CAPITULO III
Había sido un día de octubre, diez años atrás, cuando Alfred Weston, primer teniente de infantería, viera a Verna por primera vez.
Entonces ella era la prometida de James Bradford. El y Bradford, bastante más que amigos, camaradas de la Academia primero, luego jóvenes oficiales del ejército unionista en la tremenda contienda que estaba desde hacía algo menos de un año desgarrando al país. Bradford servía en caballería, él, Weston, en la infantería, por tradición familiar ambos.
Resultaba de lo más curioso que en todo el tiempo transcurrido desde que Verna era novia de Jim él, Weston, nunca pudiera conocerla en persona. Jim, que en todo lo demás era franco y abierto, tocante a su prometida se cerraba como una ostra. Apenas hablaba de ella y sólo a desgana mostraba un daguerrotipo del que no se apartaba jamás. Se le veía perdidamente enamorado... y también celoso y receloso. Por eso, cuando aquella tarde desapacible se los tropezó en plena calle, Weston no lo había pensado dos veces, movido por la curiosidad, aunque advirtiera que a su camarada no le había complacido el encuentro.
—Verna, es el teniente Weston, ya te he hablado de él. La señorita Duncan, mi prometida.
Tras diez años, Weston recordaba nítidamente la impresión que ella le causó y todos los detalles de aquel primer encuentro, incluso el traje y el tocado de ella. Su sonrisa luminosa y cálida, la mirada entre ingenua y picara de sus maravillosos ojos azules. Sí, lo recordaba muy bien... Una conversación corta, anodina, una embarazosa despedida porque él no quería irse. Jim mostraba bien claro su deseo de que se marchara aprisa y Verna..., Verna le miraba de un modo capaz de marear a cualquier hombre.
—Hasta la vista, teniente. Jim es refractario a presentarme a sus amigos, pero confío en que con usted haga una excepción...
Eso dijo ella, con su voz acariciante; y él, Weston, pensó que, de ser Bradford, habría actuado igual, temiendo que otro hombre le arrebatara a tan maravillosa mujer.
Porque era maravillosa, indescriptible. Una niña- mujer llena de seducciones, un rostro y una voz que no podían olvidarse. El no los olvidó y anduvo como perro perdido desde entonces, anhelando que Jim se decidiera a llevarlo con él, temiendo a la vez que tal cosa sucediera. Temiéndolo, porque Jim era su amigo, su camarada, y si volvía a ver a Verna Duncan no podría evitar el cortejarla, a todo riesgo.
Tres semanas después volvió a verla. Estaba parada ante un escaparate contemplando lo que allí se exhibía. Y él había cruzado la calzada casi a la carrera, en su ansia de no perderla.
—Buenos días, señorita Duncan.
Se volvió con tal rapidez que le pareció asustada. Pero, al reconocerle, sonrió abiertamente, tendiéndole la mano con gracioso ademán.
—¡Teniente Weston! Qué grata sorpresa...
Lo que siguió fueron banalidades. Bajo aquella mirada radiante, acariciadora, él,
Weston, no era capaz de hablar con brillantez. Le preguntó si podía acompañarla y ella accedió, haciendo la salvedad, con delicioso mohín, de los celos de Jim Bradford.
—Cuando se entere...
—No se lo pienso decir.
En los ojos de ella brillaba una traviesa luz.
—Entonces, correré el riesgo...
Pasearon un rato largo, hablando de mil cosas. Cuando se despidieron por fin, a Weston le pareció que sólo habían transcurrido unos minutos.
—Jim vendrá de un momento a otro, debo irme... Ha sido un placer, teniente...
—Llámeme Alfred, por favor. ¿Podría..., podría volver a verla?
Lo miró de hito en hito, una extraña mirada, turbadora.
—¿Sería eso prudente..., Alfred?
—Tal vez no. Pero me gustaría verla de nuevo..., muchas veces. Concédame una, por lo menos.
—Tengo miedo de Jim. Es terriblemente celoso.
—No necesita saberlo. Y conmigo va tan segura como con él. No es justo que permanezca encerrada todo el día como una enclaustrada.
Le había contado que Jim le prohibía salir. Y Weston sintió por eso un profundo resquemor hacia su camarada. Finalmente, ella, tras vacilar, aceptó una nueva cita para el viernes siguiente, cuando a Jim le tocaba guardia. Ambos se encontraban en Filadelfia por la misma razón: convalecencia por heridas.
