CAPITULO VIII

Weston estaba mirando a lo lejos, hacia el punto donde los apaches se encontraban acampados, a un cuarto de milla de distancia, dejando cocerse a los defensores del fortín en sus pensamientos, el dolor de sus heridas y la negra certeza de estar perdidos sin remedio, cuando oyó una voz a sus espaldas. La voz de Bradford Se volvió veloz, afrontándolo.

—¿Qué pasa?

—¿Dónde está?

Por fin, la esperada pregunta... Sonrió duramente.

—Aunque no me creas, no lo sé. Hace muchos años que no la veo.

—¿Murió?

—Se casó con otro.

—¡Mientes! —como garras, las manos de Bradford le atraparon, sacudiéndole—. ¡Maldito traidor y embustero...!

Weston se desasió rudamente.

—Te digo la verdad. Allá tú si no me crees.

—No es verdad, ella no podía... ¿Qué has hecho con Verna?

—Di más bien qué ha hecho ella de mí. No sé dónde está.

Bradford estaba pálido, repleto de odio... y algo más.

—Una vez fuiste mi amigo y un sucio traidor. Me arrebataste a Verna, que te había pedido protegieras y cuidases, y por eso te he de matar. Pero no será completa mi venganza sin saber dónde está ella..., para hacerle pagar su indignidad, aunque sea la menos culpable.

—Ella tuvo la cul...

—¡Calla, maldito!

Ciego de ira, Bradford golpeó en plena cara a Weston, echándole contra el muro. Weston contraatacó y los dos hombres se castigaron en silencio, dando suelta al rencor de tantos años.

Pero la pelea duró apenas unos segundos. Los soldados más próximos reaccionaron, corriendo a separarles. Y estaban todavía intentándolo cuando se oyó la temida voz de alarma:

—¡Los apaches vuelven a la carga!

Olvidando sus problemas personales, Bradford y Weston se apresuraron a comprobar el aviso, mientras los demás hacían igual.

Allí estaban. Los apaches les habían dejado cocerse en su propia salsa de inquietud durante varias horas, antes de volver al ataque. Sin embargo, el fracaso anterior habíales vuelto muy cautos, a la vez que les hizo cambiar de táctica. Ahora vinieron en dos columnas, una, más pequeña, destinada a distraer fuerzas, otra, la mayor, para forzar el muro y penetrar en el fortín a cualquier precio. Y justo ésta venía por la parte donde Bradford y Weston se encontraban.

Pero Bradford había hecho subir al muro tres carabinas para cada tirador, todas ellas cargadas. Excepto los heridos más graves, toda la pequeña guarnición se hallaba en el parapeto. Ahora, al lado de Weston había catorce hombres, cuatro de ellos heridos de no mucha importancia. Media docena más defendían el punto del ataque de diversión, aparte tres heridos, uno de ellos

Rodney. El resto del muro estaba cubierto por unos pocos heridos, sólo vigilando.

Unos doscientos apaches cargaron contra aquel lado del fortín, protegidos por unos cincuenta jinetes. Pare cían insensibles al dolor y la muerte, seguros de su triunfo.

Weston había quedado al mando directo de aquel punto. Dejó que los apaches llegaran a corta distancia y entonces ordenó hacer fuego. Los soldados sabían lo que estaban jugándose y no tenían que ocuparse por recargar armas. Doce carabinas vomitaron proyectiles contra la oleada atacante y, como autómatas, como locos, rechinando dientes, la mirada alucinada, dispararon, dispararon, dispararon...

Dispararon tanto que frenaron la ola de ataque a treinta metros del muro. A los apaches debía producir les la impresión de que todos los hombres del fuerte estaban allí concentrados. Sea como fuere, retrocedieron, disparando sobre los defensores sin cesar, para bajo la cobertura de fuego poder ir retirando a sus heridos.

Weston ordenó entonces detener el fuego. Sólo uno de sus hombres había muerto, otro salió herido. Para el resultado que consiguieron fue un gran éxito.

Pero los apaches, sin duda considerando que casi toda la guarnición se encontraba allí concentrada, trasladaron el peso de su ataque contra uno de los flancos desguarnecidos, el septentrional. El aviso llególe a Weston procedente de uno de los heridos allí colocados para vigilar, cuando apenas si había terminado el asalto directo a su línea.

