uno de los movimientos de la multitud les puso juntos y Jim Bradford, teniente de caballería, vio por primera vez los ojos intensamente azules de Verna Duncan.

Ella le sonrió con un mohín gracioso, y el arrogante oficial quedó prendido de aquella sonrisa como una mariposa en la llama de una vela. Ahora, recordándolo desde el fondo de su fracaso, Jim Bradford sonrió amargamente, diciéndose que fue fatal, irremediable. Tenía que ser, pasar así.

Trabaron fácilmente conversación. Aquellos eran días de turbulenta euforia y un uniforme de la caballería sobre un joven apuesto bastaba para derribar toda clase de conveniencias sociales y pudibundeces femeninas. Ella iba con su tía, una mujer gruesa, de aspecto un tanto plebeyo, desagradable, pero que resultó ser muy discreta. Titubeó al solicitarle que les permitiera acompañarlas, se lo consultó, ruborizada y coqueta, a su tía, obtuvo su permiso y pasearon...

El, Jim Bradford, desde el principio sintióse extrañamente tímido ante aquella muchacha de ojos ingenuos y delicada belleza. Habló y habló, contándole su vida y sus planes casi sin advertirlo. Y cuando se despidió, en la puerta de su domicilio, suplicó una opción a verla de nuevo, que le fue concedida con deliciosa timidez.

Antes de un mes estaba locamente enamorado de Verna Duncan y dispuesto a cometer por ella cualquier locura. Pero Verna le había tomado sus medidas, a pesar de su juventud era muy ladina y lo manejó a su capricho sin que él lo advirtiera. Le había contado que era hija de un terrateniente del Sur, de ideas antiesclavistas, al que sus vecinos habían quemado la casa, asesinándole traicioneramente, poco antes de estallar la guerra. Su madre había muerto poco después, de resultas de la impresión sufrida. Su propiedad fue saqueada y ella pudo escapar gracias a unos buenos amigos que le facilitaron los medios, dinero incluso, para llegar a casa de una tía suya, viuda, en Filadelfia. Con ella vivía ahora, modestamente por cierto; dos mujeres solas, expuestas a todo lo que podía depararles la situación general y la suya personal.

La creyó a pies juntillas, sin preocuparse en averiguar la certeza de sus afirmaciones. Era subyugadora al extremo de que un hombre no podía pensar sino en ganar su amor; dominaba de modo innato todas las mágicas artes de seducción de sus congéneres. El tiempo que pasaba a su lado era para Jim Bradford un sople de instantes fugaces. Y lejos de ella no vivía.

Un día, que la esperaba lleno de ilusión en el lugar donde se citaron, ella no llegó. Impaciente, temiendo que le hubiera ocurrido algo, marchó a su domicilio. Y desde la esquina, al doblarla, la vio despedirse en el mismo portal de un caballero bien trajeado, de edad mediana que se alejó por la parte opuesta de la calle. Cuando la joven llegó a su lado, no pudo refrenar sus celos, preguntándole de quién se trataba. Ella enarcó una ceja regocijada.

—¿Ese caballero? ¡Pero, Jim, estás celoso! ¿Y de él...? —su risa fresca sonó como un remover de cascabeles argénteos—. Por Dios, Jim, es ridículo, se trata del señor Mallon, nuestro casero. Vino a cobrar el alquiler, es un hombre torpe, avaro, un patán enriquecido..., pero ni nunca se le ha ocurrido cortejarme, ni de haberlo hecho habría obtenido de mí sino eso, una carcajada.

La creyó. Y sintió vergüenza de sí mismo. Nunca había sido celoso, pero ahora, de repente, se descubrió capaz de serlo. Y de hacer el ridículo...

Tuvo que partir al frente de Virginia pocos días después. Y fue un suplicio. Cuando por fin pudo volver, con un breve permiso, a Filadelfia, la ciudad estaba en vilo a consecuencia de las victorias confederadas. Halló a Verna más adorable que nunca. Pero cuando le propuso llevarla, con su tía, al Norte, al domicilio de sus padres, presentándola como su prometida, Verna se negó en redondo. Sus objeciones fueron de peso:

—Para ellos sólo seré una desconocida que puede ser cualquier cosa, Jim. Compréndelo; precisamente porque estoy muy enamorada de ti no deseo ni forzar la situación, ni muchos menos provocar fricciones con tus parientes. Habrá tiempo...

Le convenció, sabía muy bien cómo convencerlo. Y él, que antes había soñado siempre con batirse en la primera línea, se las arregló, moviendo amistades, para conseguir un empleo administrativo, o casi, en la misma Filadelfia, lo que no dejó de provocar hablillas entre sus camaradas, no muy agradables para su prestigio personal y profesional. Pero estaba dispuesto incluso a ser tenido por cobarde, con tal de permanecer junto a su amada.