Hasta después de dejarla, él, Weston, no advirtió tres cosas: que le había contado su vida de cabo a rabo, que ella apenas si le dijo cuatro vaguedades de la suya... y que estaba enamorado de Verna Duncan.
Lo último hízole pensar intensamente. Jim era su amigo, su camarada, lo que iba a hacer, pues, era una traición. Tenía que borrarla de su pensamiento, olvidar su existencia; era lo decente, su deber. Sí, tenía que faltar a la cita. Alegaría cualquier excusa... o no daría ninguna. Verna comprendería, aquél era un juego peligroso. Y si Jim se enteraba, aún lo sería más. No, no iría a buscarla...
Pero fue. Llevaba dentro ya el veneno. Y Verna también acudió.
Pasaron un día para él inolvidable. Verna era cambiante, extraña, increíblemente sugestiva, una asombrosa mezcla de ingenuidad y picardía, de timidez y atrevimiento, de coquetería y de candor. Atesoraba todo el encanto, el atractivo, la gracia y el peligro de lo prohibido... y toda la sabiduría de mil generaciones de mujeres, que hace a un hombre impotente contra sus hechizos.
Habló mucho..., pero casi todo de los últimos tiempos. Le contó que pertenecía a una buena familia del Sur, de Florida, y que por pura casualidad se encontraba en casa de unos parientes, en Maryland, al comenzar la guerra. Había quedado por completo desconectada de los suyos, sus parientes se la trajeron aquí, a Filadelfia, pero al poco tiempo se marcharon, dejándola prácticamente abandonada en una gran ciudad desconocida. Por suerte, había sido poco antes presentada a una pariente de Jim Bradford, que le acogió con ella, pero haciéndola realizar determinados servicios humillantes, una especie de institutriz y dama de compañía... Jim la conoció allí, se enamoró de ella, la enamoró y le propuso matrimonio... Pero no cumplía su promesa, la tenía como presa en casa de aquella pariente, a quien había convertido poco menos que en su carcelera, dándole dinero para que, so pretexto de atenderle la vigilara. Era terriblemente celoso, un Otelo. Ella estaba atemorizada y resignada, no tenía a nadie en el Norte, nada sabía de los suyos... Eso sí, Jim era muy cariñoso y procuraba que nada le faltase. Pero parecía avergonzarse de ella. ¿Por qué, si no era así, no había aprovechado su largo permiso de convalecencia para presentársela a sus padres, que residían en Stanton, Nueva York, dejándola allí, con los padres y las hermanas? Pero claro, los hombres eran así y él... la tenía segura...
Tras hacer tan delicadamente alusión a su muy incómoda postura personal, desvió con habilidad el tema hacia Weston, sus planes, su pasado. Averiguó todo sobre él, su familia...
Y luego aquel inesperado tropezón, cuando se encontraban en uno de los lugares más solitarios del tranquilo parque. Sobresaltado, Weston la había sujetado. Y fue entonces cuando sus caras quedaron muy juntas, los cabellos color champaña de la joven rozaron en terrible caricia su mejilla, vio sus jugosos labios entreabiertos, sintió el calor de su aliento...
La besó casi sin advertir su propio impulso. Y fue un beso que le estalló en la sangre y el cerebro porque ella, tímidamente al principio, más fogosa después, se lo contestó.
Cuando volvieron a mirarse, los ojos femeninos tenían una luz extraña, ella estaba ligeramente sofocada, respiraba entrecortadamente. El sentíase como hundido en un volcán.
—Lo siento... No, no lo siento, lo volvería a hacer una y mil veces.
Sin contestarle, ella se desasió, los ojos bajos.
—Verna...
—¿Qué?
—Necesito volver a verte. Muchas veces.
—No puede ser, Alfred.
—Jim se ha portado contigo como un canalla, no tiene derecho a hacerte eso. Y voy a decírselo.
—¡No! ¡Por el amor de Dios, no lo hagas! Me... mataría...
Lo dijo suplicante, de veras asustada. Y eso incitó a Weston.
—Con una condición. Volveremos a vernos.
—¿Para qué? Es... demasiado peligroso...