Por suerte, podían llegar a aquel lienzo de muralla siguiendo el camino alto de ronda. Rápido, se llevó a todos los hombres disponibles en aquella dirección, recargando armas mientras corrían, agazapados. Y apenas si les dio tiempo a ocupar la nueva posición.

Los apaches estaban ya encima del muro, literalmente encima, habiendo liquidado a dos de los cuatro heridos que allí se encontraban disparando, cuando él y su refuerzo llegaron. Weston vio asomar a un guerrero armado con un revólver, que trató de apuntarle. Le metió una bala en plena boca, anticipándosele, y con una vieja pala desmochada empujó la escalera, derribándola. En el minuto siguiente, Weston y otro soldado viéronse enzarzados en feroz combate contra cuatro guerreros apaches que saltaron el parapeto empuñando hachas y cuchillos de guerra. Fue una pelea salvaje, a muerte. Weston no había soltado la pala, pero cuando uno de los apaches le pegó una cuchillada en el costado derecho, al tiempo que él mismo le descerrajaba un balazo a quemarropa, creyó llegado su último instante. Sintió corno si le pasaran fuego vivo entre las costillas, aulló y saltó hacia atrás, esquivando por poco un hachazo contra su cráneo al levantar la pala, cuyo mango fue partido limpiamente por el hachazo. En aquel momento, el soldado caía herido de muerte a corta distancia y, dos apaches se le venían a él encima.

Entonces vio llegar a Bradford a la carrera. El teniente se detuvo a corta distancia, apuntó apenas e hizo fuego dos veces. Ambos apaches recibieron las balas, uno en mitad de la espalda, el otro en el costado izquierdo, y cayeron fulminados.

Se miraron un momento ambos oficiales. Luego, sin cambiar palabra, hicieron frente al enemigo que subía al asalto.

Los apaches ponían toda la carne en el asador. Despreciando la muerte, los guerreros rojos lanzábanse aullando contra el fortín, borrachos de odio y sangre saltaban sobre sus compañeros caídos y pugnaban por trepar a lo alto del muro utilizando las escaleras mientras otros lanzaban una lluvia de proyectiles contra los defensores. Estos, para poder combatir con un mínimo de protección, debían mantenerse agazapados al amparo de las como almenas, esperando a que asomaran los enemigos para lanzarse sobre ellos y derribarlos al exterior. Los soldados peleaban con salvaje energía, insensibles a sus heridas, para impedirles entrar en el recinto del fuerte, ya que, si lo lograban, sería para ellos el final. Era una pelea de fieras, una lucha cuyo desbordado salvajismo ni las propias fieras podrían igualar.

Weston y Bradford, hombro con hombro, cubrieron el punto de mayor peligro. El cansancio agarrotaba sus músculos, la sangre, propia y ajena, empapaba sus ropas, sus cerebros estaban embotados, con una sola idea fija: matar, matar...

En un momento dado, un apache había amagado con su cuchillo a la garganta de Bradford, atareado entonces con otro. Weston volteó la carabina y quebró como una caña el brazo del guerrero rojo, desviando el golpe del cuchillo, que falló a Bradford por milímetros. El teniente había visto el peligro, despachó a su contrario, dijo: «Gracias», y siguió peleando.

¿Por cuánto tiempo? A los defensores les pareció una eternidad. De pronto, la horda de atacantes refluyó. Demasiado agotados para otra cosa, los supervivientes de entre los soldados se limitaron a saludar su huida con roncos gritos y maldiciones, con algunos disparos. Luego se derrumbaron en el mismo lugar donde estaban, para curarse sus heridas.

Ensangrentados, tambaleantes, agotados a fondo, Weston y Bradford se miraron.

—Bueno, pudimos rechazarlos otra vez...

—Sí... Ha sido una buena pelea...

—Me salvaste la vida cuando aquel apache iba a degollarme. ¿Por qué?

—Tú lo hiciste antes, cuando los otros se me echaron encima.

—Es curioso... Estamos en tablas otra vez. Revisa la línea por ese lado, a ver cuántos quedamos. Yo iré por el otro.

Quedaban un puñado. Y sólo dos estaban ilesos. Todos los demás, el propio Weston incluido, hallábanse heridos. Tuvo que hacerse vendar someramente la cuchillada entre las costillas del lado izquierdo, por fortuna una herida limpia y casi superficial, pero ni caso hizo de otras heridas menores. Hasta entonces había tenido mucha suerte. ¿Cuánto le iría a durar? Poco, sin duda. Fort Duquesne hacía honor a su mote. Viento, Muerte y Soledad... El viento, ardiente, volvía a levantarse, empujando olor a sangre fresca y polvo amarillo. La Muerte estaba allí, alrededor del fuerte y dentro del mismo, realizando una espléndida cosecha. Y todos iban a morir en la más absoluta soledad, abandonados a su destino...