Se convirtió, antes de darse cuenta, en un Otelo. Porque un día inolvidable, al visitarla en su casa, la halló sola. Su tía, le dijo Verna, entre tímida, nerviosa y su- gerente, había tenido que salir, volvería pronto, si él quería podía quedarse... Jim deseaba quedarse. Y deseaba más. Aquella tarde lo consiguió, con una facilidad que debió haberle puesto en guardia, si no hubiera estado tan perdidamente enamorado. A partir de entonces, la conciencia dé su culpa, de haber faltado a su palabra y su deber para con ella, el miedo a perderla, la ciega ansia de gozar de su amor a chorros, se aunaron en su pecho, nublando su cerebro. Gastó a manos llenas su dinero, pidió más a su casa, ahogó con oro los escrúpulos —no demasiados— de la tía, para que cerrara los ojos a una evidencia demasiado clara, hizo que ambas se trasladaran a otro barrio lejano, a una calle y una casa serias, discretas, donde para todos él era su esposo y podía visitarla, quedarse incluso unos días, sin despertar sospechas ni habladurías. Nada le parecía suficiente para ella, se convirtió en su esclavo, pidiendo sólo no ser rechazado ni abandonado.

Verna no le dio el menor motivo de disgusto nunca. Era cariñosa, alegre, subyugante y discreta. Apenas salía de casa —lo supo por un detective privado al que contrató, despidiéndolo, arrepentido, a los pocos días—, y eso para lo imprescindible. Escribíase con los padres de él, como novia, pero jamás hizo hincapié en que la llevara a conocerles, ni mencionó su promesa matrimonial. Parecía feliz y contenta en aquella ambigua situación y eso era lo que más daño causaba a Jim Bradford. Verna era como una niña... y él un canalla por no cumplir la palabra de matrimonio.

Hasta que no pudo más. Cuando le habló de casarse unos días después, Verna le miró, muy seria, con sus grandes ojos límpidos, y le dijo:

—No estás obligado, Jim. Te amo con toda mi alma, jamás haré nada que te pueda disgustar, tampoco quiero ser nunca un dogal en tu cuello. Con amarte y saber que me amas ya me basta.

El no vaciló más. Se la llevó a casa de sus padres aprovechando un corto permiso y pocos días después la desposó, en sencilla ceremonia. Fueron los días más felices de su vida. Verna era suya legalmente y ya nadie se la podría arrebatar.

Verna no quiso quedarse con sus suegros.

—Soy tu esposa, ¿no? Pues quiero estar junto a ti, al menos mientras me sea posible.

Jim Bradford no se opuso. En realidad, no sabía ni podía oponerse a nada que ella prefiriese, sin darse cuenta era un esclavo dichoso. Por la misma razón accedió a mantener secreto su matrimonio para la mayoría. Verna se lo pidió como un capricho, añadiendo que le prestaba un sabor picante a su luna de miel legal. Durante meses jugaron a aquel juego mientras la guerra rugía cada vez con más fuerza, devorando vidas jóvenes, riquezas...

Y luego, Jim Bradford se vio enfrentado con una orden superior irrevocable. El ejército federal había sufrido una gran sangría, derrotas importantes, hacían falta oficiales experimentados. El lo era, no existía una verdadera razón para mantenerlo en un confortable puesto de retaguardia que podía muy bien detentar cualquier inválido. Lo destinaron a una unidad de caballería y no pudo negarse, habría sido demasiado mal visto. Además, la propia Verna lo decidió.

—Sé que eres un valiente y que sólo por mí permaneces en ese puesto de retaguardia, soportando humillaciones y frustraciones sin cuento. Quiero que sigas tu impulso, Jim, me sentiré muy orgullosa sabiéndote luchando por tus ideales y tu bandera, tanto como angustiada por el miedo a lo que te pueda suceder.

También se negó, rotundamente, a dejar la casa.

—Este es nuestro hogar, no quiero abandonarlo. Aquí te esperaré.

Entonces fue cuando Jim Bradford pensó en Alfred Weston. Aunque ahora estuvieran separados, seguía siendo su mejor amigo y el único hombre del mundo en quien podía confiar para una misión así. Por eso le pidió que velara por su esposa, pero ocultándole que lo era a petición de la propia Verna. Ahora, tras lo ocurrido, comprendía que en aquel aparente capricho de ella hubo un motivo oculto, deliberado. Debían ser ya amantes para entonces, a sus espaldas...