—Si no lo aceptas, iré hoy mismo a hablarle claro. Me he enamorado de ti como un loco, te necesito y te disputaré a él, o a quien sea.
—¡Alfred!
—Es la pura verdad.
Verna pareció muy afectada por su declaración de amor. Vacilaba, pero al fin se decidió.
—Con dos condiciones... Nada dirás a Jim, ni harás nada que le infunda sospechas. Y tú mismo no intentarás nada..., nada..., ya me entiendes. No dejaré a Jim por..., por otro amante, Alfred. Yo... no es eso lo que quiero.
Y así le metió en sus redes.
Durante las semanas siguientes, Weston había seguido un turbio, ingrato, excitante juego. Llegó a aborrecer a su camarada, tener que fingirle la antigua amistad casi era superior a sus fuerzas. Verna y él veíanse a escondidas, furtivamente, gozando apenas de cortos ratos de felicidad. Weston estaba enamorado como un loco y el saber que ella seguía siendo la amante de Jim Bradford le ponía frenético, máxime viéndose forzado a cumplir la promesa hecha a 'a joven, para que no se desilusionara con él, imaginándole los mismos propósitos que movían a su antiguo amigo. Por eso el día en que Jim le llamó para decirle que, terminada su licencia, iba a reintegrarse a su unidad, al frente, recibió una gran alegría. A él aún le quedaban unas semanas...
Y entonces, Jim lo sorprendió con una demanda inesperada:
—Quiero pedirte un gran favor. Es algo que sólo te pediría a ti, pues te considero mi mejor amigo. Además, confío en tu hombría y tu lealtad.
Se refería a Verna.
—Va a quedarse aquí. No ha querido ir con mis padres por más que la he instado. Es una niña, dice que prefiere quedarse donde vive, que en mi casa se sentiría muy incómoda... Bueno, lo que quiero es que me prometas velar por ella, ya sé que estás gestionando que te dejen en el Estado Mayor.
Era verdad. El, Weston, tenía un tío coronel de Estado Mayor. Tras de su grave herida, su madre insistió mucho. No le hizo caso hasta que conoció a Verna. Ahora no le importaba pasar por cobarde, o al menos acomodaticio. Pero la petición de Jim Bradford era lo último que esperaba, y le costó reaccionar. Su amigo engañóse, creyó que su vacilación obedecía a otros móviles, le insistió... y pareció muy aliviado cuando, al fin, accedió a su demanda.
—Lo mejor es que vengas a cenar con nosotros esta noche. Así ella no se sentirá luego cohibida...
Todo aquel día él, Weston, estuvo dándole vueltas a la proposición de su amigo. Resultaba insólita, absurda. Un celoso como él... Aún confiando en su amigo y en su amada... Era incomprensible, por donde se mirase.
Le acompañó al domicilio de Verna. Ella debía estar ya al corriente, pues se comportó como si no hubiera vuelto a verle desde aquella tarde en que se conocieron. Sólo sus ojos le enviaron un mudo mensaje y, poco después, en un momento que se quedaron solos, le dijo veloz, en voz baja:
—¡No hagas preguntas y sé prudente! ¡Ya te contaré!
Fue una curiosa reunión, a la que asistió la dueña de la casa, una mujer madura, que causó a Weston una impresión bastante desagradable. En ningún momento, por cierto, se mencionó su parentesco con Jim Bradford.
Verna le llamó el mismo día de la marcha de Jim. Le envió una nota con un continental, citándole en lugar adecuado, y cuando llegó se le colgó al cuello casi de inmediato, ofreciéndole con espontaneidad su bella boca.
—¡Por fin libres, Alfred! Ya se ha ido...
Más tarde, hicieron planes para su porvenir. Verna estaba decidida, dijo, a marcharse de Filadelfia, a un lugar donde Jim Bradford no pudiera encontrarla. Luego se casarían...
—No quise ir con sus padres. A última hora salió con eso, pero me negué en redondo, allí no hubiera podido verte. No me explico cómo decidió encargarte que te ocuparas de mí. A veces tiene cosas raras... Pero es evidente que de ti no desconfía... Voy a buscar trabajo. Dijo que me enviaría dinero, pero no lo quiero.
—No tienes que buscar trabajo, ni tocar su dinero. Yo te daré el que necesites.