Cuatro quintos de los hombres que estuvieran vivos al salir el sol ahora yacían, muertos, bajo el sol, o agonizaban sin posibilidades de asistencia. Los demás, bastante hacían con arrastrarse en busca de agua y curación para sí mismos.

Weston sangraba por media docena de heridas no suficientes para ponerle fuera de combate. No podía usar apenas el brazo izquierdo, a cada paso le dolía tremendamente un rasguño de bala en el muslo derecho, la cuchillada era un palpitar candente en su costado. Pero no tenía tiempo para sí mismo.

Uno de los supervivientes vino a su encuentro sujetándose con ambas manos un lado de la cara, cubierto de sangre. No todo era sangre, se restañaba con su propio pañuelo del cuello.

—Sargento, el cabo González quiere verle. Está listo, dese prisa...

Gilbert Rodney yacía contra el muro, desmadejado. Todo el costado derecho era un plastrón de sangre y también sus manos crispadas estaban llenas de sangre.

Tenía el rostro terroso y se le acusaban los huesos bajo

la piel, no parecía afectarle el sol sobre su cara. Toda su energía vital estaba concentrada en sus ojos, mezclada con la sombra de la muerte. Saludó a Weston con una mueca que deseaba ser una sonrisa.

—Hola..., Weston... Esto se acabó... Si sale de aquí... podrá decir... a sus jefes que... Gilbert Rodney... ya no dará... más guerra...

Casi no podía hablar, le brotaba sangre por la boca a cada esfuerzo. Weston se arrodilló a su lado y le puso en la boca el gollete de una cantimplora de agua. El moribundo tragó ansiosamente.

—Gracias...

—¿Qué me quiere, Rodney?

—Verna... Ahora me creerá... Ella nos engañó... a los dos... Yo la conocí... meses antes de que... usted cayera... en Chancellorsville... Ella... me cazó... No lo siento... Valía la pena... Ella es... maravillosa... mintiendo... amor...

Se detuvo a tomar aliento, luego añadió, con voz más apagada:

—He escrito... algunas cosas... Aquí..., en mi guerrera... para usted... También el medallón... Ella me... traicionó... No sé dónde está... ahora... Búsquela y dígale... que he muerto... odiándola...

Se le tronchó bruscamente la cabeza. Weston lo soltó. Sentíase extrañamente frío y lúcido. Con dedos nerviosos buscó en la guerrera de Rodney, sacando unas hojas de papel, cuidadosamente dobladas, cubiertas de apretada escritura. También un hermoso medallón, grande, con tapadera de oro cincelado. Allí estaban los nombres de ambos. Y dentro, una hermosa miniatura de Rodney con Verna, en traje de boda. En una cartera de cuero halló tres fotografías más de ambos, emparejados, y una de Verna sola, recortada evidentemente de un retrato de dimensiones mayores. Verna, radiante de juventud y de belleza, con su sonrisa y su mirada de niña-mujer, tan embustera...

Estuvo contemplándolas un rato, mientras en su interior chocaban rudamente sensaciones muy violentas. Luego volvió a guardarlas en la cartera y ésta en uno de sus bolsillos, con el medallón, poniendo su atención en las cuartillas.

Estaban manchadas de sangre, pero eran claramente legibles en su mayor parte. Y venían a ser una acusación tremenda, inesperada, que llevaría a Verna Duncan a presidio para toda la vida, si alguna vez llegaban a ser oídas en un tribunal.

Estaba guardándoselas cuando vio llegar a Bradford. Atardecía lentamente y aún pegaba duro el sol, el viento semejaba un coro de plañideras lúgubres, el silencio llenaba el fortín. Altos, revoloteaban los cuervos...

Bradford señaló al muerto con un gesto. Su expresión resultaba impenetrable.

—¿Ha muerto?

—Acaba de morir —le contestó Weston, terminando de guardarse la confesión de Rodney e incorporándose de modo fatigoso, envarado.

—Bien, con eso termina tu misión.

—Sí. Me tienes a tu disposición cuando lo desees.