Pero entonces no lo sospechó. Por eso no concedió importancia al gesto de su amigo cuando le hizo aquella petición poco común, atribuyendo su actitud subsiguiente a natural perplejidad. Casi había tenido que rogarle...

Y ella... Aquella noche, cuando volvió al hogar tras despedir a su amigo, le había dicho con su gesto casi infantil, engañador:

—No me parece que a tu amigo le haga mucha gracia tu encargo. Tal vez sería mejor que no le forzaras a una cosa desagradable para él.

Había sido él mismo —¡ciego estúpido!— quien aplacó los mentidos temores de su mujer afirmándole que Alfred Weston sería tan buen y fiel amigo para ella como para él, todo un caballero...

No tardó en arrepentirse. Cuantas cartas le envió a Weston no obtuvieron respuesta. Y las que escribía a su esposa, preguntándole, invariablemente eran contestadas con excusas poco convincentes. Weston, según ella, esquivaba verla, no habían congeniado, era un hombre hosco, desagradable...

Aquél no era el Alfred Weston que conocía Jim Bradford. Escribió a un antiguo camarada de ambos, lleno de celos y sospechas, y la respuesta recibida llenó de sombras su ánimo, al parecer, Weston sí había cambiado mucho últimamente. Ahora rehuía a sus amistades, pasaba en alguna parte sus permisos y su tiempo libre y contábanse que le vieron una o dos veces con una bellísima joven rubia. Verna era rubia...

Solicitó permiso, le fue denegado. Se preparaba una importante batalla. Y con el ánimo y la mente repletos de negros pensamientos, Jim Bradford fue a ella. Dando una carga a la cabeza de su escuadrón, recibió una seria herida. Un contraataque enemigo le hizo caer prisionero. Después...

Después meses y meses en un hospital de sangre enemigo, mal tratado y peor curado. Tan sólo un feroz deseo de sobrevivir, para volver a Filadelfia y buscar a su esposa, averiguar qué había sucedido entre ella y su amigo, le salvó. Ya curado, por dos veces intentó la fuga., Ambas fracasó, con el resultado de verse confinado en uno de los más siniestros campos de prisioneros del Sur. Dos años de pesadilla, para volverse loco...

Cuando lo libertaron, por fin, era un enfermo, una sombra del hombre que fue, y estaba preparado para lo peor. Lo peor fue lo que averiguó. Su esposa y su amigo habían sido amantes, sin lugar a dudas. Ella continuó cobrando los dos tercios de su paga, tal y coma lo había dejado dispuesto por si moría, al haberle dado oficialmente por muerto; la cobró hasta pocos meses atrás, pero nadie, ni sus padres, a quienes no había vuelto a visitar y que estaban llenos de recelos, ni los pagadores, ni sus amigos, conocían su actual paradero.

Al buscar al amigo traidor descubrió algo raro. También había sido hecho prisionero, mucho después, en otra batalla perdida por los federales; poco antes que él mismo anduvo, al regresar del cautiverio, efectuando indagaciones con respecto a Verna. Pero luego había desaparecido, como ella, sin dejar rastro.

Jim Bradford nada pudo hacer. Físicamente destrozado por los sufrimientos del cautiverio, moralmente por la certeza de haber sido traicionado por su espesa y su mejor amigo, no veía ante sí más que el vacío, no tenía ya ganas de vivir. Durante mucho tiempo hubo de permanecer en casa de sus padres, inmóvil en el lecho, fluctuando entre el deseo de pegarse un tiro y el ansia de vengarse algún día de los dos traidores. Pudo más la segunda...

Tiempo adelante, había solicitado el reingreso en el ejército. Sus sufrimientos en el cautiverio le fueron tenidos en cuenta. Reingresado como segundo teniente, había sido enviado aquí, a la frontera de Arizona, a luchar contra los apaches. Y aquí, precisamente, había vuelto a encontrar al viejo camarada, al hombre que le arrebató a Verna..., cuando menos lo pudo esperar.

Pero ahora dábase cuenta de que algo había cambiado, no encajaba en el puzzle. Alfred Weston no semejaba, ciertamente, un triunfador. Y le dijo que también ignoraba el paradero de Verna. Muchos puntos oscuros brotaban de pronto; detalles pasados por alto, alguna explicación insatisfactoria... ¿Estaría diciendo Weston la verdad? ¿Sería... otra víctima, y no el mayor culpable? Pero quedaba el hecho de su falsedad, su indudable traición... ¿Y si él ignoró siempre su matrimonio? ¿Y... si fue Verna?

Tenía que averiguarlo, conocer toda la verdad, aunque hubiera de arrancársela a Alfred Weston con la vida. Y luego..., si Verna era la culpable...