Verna se negó, pero él, Weston, había acallado con besos sus protestas, después vació su cartera y la obligó a tomar el dinero.
—Cuando se te acabe, me lo dices. Sin reparos.
La acompañó a su alojamiento. Y resultó que los propietarios, casualmente, estaban fuera de Filadelfia. Según Verna, fueron a pasar dos días en una población cercana, donde tenían a la madre de ella enferma. Verna le dejó entrar en la casa, para enseñársela, dijo. Lo que ocurrió, era inevitable...
Durante algunas semanas, él, Alfred Weston, había vivido el más maravilloso y completo de los idilios. Verna resultó ser una amante tal como el más exigente de los hombres pudiera soñar. Curiosamente, sentía remordimientos de conciencia por haberla hecho caer en sus brazos, aprovechándose de su amor y su debilidad, su indefensión.
Se salió con la suya, consiguió el traslado a un Estado Mayor general de retaguardia, con sede en la misma Baltimore. Rápidamente, buscó un alojamiento adecuado para Verna. De hecho, ella le pidió que lo buscara y también le rogó que no la llevara, como pretendía, con su familia.
—No podríamos querernos como ahora, Alfred. Y tampoco estaría a tu lado a menudo...
Ella era demasiado inocente, demasiado generosa de sí misma. Cuando Weston le dijo que debían casarse le dio largas, con razonamientos muy femeninos, probablemente muy sensatos también.
—Ahora eres oficial del Estado Mayor. Si tratas de desposarme te obligarán a hablarles de mí, sabrán que vengo del Sur, tal vez piensen mal de mí, y de rechazo sufras las consecuencias...
Era absurdo, pero él, Weston, terminó por ceder. De hecho, si se casaba con una joven procedente del Sur iba a quedar algo en entredicho ante sus superiores, ésa era la verdad.
Luego llegó la noticia. Jim Bradford había sido dado por muerto, o desaparecido, en acción de guerra, en la batalla de Spottsylvania. Por fin, Verna era libre...
Se la llevó a Baltimore. Y durante algunos meses la vida fue muy hermosa para él. Tenía su puesto de trabajo en las oficinas del mando militar, tenía a Verna convenientemente camuflada en una barriada tranquila, de gente de media clase, donde ella habitaba una casita muy confortable, en compañía de una mujer de edad mediana que se trajo de Filadelfia, y que le servía como «tapadera» apareciendo como tía suya carnal. Weston aceptó aquella ambigua y clandestina situación porque en él habíase desarrollado la misma psicosis de celos que antaño tuviera Bradford. No se fiaba de nadie, temiendo fueran a arrebatarle su tesoro; y como un avaro a su dinero iba a verla cuando sus tareas se lo permitían. Verna era la compañera perfecta: cariñosa, cambiante, siempre alegre y, al parecer, feliz. El, desde luego, era muy feliz...
Después comenzaron a ocurrir cosas. Llegó al mando de aquella región militar un nuevo general, un hombre adusto, inválido de guerra, que comenzó a limpiar las oficinas de gente a su juicio más necesaria en las líneas de combate. Y a pesar de todas sus influencias, Weston se vio destinado al Estado Mayor de una división, con el grado de capitán.
Para él fue tremendo, pero no podía hacer sino una cosa. Su despedida, de Verna fue como si le arrancaran el corazón.
Estuvo varios meses sin verla. Sus cartas le llegaron al principio muy a menudo, fogosas, amplias. Poco a poco, sin embargo, fueron perdiendo amplitud y fogosidad. Y a él los celos, el pánico a perderla, le fueron royendo el cerebro; pero nada podía hacer...
Cuando pudo volver a Baltimore, con una semana de permiso, la encontró cambiada, en cierto modo, pero tan cariñosa como siempre. Temiendo perderla, la instó a casarse, pero Verna se volvió a negar.
—No quiero casarme ahora, Alfred. La guerra pronto terminará y entonces lo haremos. Ahora parecería egoísmo mío. Y te quiero tanto...
Le convenció. Siempre le convencía. Volvió al campo de batalla y en los meses que siguieron tuvo ya muy escasas oportunidades de visitarla, siempre con permisos muy breves. Sin saber a ciencia cierta por qué, la hallaba algo cambiada. No menos cariñosa, ni nada que pudiera definir... Acabó desechando la idea por absurda. Probablemente, él era quien estaba cambiado.