Se midieron con la mirada durante unos momentos Luego, Bradford dijo con sequedad:

—Eso puede esperar. Tenemos cosas más urgentes que hacer.

—Tú dirás.

—No podemos continuar por más tiempo esta resistencia. Los apaches aguardarán, sin duda, al amanecer; entonces volverán al amparo de la noche. Hemos defendido el puesto hasta los límites de lo razonable, sólo quedamos nueve hombres en condiciones de combatir, todos heridos menos dos. Mi conciencia no me permite sacrificarlos en una última espera suicida.

—Tú tienes el mando. ¿Qué piensas hacer?

—Hay un medio de escapar y depende en mucho de la suerte que tengamos. Conozco a los apaches, su modo de pensar. No han podido tomar el fuerte por asalto, han sufrido graves pérdidas y están furiosos, pero también, ahora, seguros de que no pensamos rendirnos. Aguardarán al amanecer para atacar justo antes de que se ponga la luna, se acercarán previamente hasta aquí en la oscuridad y lanzarán por todas partes el asalto; han de saber que ya no podemos quedar muchos. Si se proponen eso, como creo, ahora descansarán, lo harán hasta poco antes de la medianoche. Y ésa es nuestra oportunidad.

—Explícate mejor.

—Pondrán centinelas a todo alrededor y a cierta distancia, más por rutina que por otra cosa, pero los demás se reunirán en el campamento, a comer y descansar. Si abandonamos el fuerte descolgándonos en el ángulo entre la torre y el muro sur, y después seguimos uno a uno, metiéndonos por entre los centinelas, habrá una oportunidad.

—Sin caballos no llegaremos lejos. Y en cuanto descubran lo sucedido van a darnos caza como lobos, nos atraparán en mitad del valle, no lograremos sino morir allí, en vez de aquí.

—Tal vez no. Hay veintiuna millas hasta Crittenden. Calculo que podremos caminar más o menos seis antes de que ellos lancen su ataque. Mientras descubren lo sucedido, comprenden nuestro propósito y se lanzan en nuestra persecución, ya habremos avanzado otro par. Ocho millas, sobre veintiuna...

—No llegaremos a Crittenden. Y olvidas a los heridos más graves.

—Son soldados, saben que, de una u otra forma, ya están muertos. Conozco a mis hombres, Alfred. Ellos se quedarán y nos servirán de ayuda hasta el fin.

—¿Cómo?

—Les subiremos aquí, a los parapetos, dejándoles a mano armas cargadas. En cuanto los apaches se lancen al asalto les dispararán, cuando ya los tengan encima... se pegarán un tiro, para ahorrarse torturas. Y si los apaches encuentran una resistencia, siquiera sea pequeña, tal vez lleguen a creer que han liquidado a toda la guarnición, no imaginándose nuestra treta. Comprendo muy bien que es muy duro, pero hay que hacerlo.

—No me gusta, Jim. Esos hombres...

—¿Me estás tomando por un cobarde, o por un traidor?

—Sé que no eres ninguna de ambas cosas.

—Si existiera la menor posibilidad de sostener la posición, aquí me quedaría. Pero, tanto si la abandonamos como si nos quedamos, el resultado va a ser el mismo, al salir el sol los apaches estarán aquí dentro. Hacerme matar en este punto con los restos de mi gente no va a beneficiar ni en una hora a mis camaradas en Crittenden y el resto de la frontera; pero si logro llegar con algunos hombres a Crittenden, ellos y yo podremos aún combatir, vengar a los que han caído hoy. Nunca he considerado que el deber de un oficial responsable consiste en llegar deliberadamente al suicidio y, de paso, llevar a sus hombres a la muerte sin otro beneficio que el muy discutible de verse convertido en héroe póstumo. Las batallas las ganan los soldados vivos, no los muertos. Y aquí en Arizona somos muy pocos, tú lo has visto, sobre todo teniendo, como tienen, los apaches casi siempre la iniciativa.

Tenía razón, toda. Weston no necesitaba ser convencido. Por otra parte, no era quien debía tomar y afrontar la decisión.

—¿Cuál es tu plan, exactamente?

—Ya te lo he dicho. Antes, vamos a destruir todo el armamento que no nos podamos llevar. La munición será amontonada, junto con la pólvora, en los bajos de la torre, solicitaré un voluntario que prenda un par de mechas a su debido tiempo, cuando los apaches derriben la puerta y entren a buscarla...