Luego le tocó la china. En Chancellorsville, su división fue destrozada y él, herido, cayó prisionero de los confederados. Enviado de un campamento de prisioneros a otro, durante un terrible año no pudo dar noticias de sí a sus parientes, casi lo enloqueció la idea de que llegara Verna a creerle muerto y la otra, casi peor, de lo que podría haber sucedido...
Libertado por las tropas de Sherman en su marcha triunfal a través de los estados rebeldes, lo primero que hizo fue buscarla. Pero halló que había desaparecido sin dejar rastro. Hasta después de terminada la guerra no reencontró su pista. Y fue para sufrir el más brutal ce los desengaños. Estaba casada.
Casada con un hombre llamado Gilbert Rodney, que había sido durante la guerra oficial también del Estado Mayor y, al parecer, se las había sabido arreglar de algún modo para reunir una fortuna, que al terminar 'a guerra le había permitido dedicarse de inmediato a los negocios, donde estaba prosperando muy aprisa, gracias, decíase, a la amistad de muy influyentes personajes. Al parecer, su bellísima y encantadora esposa tenía algo que ver en su rápido encumbramiento... Weston descubrió que se habían casado un mes después de la fecha en que él mismo fue herido y capturado por el enemigo. Estaba loco de celos y sospechas, dispuesto a todo, cuando la fue a visitar en su lujoso domicilio de la Quinta Avenida. Pero ella se mostró una vez más muy convincente aunque, eso sí, tremendamente fría y lejana.
—Te creí muerto —fueron más o menos sus palabras—. Te lloré mucho, porque te quise y te sigo queriendo, pero quedé muy sola y sin dinero. Conocí a Gilbert... Me propuso casarnos... Mi situación era insostenible, compréndelo... Acepté ser su esposa... Hoy le quiero, él es bueno conmigo, tengo un hogar y una posición... Alfred, debes entenderlo, no puedo ahora arrojarlo todo por la borda. Si de veras me quieres, debes olvidar el pasado y olvidarte de mí. Encontrarás fácilmente a otra mujer que te haga lo feliz que mereces... Yo no me atrevo... Tal vez algún día... Pero ahora no, decididamente no.
Y él, Alfred Weston, había tenido que marcharse, con el corazón destrozado, la existencia también. Porque seguía amándola ciegamente, aunque ya no estuviera tan seguro de su sinceridad, de su inmarcesible inocencia. Pidió el reingreso en el ejército y lo obtuvo, mas un puesto, con grado de teniente, en una oficina vulgar, sin alicientes, un buen lugar para irse muriendo poco a poco en vida...
No la perdió de vista. Supo, así, cómo brillaba en sociedad, cómo su rico e importante esposo la cubría de regalos, cómo parecía estar en la cumbre del mundo. Porque la imaginaba dichosa, se mantuvo lejos...
De pronto, todo se vino al suelo. Alguien había dado el «soplo», un periódico hizo la denuncia, se provocó el escándalo, una comisión del Congreso y las Fuerzas Armadas investigó a fondo... Y descubrióse que Gilbert Rodney había estado espiando para los confederados, que su fortuna provenía de aquel infame negocio que, en el fondo, algunas sangrientas derrotas de los federales se le debían, por la información que pasó al enemigo... Se descubrió, también, que Rodney había asesinado por su propia mano a un oficial superior que había llegado a descubrir su vil traición, antes de que lo denunciara. Y por si fuera poco, el propio Rodney asesinó al periodista que inició el escándalo. Luego huyó del país, sin dejar rastro, mientras su esposa era detenida, pero soltada pronto por falta de pruebas y, a su vez, desaparecía, sospechándose que había ido a reunirse con su marido. Durante años, nada se supo de ellos. Luego, llegó aquel informe confidencial y él, Alfred Weston, había sido designado para cazar y capturar a Gilbert Rodney...
Ahora iba a hacerlo, también a averiguar dónde estaba Verna, qué clase de mujer era. Lo necesitaba para la paz de su espíritu.
Y ahora, precisamente Jim Bradford, al que creía muerto, volvía a cruzarse en su camino. El destino...